sábado, 20 de diciembre de 2008

Deseos (ejercicio "Permítame insistir")

Mirta Leis

      Levantó los ojos y la vio: morena, voluptuosa, con la suavidad resbalándose sobre la piel de ébano.
      —La quiero –le dijo a Carlos con decisión—. No esperó respuestas, giró la cabeza y se puso a mirarla con arrobo. A su lado, el amigo aflojaba con displicencia el nudo de su corbata beige y se hundía en el cuero oscuro del sillón.
      Trabajaban en la misma clínica, compartían largas horas de labor y algunas confidencias; tenían la costumbre de terminar la jornada en el pequeño bar de la esquina, igual que muchos de sus colegas.
      —La quiero, no voy a poder estar sin ella, la quiero—remarcó insistente—. Con la mano, Carlos gesticuló una negativa.
      Ella, en tanto, desde un extremo de la barra, exhibía indiferente, su hermosura morena. Estaba allí, provocando con su encanto, desconociendo de qué manera la deseaba. A su lado una rubia regordeta sonreía indiscreta mientras murmuraba algo al oído de su acompañante, que de tanto en tanto la miraba también.
      El desfile incesante de clientes entre las mesas, la barra y la puerta impedía a Luis la visión de su deseo, tanto, que abandonó el sillón junto a Carlos y se sentó en una mesita de madera oscura lo más cerca posible. Con la copa entre las manos el amigo lo siguió obediente.
      —Quiero acercarme, la quiero oler, creo que su perfume va a emborracharme, muero por rozarla con mis labios —dijo con pasión. ¡Déjame ir!
      Carlos trató de distraer a su amigo y entre copa y copa, le mostró dos bellezas que asistieron hoy a su consulta. Las niñas en cuestión estaban en el bar, eran menudas, de sonrisa franca y agradable, el psicólogo estaba muy impresionado por la de ojos claros.
      El rostro de Luis estaba cubierto de sudor, la conversación amena no conseguía desviar su atención de la morena, aquello era casi una obsesión. Ella estaba justo debajo de una luz, atraía aún más por el brillo especial que le otorgaba a su oscura piel. Brillaba, obscena e indiferente como un faro en la marea. Decidido, se acercó lo más que pudo a su interlocutor y le dijo: — La quiero. Permíteme insistir, la quiero, ya no puedo más, —entornó los ojos y se puso de pie— Voy a tomarla. —Se paró mirándola fijamente mientras avanzaba—oyó apenas la voz de Carlos que moviendo la cabeza hacia los lados repetía: — No creo que la torta de chocolate sea buena para nuestra dieta pero, por favor, tráeme también una porción.

martes, 16 de diciembre de 2008

No insista más, señor. Ejercicio

Pilar Dublé

      —Seguramente usted no va a llegar a viejo, ¿verdad?
      El joven, de unos treinta años, bajó la cabeza, luego miró al techo con cara de impaciencia.
      —Ese no es el problema: simplemente estoy sumamente apurado y no puedo estar cediendo el puesto en la fila.
      —¡Usted no está cediendo nada! Es una norma bancaria: ¡los de la tercera edad no hacen cola! —La discusión se alargaba y la mujer comenzaba a perder paciencia y compostura: la saliva saltó de su boca al hablar y tenía la cara fruncida, mientras la mano que sostenía por el brazo a su madre se convertía en un nudo de piel brillante y tensa.
      —¡Lo que pasa es que eres una viva y te traes a la viejita para hacer tus trámites sin pasar por la cola!
      —Además de abusador, grosero, ¿verdad? ¡Mire! —arrancó una libreta que sostenía la viejita y la batió frente al joven—. ¿Lo ve? ¿Ve el nombre? Mamá, ¿cómo te llamas tú?
      —Herminia Ma…
      —¿Usted ve el nombre en la libreta? ¡Es el nombre de ella! —interrumpió la mujer.
      —¿Y no será que tú tienes el mismo nombre?
      —Pues no, no es así, ¡y no me tutee, tarado!
      —¡ Y usted, no ofenda! Ya van varios insultos.
      —¡Huy¡ Qué delicado, el muchacho.


      Algunos clientes de la interminable fila se fastidiaron más de lo que ya estaban y pasaron a revisar la pantalla del móvil a escondidas del vigilante; otros se interesaron en el pleito con variadas actitudes, entre la pena ajena a la risa contenida. Un señor muy negro, de piel brillante, con cabello rizado y blanco como una nubecita, había llegado a la taquilla de la otra fila. Iba a retirar dinero y llevaba la planilla y libreta en ristre cuando el espectáculo distrajo su mirada. Se acercó a la mujer que discutía.
      —Por favor, tomen mi lugar allá —dijo, señalando.
      —No. La gente tiene que aprender a respetar. A nosotras nos toca aquí. Y ahora.
      Ahora, ¿entiendes? —le espetó al joven con los ojos muy abierto. El muchacho rió con sorna.
      —Permítame insistir, señora, por favor: su mamá está asustándose con tantos gritos. No vale la pena.
      —¡No! estoy harta de estos tipos, que se creen dueños del mundo. ¡Yo no sé qué pasa en este país! Caminan por la calle y parece que no ven a los demás: si no te apartas te derriban. Son confianzudos y groseros; tutean a todos, manosean todo. Si llegan a un sitio lleno, usan sus corpulencias y sus vozarrones para que los atiendan primero. La viveza es su arma favorita, si te descuidas te estafan, creen que se la están comiendo cuando abusan y atropellan. Tienen que ser los primeros siempre, ganarlas todas, transar a diario. Viven del sablazo, de la marrullería, de la falta de respeto. Yo no sé si es que en sus casas les enseñaron cómo atropellar más y mejor ¡Ah! Pero si se topan con un Lotario, entonces sí saben ser decentes, ¿no? Se ríen de todo y de todos. ¡ES UNA MIERDA! ¡ESTE PAÍS ES UNA MIERDA!
      Súbitamente, el banco completo se centró en la diatriba. Las miradas se levantaron de las pantallas de computadoras y celulares y de los monitores de las cámaras, y el sub-gerente asomó desde el piso de arriba, protagonizando una arriesgada cabriola sobre la baranda de la escalera espiral.
      —¡Vigilante! —gritó— ¿usted no puede manejar eso?
      —¡Ah, no! ¡Yo no me meto! —contestó una voz de pito a través de los vidrios opacos de la cabina blindada. Algo metálico sonó, como una tuerca que gira para ajustarse al máximo.
      El negro, sonriendo a la fuerza y asintiendo despacio trató de llevar a las dos mujeres con suavidad hacia la taquilla libre, poniendo sendas manos en los brazos de ellas, cuando la hija explotó del todo.
      —¿Ve lo que pasa? ¡No me toque, estúpido! ¡ESTÚPIDO!
Y       se fue del banco. Trató de dar un portazo pero el brazo hidráulico detuvo el impulso de la puerta, que se cerró suavemente. La viejita miró desconcertada al negro, con un par de ojitos muy brillantes tras los lentes bifocales. Trató de sonreír y explicar.
      —Es que, es que ella está muy nerviosa, muy nerviosa, últimamente —parpadeó rápido.
      —Eso me pareció desde el principio. Pero no importa: seguramente volverá en un rato y mientras, yo la ayudo a usted. ¿Va a actualizar la libreta, a hacer un depósito, un retiro?
      —Bueno, en realidad, no. Creo que no. Es usted muy amable, pero no.
      —¿No? ¿Cómo que no? ¿No qué?
      — Es que... Bueno, verá —bajó la voz e hizo señas con un dedo índice seco y corto— es que, verá usted: lo que pasa es que la libreta… ¡Ay! –suspiró— es que la libreta es de ella.



Jardinzen, diciembre 2008

Permítame que insista. Ejercicio

Pedro Conde

      Como siempre que vuelo, llegué con tiempo de sobra al aeropuerto. Después de facturar mi maleta vagué con tranquilidad rodeando las filas que acababan en los mostradores. Algunas cortas, otras muy largas, tanto, que incluso tenían que doblarse al llegar a la otra parte del hall. En todas ellas mi parte de escritor, de ladrón de historias, encontró gente en la que posar los ojos e inventar la parte anterior del diálogo, y fabular con el recibimiento o la vida que les esperaba a todos en su destino.
      Aunque no tengo miedo a volar, la preparación de un viaje de esas características me provoca la ansiedad suficiente como para no poder estar quieto durante mucho rato. Me dirigí al quiosco y elegí una revista. Luego ojeé el expositor giratorio de libros que había a la entrada. Como chirriaba terminé girando yo alrededor de él. Comprobé que en todos los aeropuertos hay las mismas novelas, los mismos autores: Stephen King, Vázquez-Figueroa, Asimov… Reparé en una de Antonio Muñoz Molina, primero por no esperarla, luego, me atrapó el título prometedor "Sefarad" "Una novela de novelas". La compré y me dirigí de nuevo a un asiento. Abrí la revista, dejé la novela para las casi tres horas que duraba el vuelo. Entre párrafo y párrafo de un artículo sobre las excavaciones cercanas a la ciudad de Petra, miraba la pizarra y agudizaba el oído, temiendo concentrarme mucho en la lectura y que se me escapara el avión. Por fin, el aviso de embarque. Pasé por el control policial y, tras un expolio a mis bolsillos, tras exponer a la vista de los agentes mis pertenencias y desembarazarme de todo objeto metálico, pasé por un sin fin de sonrisas de dentífrico y busqué un asiento junto a una ventana, me gusta mirar cuando despegamos y al volver a tocar suelo. Aún me sigue pareciendo mágico sentir cómo la tierra se aleja de mí, del avión. Mi vértigo, el que me impide asomarme al balcón de un quinto piso, permanece dormido en estos momentos. Quizá porque al verlo tras el cristal de la ventana, lo convierte poco menos que en una película, le quita realidad.
      Acababa de sentarme, buscaba las dos mitades del cinturón de seguridad cuando le oí:
      —¿Arturo?
      No hice ningún caso, yo no me llamo Arturo. El resto de pasajeros bullían desordenados guardando las bolsas, pequeñas maletas, quitándose los abrigos.
      —¿Arturo? ¿De verdad eres tú? —insistió con fuerza, con una clara sorpresa, con alegría.
      Al mirar en su dirección me encontré con unos ojos redondos en una cara redonda. No era un tipo muy alto, pero como yo estaba sentado sí me lo pareció al principio. Tenía unas gafas de montura libre, y vestía una chaqueta que le estaba un poco estrecha en la cintura pero de mangas largas, le tapaban la mitad de las manos.
      —¡No me lo puedo creer!
      —Lo siento… —titubeé— creo que se confunde.
      Se detuvo indeciso, como si esperara que yo continuase diciendo "Es broma". Su momento de estatua se me antojó eterno y quise ayudarlo y ayudarme a mí también, acabando con ese instante tenso.
      —No me llamo Arturo.
      —¡Oh! Perdone… Pero créame que es usted cla-va-di-to —distanció las sílabas—, hubiera puesto la mano en el fuego. ¿Puedo sentarme? —señaló al asiento que estaba junto a mí.
      —Claro, está libre.
      Al acomodarse se rozaba conmigo, con mi brazo. Buscando un poco más de espacio optó por quitarse la chaqueta. Yo abrí la novela y empecé a leer.
      "Nos hemos hecho la vida lejos de nuestra pequeña ciudad, pero no nos acostumbramos a estar ausentes de ella, y nos gusta cultivar su nostalgia cuando llevamos ya algún tiempo sin volver, y exagerar a veces nuestro acento, cuando hablamos entre nosotros, y el uso de las palabras y expresiones vernáculas que hemos ido atesorando con los años, y que nuestros hijos…"
      —Pues ya le digo…, hubiera jurado que era usted Arturo. No sabe cómo se le parece, la misma frente, la misma nariz.
      Levanté los ojos y le hice una leve sonrisa, seguido y sin palabra alguna, volví a la lectura.
      —Se me ocurre —vuelve a la carga— que… ¿No será usted un hermano?
      —No, tampoco mis hermanos se llaman Arturo, ninguno de ellos —volví a la lectura. No quería mostrarme huraño pero tampoco me interesaba la conversación que podía salir de allí.
      "Nos hemos hecho la vida lejos de nuestra pequeña ciudad, pero no nos acostumbramos a estar ausentes de ella, y nos gusta cultivar su nostalgia cuando llevamos ya…"      
—Permítame que insista, es que se me ocurre también, ahora que lo pienso fríamente, que después de tantos años…podría ser que yo estuviera confundido —"Lo está", pensé—, y lo esté confundiendo con Arturo, pero en realidad lo recuerde de otra cosa, de otro sitio quiero decir.
      —Podría ser.
      —¿De Asturias? —preguntó con tonito de adivinanza.
      —No.
      —Sí, ya sé que no es de Asturias, su acento, está claro, no es de allí. Digo que si nos conocemos de Asturias.
      —No he estado nunca en Asturias. Y lo de conocernos…, es usted el que lo dice, yo no estoy tan seguro de eso —volví a bajar los ojos a la novela.
      Suspiré por que hubiera captado mi nulo interés por seguir la charla. Pasó una azafata ofreciendo la prensa. Mi vecino de asiento cogió un ejemplar y yo, negué apenas sin levantar la mirada.
      "Nos hemos hecho la vida lejos de nuestra pequeña ciudad, pero no nos acostumbramos a estar ausentes de ella, y nos gusta cultivar su nostalgia cuando llevamos ya algún tiempo sin volver, y exagerar a veces nuestro acento, cuando hablamos entre nosotros, y el uso de las…"
      —Pues no puede pasar sin conocerla. ¿Como dicen ellos? —se lleva un índice a los labios y mira arriba, como si quisiera encontrar las palabras escritas en el techo del avión— Asturias es España… y lo demás, tierra conquistada. Sí, así es. Muy gracioso. Son muy buena gente —insistía impasible por mi silencio.
      —Oh —dice un poco alarmado—, he sido terriblemente maleducado. Me llamo Antonio Luis —me tiende la mano con el brazo torcido, los asientos no nos dejan mucho espacio.
      —Pedro —le respondo.
      —¿Y Arturo de segundo nombre? —se ríe— es broma, es broma, es broma — aclara gesticulando con las manos, como si borrara lo dicho sobre una pizarra.
      "Nos hemos hecho la vida lejos de nuestra pequeña ciudad, pero no nos acostumbramos a estar ausentes de ella, y nos gusta cultivar su nostalgia cuando llevamos ya algún tiempo sin volver, y exagerar a veces..."
      —Pues era un gran tipo Arturo, y espero que lo siga siendo —aclara—. Muy sanote. Un poco inocente, ya me entiende…, corto de entendederas. No entendía la ironía, el sarcasmo, ni siquiera un buen juego de palabras —suspiró perdido en un momento de nostalgia—. Perdone que me repita, pero es usted igualito que él —se alarma de nuevo—. Entiéndame, me refiero al físico. Tiene usted la misma frente, la misma nariz. ¿Va usted a Barcelona? —quiere salir del pequeño aprieto en el que se ha metido— Sí, claro, ¡qué pregunta más estúpida! Todos vamos a Barcelona. Esto no es un autobús, no va haciendo paradas. Je je.
      Por los altavoces nos habla el comandante de la nave. Me suena raro que lo llamen así. Nos movemos lentamente, primero hacia atrás, maniobrando, luego nos dirigimos a la pista de despegue. Por la ventana veo la punta de las alas cimbrar, no dan aspecto de ser muy resistentes. Al llegar al extremo de la pista nos detenemos. Parece que nos estuvieran apuntando, y el sonido de los motores al acelerar, se me asemeja a que estiran las cuerdas de un enorme arco. Sueltan los frenos y salimos disparados. Con la aceleración, nuestros cuerpos se pegan al respaldo. Antonio, tiene los ojos cerrados y se agarra con fuerza a los apoyabrazos. Está rígido, y pálido. Mientras subimos sigue en esa posición. Cuando el avión se nivela, tras un buen rato de ascensión, parece que su piel vuelve a tomar un poco de color rosado. Alguna gota de sudor aparece en su frente. De nuevo respira con normalidad.
      —Ya está, ya estamos en el aire— sentencia nervioso— ¿Y de dónde es, si no es mucha molestia?
      —De Málaga.
      —Estupendos los boquerones, y los espetos de sardinas en la playa.
      —De un pueblo de Málaga, casi en la frontera de Córdoba —sigo siendo cortante—. No tenemos mar allí.
      —Ya, entiendo.
      Vuelvo a la lectura.
      "Nos hemos hecho la vida lejos de nuestra pequeña ciudad, pero no nos acostumbramos a estar ausentes de ella, y nos gusta cultivar su nostalgia cuando llevamos ya algún tiempo sin volver, y exagerar a veces nuestro acento, cuando hablamos entre nosotros…"
      —Yo he estado varias veces allí, en Málaga digo, no en su pueblo. Es una ciudad muy bonita. Claro que yo estuve trabajando…
      Antonio siguió en sus trece durante todo el vuelo. Encadenaba sus frases, sus pensamientos sin esfuerzo, y también sin ningún criterio. Al final abandoné el intento de leer al otro Antonio, al escritor. Durante casi tres horas me aburrió con sus aventuras por toda la geografía nacional y alguna del extranjero. Creo recordar que quiso situarme en todas ellas como confirmación a su idea de que me conocía. Me habló de su relación con Arturo. Fueron compañeros de la mili allí en Asturias. Luego, al licenciarse, estuvieron en contacto un tiempo pero acabaron por perderlo
      —La vida —decía— nos acaba llevando de un lado a otro sin permiso.
      El aterrizaje volvió a callarlo durante un rato, en el que el color de su piel, su rigidez y la respiración contenida, lo hacían parecer un cadáver. Desde que perdimos velocidad, y haciendo caso omiso de la voz anónima que nos decía que permaneciéramos sentados hasta estar parados en la terminal, el bullicio se apoderó del interior del avión. Todos se colocaban sus abrigos, bajaban sus bolsas de equipaje y cogían, presurosos, un buen sitio en la fila, que crecía por el pasillo, para salir cuanto antes. En la cinta, esperando recoger el equipaje, volví a encontrarme con Antonio. Estaba mucho más tranquilo, más callado.
      —Le ruego me perdone si he sido un poco pesado —me dijo, serio—. Son los nervios, en realidad, me da pánico volar.
      —Pruebe a dormir.
      —¡Qué va! —rechazó la idea— el miedo me lo impide, y si lo consiguiera, seguro que sólo tendría pesadillas —una sonrisa distinta, sincera, se dibujó en su cara redonda.
      Recogí mi maleta, que pasaba en esos momentos frente a nosotros. Al ponerla en el carro, casi se me cae la novela, que seguía en mis manos. Se la tendí.
      —Tenga, pruebe con esto.
      —No puedo aceptarlo, usted no la ha leído aún.
      —Oh, sí, sí la he leído, es vieja —mentí.
      —Gracias —aceptó el regalo y me tendió la mano— espero que nos volvamos a ver, quizá en otro viaje —le contesté con un gesto de asentimiento.
      —Adiós —le dije, pero mi cabeza de ateo, en una paradoja suplicaba: "Dios no lo quiera". Y me alejé en dirección a la salida. Allí, entre la gente que estiraba los cuellos para ver mejor, reconocí algunas cabezas familiares, me saludaron agitando las manos, le devolví el gesto y sonriendo, aceleré el paso.

sábado, 6 de diciembre de 2008

Fotografías

Montse Villares

—Don Julián ¿me oye? le preguntaba que dónde quiere ir. Si prefiere la residencia de las Hermanas del Perpetuo Socorro o la de María Auxiliadora.

Tardó en contestar. En la cama contigua había una señora conversando con una joven. A su lado dos desconocidas. Una enfermera que le tomaba el pulso y una señora que le hablaba de papeles, de opciones, de lo que el futuro le deparaba... En unos instantes iba a cambiar su vida. Como comercial de una empresa de camisería viajó continuamente hasta su jubilación. Iba de ciudad en ciudad, de flor en flor y en ese momento le iban a encerrar.

—María Auxiliadora -se oyó decir, como mínimo tiene nombre de mujer, pensó. Y la decisión estuvo tomada.

De camino, acompañado por la asistenta social, recordaba lo sucedido lo últimos días. A su más que tabernero, amigo, Tomás. ¿Cuántas veces le había aconsejado tomar mujer? Pa que te cuide… que no pasan los años en balde -le repetía en tantas sobremesas compartidas-. Y él lisonjeando a la camarera colombiana: Hombre… si esta zagala se prestara…

Acababan con unas risotadas y hasta otro día. Hasta aquél fatal día en que sufrió una embolia. Suerte que le pilló donde Tomás y él llamó a los sanitarios…

Y llegó el momento. Ya no había marcha atrás. Él estaba ahí, frente a la puerta de la residencia. Una última exhalación de aire libre salió por su boca antes de atravesarla.

—¿Es usted…?
—Julián Cortés Expósito.
—¿Tienen los papeles? Firmen aquí.
—Sor Teresa le acompañará. Nosotros nos ocupamos -dijo finalmente dirigiéndose a la asistenta y cogiéndole la maleta.

Sus pies siguieron a la hermana pesadamente por unos interminables pasillos hasta una sala en la que había dispuestas cuatro camas alineadas con una mesita a un lado, enfrente una hilera de armarios de una puerta. Varios hombres le miraron fijamente, compasivos.

—Ésta es su cama. Tras aquélla puerta, al fondo, están las duchas. Quítese la ropa y la deje fuera. Luego pasaré a buscarla. Lávese bien y aféitese. Mañana le verá el doctor.

Julián asentía ante las miradas clavadas en él. Antes de irse Sor Teresa, divisó la caja que llevaba bajo el brazo.

—¿Y esa caja?
—¡No! -podían obligarle a desnudarse ante desconocidos, a compartir la habitación con quien les viniese en gana, a desprenderse de su ropa, pero la caja no. No se la iban a quitar.
—No se pueden tener trastos aquí. Así que démela que ya me ocupo yo…
—Es todo lo que me queda para pasar una vejez digna -afirmó con aplomo buscando la compasión que se le supone a una alma cristiana.
—He dicho que me la dé —asiéndola por un lado mientras Julián se aferraba a ella más que al brazo de cualquier mujer.

Sus recuerdos le distrajeron y ella forcejeó.

Esa caja que él conservó durante tantos años…. desde que le regaló a Adela aquel par de zapatos rojos, con un tacón de vértigo… se rompió. Y cayeron las fotos que guardaba en su interior cubriendo el suelo de amores y olvidos, de alegrías y fracasos, de trozos de una vida de solitario don Juan. Era la que había decidido vivir. Sin darse cuenta lo hizo el día en que no aceptó casarse con Irene. Quería conocer otras mozas... estar seguro de que era la mujer de su vida antes de atarse… y ella le dejó volar.

Así saltó de cama en cama, de ciudad en ciudad gozando otros cuerpos y comparándolos con el de ella. Y acumuló con el tiempo todas aquellas fotografías. Ellas estaban allí aunque nadie las pudiera ver. Sólo las camas vacías que compartieron, su esencia. Siempre se consideró un caballero y no quiso que nadie las viera a ellas. Sólo él las sabía. Cogió la foto de una cama con cabezal de hierro forjado, sábanas de hilo y enseguida inspiró los besos sabor a aceitunas de Mariluz la cordobesa. Y después la cama enorme de madera con sábanas de un blanco inmaculado de Asunción. Y la de Carmela con su aroma de azahar. Y la de Concha con una virgencita en su mesita. Y la de Rocío… Ninguna de ellas era como su Irene.

Las abrazó a todas, arrodillado en el suelo, desolado, llorándolas como nunca.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Geografía

Daniel

Al recobrar el sentido, con las esquirlas punzándole la carne y los oídos flagelados por un silbido tenaz, vio al Chaqueño, su compañero, convertido en un amasijo de sangre. Quiso moverse y el dolor se le hizo más intenso. Le vino a la mente la hilacha de un recuerdo enmohecido, una imagen que brotó entre los cascajos de su niñez. Soldaditos y tanques desplegados sobre la maqueta de relieves que su padre le había regalado para su cumple. De eso hacía veinte años. Sin embargo, desbordado por la lucidez ―la misma que alcanzan ciertas personas antes del gran descanso definitivo―, fue capaz de reconocer la completa geografía de aquel diminuto campo de batalla: sus caminos, cerros y trincheras. Una réplica de la gran devastación que lo rodeaba.

Nuevos fantasmas en la casa del río

Norberto Zuretti


Maique me cuenta. Yo escucho. Obnubilado. ¿Te acordás de la casa sobre la que te hablé?, no le digo ni que sí ni que no, la verdad, sé de qué casa me habla pero, ¿cómo decirle, qué explicarle? La compramos. La compraron, ¿dónde queda?, le pregunto. En Victoria, Entre Ríos, me responde y me aclara que ahí nomás por donde hacían piquetes los del campo. A pocas cuadras del río, sobre la barranca, una vista maravillosa, un jardín que es un bosque, y un aljibe en un patio embaldosado. Ya me vas a invitar, le digo, por decir algo no más, por no quedarme callado, a los otros siempre les cae bien un mínimo de consideración. Me mira rara, niega con la cabeza y entonces comienza en realidad Maique a contarme su historia, y empieza por el final, por supuesto, porque me dice que ya se acabó todo, duró muy poco, y se pone seria, muy seria, y me sigue contando. Nos fuimos a pasar un mes de vacaciones, tenía pocos muebles, y muy viejos, pero nos lo tomamos como una salida de campamento. Aunque la verdad, te cuento, me cuenta Maique, se trataba de una aventura. La miro con cara de no entender nada, yo en realidad lo sé, pero la miro así y ella se da cuenta de mi gesto y trata de aclararlo. Esa casa la compramos, me explica, porque tenía fantasmas. No sé si reírme, ella está más seria que antes, opto por no reír, me lo agradece en silencio. Estaba desocupada desde hace cinco años, los últimos residentes fueron un matrimonio con dos hijos adolescentes que no la habitaron ni seis meses. A las pocas semanas de llegar, la mujer se fue de la vivienda, dicen que la internaron en un psiquiátrico por Santa Fé, el marido con sus hijos aguantaron unos tres meses más, y desaparecieron de golpe. Nadie pudo hablar con ellos, pero parece que hubo quienes sintieron gritos las últimas noches antes de la partida. Desde entonces estuvo deshabitada, nadie mostró interés por comprarla o alquilarla. Cuando la descubrimos con Leandro y nos fuimos enterando de las historias que la rodeaban, ese mismo día nos dijimos: la compramos. Una casa así, con fantasmas y todo, imaginate. Me lo imagino, claro, se lo digo. Y así fue, al mes era nuestra. Empezamos a ir los domingos a limpiar y acomodar un poco para pasar las fiestas y todo enero. Llegamos con nuestros bártulos el veinticuatro a la tarde, no había luz, cenamos en el piso, latas de atún, arvejas, un pan medio húmedo y un merlot que, a pesar de su liviandad, te entibiaba el cuerpo. Rodeados de velas, casi sin una palabra, esperábamos a los fantasmas. Habíamos colgado llamadores de ángeles en los distintos ambientes, el corcoveo travieso de alguna brisa evasiva lograba cada tanto justificar ese complejo nombre, pero de ángeles o fantasmas, nada, ni el aliento. A las doce en punto abrimos la segunda botella, y brindamos, como todos los años pensando lo mismo, que para qué, si ninguno de los dos es creyente, si la parodia de esas fiestas es producto de una histeria colectiva, si es un día como cualquier otro; pero ahí estamos, impacientes, cumpliendo a medias con un rito, aguardando ciertas visitas en medio de otro rito. Cerca de las cuatro, cabeceábamos, nos pusimos a caminar en círculos alrededor de la alfombra, intentando oír quejidos y lamentos invisibles, los mismos lamentos y quejidos que ahuyentaron a los anteriores ocupantes, abrí la ventana para respirar un poco de aire puro, Leandro está como nunca, me mata con el sahumerio, encima incienso, no sé por qué relaciona lo sobrenatural con el incienso. Diez paquetes había llevado para el fin de semana, cinco paquetes por día, cien sahumerios, seis o siete por hora, sin recreos, la liturgia completa para un week end a puro humo. El jardín era una negrura que asustaba, pero no se escuchaba nada, ni un perro, ni un grillo, ni las lechuzas, imaginate, adictos como somos a la ciudad, esa falta de sonido resultaba una experiencia exasperante. Ahí sí que entendés eso que siempre comentan de cómo pesa la noche. Te pesa, te aplasta, te lo aseguro, más cuando estás ahí, esperando, y no pasa nada, el tiempo que se estira, el silencio que mete miedo. Leandro cerró la ventana, se le escapaba el humito del incienso, se arruinaba el clima, ¿será que realmente cree que el aire puro los ahuyenta? No lo pensé entonces, pero se me ocurre ahora, la perspectiva, lógico, ¿no sería anormal tanto silencio como esa noche, ni el viento en los árboles, ni un murmullo lejano, decime, a vos qué te parece? Me pregunta Maique pero no me da tiempo a que le responda y sigue con que le tendría que haber llamado la atención, ahora reconoce que no es normal tanto silencio. Pero los fantasmas, los que asustaron a los otros, los que describen los vecinos y que se van confirmando en los dimes y diretes, aquellas apariciones que les garantizaron los de la inmobiliaria, ésos, dice Maique, se habían tomado vacaciones. Amaneció sin que nos diéramos cuenta, Leandro quiso un café, yo me acosté y me quedé dormida con la ropa puesta. Nos despertamos cerca de las tres de la tarde, muertos de hambre. Cuando me bajé de la cama, me di cuenta de que estaba desnuda, el vaquero y la blusa prolijamente acomodados en el desvencijado sillón debajo de la ventana. Me vino piel de gallina. Y risa. No acordarme cómo me desvestí, por qué acomodé la ropa de esa manera tan pulcra, tan ordenada. Pero me distrajo Leandro, que no encontraba las zapatillas, insistía con que las había dejado debajo de la cama, se calló cuando le mostré que se encontraban en el baño. Las miró. Extrañado las miró, me di cuenta. Claro, ahora te lo cuento desde acá, cuando ya pasó todo, a vos te parecerá muy obvio, pero es culpa de la síntesis, te juro que en el momento ni sospechamos. Recién al anochecer registramos que Leandro se dirigió tres veces a buscar su vaso a la mesa del comedor, y las tres veces el vaso apareció en la cocina. Después me tocó a mí. Ah, no te dije, había vuelto la luz, teníamos el televisor encendido en uno de esos programas que pasan música latina, me distraje, algo nos decíamos con Leandro, me parece que él se encontraba desarrollando una teoría filosófica sobre las peripecias de su vaso viajero, al regresar al televisor me encuentro con un canal de noticias. La segunda vez me dio un chucho de frío. Quedé muda. La tercera, lo miraba a Leandro que seguía obsesionado con el vaso. ¿Qué te pasa?, me dijo. Leandro le dijo, me imagino ese momento, los dos momentos de ambos. Estás blanca, y me mira curioso. Los sentí, le digo entonces, estaba en el sillón, dura, separada del respaldo, las rodillas y las piernas apretadas como si me estuviera orinando, y sentí su presencia, me rozaron. Sorpresa masculina, por cierto. Cambian los canales, le insisto a Leandro. ¿Qué, quiénes? Ellos. ¿Dónde están, los ves? No, no los veo, los siento, los sentí, te aseguro que los sentí. Maique me mira, sus ojos me dicen creeme, creeme, con la misma intensidad que le habrán suplicado esa vez a Leandro. ¿Y Leandro, qué te dijo? Se encogió de hombros. Maique también se encoge de hombros, me sigue contando. A la noche, repetimos el rito de oscuridad, velas y sahumerios. Habíamos encontrado el reproductor en uno de los bolsos, Carl Orff interpretaba Carmina Burana en esas series de altos y bajos tan aislados que a veces nos invadía el silencio de la noche, y al momento siguiente los platillos nos aguijoneaban con sus repentinos agudos metálicos que aturdían. Otro de los mitos de Leandro, como con el incienso. Yo creo que debíamos espantarlos con tanto humo y tanta opera. Se lo dije a Leandro, me cuenta Maique, le dije que no debía de ser ésta la recepción más apropiada, más acorde hubieran sido los chirridos, las cadenas, música de Wagner, de Metálica. Lo debe de haber pensado, porque al rato apagó el equipo. Seguro que no quería sentirse culpable. No fue culpa suya que no aparecieran, ya había salido el sol cuando nos acostamos. Él me hizo notar que dejaba las zapatillas debajo de la cama. Riendo, le mostré cómo arrojaba mi ropa al piso antes de abrazarlo. Bueno, aquí hago un paréntesis. Yo me sorprendo, aunque la entiendo a Maique, se reserva en las intimidades. Pero no puedo, no puedo, me dice que en realidad no es posible que haga el paréntesis, porque el problema fue durante ese paréntesis, en un intento forzado de caricias y suspiros. Resulta que Leandro estaba en otra, le parecía oír voces, aunque no entendía qué decían. Seguía sentado en la cama cuando me quedé dormida. Dormí de un tirón, y me despertó su abrazo tembloroso, se había acurrucado contra mi espalda, me apretaba y me daba calor mientras dormía profundamente. Entonces sentí una intensa ternura, no sabés, era una ternura corporal, se desplazaba dentro mío, deseaba volverme y abrazarlo pero me provocaba miedo realizar cualquier mínimo movimiento que quebrara la alquimia de ese instante. No sé cuánto duró. Lo presentí antes de verlo. Tenía los ojos cerrados, pero igual supe que en el cuarto había alguien más. Era un chico. Estaba agachado doblando mi blusa, levantó el rostro y me miró. No dijo nada, no se asustó. Tampoco a mí me dio miedo. Sí sentí frío, mucho frío en la espalda a pesar del abrazo de Leandro dormido. Le soplé despacito mi aliento, como enviándole un beso desde el embudo de mis labios, un soplido lento y largo, había paz en su rostro infantil, y mucha luz. Me miraba, todo un dulce. También aquí supuse que algo estaba por suceder. Leandro dormía sin aflojar el abrazo. Estuve por hablar, pero el niño lo hizo primero, creí entender algo así como cuan… cuánto o cuando, y después le oí claramente, ya viene otra vez, y de repente fue como si se hubiera abierto de golpe una ventana, una corriente de aire, el chico se asusta, parece buscar algo por el cuarto, está nervioso, aterrado. Cuando se vuelve para mirarme, se me parte el alma recordarlo, recordar el agudo miedo en sus ojos, la boquita entreabierta, su brusca desaparición en un susurro. Me quedo sin aliento, el pecho vacío, el alma dada vuelta. Intento despertarlo a Leandro, Leandro, le susurro, me da miedo hablar en voz alta, Leandro, lo vi, Leandro. Hasta que finalmente abre un ojo, boquea, me doy cuenta de que tiene la boca seca. Le quiero contar sobre el chico. Se levanta, parece un sonámbulo, choca contra el marco de la puerta, lo sigo. De la heladera toma la botella de agua, de litro y medio, llena un vaso. Yo continúo herida a quemarropa por un chiquillo que aparece y desaparece, él comienza a beber y se detiene bruscamente, separa el vaso del rostro, lo observa, me doy cuenta con qué fuerza lo aprieta, con qué rabia lo deja sobre la mesada, y bebe de la botella hasta vaciarla. Después, abrió la alacena, sacó todos los vasos, y los llevó a la mesa, donde formó una fila con los diez que pudo recoger. Acercó una silla, y se sentó a observar el conjunto cristalino. Estaba ido, ¿qué le iba a contar del chico que huyó asustado, de mi embeleso casi místico? ¿Qué otro fantasma andaría penando por ahí para aterrorizarlo tanto? ¿Será el mismo que había trastornado a Leandro? Maique me lo pregunta a mí, ¿acaso realmente espera que yo pueda darle una respuesta? No lo espera, también ella habla intentando despejar las dudas, como si fuera posible ordenar las ideas después de las palabras. Eran como las cinco de la tarde, me sigue contando Maique, una tarde hermosa, brillante, así que lo dejé a Leandro en su extática contemplación de vasos, y me tiré a tomar sol en el jardín. Estaba despierta, lo bastante despierta para percibir la súbita interrupción del parloteo de los gorriones, del agitarse de las ramas. Entonces nuevamente la sensación fue la de una corriente de aire, casi violenta ahora, furiosa diría. Y el resonar del grito dentro del torbellino de aire, de… jen… lo, de… jen… lo, de… jen… lo. La voz lo repitió cuatro o cinco veces, parecía provenir de las profundidades del aljibe. Cada vez con mayor énfasis, con odio. Busqué auxilio en Leandro, a través de la ventana lo veía inclinado en la silla, hacia adelante, los ojos al ras de la mesa, fijos en la serie de vasos vacíos y transparentes. Se había transformado en una extraña marioneta envuelta en el humo del incienso, porque podía estar ido pero de eso no se olvidaba, siempre mantenía encendidas una o dos ramitas de sahumerios. Entonces fue que oí el llanto, juntamente con el bailoteo de los caireles. Era el niño que se quejaba dentro de la casa, eran los llamadores de ángeles agitándose en múltiples espasmos simultáneos. Entré. Leandro dudaba ahora de pie al lado de la mesa, donde había seis vasos, los otros cuatro estaban sobre la mesada. El llanto era desgarrador, venía de todos lados y sobre los gemidos se podía oír aún el grito espeluznante, de… jen… lo, de… jen… lo. Así continuó el resto del día y de la noche, no pude dormir, tampoco Leandro, quien no abandonaba su devoción hacia los vasos. En un momento de la noche, me di cuenta de que todos los vasos se habían desplazado a la cocina, él estaba parado en la puerta, sin dejar de vigilarlos, una mirada desquiciada, el pelo revuelto, algunos dedos extendidos como contando objetos invisibles. Me estaba durmiendo cuando regresó el niño, apareció a mi lado, su mirada muda de ojos llorosos parecía preguntarme por qué, por qué. Se quedó una eternidad en silencio, hasta que susurró finalmente: ya es demasiado tarde, te lo dije, me va a encontrar otra vez. A mí me sofocó una tristeza agobiante. Desapareció en un soplido, todavía me duele su expresión desolada, la profundidad de sus ojos de fantasmita juguetón que dobla la ropa, esconde zapatillas y traslada los vasos, sus temores primitivos. Me vestí como pude, no toleraba más estar ahí, así que vine urgente a buscarte, me dice Maique en medio de sollozos. Te lo quería contar, no sé qué hacer, Leandro se quedó solo, ayudame, me suplica. ¿Qué puedo decirle? Ella sabe que nada, que nada puedo hacer para rescatarla. En un momento se acuerda de Leandro, sigue ahí, me explica, con sus vasos y sahumerios y la casa revuelta, los llamadores de ángeles sonando todo el día, el aljibe murmurando desde sus entrañas. Ella va a regresar. Intentará convencerme un rato más, sabiendo en el fondo que es inútil. Finalmente regresará a la casa. Mañana o pasado vendrá otra vez a buscarme, Maique aún no comprende que todas sus esperanzas están puestas en esto de venir a buscar mi ayuda. Por eso insistirá en sus vanos intentos de desentrañar los designios de la eternidad. Tiempo tendrá de sobra, yo estoy siempre aquí, para escucharla y brindarle un aliento con mi presencia. Ella ya entenderá, pronto llegará el relevo de otros nuevos

Me llamo Clara

Mirta Leis

Caigo...No se bien si es un sueño…me siento caer.
El viento que me envuelve es helado .Desearía abrir los ojos ¿ que me sucede? no veo, ¿qué tengo?...ya recuerdo: la capucha.
El frío traspasa mis huesos y solo siento el vértigo de la caída.
Aunque me esfuerce no puedo pensar, escucho gritos y caigo.
El mareo persiste, quisiera pensar, recordar...pero no puedo, solo me siento caer en una gran oscuridad.
Algunas imágenes cruzan por mi mente: aquella noche estaba muy cansada, había corrido mucho. Me dolían las piernas cuando llegué a casa de Juan y me desplomé en su viejo sillón azul. Estaba agitada pero la sonrisa pintaba mi cara con luces : estaba contenta. Jadeando comentaba con Laura la asamblea en la facultad mientras Juan me alcanzaba un mate. Cuanto entusiasmo, cuantas ideas, había tanto para comentar, tanto para quejarse, tanto para planear...
Nos están quitando todas las libertades. ¿Acaso se puede estudiar cuando te prohíben leer?...Si hasta los VECTORES son subversivos!! Si no se puede hablar, ni disentir, si hasta para ir al baño tenemos que llevar documentos, es inaudito!
Los recuerdos se mezclan con el frío y el vértigo de la caída… los fusiles apuntándonos, los empujones, los insultos, los golpes…el silencio. Sentía frío cuando me interrogaban, sentía frío cuando oía aquellos gritos en las noches de encierro. La oscuridad en la capucha que ahogaba, el agua, el miedo, la soledad acompañada de gritos, los llantos…
Ahora hay algo más, me siento flotar como una hoja, apenas puedo abrir los ojos, tiemblo y sigo cayendo: no es un sueño, es real, el agua golpea mi cuerpo flácido y mis piernas pesan buscando el fondo. No respiro, ya no caigo: me hundo, ya no me esfuerzo: lentamente, muy lentamente, me trago el mar.

Oro

Pedro Conde

      Juana viste de luto. Sólo el delantal, de pequeños cuadrados grises y blancos, rompe la profunda oscuridad de su vestimenta. Sale al patio con los restos de la comida en un plato de loza en una mano y un tenedor en la otra. Lo vuelca en la espuerta de goma sin tapa que hay en un rincón del fondo, bajo el limonero. Algunas moscas acuden al tintineo del tenedor que actúa como llamada cuando choca con el plato al empujar los desperdicios. Cuando termina, se acerca a los geranios que pueblan el parterre y una infinidad de macetas y latas de conserva que cuelgan de la pared de la derecha. Las flores parecen alegres mariposas de colores suspendidas sobre el verde de las hojas. Con el pulgar y el índice de la derecha que actúan como una experimentada pinza, va de un lado a otro arrancando las hojas secas, tronchando los tallos muertos y escondiéndolos sobre la tierra, para que al pudrirse sirvan de abono. Mientras, no deja de hablarles.
      —Pobrecitos, qué secos que están. Tenéis ganas de agua, ¿verdad? ¡Ya mismo! —les tranquiliza— cuando se ponga el Sol. Ahora que está tan alto, no es bueno que os caiga agua encima.
      En su movimiento parece un enorme abejorro que va de flor en flor. Hace calor, su traje negro actúa como un imán que atrae los rayos del sol, como un horno que cuece sus carnes viejas y blancas. Acabado el trabajo se refugia bajo la parra para admirar el resultado. Allí, bajo la parcheada sombra de hojas grandes y pámpanos tiernos, parece que corre un poco de brisa fresca. Los zumbidos de los tábanos y moscardones acompañan la siesta de los cerdos que respiran ruidosamente en sus corraletas.
      —Hay que regar las plantas esta tarde —se ordena mentalmente—. Los geranios son preciosos, y perfuman el patio, no se pueden descuidar, aunque son duros y aguantan bien. A mi madre le gustan mucho —recuerda—, los tenía de todos los colores, pero a mí me gustan más los blancos. Bajo el Sol brillan como los vestidos de novia —sueña—. Como el mío. Cuando me case llevaré un vestido blanco y un ramo de geranios también blancos.
      —¡Abuela! — la llama un niño que asoma por la puerta.
      Ella le mira fijo, no lo reconoce.
      —Dice mamá que el café ya está listo.
      Juana se extraña que su madre la llame a ella, es a su padre quien toma café tras las comidas. El niño…Casimiro, debería saberlo. ¿Casimiro? ¿Mi nieto? Por un momento le extraña ver el plato con el tenedor en su mano. Pero luego, como si despertara de una siesta improvisada, todo va tomando consistencia de realidad. El patio se va haciendo familiar, y hasta le resulta gracioso el haber pensado en volver a casarse vestida de blanco. Antes de entrar por la puerta del comedor para tomar el café, todo el episodio se ha perdido de su memoria.


      Don Francisco es un hombre grande y tiene la voz grave. Suena como cuando se habla a la boca de un pozo. En su despacho, los libros, los papeles desordenados y polvorientos pueblan las estanterías y los bordes de su mesa. Al lado de la puerta, de un perchero de pie cuelga la bata blanca. Hace mucho calor para ponérsela, un viejo ventilador que hay sobre una repisa de madera, lucha, ruidoso, para tratar de aplacarlo. Les recibe en mangas de camisa. Le habla a Juana, como si estuviera sorda, como si fuera una niña.
      —¡Qué, Juana! ¡Cómo se encuentra usted?
      Escucha el relato de los síntomas, la ausculta, y con un tono de estudiado dramatismo, con una fingida empatía trabajada en tantos años de oficio, da su diagnóstico que, por su voz, suena a sentencia.
      —Alzheimer —y avergonzado por no poder compartir el dolor, esconde los ojos mientras entrelaza sus dedos sobre la mesa.


      Los episodios se hacen cada día más frecuentes, y Juana, en unos meses, se ha instalado para siempre en su locura. A veces, con gestos cotidianos, hace que un escalofrío les suba a todos por el centro de la espalda. Con la mirada fija y una mano temblorosa, se empeña en coger algo que sólo ella ve sobre el hule de la mesa. Raspa con las uñas en el intento, concentrada, asomando la punta de la lengua por entre sus encías rosadas. A ratos habla con el espacio vacío sobre la silla, aquella que permanece pegada a la pared.
      —Acérquese, que hay candela —invita al fantasma, levantando ligeramente las enaguas de la mesa por la parte de los flecos—. Se va a quedar helado —advierte ante la muda negativa.
      Si se atreven a preguntarle sobre su visitante, ella les mira desconcertada, sorprendida por su estupidez.


      Juanita es la mayor de sus hijas, heredó de su madre al nacer, el nombre, y desde siempre, para diferenciarlas, le aplicaron el diminutivo. Ayudó a mantenerlo en el tiempo la extrema delgadez de esta. Criar cinco hijos vivos y parir algunos muertos, la mantuvo ocupada para poder engordar. La enfermedad de la madre, una anciana con la infancia recuperada, le trajo otra niña a la que cuidar. Así, al poco tiempo, las ojeras resultaban enormes y apagaban el brillo de sus ojos verdes.
      —Mamá, es mejor que te acuestes y duermas toda la noche, yo me quedo cuidándola —su mirada interroga al su hijo sobre la certeza de la propuesta tentadora—. No te preocupes, ya dormiré mañana —prosigue dando un aire liviano, de poca importancia, al hecho de no dormir una noche—. Si estoy de vacaciones, no tengo nada mejor que hacer — ella se resiste —. Si sucede algo yo te llamo.
      Unos ruidos, un murmurar entre dientes le liberan de la modorra en la que lo tiene sumergido la hora de la madrugada y el calor del brasero, se levanta, va a su cuarto y la ve rebuscando entre la ropa del baúl, con una celeridad en las intenciones que el cuerpo intentaba alcanzar sin conseguirlo.
      —Abuela ¿Qué haces?
      —¿Donde está mi ropa?—pregunta mientras corre de un lado a otro—Tenemos que ir a La Rincona, a la casa de mi hija Juanita…
      —Abuela, si ya estás aquí, esta es la casa de tu hija —lo mira, sin conocerlo, extraviada entre las palabras y su realidad. Decide ignorarlo y prosigue la búsqueda.
      —¡Cómo vamos a estar en el pueblo! —se enfada— Mi marido acaba de decirme que después del trabajo se va para allá, que nos vemos allí en la tarde.
      —Escúchame abuela —trata de hablarle despacio, de transmitirle calma—. Es de noche, ahora debes dormir, mañana por la mañana llega el abuelo —parada enfrente de él, con los ojos desorientados, su mano derecha se apoya abierta sobre su pecho, bajo el cuello, en un gesto mecánico que hace años no practica, y la alarma la domina cuando sus dedos no encuentran…
      —¡Mi medalla! ¡He perdido mi medalla! —y vuelta a trastear y rebuscar por los rincones. —Mi medalla de La Virgen de Gracia, es de oro ¿Sabes? Me la regaló mi novio —se vuelve y le dirige unos ojos adolescentes vestidos de rubor, mientras levanta suavemente la falda de su cara en una inocente y cómplice sonrisa—. Él me quiere mucho, me ha regalado una medalla de oro —su mano rebusca nerviosa en su cuello, juega con una etérea cadena, y hace pucheros de bebé, lloriquea—. Va a pensar que no le quiero. Es de oro ¿Sabes?, y yo, tonta de mí, la he perdido. ¡Con lo que le ha costado! ¡Ay Dios mío! ¿Qué le voy a decir yo ahora? —casi le hace caer cuando se arrodilla para mirar bajo la cama al no darle tiempo para sujetarla, le ayuda a levantarse y no le escucha cuando la llama, no hay nada más importante que su pérdida — Que aparezca mi medalla San Cucufato —se hace nudos en los faldones del camisón color vainilla, ribeteado con encajes de espuma de leche hervida—. Mi virgencita de oro —la retahíla de frases inconexas, unidas por un hilo de murmullo ininteligible a modo de rosario, llena la razón del nieto, su entendimiento, y por un momento casi logra que busque con el mismo afán la dichosa joya.
      —Abuela, seguro que se te olvidó en el baño cuando te lavaste —trata de sonar eufórico pero con voz queda para no despertar al resto de los habitantes de la casa—. Ahora es de noche, mañana la buscamos los dos, cuando haya más luz —consigue que se calme, y la ayuda a entrar de nuevo en la cama. Tras arroparla, tratando de imitar su ternura cuando ella lo hacía con él en el pasado, le besa la frente y le desea buenas noches. Cuando apaga la luz, les agarra los ojos una brillante luna llena que se dejaba ver por la ventana. No puede evitar casi gritarle:
      —Mira abuela, allí está tu medalla. ¡Es preciosa!
      —¡Sí! —contesta ella alargando la “i” como una fina cadena. Y enseguida corrige— Pero no es la mía —con enorme tristeza, con pena—. La mía es de oro ¿Sabes?, y esa…, esa es de plata.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Cama vacía, ejercicio

Mirta Leis

      Muda,expectante,con la lividez de las sàbanas ajadas,levanta sus almohadas para mirar tras las rejas. Guarda en sus sàbanas el olor de dos cuerpos,el sabor dulce,la vibraciòn intensa,el èxtasis hecho murmullo.Pero sigue allì:muda ,expectante,solitaria...asomàndose trèmula a las rejas del ventanal abierto al vaìo gris. Ellos,aquellos,los de los cuerpos ardientes,los de las noches eternas,los que abrigaban sus sàbanas,ya no estàn.
      Muda,expectante,temblorosa,escucha acurrucada el ruido de los cuerpos al caer.

sábado, 15 de noviembre de 2008

La cama vacía, ejercicio


Norberto Zuretti


            Las ventanas son trampa,
            Pero la luz tampoco es mía
            ¿Paul Eluard?


      Podríamos comenzar poniéndole nombres, un par de nombres de los más comunes y corrientes –como podrían ser Sara y Esteban, aunque también Helena, Pablo- para este par de personajes que no existen, si acaso por existencia comprendemos a situaciones que se manifiestan, de las que podemos considerarnos testigos directos. No es tal el caso de esta fotografía en blanco y negro, que ofrece diversos rastros en una adecuada y holgada gama de grises, el paisaje de una cama vacía con las colchas revueltas, muy cerca de una ventana abierta, la doble cortina de voile y una tela espesa, la parte superior de un radiador de hierro fundido pintado de blanco, y la reja -¿art nouveau?- en una ubicación exacta para restarle protagonismo a un cielo nublado, pero brillante, muy mediterráneo.
      Ya en este punto, acertaríamos al decir que la foto fue tomada durante una época de clima medio, ni mucho frío ni mucho calor. Media mañana. En la habitación de un hotel, razonando como el viejo de la pipa y el opio, un hotel más bien económico, ya que no hubo una habitación con cama doble para nuestra Déborah y nuestro Pierre, quienes se vieron en la obligación de juntar dos camas simples para permitirse el sueño desde sus cuerpos enroscados.
      Pero, ¿sucedió así, realmente sucedió así?
      Hay aún rastros que no permiten confirmarlo. Nuestra pareja no ha dormido en esa cama, en esas dos camas juntas quién sabe en base a qué razones. Y uno se niega a que la única o más importante de las razones fuera tomar esta fotografía. Pero ahí están, las sábanas sin esas arrugas inevitables que atestigüen los restos de una noche de sexo, o tan sólo eso, los restos de una noche, una noche compartida y por eso las camas juntas, lo que trae a colación que también podría haberse tratado de dos mujeres, Melisa y Brenda, por ejemplo, o de dos tipos, Antonio, Reynaldo. No variaría demasiado, mejor continuar la presunción inicial, alguna Virginia, algún Gracián. Las colchas apenas desplazadas porque esta fotografía necesita del blanco puro de las sábanas para su equilibrio monocromático y pálido, para captar el brillo de la luz invadiendo el cuarto con sus reflejos caprichosos. Y ellos, Francis, Aldana, probablemente en conjunto, prepararon el escenario meticulosamente, con tiempo de sobra ya que el amanecer llegaba retrasado y contaban con suficiente margen para preparar el trípode, la cámara, repasar los detalles, decidir el enfoque, acomodar la caída de la cortina, intentar que el bulto de las colchas no se eleve demasiado y cubra al radiador, separar las almohadas del respaldo para que formen esa imperceptible media luna que nos mete de lleno en un recorrido. Uno penetra al mundo de esta foto por el ángulo inferior derecho, y avanza por esa curva que nos lleva al borde opuesto, después de pasear por ese triedro de sábanas, pared y cielo. Hasta contiene ciertos rasgos olfativos, a aire salino, a brisa de mañana. Y auditivo, como un quejido lejano de gaviotas.
      La definición y el balance lumínico hablan de una correcta toma, profesional, probablemente. Gabriela e Ignacio podrían haber sido periodistas, pero esta foto no se trata de una necesidad de finalizar el rollo y llevarlo a revelar. Contiene un tiempo que le han dedicado las posibles Anette, los posibles Gonzalo. Hay un sendero de posibilidades que se multiplican, que avanzan y más adelante vuelven a cruzarse en una red que se abre para ser leída como uno pueda. Esta red es tan vasta que hasta contiene una historia sin Osorios ni Jimenas. Alguna Francisca o Bernardina, tal vez mucama del hotel, con una cámara prestada logra esta toma casual, casi por descuido se le dispara la cámara, aunque ella no entiende cómo funciona.
      Pero, a pesar de las acrobacias de esta mucama, Ismael y Zulema, nuestra pareja del principio, como buenos turistas sin compromisos de orden cotidiano, tomaron esta fotografía con motivos que aún no alcanzamos a leer en esta maraña, y enseguida dejaron el cuarto, para que alguna otra mucama, sin cámara fotográfica ahora, venga pronto a poner cada cosa en su lugar.

domingo, 2 de noviembre de 2008

El mejor sistema fiscal

Carlos

      Me pide usted, Yvette, que escriba en casa una redacción, lógicamente en francés, a propósito del sistema fiscal más justo. Me está pidiendo un imposible. Podría escudarme en la Constitución, que dice que ningún español puede ser obligado a declarar sobre sus ideas políticas. Debería darle simplemente, querida profesora, mi nombre y graduación. Pero en lo que voy a ampararme para no escribir ese ejercicio es en mi ignorancia en materia económica y en una molestísima crisis de identidad que ya no me permite escribir la palabra justo con la misma convicción que antes.
      Por esa razón, Yvette, de lo que voy a escribir en mi redacción es de usted, y de Marco, y de mí. El martes pasado, mientras usted hablaba del pronombre quoi y yo habitaba en sus labios finos, en su pelo castaño, en sus ojos de miope, escribí en una esquina de la libreta donde Marco tomaba sus apuntes una especie de convenio que tiene que ver con usted: Seis meses conmigo y seis contigo. Él dijo en seguida no con la barbilla. Usted ponía ejemplos contínuamente, y hacía esperanzadas pausas para escuchar los nuestros.
      En un momento dado se levantó, subió ágilmente a la tarima y escribió una frase en la pizarra. Atendía yo a su trasero de notables características cuando oí el ruido de un bolígrafo sobre mis propios apuntes. Marco estaba escribiendo la misma frase que yo, subrayando ruidosamente la palabra conmigo. Hablaremos del orden más tarde —le dije— nos lo jugaremos a los chinos o dejaremos, sin que sirva de precedente, que sea ella quien lo decida. Era hermoso mirarla, Yvette, verla hablar y hablar, preguntar a la gente y reparar a veces en nuestras caras de idiota que la contemplaban sin esforzarse en comprender, vigilando tan sólo sus cejas, el brillo de sus ojos, su risa. La mirábamos simplemente, siguiendo un poco la consigna que acuñó un compatriota suyo, Louis Aragon, cuando decía que mejor que ocuparse de lo que hacen los hombres es ver cómo pasan las mujeres. A veces, cómo no, se daba usted cuenta, y algo así como un ancestral pudor la sacudía de prontito. Se iba poniendo un poco nerviosa y sabíamos por algún gesto casi imperceptible que le molestaba que la observásemos tan fijamente, con una atención tan extraacadémica. Marco y yo nos contraseñábamos con las cejas, nos sonreíamos, y así nos comentábamos sin palabras, en clave cifrada, los pormenores de este amor compartido, al que habíamos decidido dar una solución salomónica.
      Usted subía y bajaba de la tarima, tan femenina, tan francesa, y nos daba sin quererlo una sonata de trasero y gersecito mono, que nosotros escuchábamos con ojos tristes, con ojos de escuchar utopías. Le resultará difícil hacerse cargo de la fascinación que ejerce sobre nosotros en su doble condición de profesora y de francesa. Por eso, señorita, insistimos tanto en que para el martes de carnaval todos los de la clase viniéramos disfrazados de algo, incluída usted. Y por eso nos sorprendió aún más gratamente cuando llegó vestida de Juana de Arco.
      Siguiendo al milímetro un plan trazado sobre la mesa de mármol de un café, Marco y yo, vestidos de ducha y de mesa camilla, le pedimos que se sentara cómodamente entre nosotros —como si estuviera en su casa, dijimos— durante la representación de La Bataille de Chaillot en el salón de actos del Liceo. Usted accedió, con gran despliegue de simpatía. Estaba espléndida dentro de su armadura, rabiosamente guapa, a mitad de camino entre el cuarto de baño y la sala de estar. Serge Pauthe pronunciaba en el escenario con un énfasis infinito, y encandilaba al personal dentro de su aureola de watios y silencio. Usted permanecía inmóvil, con su sonrisa leve, oficiando para nosotros sin esfuerzo la liturgia de la fascinación en la penumbra de las últimas filas, convenciéndonos de que lo que sentíamos por usted, ya lo dijo Novalis, no era amor sino religión. Invitación a un café, incluía nuestro plan, pero —eso sí— en la cafetería de la esquina y no en la cantina del Liceo. Así nos quitábamos de en medio a una docena de pelotilleros y a un par de chivatos.
      Marco era el llamado a plantearlo con todo el glamour del que era capaz después de hora y media de ensayo ante un espejo. Y lo hizo. Y lo debió de hacer mal, el muy piernas, porque usted sencillamente dijo no, tal vez otro día. Tal vez otro día. Nos sonó tan imposible, a pesar de su presencia acorazada entre ambos, que elegimos este otro sistema del que soy portavoz: una traicionera declaración de amor. Estamos enamorados de usted, Yvette. Pienselo. Seis meses con cada uno de nosotros. El año que viene seremos mayores de edad. Queda a su elección el orden. Aún más: si hay que traicionar a Marco, se le traiciona y ya está. Pero dígame algo. No me condene al silencio.

      Ernesto, tienes que mejorar mucho tu ortografía. Te he señalado unos treinta acentos mal puestos. Estoy casada. Os espera una dura negociación a tres bandas. Yvette.

Cita

Daniel

      Rolo quería vernos. Yo ni siquiera había ido a visitarlo durante los meses en que estuvo internado. Me descompone el olor de los hospitales, ese aire de remedios y agonía que se estanca en los pasillos. Aparte, me mareo con sólo ver una jeringa.
      Fui el único que salió entero del accidente. El impacto me había lanzado fuera de la Trafic. Caí en un zanjón al borde de la ruta. Tony sufrió un par de fracturas y machucones en todo el cuerpo. El más castigado fue Rolo. Por milagro pudo escapar de la camioneta que se consumía en llamas.
      Hace unos días le dieron el alta médica. Lo llamé por teléfono. Casualmente quería hablarnos. Quería hablarnos sobre el futuro de la banda. Su voz seguía intacta, eso me entusiasmó. Tony y yo habíamos vuelto al ruedo, para no oxidarnos. Tocábamos en boliches de Barracas y San Telmo, sin vocalista, sin nada proyectado. Improvisábamos. Como si esperásemos a alguien. Nos salía una música tirando a blues y tal vez lo era.
      Rolo nos citó una tarde en su departamento. Me abrió la puerta una señora, la encargada de cuidarlo.
      Está en su cuarto, me dijo. Lo va a recibir ahí.
      No bien entré me encandiló la penumbra. Poco a poco mis ojos se acostumbraron a esa oscuridad lechosa. Rolo estaba en una silla de ruedas, de espaldas a la ventana. Tenía puesto un buzo estampado, con una capucha que de tan holgada le tapaba los ojos. Tony no había llegado aún. Por los resquicios de la persiana se colaba el sol del verano en haces saturados de polvo. El polvo hormigueaba dentro de esos hilos fulgurantes que cruzaban la habitación. Algunos me daban de lleno en las piernas, otros en el pecho. Hasta podía sentirlos en mi frente. A contraluz, encajado en la silla cromada, el cuerpo enorme de Rolo no era más que un bulto, un despojo.
      Acercate, me dijo.
      No me moví. Me aseguró que estaba listo para volver. Quería retomar su papel de líder, grabar un disco, salir de gira. Su voz seguía intacta, sí, pero las palabras parecían arrastrar algún resentimiento hacia la vida o el mundo. Me dio miedo su optimismo, más miedo que su nueva y monstruosa fisonomía, esa que el mismo Rolo tuvo la precaución de no exponer ante mis ojos. Pero ¿no era eso lo que yo anhelaba, rearmarnos después de la tragedia?
      Estás raro, me dijo.
      No supe qué contestarle. El fuego había dejado la imborrable geografía de su saña en ese cuerpo que ahora sería una carga para él, una carga y una vergüenza. Y él me veía raro a mí.
      De noche se me aparece en sueños, desmoronándose a medida que se me acerca. Un gigante de barro cocido que se reduce a escombros, a nada.
      Sus manazas, que hasta entonces habían permanecido sobre las piernas inútiles, se posaron sobre las ruedas. Oí un chirrido, la silla se movió haciendo destellar el cromo. El vértigo me subió de las tripas a la garganta.
      Salí del departamento y me lancé escaleras abajo, la voz de Rolo resonando en mi cabeza. “Estás raro”. En eso me di cuenta de lo que había tratado de decirme. Tenía razón, él ya no era el mismo y yo tampoco. Apenas nos habíamos reconocido.
      Antes de llegar a la planta baja alguien me frenó y me sacudió el brazo. Era Tony, Tony que subía.
      ¡Qué te pasa!, chilló.
      Dejé que mis ojos hablaran por mí, que la extrañeza le anticipara ese imposible que Rolo pretendía hacernos entender a su manera, desde lo opuesto, desde su escena de fingidas esperanzas. ¿Qué quedaba de nosotros, de la banda? Fragmentos de un espejo sin imágenes, piezas que nunca volverían a encajar, escombros, nada.

Los Hombres No Lloran

Pedro Conde

      Ha pasado mucho tiempo desde aquella tarde. El porqué de lo que hice se me ha olvidado, quizá, por cumplir con el tópico, puedo decir que fueron las malas compañías, o esa época tan difícil que es la adolescencia.
      —Tenéis suerte —nos dijo un policía barrigón de pie ante nosotros—, el dueño de la casa no va a presentar denuncia.
      —¿Nos podemos ir entonces? —preguntó Jorge.
      —No iréis a ningún lado —respondió rotundo—, hemos avisado a vuestros padres. Cuando vengan a por vosotros os marcharéis.
      Nos habían cogido a los tres robando en un chalet. En nuestros bolsillos encontraron, con un tintineo acusador, el botín: billetes, monedas y algunas joyas. En la comisaría nos sentaron en sillas de formica verde y nos intimidaron hablando de nosotros como si no estuviéramos allí.
      —Empiezan pronto, ¿no?
      —Si son unos críos. ¿Cuántos tienen? ¿Quince?
      Alguno aventuraba la posible existencia de más delitos.
      —¡…seguro que lo quieren para pagarse las drogas!
      —¿No es ese el hijo de Emilio? —me avergonzó otro.
      Nosotros mirábamos el suelo. Yo estaba sentado sobre el dorso de las manos y con la punta de la zapatilla hacía dibujos simples en una cruz del embaldosado. Gustavo quería llamar nuestra atención y chistaba insistente.
      —¡Qué? —acompañé el susurro con un gesto de desaprobación para no romper el silencio.
      —¿Que han llamado a nuestros padres? Tío, el mío me mata —susurró.
      —¿Y qué les decimos? —Jorge era como una veleta que se dejaba llevar a donde nosotros dijéramos. No tenía iniciativa—¿No se os ocurre nada? —ante nuestra muda respuesta, sólo atinó a resoplar mientras movía las piernas con un desaforado tic nervioso.
      —Mi padre me mata —repetía Gustavo, entrando así en un bucle sin salida.
      Yo nadaba en el absurdo pensamiento de que estaba viviendo un sueño. Ante lo rotundo de la situación, la idea de entrar en aquella casa parecía irreal de tan lejana. Soñaba con que no iba a pasar nada. Pero el estómago me dolía mucho y amenazaba con un cercano vómito, resultaba totalmente imposible digerir tanto miedo.
      Le vi de reojo, ya el sonido familiar de sus pasos lo anunciaron, y un escalofrío que erizó toda mi espalda lo confirmó. Mi padre entró en la comisaría e ignorándonos, saludó a los que estaban allí. Hubo apretones de manos, risas y luego pasó a un despacho con uno de ellos. El corazón no me cabía dentro del pecho, los latidos zumbaban redondos y enormes en la cabeza. Pasada una eternidad la puerta se abrió y vino hacia mí. Se paró delante, mudo. Nervioso y aterrado me puse de pie. Su silencio hizo que, aunque amedrentado por su presencia, levantara los ojos. Su mano abierta me golpeó. Primero fue el estallido y la pérdida del equilibrio. Tropecé con los pies de Gustavo y caí sobre él que seguía sentado a mi izquierda. El efecto de presión vino después, le siguió el hormigueo creciente y luego el calor. Me ardía la cara. Sumiso volví a ponerme de pie, en el mismo sitio y permanecí quieto, esperando y temiendo, con los dientes apretados, la siguiente bofetada, pero no llegó.
      —Vamos —dijo.
      Yo le seguí guiado por el sonido de sus pasos. Las lágrimas de humillación, de vergüenza, que luchaba por contener, borraban el camino.
      Subimos al coche y condujo mucho rato no sé por dónde, fuera de la ciudad. Yo no me atrevía a moverme, ni siquiera a carraspear. Tragaba nudos de saliva en silencio. Paró el coche en el arcén, salió y fumó un cigarrillo sentado sobre el capó. Yo me sentía culpable por observarlo a hurtadillas, él exhalaba el humo en potentes chorros y meneaba la cabeza. Cada tanto hacía gestos con las manos, encogía los hombros, parecía que charlara con el Sol que, de rojo escandalizado, iba a ocultarse en el horizonte. Tiró la colilla con fuerza al suelo, y la pateó. Cuando se sentó de nuevo al volante respiró fuerte, y por fin habló.
      —Me has humillado ante mis amigos y… me has decepcionado.
      Eso sí dolió mas que una bofetada y ya no pude contener las lágrimas.
      —¡No llores! —gritó—, ¿acaso lloraste cuando estabas robando?
      Del bolsillo del pantalón sacó un pañuelo de tela perfectamente doblado. Mi madre se ocupaba de plancharlos y de bordar sus iniciales con bonitas letras en una esquina.
      —Deja de llorar. Los hombres no lloran —me tendió el pañuelo.
      —Tu madre no debe de enterarse de esto. ¿Está claro?
      Moví la cabeza afirmativamente. Pero no le bastaba con un gesto, quería oír la respuesta
      —¿Te ha quedado claro? ¡Responde!
      —Sí, está claro —la voz sonó más a gargajeo que a palabras.
      —No debe enterarse nunca—sentenció mientras arrancaba el motor.
      Con esas palabras iniciamos un pacto de silencio. Y eso es lo que hubo entre nosotros desde aquella tarde. Silencio.
      Él no había sido nunca un hombre efusivo. Y menos a partir de entonces. A mí me podía la culpa y en su trato frío yo veía el desengaño. Jamás encontré el momento oportuno ni el valor para decirle que lo sentía.



      Han pasado otros dieciséis años. "Tu padre se muere" me dijeron por teléfono. No llegué a tiempo para verlo. Con la misma ropa del viaje le acompañé al cementerio, y en el trayecto, todas las ocasiones que había rechazado para pedirle perdón me parecieron idóneas.
      Cuando la casa se quedó vacía de gente, acompañé a mi madre a la cocina para hacernos un café. Decidí que había llegado el momento de romper aquel pacto.
      —Mamá —respiré hondo y jugué con la tapa del azucarero.
      —Maldita costumbre.
      —¿Qué dices? —dije extrañado.
      Ella no respondió, pero vi cómo retiraba una de las tres tazas que había preparado sobre la encimera de la cocina.
      —¿Sí? ¿Me querías decir algo?
      Empecé a hablar. Se lo conté todo a grandes rasgos y para mi sorpresa, cuando termino, estaba sonriendo:
      —Ya lo sabía
      —¿Cómo?
      —¿Crees que no me dí cuenta de que pasaba algo? Ni siquiera estando ciega se me habría pasado por alto. Le pregunté a tu padre una y otra vez, y como él decía que no pero yo sabia que sí, seguí en mis trece. Tanto le insistí que lo confesó todo.
      —Le decepcioné.
      —No seas tonto —rechazó la idea con un aspaviento de su mano derecha, con la otra guardó una de las tres cucharas que había sacado del cajón de los cubiertos—. Sí desconfió al principio. Pero luego eso se acabó. Te ponía como ejemplo ante todos. Te admiraba. Estaba orgulloso de su hijo.
      —Pero… ¡No entiendo! ¿Por qué no me lo dijo nunca?

      Ella acarició mi cara con su mano, acunándola allí donde él me golpeó. Miró más allá de mis pupilas y sacudió la cabeza como espantando una certeza negra.
      —¿Y tú? ¿Por qué no le pediste perdón?
      —No sé, ¿por miedo?, ¿por orgullo?
      Me paseó el pulgar por el pómulo.
      —¡Dios mío! ¡Te pareces tanto a él!
      Se volvió hacia la cocina, la cafetera gorgoteaba reclamando su atención. La mano resbaló por mi pecho apurando el contacto.
      —Lo siento —dije.
      El dolor por los momentos perdidos inició en mi garganta el esbozo de un llanto, pero me acordé de él cuando decía: "Los hombres no lloran", y lo contuve. Sobre el pollo de la cocina mi madre, que no era hombre, cuando advirtió que de forma insistente, estúpida y mecánica había servido tres cafés, sí lo hizo.

miércoles, 15 de octubre de 2008

TRAMPA PARA LAIA - NA, ejercicio

Norberto Zuretti


Aspira. O mueve los labios imitando el redondeo de la succión, pero el verdadero mecanismo es mental, profundo. También hay un leve roce de pulgar e índice, imperceptible como el secuestro que lleva a cabo. Los ojos se fijan en un punto del aire de la plaza, cerca del arco vacío de hamacas, o en un rincón del muelle, o en la mesa de algún bar…, luego se produce una explosión interna, un intercambio mágico de átomos y tiempos sin palabras y de repente: alguien olvida para siempre su niñez, y otra persona sus largas esperas humedecidas en el gusto especial de determinado vermouth, y otra sus domingos en la costanera paseando hasta la madrugada. Todo queda encerrado definitivamente en la vieja bolsa de arpillera que cuelga de su hombro. Sin escape. Sin perdón.


Or Ground es recolector de recuerdos.


Lo destinaron a Ciudad Gris luego del Gran Ruido cuando se acabó todo y los escombros poblaron las calles como hojas secas que se acumulan en una repetición casi infinita y caótica. A él lo eligieron por su frialdad absoluta, la piel de piedra. Sus colegas son renovados frecuentemente, o internados en el Centro de Rehabilitación, pero Or Ground ya es un elemento más de Ciudad Gris. No acude a las clases de especialización ni rinde cuentas a su superior inmediato. Trabaja solo, por propia iniciativa. Dividió en sectores a la ciudad y, metódicamente, la recorre para despojarla de sus más íntimos y ocultos recuerdos, no importa dónde se encuentran escondidos, ni a qué nivel de profundidades y arraigamiento pertenezcan. De una forma u otra siempre podrá alcanzarlos.



OR GROUND 6115573 ESTADO OPTIMO CALIFICACION NUEVE PUNTO SETENTA Y OCHO



Esa habilidad tan particular tardó poco en llegar a los cabezales de las Últimas Estructuras, poder que no demoró en estudiar sus antecedentes desde el nacimiento hasta la totalidad de los test físico-psíquicos que periódicamente se le efectúan en el Centro Coordinador de Datos. Pese a una objeción minúscula pero admisible de la Computadora Madre (OR GROUND 6115573 POSIBILIDAD DE FALLA UNA CENTESIMA), el resultado es inmediato. Una mañana, Or Ground recibe la tarjeta de plástico amarillo, en blanco de un lado y con el nombre de la víctima impreso en letras marrones en el reverso.


Laia-Na.


Acaban de nombrarlo Cazador. Muy pocos logran este privilegio. En realidad Or Ground nunca tuvo contacto con alguno de ellos, excepto referencias lejanas en su adolescencia. Considera a los Cazadores como seres superiores, pero su sistemática frialdad no le permite exteriorizar ningún tipo de vanidad. Tampoco experimenta alegría por sus nuevas funciones, lleva los sentimientos encerrados bajo llave así como los recuerdos en la vieja bolsa de arpillera antes de arrojarlos en el reductor que se encuentra en las afueras, lejos del alcance de los curiosos… Aunque los curiosos ya casi no existen…


Laia-Na.


Sabe que ella es miembro de uno de los pocos grupos rebeldes que aún no se buscó incorporar, ya sea por su carácter inofensivo o por su escasa trascendencia. Evidentemente las actividades de la joven están a punto de tornarse peligrosas. Vive en las cercanías del antiguo museo, edificio que aún utilizan los no alineados para sus reuniones clandestinas. Or Ground había saneado el área quince o veinte días atrás. El museo fue uno de los sitios que más trabajo le exigió. Los recuerdos plagaban los rincones y las grietas del revoque enroscándose y ocultándose como gusanos tras los anaqueles y bajo las alfombras. Retiró cerca de doscientas bolsas repletas en aproximadamente diez días. Sabía que el lugar no había quedado en perfectas condiciones, no sólo por su tamaño sino también por encontrarse sobrecargado de valores asociativos muy impregnados a su vieja función. A menudo se repetía este hecho en escuelas, iglesias, estaciones de tren, teatros o estadios. Pero todo se solucionaba entre la tercera y cuarta visita, cuando los recuerdos se ablandan al ir quedándose solos y en silencio, y hasta pareciera que se entregaran mansamente a su conjuro de dedos, ojos y bolsa.


Or Ground había aprendido pronto que es preferible moverse de un lado a otro antes que quedarse en un solo sitio, aguardando la oportunidad de recoger uno o dos en particular. Ahora su tarea es demasiado específica, vaciamiento y aniquilación. Él no cuestiona las razones, en seguida sabe que es necesario debilitar a la víctima para lograr un óptimo vaciamiento, con el ataque frontal y repentino no lograría los resultados esperados. No le cuesta mucho abordarla, apenas un hola al pasar y un momento…, esa ropa…, fingiéndose ingenuo, es antigua, la usaban nuestros abuelos, ¿sabés?, ¿ah, sí…?, sí, hace años, antes de todo, claro, es sencillo acomodar una frase después de otra intercalando alguna sonrisa o un gesto así como así mientras se hace de noche y entonces queda la promesa de mañana a la misma hora, dos saludos y una noche que pasa entre el primer paso y el segundo, sin remordimientos, con la mente en blanco hasta el hola siguiente, ¿qué tal?, vivo ahí, en esa ventana con cortina naranja a cuadros como aquellas telas escocesas, ¿escocesas?, sí, aquella región al norte de, sí claro, y luego la caminata hasta el Parque Central, o lo que queda de él todavía, pero sin penas ya que es imposible, aparte de que ninguno de los dos lo conoció antes. Ella es espontánea, Or Ground se entera de toda su vida en media tarde. Laia – Na no pone reparos en hablarle de la Organización, evidentemente no intentan ocultarse. Leen poesía. ¿Poesía?, se extraña él, poesía proscripta, un canto triste como el de una inmensa trituradora herrumbrada, no la entiende, ella continúa acariciando las palabras como en un juego con colores y perfumes y muchos años del pasado que entremezclan sensaciones nuevas y viejas, desconocidas, ya milenarias. Él reconoce el vigor de ella, su seguridad total. Sospecha que puede caer en una trampa, y sin embargo es el cazador, ¿hasta cuándo? Laia – Na está interesada en muchas cosas a las que no tiene acceso, le menciona unos libros -¿libros, qué son libros?-, que aún se conservan intactos en poder de quién sabe quién. Le pregunta sobre su profesión, desea acompañarlo en esas recorridas fascinantes para rescatar no más fuera un pequeño y miserable recuerdo para ella. ¿Cómo explicarle que es algo prohibido, sin causarle recelos? Por su intermedio -el uniforme gris lo delata- ella quiere llegar hasta la Computadora Madre, dice que tiene preparada una caja con cierto material que los antiguos llamaban gelinita, para esconderla dentro de la fuente generadora y ser definitivamente libres luego de anular sus poderes. ¿Libre, libertad? Su grupo le inculca que es el único medio para recuperar vivencias que no pudieron tener nunca, vivencias de generaciones pasadas que se encuentran dormidas en sus células sin posibles estímulos para reactivarlas dentro de las condiciones de sometimiento al actual régimen. Or Ground sabe que hay cosas ciertas en las palabras de ella, alguna vez abandonó la autocensura para investigar los recuerdos antes de arrojarlos en el desintegrador, pero lo que aprendió no le bastó para transformarlo. A escondidas del mundo y de los ojos electrónicos espías, guarda un museo particular y jamás se planteó con qué fines. Esa noche, muy tarde, luego de dejarla cerca de la cortina escocesa, se dirigió al Reductor de recuerdos, después de cerciorarse de que nadie lo seguía. En cierta oportunidad había averiguado que el Reductor no actúa dentro de sí mismo, a partir de entonces ocultó su pequeño tesoro debajo de la bandeja que sostiene las cargas nucleares auto recargables. Con paciencia y sueño seleccionó unos cuantos recuerdos hurtados en la parte más vieja de la ciudad, cercana al barrio de los viejos prostíbulos que se habían demolido a causa del su actual inutilidad. Hace muchos años que la reproducción es una simple cuestión de laboratorio, la sexualidad y el erotismo han desaparecido durante generaciones anteriores.



En la Computadora Madre ciertas membranas atómicas reciben una vibración determinada que transmiten al centro de memoria, e inmediatamente a los cabezales comparativos y analíticos, entonces el núcleo resolutivo se contrae ante el calor recibido y empuja unos engranajes plásticos que imprimen un texto en el visor digital: SE VERIFICA PRIMERA IMPRESIÓN OR GROUND 6115573 POSIBILIDAD FALLA VEINTE POR CIENTO



Or Ground encuentra a Laia-Na en el lago seco al sur de la ciudad. Ella le dice de pasar el día fuera -¿picnic?- recorriendo las ruinas más antiguas donde está prohibido llegar. Eluden la vigilancia de las células espías con recortes de espejos que encontraron en un basural. Comenzando a utilizar los recuerdos de su archivo, él la lleva de la mano. Ella se asombra, el contacto su piel la turba, no se lo explica pero es la primera vez que alguien la toca. Un rubor que no se sabe rubor le entibia las mejillas cuando él camina a su lado tomándola de la cintura, de la curva graciosa y brusca que se esconde bajo la rigidez de las ropas ásperas y viejas. Or Ground comienza a experimentar con esos antiguos recuerdos escamoteados del trabajo, desea llevarla a sensaciones anquilosadas para desarmarla totalmente y poder cumplir su cometido. Echados sobre un polvo de ladrillos tamizado le habla de las pasiones de los antiguos, de sus deseos y contactos sexuales, de cierto placer físico que su generación no había probado nunca. Mientras tanto -no sabe por qué- sus manos se van enredando en el pelo sucio y polvoriento de ella y se le amoldan en el cuello y en los hombros y en las axilas hasta rozar el borde de los senos, recorriéndola pausadamente, como si siempre hubiera conocido esa técnica.


Algo cambia en su sangre mientras tanto.



OR GROUND 6115573 POSIBILIDAD ACTUAL FALLA TREINTA Y OCHO POR CIENTO INVESTIGAR



Laia-Na aprende nombres de amantes antiguos a medida que su piel acusa un leve temblor y ciertas células se le contraen y dilatan produciendo en su metabolismo un exceso de adrenalina que la inquieta mientras se acaricia secretamente el paladar con la lengua, vergonzosa, anhelante sin saber de qué ni por qué las manos de él la queman y la hieren al quitarle la ropa y meterse entre sus pechos y sus muslos que ahora están húmedos, hirviendo, laten en su interior espasmos que estallan y retumban al sentir los dedos masculinos rodeando el clítoris empapado, mientras un aguijón comienza a quemarle en el fondo del pecho, el corazón abriéndose y cerrando cada vez más rápido, cada vez impulsando más y más sangre por las venas que se estiran acelerando los latidos hasta una última asfixia, y el dolor, y todo lo nuevo, su sexo abierto, su lengua enloquecida como sus piernas y manos, presas de un ritmo desenfrenado pero con esa sensación que le hierve dentro y la ahoga y destroza y empuja hasta una vorágine de estrellas, punzante, un desgarramiento de algo y otro algo líquido que se le afloja entre las costillas y se rasga y detiene definitivamente, para siempre, como si todo lo vivido no hubiese importa nada, nunca.


Or Ground se levanta. Ella está rígida, muerta, enfriándose tal como él lo había previsto. Se huele en las manos ese perfume nuevo que llegó a marearlo, se las limpia en la ropa y entonces descubre en la entrepierna una mancha húmeda y el bulto de su sexo ablandándose, empapado en un líquido espeso y tibio que le resbala por las piernas.



OR GROUND 6115573 PELIGRO SE ORDENA INVESTIGACIÓN INMEDIATA



Sabe que lo que sintió es real, como fue de real lo que mató a Laia-Na. Regresa a la ciudad con un vacío pesándole en el estómago, los ojos fijos e inexpresivos otra vez. Acaba de cumplir su primera tarea de Cazador. Piensa que una noche de estas, al volver a su casa ya estará aguardándolo otra misión. Piensa que pronto le desaparecerá ese malestar, ese vértigo y esas náuseas, pero no sospecha que en esos momentos un determinado material sensible a la luz verde acaba de ser impresionado por un ojo electrónico, y entonces se quiebra, y esta ruptura interrumpe cierta corriente sonora que tras una larga y breve cadena pauloviana activa un cabezal impresor muy especial, y desde ese microcosmos oscuro, diminuto y silencioso analista binario, brota una tarjeta amarilla con su nombre impreso en letras marrones, y cae displicentemente sobre una cinta transportadora para su próxima distribución por la mañana siguiente.

le puso por nombre, Eva, Ejercicio

Pedro Conde


Al tiempo que los efectos del orgasmo, ella abandonó la cama y desapareció en dirección al baño. Se llevó prendida de su espalda, de su trasero, la mirada satisfecha de Casimir. Admiró él, las perfectas redondeces de la chica y el ligero y rítmico contoneo de sus caderas al irse. Con el apetito sexual calmado por el momento, el cuerpo desnudo que se alejaba, despertó en su ego el regocijo de la contemplación de algo bello, bien hecho, y repitiendo lo que pensó cuando la vio quitarse la ropa por primera vez, bisbisó:

—Está jodídamente bien hecha.


Se incorporó sobre la almohada, que dobló para hacerla más grande, y buscó en el cajón de la mesita de noche el paquete de cigarrillos del que cogió uno, y un encendedor. La primera bocanada de humo se dispersó en espirales que rodaban subiendo por su cara. Cerró los ojos y se abandonó al placer del tabaco y al recuerdo, ya difuso, del reciente polvo. Una ligera somnolencia le picaba en los párpados, pero no se abandonó a ella.


—Pantalla —dijo en un tono neutro.


Frente a la cama, en la pared, un recuadro de grandes dimensiones empezó a definirse por efectos de la luz creciente y las figuras en movimiento que mostraba.


—Canal siete, todo deporte —ordenó de nuevo.


En la pantalla aparecieron las imágenes de un partido de fútbol. Dos jugadores se encaraban, tan cerca el uno del otro que parecían rozarse la nariz, los ojos retadores y enganchados; el pelo sudado y la boca, abriéndose tensa como si fueran peces fuera del agua.


—Volumen cuatro.


Se les unió ahora el griterío de la grada del fondo que parecía azuzarles; llegaron otros jugadores que separando a los primeros acabaron con la disputa. En la mitad derecha de la pantalla, a cámara lenta, repitieron las imágenes de la entrada ilegal que había causado el enfrentamiento.


La mujer salió del baño y se acercó a la cama sonriente.


—¿Dónde vas? —la detuvo autoritario— Prepárame algo para comer, anda.


Se paró indecisa un instante y luego salió de la habitación perdiendo la sonrisa en el trayecto. Otro grito frenó el ritmo de su marcha.


—¡Y tráeme un cenicero antes!



 


Cuando Casimir camina por el pasillo hacia la cocina, el olor del pan tostado avanza en dirección contraria. Dentro, ella prepara el desayuno. Sobre la barra y en un orden pulcro, se van uniendo, las tostadas, un vaso de zumo, un café, mermelada, mantequilla, servilletas…


Le recibe a la entrada con un beso rápido, con un roce de labios.


—¿No quieres ducharte mientras termino?


—No.


—¿Quieres azúcar en el café?


—Dos cucharadas —su aire seco, frío, contrasta con el evidente deseo de agradar de ella.


—Ya casi está. Siéntate.


Le acerca todo a la mesa en una bandeja de intrincados dibujos negros y blancos. Se sienta frente a él, y apoyando la cara en una mano le pregunta solícita:


—¿Quieres magdalenas? Si quieres…, traigo embutidos y te hago un sándwich.


Él la ignora, ella sigue con el dedo uno de los trazos negros y enredados que decoran la bandeja.


—¿Qué vamos a hacer hoy? ¿Saldremos? —insiste.


—¿A dónde quieres ir? ¿No estás cómoda en casa? ¿No tienes todo lo que necesitas aquí? —salpica miguitas de pan al hablar.


—No es eso, pensé que te gustaría salir a la calle…, ver a tus amigos.


—Tú no tienes que pensar —lo suelta seco, como un disparo—, de eso me encargo yo.


Ella no dice nada, le sigue mirando... sumisa.


—¡Qué? Pareces decepcionada. ¿Es que acaso pretendías tú ver a alguno de mis amigos?


—¡No seas tonto!


La bofetada con el dorso de la mano la tira al suelo. Con el movimiento del brazo, él tumba la taza


—¡Mierda! —grita levantándose y secando apresurado el café de sus muslos— Mira lo que has hecho. ¡Zorra! Por tu culpa, por poco me abraso.


Pasa al otro lado de la mesa y la levanta asiéndola del pelo. La empuja contra la pared y la aprisiona, la aplasta con su cuerpo.


—Lo siento —murmura ella.


—¿Qué lo sientes? ¿Eh? No me has respondido, te he preguntado que si te gusta alguno de mis amigos — parece uno de los jugadores que se peleaban no hace mucho en la televisión.


—No —en un suspiro.


—¿Seguro? ¿No me mientes? ¿Eh? ¡Dime!


—No —suena apagado, como el eco del primero.


—Más te vale, como me entere de miras a otro…


Casimir se regodea en el miedo que le causa, y tomando conciencia del temblor de su cuerpo, en el calor que desprende, en el pánico que destila, en sus pechos redondos y firmes, empieza a excitarse, y recorre con su mano todo el costado derecho de la chica. Cuando llega a la parte baja de la nalga, la palpa como quien elige un melón en el mercado, la estruja sopesando su dureza.


—La verdad es que estás bien hecha —se ríe—. ¡Ya te enseñaré yo! Mira lo que has conseguido.


Sigue con su risa socarrona mientras lleva la mano de la chica asustada a su sexo duro y caliente. Agarrándola aún por el pelo la arrastra hasta la mesa, de un manotazo aparta la bandeja con el desayuno y la empuja hasta que le aplasta el pecho sobre la madera.


—¡Ya te enseñaré yo!


Desoyendo las quejas de la mujer la penetra con violencia, mientras se muerde el labio inferior hasta dejar marcados en él sus propios dientes.



Cuando vuelve a la cocina, duchado y vestido. Ya todo está recogido. Ella acaba de poner la bandeja a escurrir en el fregadero.


—Será mejor que te vistas, no puede andar todo en día en cueros.


—Sí, será mejor.


—A ver, ¡ven aquí!


Le coge por la barbilla con dulzura y examina el labio que parece hincharse un poco, y se está poniendo violeta.


—¿Te duele?


—No, no es nada.


—¡Deja! Ya te diré yo si es o no es nada.


Le mira a los ojos, ella los baja.


—Abrir menú de programación —ordena, recuperando el tono neutro—, corrección de parámetros.


—Menú abierto, esperando nueva configuración —, responde ella adoptando un mismo tono.


—Aumentar el grado de resistencia en dos puntos. Llanto y súplicas, un punto más; lo demás…, está bien.


—Nueva configuración activada.


—La verdad —sigue colgado de sus ojos—, es que estás muy bien hecha.


Mordió lento, con fruición el labio contuso y se alejó hacia la puerta de salida. Antes de cerrarla, se detuvo y gritó:


—Por cierto habrá que ponerte nombre. Ve pensando en unos cuantos, luego yo decidiré.


Una vez acabado el retumbar de la puerta al cerrarse, el silencio permite oír aunque muy apagados, como un lejano llanto, los sonidos que producen los pequeños engranajes escondidos bajo la piel de plástico.


miércoles, 8 de octubre de 2008

El borracho

María Ester Fernández Apud


 


Tú que has visto las lunas literarias
que por las hojas de los libros ruedan,
ven a ver esta luna. Es una simple
luna de la naturaleza
.


(Conrado Nalé Roxlo)


¿Vio, Don Méndez, que los norteamericanos llegaron a la luna?


Qué van a llegar, Señorita, ¿usted los vio?


Sí, por televisión


Si le va a creer todo a la televisión y a los norteamericanos, así le va a ir.


Era una siesta caliente; la tía Mary y yo nos divertíamos hablando con los borrachos. No todos eran tan locuaces. Algunos rumiaban en voz baja sus penas. La mayoría era peones golondrinas de Corrientes que venían al norte de Santa Fe para la cosecha de la caña de azúcar.


Méndez se tomaba la enésima copa de tinto en el despacho de bebidas de mi abuela quien nos había dejado de cuidadoras. El borracho era publicista, para decirlo de alguna manera; con un megáfono hacía pregonaba por el pueblo por unos pocos pesos. Exageraba los beneficios de las mercancías. Mestizo de indio y español, de rostro bello y voz excelente. El abuelo le pagaba en efectivo y además le regalaba vino y sanguiches de mortadela. A las dos de la tarde venía puntualmente a almorzar.


Nosotras le tirábamos la lengua para divertirnos y nos parecía que había que ser muy bruto para invalidad la hazaña del alunizaje. Tanta ignorancia no entraba en nuestras cabecitas.


Si usted quiere conocer la realidad, mire la luna. No se ve nada. Está como siempre, qué van a llegar a allí esos gringos brutos. Son trucos, señorita, la televisión inventa trucos, por eso escucho a radio y miro el mundo. Siempre van a crear un aparato para jodernos.


Cómo nos reíamos las dos por lo bajo.


En un monólogo sin fin, Méndez continuaba. Mañana le van a inventar una guerra y usted se a va a tragar. Me extraña, una chica inteligente que estudia magisterio. Los gringos son unos hijos de mil putas.


Pero, Méndez, todos lo vieron, insistía la tía


Qué van a ver, son trucos, le hace tragar un buzón y los boludos creen.


Para nosotras la televisión mostraba la realidad, no podía inventar, era objetiva como la fotografía, un documento indiscutible. Estábamos seguras de haber visto la hazaña aunque en la pantalla brumosa, apenas se distinguían los astronautas y el satélite.


Mi pobre tía Mary, murió joven, Méndez, también de cirrosis. La publicidad se había tecnificado y él y su altoparlante eran ridículos, tenía pocos clientes. Había llegado la propaladora. El abuelo le seguía pagando de lástima porque en realidad su tienda y bar eran famosos y vendía sin publicidad.


La televisión se perfeccionó; después vino Internet, el fotoshop y tantos otros artificios. Vimos caer las torres gemelas derrumbadas por aviones piloteados por terroristas. La guerra contra Irak bajo el pretexto del almacenamiento de armas químicas. Cuántos buzones nos tragamos. ¿No sería, Méndez, un profeta? ¿No habremos menospreciado a un Julio Verne de Villa Ocampo?


Cuando puedo, entre tantos edificios, miro la luna para verlo de nuevo.