martes, 15 de enero de 2008

Encuentro (Ejercicio)

Norberto Zuretti

      ... pintoresco lo de por teléfono, tanto insistir con la tarjeta, que tal gasto no lo había realizado, que por qué cerraron antes de fecha, que cuándo era el último día de pago y cómo calculaban los intereses y entonces, uno de los dos, él tal vez sugiriendo que si charlaban tan seguido por fono por qué no mejor en un café y tratar de descubrir si acaso eran capaces de hablar de otra cosa que no fuera del banco y los vencimientos y las obligaciones y las buenas tardes ¿en qué lo puedo ayudar?, formulismo más, formulismo menos, a Yamila le daba igual pero no se lo iba a contar a Paula, quien siempre anda presentándole tipos que mejor ni se acuerda, nada que ver con Lautaro que habla tan bien como si fuera locutor, y ella no puede ni imaginarse lo acertada de su intuición porque él estudia periodismo radial y de tanto practicar ya incorporó determinados modismos que lo caracterizan, sobre todo con ciertas minitas a las que les encanta que le hablen así, y Lautaro, piola, que ya se lo tiene manyado y las gasta, aunque reconoce que no le pasó con Yamila, con esta flaca se cuidó porque después de divertirse por la ocurrencia le interesó encontrarse así, sin conocerse, y para colmo en un bar que probablemente estaría lleno de gente, y cómo no si arreglaron a las siete y media, y a esa hora...,
encima en Pizza Uno de Flores, con lo poco que a él le gustaban esos lugares llenos de espejos y plantas, pero la voz de la flaca sonaba joya, al fin y al cabo Flores no le quedaba tan lejos y además podía seguir laburando con el remís hasta un rato antes, porque de lo que estaba seguro es que iba a llegar temprano, para ambientarse y relajarse, pero sobre todo para no ser él quien se quede detenido como un idiota en la puerta buscando la mina con un clavel en el ojal, pero no, muy cursi, con un clavel no, le dijo riéndose Yamila, mejor yo estoy con la revista Humor y vos..., ¿vos con qué?, con el diario hecho un rollo, contestó rápido Lautaro sintiéndose avergonzado por el mal chiste del clavel, pero enseguida aceptar que bueno, que de esa manera estaba bien por más que al cortar se le instalen los miedos, así de repente, la revista y el diario, a Yami le da risa el sólo pensarlo, se imagina la escena, pero también la cara de Paula cuando le cuente, recién dentro de un tiempo contarle porque Paula, ya se sabe, pesada como ella sola y a veces mejor poner distancia y dejarla para que la próxima duela menos, y ni qué pensar de hablarle de la alegría infantil, de lo exaltada que estaba al colgar el teléfono y mirar la hora, mirar y sorprenderse que para las siete y media falten dos horas y cuarto, ¿mucho?, ¿poco?, y Paula que le hace un guiño desde el escritorio de Ibáñez, apoyada con las dos manos sobre unas carpetas negras y ofreciéndole a Ibáñez la redondez inmensa de sus tetas que, para la perspectiva de Ibáñez, lo estarían asfixiando, seguro lo asfixian porque siempre termina levantándose sofocado, Yamila sabe que en segundos Ibáñez se va a poner de pie con cualquier excusa y Paula mirará para otro lado como si no supiera de qué se trata, justo a una tipa así contarle esta travesura..., no puede cazarla y aparte no me interesa que lo sepa, piensa Yamila totalmente embriagada por la posible aventura, ansiosa recordando que a Manuel se lo habían presentado en una fiesta, a Bernardo en casa de unos amigos, y que de los últimos tipos que conoció, el único fuera de ámbitos familiares fue Lucho, y de sólo pensar en Lucho le venía un ardor a las mejillas y enseguida deseaba estar en otro lado, estar bien lejos de Lucho y que fueran las siete y pico y estar fichando y llegar al bar, llegar al bar con la revista Humor bien a la vista porque, ella lo sabía, él iba a estar desde antes, reclinado en la silla y golpeándose el pecho con un rollo de Clarín, ¿Clarín?, no, por el tono de la voz Lautaro debe ser un tío de Página 12, y Yamila ni es capaz de imaginarse que él también pensó la situación con él en el bar, el rollo con el periódico en la mano apenas levantado de la mesa y mirando hacia las puertas que dan a la calle, esperando a la mina con la revista Humor que no llega nunca y cada minuto se hace eterno, y Lautaro se reconoce repitiendo situaciones, como las esperas a Virginia, carcomido por las mismas angustias que se acrecientan con el pasar del tiempo, del tiempo ficticio que él mismo le otorgaba en su mente porque en realidad Virginia no solía llegar tarde, a diferencia de Mabel, de Roxana, sobre todo con Roxana era con quien más temía los desencuentros, y ahora otra vez preparándose para entrar en la misma trampa y recordar simultáneamente a Charly García forzando la voz para cantar no me atraparán, no me atraparán..., dos veces en la misma red, e instintiva o inconcientemente -piensa Lautaro- hacer inside, como diría Leticia, mi analista, y como seguramente también diría o me preguntaría qué hice, ¿qué hizo, Lautaro?, porque como buena ortodoxa no me tutea y me quedaría en babia otra vez, Lautaro se quedaría en babia y sabe que está a tiempo de cambiar algo, que nunca le había sucedido darse cuenta antes y que entonces ésta era la primera oportunidad y tenía que aprovecharla, recién es martes y hasta el viernes no volvía a lo de la Leti así que quedaba tiempo, como una hora y cuarto aún antes del bar y el diario y la revista y la agonía de abrir la puerta y quedarse ahí parada como una imbécil buscando y esperando, mientras todos se dan vuelta a mirarme y no sabría dónde meterme, si entrar o irme, pero seguro entrar por qué sino para qué, sino mejor seguir esperando los amigos de Paula, algún furtivo encuentro con Lucho como único despliegue de sus fantasías que siempre se estrellaban en el salvajismo de Lucho, los manotazos fugaces, el deseo insatisfecho y Lucho vistiéndose enseguida, sin siquiera lavarse y ni un hasta luego y las sábanas arrugadas y saber que no, que no más Lucho ni los amigos fáciles de Paula, que ahora Lautaro -recién cae, los dos nombres comienzan con ele- aparece de la nada de una línea telefónica y de ninguna manera iba a perderse un encuentro distinto, volvió a confirmar que la revista seguía apoyada en su bolso y que Gerardo no le quitaba el ojo de encima, me mira con unas ganas, lástima..., el laburo..., qué sé yo, sobre todo la veo a Paula y ni puedo pensarlo, lo de Lautaro es más, más anónimo, más privado, en un bar a quince cuadras, pero de ninguna manera llegar después y buscarlo, adivinarlo, miró una vez más el reloj para comprobar que ya faltaba menos, sabía que iba a irse temprano y que iba a esperar con la revista tapada por el bolso para tener la oportunidad de elegir, de no volver a correr el riesgo de un nuevo Lucho, de continuar perdiendo la esperanza y desconocerse y negarse, terminar de ahogar sus sueños y creérsela y entregarse, mientras Lautaro se quedó enganchado en lo que sería su siguiente sesión con Leticia, afortunadamente incapaz de interpretar esa tercera ele de Leticia, y tratando a toda costa de no reiterar conductas, pensando que no podía volver a esperar con la angustia de sus repetidas esperas, me merezco otra cosa, no porque me lo diga la Leti sino porque sí me la merezco y Lautaro no cesaba de repetir que se merecía algo mejor y no iba a exponerse, le costara lo que le costara no iba a exponerse, alguna vez tendría que dar el primer paso y descubrir que él es alguien distinto a él y las otras, y tan sólo hay que intentarlo, pero por las dudas llegar a Pizza Uno lo más temprano posible y con el diario abierto y sentarse a esperar, mirando hacia la puerta, seguro, como ahora está de seguro Lautaro, reclinado en el silloncito, viendo entrar y salir a la gente, pensando que en cualquier momento la va a ver acercarse con el ejemplar de Humor debajo del brazo, y entonces, siempre y cuando le guste la onda de ella, él enroscaría el diario y lo agitaría y después ya estaría en terreno conocido y sería más fácil, palabra va palabra viene, como le es de fácil al resto de los que lo acompañan en el bar, esos tres pibes de tercero o cuarto año, las dos parejas que no dejan de discutir, la mina de adelante que mira hacia la puerta, las dos señoras que no paran con las masas, los pendejos del secundario, el tipo solo a mis espaldas, todo contribuye a esta liviana sensación de travesura adolescente, explorar los límites como durante los primeros encuentros con el Pilo en el fondo del jardín y después en el coche del abuelo, y ahora y de repente, un encuentro así, rondando el misterio, con la seducción de la cosa oculta y la necesidad de algo distinto, la imperiosa necesidad de ser ella por sí misma y no a través de los antojos de Paula, la brutalidad de Lucho, ser capaz de sentirse bien a pesar de la suspicacia de esconder la revista debajo del bolso y continuar esperando, sabiendo que aún faltan como quince mi-nutos para las siete y media y a ella le complace observar a cada hombre que entra solo a Pizza Uno, e ir descartándolos como hojas de margaritas, acordándose de los dichos en el colegio de monjas, ése no, aquel menos y mucho y poquito y nada y éste, éste, lástima que no lleve el diario, ni enrollado ni nada, pero tranqui porque sabía que en cualquier momento lo vería entrar y sería el momento de satisfacer vanidades, de develar la primera parte del misterio para continuar descubriendo los otros velos, esos que a Lautaro le cuestan tanto y se queda siempre a medio camino, aceptando porque sí, sin participación, como si no existiera y por eso el desafío del bar, esperar a Yamila con toda la intriga de la primera vez, con la intriga y el miedo entonces las precauciones, la puerta abierta como el diario sobre la mesa apenas tapado por el brazo, descubriendo que ya habían pasado cinco minutos de la hora y una vez más vuelto a rebelarse para no compararla con Roxana o con las otras, saber que Yamila era la única y la mejor, la mina imposible de que te diera bola, la masa, sobre todo mientras no apareciera, mientras las puertas dejaran pasar todo otro tipo de gentes porque aún no era el tiempo, y Lautaro se regodeaba en la espera bebiendo tragos de su Gancia con cola, tratando de mantener la mente en blanco para no imaginársela, para no tener ninguna idea de ella y para borrar el acecho de la frustración que le hacía pensar que Yamila también podría ocultar su revista y llegar a la cita despojada, un tipo nuevo que no le había presentado nadie, su derecho a elegir no la hacía sentir culpable como sospechara, es más, estaba orgullosa, todavía no preocupada a pesar de las siete y cuarenta y cinco que veía en su reloj mientras pensaba si en una de esas Lautaro no se atrevió..., le dio gracia pensar que acaso fuera cierto, yo resuelta con todo lo que me duele, y él, él que no se anima, que en una de esas es ese tipo sucio y mal vestido que ya pasó como tres veces a espiarme desde la ventana, en una de esas es tímido y... ¿acaso yo no escondí la Humor?, pero también hay otra posibilidad, que ya estuviera en el bar, y entonces Yamila espía a su alrededor y deshecha rápidamente los ocupantes de cinco o seis mesas, así que le quedan el tipo solitario que toma un vermouth, los dos muchachos que no dejan de mirarla, y los tres individuos que descarta porque están demasiado serios y lejos, ninguno de los muchachos tiene diario, tampoco el flaco que está sólo con una mirada que me lo comería pero le falta el diario y Lautaro va a llegar con el diario, las ocho menos cinco, la puta con la hora, Yamila no es como las otras, dos veces en la misma red, pero Lautaro siente quebrarse la esperanza del encuentro, piensa que ella no se atrevió, que al llamar al día siguiente le dará cualquier excusa, se sorprendió al descubrir una mina sola en la vereda que miró varias veces para adentro, no llevaba ninguna revista pero la desilusión se completó cuando vino un chabón a estamparle un beso y llevársela del brazo, afortunadamente ésa no era Yamila, a Lautaro no le coparía que Yamila se fuese con cualquiera, ni siquiera desde esa perspectiva en la que aún no se conocieron y entonces Yamila pasa a ser la mina perfecta, distinta a cualquiera de las que acaban de sentarse a su izquierda, distinta a cualquier otra que hubiera en el local, incluso a ésa que le da la espalda y que cada tanto me mira como desesperada y atrevida, Lautaro no entiende qué les pasa a veces a las minas por la cabeza, mirá esta flaca, otra vez se da vuelta como buscando a alguien pero aprovecha para hacerte el diagnóstico completo, joven, relindo, pero no, le falta el diario, encima suerte que le falte el diario porque me miró con tanto desprecio que mejor, las ocho y cuarto, Yamila se propuso esperar hasta y media, ¿y después de y media..., qué?, pagar, no sé..., o seguir esperando, mejor esperar, abrir la revista y leer algo, los chistes, pero no, la revista mejor no, podía llegar Lautaro y ser el príncipe azul y no le daría tiempo a cerrar la revista y demostrarle que en realidad estaba ahí por él, que no importaba la hora y que todo estaba bien, estaría bien si llegaras, pensaba Yamila dándose vuelta para descubrir que el flaco mirón no le quitaba los ojos de encima, por más que ahora disimulara ella sabía que había estado observándola, distinguía lo punzante de su mirada y esperaba a toda costa que llegara Lautaro para rescatarla, no me atraparán, no me atraparán, dos veces en la misma red, pero Lautaro siente un nudo en el estómago cada vez que la mina frente a la puerta se vuelve y lo mira y a él le parece como que lo involucran, que de alguna manera la mina trata de envolverlo en algo para alejarlo de la magia de Yamila, la Yamila imposible que -Lautaro lo sabe muy bien- ya lleva una hora de retraso, y ese retraso es el que la mantiene viva, inaprensible como cualquier imagen, como esa mujer que ahora entra y se esfuerza por espantar todas sus imágenes tampoco es Yamila y se pierde entre las mesas mientras Lautaro duda, las nueve menos veinte, podría ser ella que no se atrevió a llegar antes y habrá estado espiando desde la ventana, porque ya es más de la quinta vez que pasa, espero que no sea él, los pantalones desflecados, el pelo largo y sucio, seguro que hasta tiene olor a transpiración, Yamila se quedaba con el mirón que detrás suyo la observaba, por lo menos ella sentía la mirada clavada, ¿por qué no Lautaro?, volvió a girar, esta vez únicamente para mirarlo bien y desechar la posibilidad de Lautaro, giró ahora sin disimulo y detuvo su vista en mí y me atraganté con el último trago de Gancia y por un instante pensé si acaso no fuera Yamila que, obvio, había llegado antes con las mismas intenciones que él, tal vez debajo del bolso en la silla escondiera su ejemplar de Humor de la misma forma que él -ella acababa de darse cuenta- tapaba el diario con su brazo aguardando la oportunidad de enrollarlo y mostrárselo, esperar a Yamila, no a esta mujer como yo que lo acosa pensando que él es Lautaro y nunca va a saber que ella es la mujer que espera, pero como veo que hay un periódico debajo de su brazo, me doy vuelta hacia las puertas de calle, el tipo sucio sigue en la vereda, sacude la cabeza para apartar el recuerdo de Lucho, si el tipo de atrás suyo fuera Lautaro habría entendido, en un rato debería enrollar el diario y ensayar la seña convenida, Yamila conocía de memoria el recorrido hasta el asiento vecino donde el bolso escondía la revista que cerraría el acuerdo, pero Lautaro advirtió que la posibilidad de que esa mujer que acababa de mirarlo resultara Yamila se fue diluyendo a medida que ella se daba vuelta hacia las ventanas sin estirar el brazo hasta debajo del bolso y dejar paso a la verdadera Yamila, la que es incapaz de llegar desde la calle porque en realidad está desde siempre, como Lautaro desde siempre, compartiendo las horas y el motivo de la espera, estudiando a cada vecino, vecina, los pibes del secundario que ahora son como siete u ocho, los tres tipos serios en su mundo privadísimo, las parejas discutiendo, gente entrando y saliendo, el falso Lautaro mirándola como también la miran los dos flacos de la izquierda y ella lo sabe, los está provocando, Lautaro la tiene clara, provocar o seducir como instantes atrás intentó conmigo, los carceleros de la humanidad..., y Yamila quiere volverse otra vez y saber si Lautaro tiene el diario enroscado o si acaso ese tipo detrás suyo fuera capaz de reemplazarlo, pero no, reemplazarlo nunca, de la misma forma que Lautaro tampoco la reemplazaría por Yamila, sintiendo que Yamila no es este acoso, esta asfixia, y tienen ganas de estar en otro lado y olvidarse, y son las nueve y veinticinco y ambos buscan al mozo para pagar, él, ella, yo, casi simultáneamente buscan al mozo con todo el apremio del mundo, no me atraparán, no me atraparán, dos veces en la misma red...

domingo, 6 de enero de 2008

La amiga perfecta II (revisión)

Montse Villares

      Era sábado por la mañana. Uno de los pocos sábados que no viajaba y podía acompañar a su hijo al básquet. De buena gana se hubiera quedado durmiendo, pensaba mientras removía la cucharilla en el café, pero un, “¿cuándo me vendrás a ver jugar? mamá”, le había punzado hondo y sacado de la cama. Se había unido a la interminable lista de interrogaciones con las que se castigaba todas las noches que pasaba fuera de casa y que, como un molinillo, giraban y giraban en su cabeza hasta que caía rendida. ¿Cuánto tiempo le dedicaba a su hijo? ¿Le querrá? ¿Era una buena madre? ¿cómo iba a serlo?¿Valía la pena lo que hacía? ¿Debería quedarse en casa? ¿de qué iba a vivir si lo hacía? … Además ahora estaba lo del trabajo... Los números no salían ni del derecho ni del revés. Responsabilidad y sueldo iban por caminos opuestos. No tenía el apoyo del director que muy al contrario, abrigaba su fracaso. ¿Qué podía hacer?
      Junto a ella estaban las otras madres de las futuras estrellas del básket. Escuchaba sus conversaciones aunque nunca había participado. No se sentía un integrante de pleno derecho del grupo en el que era sólo un miembro circunstancial. Aquélla mañana, la conversación giraba en torno a los logros de Amelia.
      Contaban que una mujer acudió a ella tras dos intentos de suicidio y meses en un hospital; Amy enseguida le dictaminó que lo que tenía era puro aburrimiento y le aconsejó apuntarse a clases de salsa, eso le cambió la vida; bueno, el dominicano que conoció allí también colaboró, apuntaba otra de las contertulias, aunque sólo algún tiempo, más o menos hasta que la dejó por una jovencita.
      Una de las presentes sufría mobbing en el trabajo, la hipoteca no le permitía dejarlo y pasaba las noches en vela buscando una solución que no existía, explicaba, hasta que Amy le presentó el Sr. Valium, y ahora, canturreaba como en aquél anuncio:
      - Yo no puedo estar sin él.
      Estaba intrigada, ¿quién sería la famosa Amy? Se acercó a ellas y les pidió fuego. No llevaban pero una le indicó:
      - Acércate a la barra. Amy seguro que tiene.
      Así conoció a Amelia.
      - ¿Tú eres Amy?
      - Sí. Y tu la madre de Edu ¿no?
      - Sí. – respondió sorprendida.
      - Un chico muy majo.
      - Sí lo es. ¿Tienes fuego?
      Amelia tendría unos cincuenta. Vestía jerséis y pantalones en una combinación cromática poco usual. Pese al aspecto desaliñado y a la baja estatura desprendía un gran magnetismo difícil de explicar. Su paso firme, voz grave, tono imperativo y una insólita e inamovible lógica, sugerían una mujer con mucho mundo a sus espaldas. Ella no desmentía los distintos rumores que circulaban acerca de un pasado en algún país liberal -en Francia, apuntaba una apoyándose en su voz nasal-; estos rumores la hacían reír.
      No tardó en darse cuenta de que alrededor de Amy siempre pululaban mujeres imperfectas, como ella, que admiraban la facilidad con la que resolvía problemas que, en algunos casos, ni años de tratamiento psiquiátrico habían solucionado. Había cosechado tal cantidad de éxitos, que nadie se atrevía a contradecirle. Afirmaban que tenía el don de saber cuándo alguien se extraviaba y se limitaba a mostrarle el camino correcto.
      Así empezaron a entablar amistad. Sólo coincidían el primer y tercer sábado de cada mes pero ¡era tan fácil hablar con ella! Entre partido y partido se contaron retazos de sus vidas, compartieron el triunfo del equipo, la chocolatada para animar el último partido antes de Navidad, la lumineta para cambiar las camisetas…
      Pese a la confianza que tenían pasaron meses antes de que se atreviera a contarle sus problemas en el trabajo. Siempre los había dejado de lado, le apetecía olvidarlos. Fue un mal día. El día anterior tuvo una fuerte discusión con los jefes. Total ¿para qué? pensaba ella. No iba a cambiar nada. No merecía la pena intentar mejorar los procesos. Era como nadar contracorriente. Y si al menos le hubieran dado un argumento convincente… pero no, sólo excusas. Sabía que en el fondo no aceptaban que una mujer les dijera qué debían hacer. Era eso lo que le dolía. Se sentía exhausta y sola. Su marido ya le había dicho un centenar de veces que se lo tenía que tomar con calma, que la empresa no era suya. No podía hablar con él. Necesitaba desahogarse. Acudió a Amy.
      Ésta una vez escuchó el relato simplemente le dijo:
      - Chica, cambia de trabajo.
      Amy, una vez resuelto el problema, empezó a usar su don para ayudarla con otros asuntos en los que también y sin ninguna duda, andaba errada.
      - Tu hijo sí que me preocupa. Lo estás malcriando. Siempre encima...
      Había acudido para que la consolara… unas palabras de ánimo… no acertaba a creer lo que estaba oyendo. Le costó unos segundos procesarlo… hablaba de su hijo, de ella…
      -Déjalo más suelto. Que se espabile… ¿Vistes el sábado lo del vómito? Creo que se lo provoca. A ver no sea bulimia…
      Ella afirmaba…
      -Lo que tienes que hacer es meterle en un internado. ¿Te encuentras mal? Haces mala cara. ¿Quieres tomar algo? ¿Ya te vas?
      Se marchó sin mirar atrás. Sin mediar palabra. Vagó por las calles sin saber a dónde ir. En su trabajo se sentía discriminada e inútil. Su marido no la entendía. Y para colmo su amiga le había mostrado lo que más temía. ¡Era una mala madre! ¿Valía la pena seguir con todo ello? Quizás sería mejor dejarlo todo. Huir.
      Se arrodilló y miró al cielo. Dios ayúdame. Sácame de aquí. Lo último que vio fue una gran luz blanca.
      Se oyó el chirriar de unos frenos y un fuerte golpe. El desafortunado conductor aseguraba que estaba arrodillada, con los brazos abiertos en cruz. Nadie le creyó.

martes, 1 de enero de 2008

El maestro

Alicia

      Si quieres aprender, estudia. Si quieres aprender más, pregunta. Y si de verdad quieres aprender, ponte a enseñar.
      Aquel día que iba a ser el último de su vida, Pedro recordó esas palabras, en la misma cama, antes siquiera de despertarse. Eran las palabras de su viejo maestro… si… éste… ¿cómo era su nombre?…
      Pedro arrastró sus pies hasta el lavabo y tras mojarse la cara observó al viejo con ojos rojos y barba de varios días que le miraba desde el espejo. Se miraron un tiempo pero no quisieron decirse nada. Luego Pedro giró la cabeza.
      —La lista, dónde esta la lista, a ver.
      1.- Lavarse.
      ¿Me he lavado? Por si acaso, lo hizo de nuevo. Prefería hacer las cosas dos veces antes que dejarlas sin hacer.
      2.- Ejercicios.
      ¿Qué ejercicios? Pedro siguió leyendo. Para ejercitar la mente, con la Brain Training. ¿Brain Training? ¿Y eso qué es? y siguió leyendo la lista que le explicaba en un añadido la maquinita de marcianitos de los cojones.
      ¡Ah, si! Pedro arrastró sus pies hasta la cocina y abrió la máquina. El dibujo de un japonés sonriente y burlón le daba la bienvenida y le puso la lista de operaciones matemáticas del día con una música ridícula y estridente.
      3+2
      Tres y dos, cinco. El viejo escribió un tembloroso cinco en la pantalla táctil.
      7×0
      Siete por cero… siete por cero…
      Los números se tornaron extraños jeroglíficos ante sus ojos. Se pusieron a bailar. ¿Qué es un siete?
      Debes ejercitar la mente, Perico, la mente es la única amiga que tendrás en tu vida. La mente te sacará de aquí, tú eres listo, puedes hacerlo. Confía en tu mente.
      Confía.
S      iete por cero…
      Pasó su niñez en un pueblo perdido del norte, lejos del País Vasco para huir de los bombardeos. Su padre desaparecido, su madre trabajaba de criada en la ciudad, solo quedaban sus 4 hermanos para arreglárselas en casa. Y de todos ellos, solo él iba a la escuela. Las niñas no debían perder el tiempo en esas cosas que no habian de servirles para nada, y los demás chicos tenían que trabajar. Perico, como le llamaban, era demasiado enclenque para llevar las vacas al campo, así que lo mandaban a la escuela. Entonces la escuela solo tenía un aula donde se apelotonaban niños de todas las edades, y el maestro se esforzaba porque algún alumno saliera del pueblo y se hiciera con alguna brillante carrera.
      La guerra dio paso a la posguerra y lo que no consiguieron las bombas, lo consiguió el hambre. Perico, sin coger ninguna pertenencia porque nada tenía, se levantó el cuello del desgastado abrigo y se marchó de casa para no ver más a sus hermanos. En la ciudad sobraba trabajo, pero faltaba todo lo demás. Perico se convirtió en Pedro y a los 14 años cobró su primer sueldo de hombre y recibió su primer paquete de cigarrillos que no supo fumar. Decidió no hacerse cargo de nadie y estiraba su sueldo para comer y pagarse unas clases. La fundición en la que trabajaba minó sus pulmones pero no su mente, que seguía desarrollándose, prodigiosa, hasta hacer realidad los sueños de su viejo maestro. Se convirtió en un afamado catedrático en matemáticas. Daba clases, congresos, masters. Siempre haciendo números, siempre pensando, siempre calculando. No sabía vivir si no era trabajando con sus números, los pintaba por todas partes, le hacían sentir que estaba vivo.
      Siete por cero
      Pedro se dió cuenta que había estado llorando. Su mente ya no era amiga suya. Algún Dios cruel y burlón se reía de él cada día suprimiendo parte de su pasado. Apenas le quedaban ya recuerdos y ahora… también le estaba quitando el razonamiento… los números… sus números…
      Pedro decidió que no quería llorar más. Cerró la maquinita sin guardar la partida y se subió el cuello de la camisa que llevaba puesta. No cogió ninguna pertenencia, porque nada tenía ya.
      Vámonos Perico
      La puerta hizo mucho ruido cuando se cerró por última vez.

Cocina, Cocinarás

Pilar Dublé

Capítulo Uno
Epígrafe: “Las diatribas con los proveedores, que traían bloques de reno congelado procedente de Oslo, carne de león importada por una empresa americana, lonchas de foca de Labrador, aquavit ”


      Se miró al espejo como todas las mañanas, después del baño. Sus pechos estaban un poco más bajos, dos milímetros apenas, pero lo suficiente para ser notados por la mirada micrométrica de Ylona, acostumbrada a rebanar alimentos.
      Ese día, uno como cualquier otro, salió antes de las ocho para llegar temprano al centro comercial. Detuvo el carro en el estacionamiento habitado por el eco; luego tomó el ascensor y ya en el tercer piso abrió la puerta del restaurante. Se colocó el delantal, anudado con un lacito que marcó la cintura estrecha. Revisó la existencia de especias y hortalizas y envió a Pablo, que apenas llegaba, a comprar algunas cosas faltantes. Luis, el ayudante de cocina llegó poco antes de Cecilia que adusta y rezongante como siempre encendió la radio, clavada desde años atrás en la emisora más ruidosa y más salsera. Una punzada nostálgica de rock impulsó a Ylona a extender la mano hacia el aparato: se detuvo al ver el gesto de su empleada y la desvió para tomar un cuchillo e iniciar las labores, resignada, pues las cocineras de vanguardia no abundan. Las dos se sentaron a picar aliño para las salsas, y verduras.
      Luego Ylona repasó el salón, pulió los muebles, colocó velas sin fragancia, inocuas frente al aroma de las carnes no tradicionales, y preparó los centros de mesa que esta semana serían plantas de acuario sumergidas en vasos de vidrio cilíndricos, con las raíces amarradas a una piedra oculta en diminutos materos de arcilla.
      El menú, siempre cambiante, era su principal preocupación. Las diatribas con los proveedores ocupaban sus horas. Por la puerta de servicio entraban a diario bloques de reno congelado procedente de Oslo, carne de león importada por una empresa americana, lonchas de foca de Labrador, aquavit, bayas nórdicas y huevos de gaviota, que servían en su cáscara moteada, tibios y con hierbas.
      Un jueves a las tres de la tarde, mientras contenía sus ganas de despachar a Cecilia y sus majaderías al mismísimo y sin prestaciones, entró una pareja. Al ver el salón lleno, el hombre envolvió a Ylona en la miel de unos ojos límpidos y preguntó con aires de mucho mundo si era indispensable la reservación. Ella les dio mesa, a riesgo de perder un cliente habitual que afortunadamente no se presentó.
      Ylona siempre servía la comida y explicaba las preparaciones, pues creía con toda razón que nadie podría hacerlo mejor. Al colocar los platos humeantes frente a la pareja, y conversar con ellos, no sintió nada particular. Volvió a la cocina y siguió trabajando; dio vueltas casuales por el salón para preguntar a los comensales si estaban satisfechos, chequeó la venta con Armando, el cajero y a medianoche, tras la última mirada para comprobar que todo estaba en orden, cerró la puerta y bajó la santamaría.
      Al llegar a su casa se dio cuenta que había pasado casi doce horas pensado en ese hombre, en sus manos grandes, su perfil cuadrado y en la caída de su cabello sobre la nuca. Y se dio cuenta también que llevaba cinco años sola. (continuará)


Capítulo Dos
Epígrafe: “Una semana más tarde el lado oscuro empezó a jugarle sucio: susurró, insistente, que debería darse una oportunidad: buscarlo, o estar preparada por si él se presentaba.”


      Al día siguiente enfiló directo a la pequeña oficina del restaurante, junto a los baños. Revolvió las facturas de la víspera con avidez infantil hasta que encontró la de él y leyó su nombre: Tulio Lynch. También su cédula, su teléfono y su firma. Contempló su letra aguda y grande. Se sintió una transgresora y bendijo al Seniat.
      “Es casado, desconocido y probablemente no volverá”. O no, no era casado, la mujer era una compañera de trabajo, eso, una compañera. O la esposa. No, una compañera. Se maldijo por no haber observado el trato que se daban.
Una semana más tarde el lado oscuro empezó a jugarle sucio: susurró, insistente, que debería darse una oportunidad: buscarlo, o estar preparada por si él se presentaba. Ella escuchó y comenzó a usar lencería favorecedora, blusas desabrochadas más allá de lo discreto, tacones.
      —¡Niñaaa! —exclamó Cecilia, entornando los ojos— ¿Y qué tramas tú?
      Por esta vez se sonrieron, e Ylona le contestó cualquier cosa. Resultaba desconcertante verla picando cebolla con su mejor ropa, esperándolo en secreto, cocinando sólo para él, que no aparecía.
      Una tarde mientras cuadraba la caja miró su computadora y se encendió de nuevo el impulso delictivo e infractor: indagó en páginas oficiales, usando los datos de la factura. Encontró la empresa para la que trabajaba Tulio, de publicidad; su carro, sueldo y dirección. Se le ocurrió invitarlo. Pero… ¿con qué excusa?
      Eso fue lo fácil: preparó una promoción con los clientes favoritos para degustar una novedosa sopa de krill, que improvisó. Encargó a Pablo hacer las llamadas y citarlos para una fecha próxima y precisa, con instrucciones particulares para el caso de Tulio: sugerirle que trajera dos compañeros de trabajo. Luego se dedicó a lo difícil: conseguir el krill con sus proveedores de Japón. El día señalado llegó más bella que nunca: nadie podría dilucidar que se encorvó hasta las dos de la mañana lidiando con miles de camaroncitos mínimos y rojos, y cocinando un caldo espeso, con visos tornasolados y regusto de azufre: inimitable.
      Poco después del mediodía Ylona vio por fin a Tulio, que atravesó la puerta seguido de dos hombres. Se deleitó en la caída de su traje y en el color de su piel, pero acobardada, como si el truco pudiera vérsele en la cara, mandó a Pablo a tomar la orden y a servir. Espió desde la cocina, embelesada en los labios y los gestos del hombre. A la hora de cancelar suspiró: blandió una sonrisa recién retocada y tomó la bandeja con la factura. Saludó con indiferencia, pero su mirada se posó más de lo conveniente en Tulio, que soltó su tarjeta de crédito mientras atendía la charla de otro convidado, sin reparar en Ylona. Antes de regresar a la mesa ella puso una nota en la bandejita, bajo la tarjeta. Un mínimo mensaje, una botella al mar.
      Esa noche, agotada por las emociones y aún soñando, colocaba huevos de avestruz en una cesta, para adornar una mesa, cuando sonó su celular. Se puso pálida, recordó la nota, pensó que era Tulio y rebuscó bajo el delantal. (continuará).


Capítulo Tres
Epígrafe: “—Ese tipo no es para ti. Además, se te nota demasiado que te tiene loquita. Ylona no se dignó responder. El sábado estaba demasiado cerca, así que empezó por el principio.”


      El celular repicaba y repicaba cuando se le enredó en el delantal. Ylona quiso usar la otra mano, pero soltó el huevo que cayó y salpicó toda la cocina. Cecilia la miró con sorna mientras el teléfono dio un pitido largo y agónico: se había descargado.
      No quedó más remedio que esperar a que se recargara el aparato. Una hora más tarde, ya para cerrar, una Ylona con el maquillaje aún fresco por la esperanza se derrumbó: la llamada era de su mamá. Escuchó un mensaje nada urgente, y respondió con rabia, casi llorando.
      Después de dar portazos en el restaurante, en el carro y al llegar a su casa, se sentó con un vaso de vino frente al televisor, encendido pero mudo, a maquinar, mirando como una posesa las imágenes, sin prestarles atención.
Pensó en enviarle a Tulio algo por Internet, pero no sabía su correo. Se sentó en la computadora y buscó la página web de su empresa. Entró al directorio: él no estaba registrado allí, pero sí otras personas, y vio que los correos estaban construidos con la inicial seguida del apellido de cada empleado. Abrió un mensaje nuevo, pero luego se acobardó y temió dar una imagen de desesperada y ansiosa. Decidió dejar pasar un tiempito y evaluar con calma la posibilidad de escribirle.
      Retomó su rutina durante una semana, y justo cuando daba vueltas otra vez a la idea de enviar el correo, su celular sonó e Ylona le contestó sin premoniciones a un señor que no fue identificado por la pantalla del aparato. Alguien llamado Tulio la saludaba y le solicitaba una reservación para un par de días después, le daba parabienes y las gracias por las atenciones. Quería también saber si era posible tomar de nuevo la sopa de krill.
      “Te puedes tomar mi sangre y mi vida”, pensó Ylona, en un inverosímil ataque sentimental, más propio de un bolero que de su aspecto autosuficiente. Contestó a todo que “sí” y que “gracias, Tulio”, y que “fue un placer, Tulio”. Y le dio una mesa el sábado siguiente. La mesa central. Para dos.
Dos. La palabra se le quedó en la mente, y se le abrió una sonrisa boba, que se arrugó enseguida. “Pues claro, ilusa: no va a venir sólo, a sentarse y mirarte. ¿Qué te crees? Ese tipo no es para ti.”
      Casi como un eco, escuchó la voz de Cecilia.
      —Ese tipo no es para ti. Además, se te nota demasiado que te tiene loquita.
      Ylona no se dignó responder. El sábado estaba demasiado cerca, así que empezó por el principio: llamar a su spa y hacer citas para todos los rubros: depilación, masaje reductor para los cauchitos que le salieron en el curso de repostería, drenaje linfático y lifting. Krill aún quedaba, congelado, así que por esta vez los proveedores no estaban en sitial de honor de su agenda.
El viernes se vio poseída por una indomable ensoñación y abandonó el restaurante por un largo rato. Flotó en los pasillos del centro comercial y miró los carteles de las agencias de viajes que anunciaban los cruceros, las vitrinas con camas vestidas para soñarlas en vivo, los muebles a cuyo calor podría crecer una pátina y una historia. (continuará)



Capítulo Cuatro
Epígrafe: “Ylona apagó las luces del salón silencioso. Sobre las mesas de madera oscura brillaba la constelación de las copas y la cubertería.”


      El sábado llegó despacio, como poseído de su importancia. La luz avanzó suavemente bajo las puertas y a través de las ventanas, mientras Ylona preparaba de nuevo la sopa de krill, al amanecer en vez de a media noche. Luego fue a su casa a cambiarse de ropa y de regreso se detuvo media hora en el spa para peinado y maquillaje, discretos pero muy favorecedores.
      A las doce y media Tulio cruzó por tercera vez la puerta del restaurante, seguido por un hombre de aspecto dulce y tímido. Ylona los vio desde la cocina y se alegró de que hubiera venido sin mujer; hasta se convenció de que estaba solo. Tenía reservado para alguna ocasión especial el vino que había comprado en su viaje a Italia, un par de años antes. Un caldo artesanal y milagroso, refulgente, generado en los viñedos romanos de un pueblo impronunciable. Decidió que difícilmente habría un momento mejor que ahora, para acompañar la sopa de Tulio. Y para llamar su atención.
      Se apresuró a buscar el vino en el depósito, y mientras lo descorchaba, escuchó un grito agudo. Al voltear vio a Luis, el pinche: estaba de pie en medio de la cocina, con un dedo metido en la boca mientras la sangre se deslizaba por el brazo y caía desde el codo al piso: se había lesionado con la rebanadora. Ylona encargó a Pablo de atender el salón con una palmada perentoria y se acercó aterrorizada a Luis. Le sostuvo el brazo y lo llevó hasta el fregadero para lavarlo. Su blusa de encaje se manchó de sangre. Cecilia corrió al botiquín de primeros auxilios; trajo vendas, y hielo, y así contuvieron la hemorragia después de un buen rato. Luego Armando se llevó al herido a un centro de salud.
      Cuando se resolvió la emergencia, Ylona se colocó el delantal para tapar la mancha de su blusa y se asomó al salón, justo a tiempo para ver a Tulio y a su acompañante cancelar la cuenta. En el momento de irse, cuando se levantaron, una mano se posó sobre otra, y hubo un entendimiento cómplice en las miradas. Ylona entonces cayó en cuenta: “Es gay. Tulio es gay”.
      Cecilia había llegado junto a ella un poco antes, caminando como un felino y conteniendo la respiración agitada; ahora, de pie a su lado, se carcajeó jubilosa.
      —Todos sabíamos que era gay, menos tú. Te lo dije, te dije que no era para ti. ¿Eres ciega, o ingenua? Una de las dos.
      —Cecilia, a partir de mañana no vuelvas al restaurante. Por favor.
      El resto de la noche Ylona no habló más. Siguió trabajando, callada, de la caja la cocina y de la cocina a la caja, haciendo las labores de Armando y de Luis, mientras Pablo se quedó afuera atendiendo a los comensales.
      A las doce, el restaurante quedó vacío. Ylona apagó las luces del salón silencioso. Sobre las mesas de madera oscura brillaba la constelación de las copas y la cubertería. Ella les dio la espalda y se sentó en el mesón de la cocina, frente a un paquete de cinco kilos de guisantes. Mucho más tarde, miles de esferitas verdes y tiernas llenaban el enorme bol de acero. Entonces trajo otro recipiente, y comenzó a contarlas, una por una.

Pilar Dublé
Julio 2007