domingo, 1 de agosto de 2010

La encrucijada de caminos paralelos

Emilio

      Seguro que Beatriz, la secretaria de dirección, fue creada en un momento de inspiración divina. Era un catálogo de curvas en las que hasta un inútil de volante como yo se moría por conducir. Me resultaba imposible no pasar por su lado y absorberla en mi mente con un vistazo de ensueño lujurioso. Allí estaba yo, al lado de la máquina del café mirándola trabajar y tratando de imaginar lo que su escote escondía por lo que dejaba ver. Debí suspirar fuerte porque Fernando me preguntó:
      —¿Cómo dices?
      —No, nada. Bea, que está de muerte.
      —¡Ah, bueno!
      —¿Cómo que bueno? —le recriminé— ¿Qué te pasa, eres de piedra?
      —No exactamente, es que soy inmune a sus encantos. Soy gay.
      No quise preguntar sobre lo que había oído. Intentaba colocar esa frase en la estantería correspondiente de mi cerebro y no la encontraba. Me imagino titubeando con la boca abierta, indeciso, perdido, al final me mordí el labio para no preguntar. Si no sabía qué hacer con lo que acababa de oír una sola vez, ¿qué haría de tener esa frase duplicada? Pero pregunté.
      —¿Cómo dices?
      Apenas llevaba un mes en el curro y desde el principio congenié con Fernando. Me encantó su sentido del humor, su actitud, su entrega en el trabajo… pero nunca imaginé eso. Él confirmó lo acertado del miedo que tenía yo a hacer aquella pregunta.
      —Soy gay. Tú tienes fantasías con Bea —la señaló con un gesto comedido—, y yo las tengo contigo.
      —Estás de guasa, ¿verdad?
      Fernando no contestó, tiró el vaso con un gesto exagerado a la papelera y se alejó esbozándome una sonrisa.
      Pasaron los días y una tarde me descubrí el valor necesario para invitar a Beatriz a tomar una copa. A la primera le siguió otra, y otra… y acabé derrapando mi boca por sus curvas; haciendo paradas en cada rincón oscuro; aspirando los olores escondidos y saboreándola licuada.
      La incomodidad de los dos primeros días con Fernando, cuando me confesó aquello, se diluyó en el buen ambiente de trabajo. Él no me volvió a decir nada, fui yo quien lo hice en la intimidad del ascensor, en respuesta a su interés por mi relación con la secretaria.
      —¿Cómo te va con Bea?
      —Bien, bien, muy bien. —Con la repetición pareciera que le daba veracidad. Y no necesitaba hacerlo, realmente me iba muy bien.
      —Oye, Fer… lo que dijiste…
      —¿Sí?
      —¿Es cierto?
      —Ajá.
      —Yo, lo siento. Yo no… a mí no…
      —¿Has estado con un hombre?
      —¡No! —rechacé con énfasis.
      —Y entonces, ¿cómo lo sabes? Yo sí he estado con una mujer. Puedo decir que he elegido mi opción.
      —¿Qué insinúas? No es necesario, eso se sabe.
      Fernando se me arrimó lo suficiente como para sentir su aliento de menta. No pude mantener mis ojos en los suyos.
      —Si tan seguro estás no deberías tener miedo. —Puso su dedo sobre mi pecho y bajó dibujando, muy suave, la línea del esternón. Acercó su cara a pocos centímetros de la mía y me susurró al oído—. El contacto con otro hombre no debería alterarte en absoluto. —Su dedo siguió bajando y temí que se perdiera en el vacío de mi estómago. En la mejilla sentía el calor irradiado de la suya. Por vergüenza, por no admitir lo descolocado que estaba, ni tragaba saliva. Tampoco respiraba en un intento de controlar el ritmo desbocado de mis latidos. La entrepierna también me traicionó y, como un dios caprichoso, desoyó los ruegos que le hacía. Las cosquillas me inundaron los testículos como una marabunta desbocada—. Si tan seguro estás deberías diferenciar mi dedo del de una mujer. O mi mano —y rodeó con ella mi cintura. Me pegó contra él. Noté su respiración y el retumbar del corazón en su pecho duro de gimnasio—. Si tan seguro estás, Carlos, no deberías temer nada pues sabrías diferenciar una boca de otra.
      Y me besó. Acercó su boca entreabierta a la mía y la rozó una vez. Era un túnel oscuro que me atraía y me asustaba. Repitió el gesto. Apenas un roce para dejar constancia del calor. Agorafobia al espacio infinito que presentía tras sus labios. La lengua le sabía dulce y como su presencia delató la ausencia de ese vacío que tanto me asustaba, me aferré a ella, la chupé y le enfrenté la mía, la aparté para entrar donde se prometía el nacimiento de esa ebria dulzura hasta que el sonido de la puerta al abrirse nos devolvió al mundo real de los estereotipos. Salí del ascensor y huí, vagué por algunos pasillos y oficinas tratando de poner en orden mi cabeza. Buscaba las razones que explicaran qué había pasado en el ascensor y cómo era posible que no solo lo hubiera permitido, si no que hubiera participado de forma activa. No encontré nada que satisficiera esos requisitos más que la locura, y eso le recriminé a mi pene que se mantenía erecto en clara rebeldía a los dictámenes de la razón. Utilicé las reglas de la lógica, las que eran válidas en aquel momento y casi corrí en busca de Bea. Necesitaba reafirmar mi sexualidad con urgencia. Ella seguía en su mesa y sin preámbulos le dije acercándome mucho.
      —¿Te puedes perder un ratito en el baño conmigo?
      —Estás loco —me contestó sonriendo—, ya me gustaría, pero el gerente me está esperando y tenemos que ver unas cosas pendientes.
      —¿Nos vemos esta noche entonces?
      Ella asintió y me quedé con la ansiedad y el continuo recuerdo del beso de Fer que me repiqueteaba en la cabeza y en el estómago con la persistencia de un pájaro carpintero. La desesperación por el tiempo que no avanzaba ocupaba los espacios vacíos. Pero la noche llegó y con ella lo que necesitaba. Me abracé a su cuerpo como si fuera un salvavidas y yo un naufrago; me lo comí a trocitos; lo arañé y lo curé con besos; lo poseí alternando la suavidad con la rabia sin más patrón que el abandono al deseo. Me até a él con brazos y piernas a modo de cabos y en una riada me deshice en su interior.
      Llegué tarde al trabajo. Bea me recibió con una cara revestida de enfado y preocupación a partes iguales.
      —Anoche me quedé esperando.
      —Lo siento—le dije—, me sentí mal y me metí en la cama. Debí llamarte. Esta noche te invito a cenar en casa.
      La abracé y me apreté contra ella. Tras un minuto de arrumacos me fui al despacho de Fernando.
      —Creo que ya puedo elegir y mi elección es… —dije como saludo. Él me miró expectante— que no quiero elegir. ¿Puedo hacer eso?
      —Claro.
      Pasé el cerrojo a la puerta y me acerqué a él mientras aflojaba la corbata que amenazaba con ahogarme.
      —Esta noche soy de Bea, pero eso será esta noche
      A la corbata le siguió el cinturón.