martes, 17 de febrero de 2009

La tormenta, ejercicio

Mirta Leis

      El golpe de la ventana al abrirse la hizo saltar de la cama.
      Ana corre a cerrar los vidrios entablando una lucha con la cortina roja que se pega empapada sobre su cuerpo.
      Afuera la tormenta agita con fuerza los árboles del parque y la lluvia golpea el rostro aniñado mientras empuja los vidrios.
      El cielo dibuja líneas plateadas contorneando de luces las casa vecinas. El golpe furioso de las olas sobre las rocas del acantilado se mezcla con los truenos en macabro concierto. Ana tiembla.
      Aliviada después de ganar la batalla contra el ventanal, regresa a su lecho, con el sólo objeto de buscar refugio a su miedo a las tormentas.
      Desde pequeña tuvo miedo cuando la lluvia no caía mansamente, y siempre creyó que la muerte la sorprendería escondida entre los ruidos de un trueno. El tema era recurrente en sus largas sesiones de análisis, pero, a pesar de los esfuerzos del terapeuta, el pánico se apoderaba de Ana con bastante frecuencia.
      El viento ruge. Toma el libro de la mesita, pero las páginas no logran atraer su atención por más que lo intente una y otra vez. Sigue agitándose con cada trueno, sigue buscando fantasmas entre las cortinas y divisando entre los muebles informes figuras que la acechan.
      La habitación se estremeció con la descarga de un rayo y de pronto todo quedó sumido en la oscuridad.
      Ana intenta abrir más los ojos, como si de esa manera pudiese recobrar un poco de la luz perdida. Debería buscar la llave central y recomponer la falla eléctrica, pero se sentía como pegada a la cama.
      Después de hacer una profunda respiración y apelar a la lógica de la circunstancia, logró descomprimir la tensión y pudo soltar las piernas que tenía aprisionada entre sus brazos.
      Se calzó las pantuflas y caminó a tientas hasta la cocina. Durante el trayecto sintió como si alguien la tocara muy suavemente en los brazos. La razón le dijo que era el cabello que caía despeinado sobre los hombros, sin embargo, sentía que no estaba sola.
      Apuró el paso para llegar a los cerillos, y su luz pareció devolverle en parte la calma. Ahora debería buscar las llaves de luz en el sótano. Cerró los ojos y rezó en silencio.
      Bajó despacio. El crujido de las maderas aumentó su tensión. Los muebles viejos amontonados en el lugar creaban un lúgubre entorno que parecía querer atraparla. Un chirrido extraño provenía de algún lugar pero el ruido de la tormenta lo ahogaba en cada trueno.
      Mientras buscaba la llave sintió nuevamente la sensación en la espalda. Conectó. Giró rápidamente. Buscó tras de sí. La tormenta pareció detenerse y el chirrido se hizo escuchar inquietante. Avanzó hipnotizada hasta la pequeña mesa de tres patas que brilla debajo de la lámpara. La ouija gira como las manecillas de un reloj; un aire frío se cuela por algún lado congelando su cuerpo. Ahora la aguja señala cada letra deteniéndose especialmente hasta formar una frase. Un trueno estremece los cimientos.
      —Ven Ana, ya vinimos a buscarte, fue lo último que leyó.

domingo, 15 de febrero de 2009

Los monstruos de la razón, ejercicio

Pedro Conde



El móvil sonó y se puso a vibrar sobe la mesa del salón, la madera amplificaba el sonido como la caja de una guitarra. Lo cogió tras tropezar primero su mano con el cenicero y el mando de la tele, miró la pequeña pantalla pero sus ojos, recién despiertos, no consiguieron enfocarla, apremiado por la insistente música descolgó y se colocó el teléfono en la oreja. Volvió a echarse en el sofá y cerró de nuevo los párpados.

—¿Sí?

—¿Martell?, soy Emilio.

—¿Quién?

—Emilio Álvarez, de la comisaría doce.

—¡Ah, sí! Hola Emilio, dime.

—Hay trabajo que hacer, tenemos un detenido al que tienes que valorar.

Martell se incorporó del sofá y arrojó a un lado la manta que hasta entonces le cubría de mala forma desde el cuello hasta por encima de los tobillos. En la tele alguien hablaba con alguien. Cogió el mando y le bajó el volumen.

—¿Qué? —miró el reloj de pulsera en su muñeca izquierda— Pero si son…, estás de broma, ¿no? ¿Sabes la hora que es?

—Sí, lo sé. Son órdenes de arriba. Es un caso de violencia machista, el tío ha confesado y el juez quiere un informe psiquiátrico para dictar sentencia lo antes posible.


—¿Hay jueces despiertos a estas horas?


—El de guardia, es Rosales, te ha pedido a ti expresamente.


—Mierda. ¿Se morirá el tío por esperar tres o cuatro horas?


—Martell—hablaba con desganada aceptación—, es todo política. No falta mucho para las elecciones. Estos casos preocupan a la opinión pública. Son llamativos, la mejor propaganda para conseguir votos. Ya sabes…


—Ya, ya. Estaré listo en media hora. ¿Me puedes enviar un coche? El mío está fallando, lo tengo en el taller.


—Yo mismo paso a buscarte.


—Hasta ahora entonces.


—Hasta ahora.


Se quedó mirando a la pantalla del televisor, una chica tras una mesa movía la boca sin advertir que ningún sonido salía por ella. Él cogió un cigarrillo y lo encendió. Tras las primeras bocanadas de humo, arqueó la espalda hacia atrás tratando de aliviar el dolor de los lumbares y del cuello. Tosió mientras se preguntaba otra vez el porqué tenía que dormir en el sofá cuando discutía con Marisa. Ya iban tres noches y el apoyabrazos como almohada le estaba matando. Tras incorporarse caminó hasta la cocina, el fluorescente parpadeó lento y se fijó en una luz blanca, hiriente, que rebotaba en los azulejos. Se detuvo frente al escurridor del fregadero y cogió de él todas las piezas de la cafetera desarmada. Las sopesó y recordó los primeros días en que vivieron juntos, cuando saliendo de entre las sábanas, ella le dijo: "Hazme un café mientras me ducho". Y lo hizo. Puso agua hasta la altura del la válvula con cuidado de no pasarse ni de quedarse corto. Añadió dos cucharadas de café molido, memorizando su aroma, y lo puso al fuego. Desde entonces no hubo una mañana que no lo hiciera. Antes de irse al trabajo, de salir por la puerta cerrándola despacio para no hacer ruido, cumplía con la ceremonia de preparar la cafetera y dejarla esperando sobre la parrilla de la cocina a que ella encendiera el fuego con la misma llama que prendía el primer cigarrillo de la mañana. A veces le dejaba notas, a veces flores. Incluso en esos días que el dormitorio le estuvo vetado, no ha dejó de hacerlo.



—Qué pronto el detalle pasó de ser un gesto romántico a una obligación (!) —murmuró irónico y con un gesto de desprecio dejó la cafetera en el mismo sitio.


Avanzó por el pasillo decidido a buscar ropa limpia. Paró su avance delante de la puerta del dormitorio, la idea que por un momento le asaltó, atractiva, de entrar haciendo ruido y despertarla, molestarla, perdió la batalla con el miedo a enfrentarse a ella, a su silencio, a sospechar que ella le estuviera mirando mientras rebuscaba en el armario. Levantó un brazo y se olió el sobaco valorando si el olor sería muy fuerte o podría por el contrario aplacarlo con desodorante. Lo que no haría es ducharse y ponerse la misma ropa. Frente al espejo del baño palpó la barba rasposa y miró fijo el reflejo de sus ojos, pero estaban tan perdidos como él. Tampoco entendían qué estaba pasando en su relación.


Mirando el reloj descubrió que había perdido el tiempo. Lavó su cara con prisas y salió de la casa rápido, como huyendo. Cuando el picaporte sonó cerrando la puerta, una leve puntada de arrepentimiento le asaltó reprobándole que no dejara la cafetera preparada sobre el fogón apagado.


Salió a la calle al tiempo que un viejo Renault paraba frente al portal en doble fila. Abrió la puerta y tras sentarse tendió la mano al conductor.


—Buenos días —dijo intentando ocultar el mal humor— ¿Cómo estás?


—Bien, estoy bien.


Antes de arrancar Emilio le tendió una pequeña carpeta marrón.


—Ahí está todo lo que sabemos.


—Me marea leer en el coche.


—El hombre llama y dice que ha matado a su pareja. Ella está muerta pero no hay signos de violencia. El informe médico dice que sobredosis de somníferos, relajantes musculares y posiblemente alguna otra cosa.


—¿Qué mas?


—Nada más, el resto son datos personales, no tenemos siquiera declaraciones de los vecinos y familiares.


—Esto es una pérdida de tiempo, así no se hacen las cosas—sentenció.


El resto del viaje lo pasó mirando las luces de las farolas y semáforos que perdían intensidad frente al cielo que se encendía con la aurora. Trató de situar en el calendario la última vez que se despertó junto a Marisa e hicieron el amor antes de desayunar. Ni siquiera se acordaba cuándo habían reído por última vez.


Al llegar a la comisaría siguió a Emilio hasta la sala de interrogatorios. Entraron. La quietud de los que estaban allí y un silencio tenso que llamaba la atención le pusieron alerta sobre algo escondido… Sentado al otro lado de la mesa se encontraba el detenido. Los ojos asustados le delataban. Su pelo, algo escaso a los lados de la frente y en la coronilla estaba despeinado. Del labio superior, un poco amoratado, salían un par de gotas de sangre que le pintaban la boca y el dorso de la mano, al limpiarla, de rojo. Junto a él, de pie, se encontraba un policía que saludó con cierto nerviosismo. Emilio pasó su mirada de uno a otro, del labio sangrante a la mirada huidiza del otro que al no encontrar dónde esconderse se mostró altanera.


—¿Qué pasa aquí, Pedrosa?


—Nada —esbozó una sonrisa de media boca—, resistencia a la autoridad.


—¿Cómo? ¡Qué tontería dices?


—Se merece eso y mucho más, no seas mojigato.


—Vete —le dijo—, no quiero verte más por aquí. Y sabe que si presenta denuncia no te cubriré más. Eres un maldito hijo de puta.


—Vamos Emilio es un cabrón asesino, no irás a defenderlo. Y yo soy policía, como tú.


—¡Eso es! —se le encaró empujándolo hacia la puerta—, no eres ni juez ni verdugo y no eres como yo, como policía… das asco.


Pedrosa apretó los labios y con rabia respondió antes de salir.


—¡Que te follen!


Martell buscó en los bolsillos algo para que el detenido se limpiara, no encontró nada. Le hizo un gesto de disculpa.


—Soy el doctor Martell, psiquiatra forense de la policía.


—¿Quieren saber si estoy loco?


—Es algo más complicado que eso, pero la idea, básicamente, es la misma.


Emilio se acercó a la mesa, él sí llevaba pañuelos de papel y le tendió uno.


—Gonzalo —le habló—, tanto el micrófono que hay en la mesa como la cámara de aquella esquina están funcionando. Todo lo que hable o haga será confidencial y no se podrá utilizar contra usted. La grabación será usada por el doctor pero si quiere dejaremos de grabar. Bien ahora o, si lo desea, en cualquier momento de la entrevista. Sólo tiene que decirlo ¿Ha entendido?


Asintió con la cabeza.


—¿Te traigo un café, Martell? —aunque le apetecía y empezó a salivar por la propuesta, la imagen de Marisa ante la cafetera desarmada en el fregadero le apretó el estómago y, culpable, la rechazó. Extrajo el paquete de tabaco de la chaqueta, sacó un cigarrillo y con él en la boca ofreció el paquete al reo, como negó la invitación, lo puso encima de la mesa y encendió el suyo.


—Espero que no le moleste si fumo —exhaló una fuerte bocanada hacia arriba, a la izquierda—. Cuénteme lo que ha pasado.


—¿No se lo han dicho?


—Sí, claro que me lo han dicho. Pero yo quiero saber qué es lo que realmente pasó, y ellos no estaban allí, ¿verdad?


—No —continuó callado, mirando con cierta desconfianza.


—Discutieron.


—No.


—Eran pareja, ¿verdad?, vivían juntos.


—Sí.


—¿Había alguien más?


—No.


—Tienen niños.


—Yo tengo dos, pero viven con su madre.


(Marisa quiere tener dos, niño y niña, la parejita. Es tan…, convencional.)


—Estuvo casado —hacía las preguntas que parecían afirmaciones.


—Sí, una vez.


—Antes, cuando le preguntaba si había alguien más…, en realidad me refería a si había otra persona en la relación. Una aventura, un desliz…


—No, todo iba muy bien. Éramos felices.


El doctor guardo silencio y mantuvo una actitud expectante que le invitaba a seguir hablando.


—Muy felices, no se podía estar mejor.


—¿Entonces?


—Ese era el problema. Ya no se podía estar mejor. A partir de ahora todo sería una cuesta abajo. Primero la rutina. El trabajo que te hace polvo y empuja los ratos de sexo al fin de semana…


—Son las distintas etapas de una relación, pero mirándolas por el lado menos atractivo.


(No me estás diciendo nada nuevo.)


—No, no se engañe, es la muerte sin remedio. Sé de lo que hablo, ya lo he vivido. La primera vez buscamos ayuda profesional, justo después de que nacieran los niños y justo cuando vimos que ellos tampoco eran la solución. No sólo empeoraban las cosas, es que encima traen sus propios problemas. ¡Un pan bajo el brazo! ¡Ja!


—¿Cómo era su padre? ¿Autoritario?


—No —se sorprendió—, no tiene nada que ver en esto. Isabel es…, era una mujer estupenda, maravillosa, no se merecía lo que ahora le tocaba vivir.


—¿Para ella era su primera relación?


—No, no, ¡qué va! Era su tercera vez, las dos primeras estuvo casada. Necesitó un poco más que yo para darse cuenta del error.


—El matrimonio es un error entonces.


—Bueno… —bajó la mirada y pensó durante unos segundos—, es un chiste que se repite, y que en realidad no tiene gracia. El matrimonio no es bueno ni malo, es estúpido, inútil y lo complica todo.


—Entonces, si no he entendido mal, usted la mató porque ya habían llegado al punto álgido de su relación.


—Sí, los dos sabíamos, por experiencia, qué era lo que tocaba ahora. La muerte del amor, la podredumbre, desgana, enfados, recriminaciones. Yo la quiero…, quería como nunca he querido a nadie. Ella me contó todo lo que sufrió con sus otras parejas y yo no podía dejar que pasara de nuevo. No se lo merece. Es…, era una mujer estupenda, muy buena.



—¿Sabe, Gonzalo? Hay algo que no me cuadra en su relato. Podría admitir que me encuentro de nuevo con historias del tipo de Romeo y Julieta o los enamorados de la Peña de Antequera. En esas los dos deciden poner fin a su vida ante la imposibilidad de su amor. Ninguno de ellos se convierte en Dios y decide por el otro.


Gonzalo cogió el paquete de tabaco y jugó nervioso con él, lo hacía girar entre sus dedos, lo golpeaba sobre la mesa. Acabó el juego cuando sus ojos se llenaron de lágrimas y en la barbilla aparecieron pequeños hoyuelos por el llanto contenido.


—Esa era la idea. Decidimos que debíamos morir, queríamos morir juntos para estar siempre en lo mejor de nuestro amor.


—¿Y qué paso?


—Tuve miedo —lloró abiertamente—, tuve mucho miedo.


 


Se despidió de Emilio.


—Ya te envío el informe por e-mail, cuando llegue a casa.


—Te llevo.


—No, no, gracias, parece que hace una buena mañana, me apetece pasear.


—¿Estás bien Martell?


—Sí, ¿por qué no había de estarlo?


—No sé el porqué, pero el pantalón y la camisa arrugadas…, no dicen lo mismo.


—Siempre policía —rió—, ¿verdad?


—Siempre.


—Nada que no tenga solución. Adiós Emilio.


Con las solapas de la chaqueta subidas y las manos en los bolsillos paseó por la acera en la que empezaba a dar el sol. Sonaban en su cabeza ecos de la charla con Gonzalo. Ellos, él y su pareja, habían decidido que no valía la pena seguir. Habían centrado el motivo de la vida en el amor, más bien en la convivencia perfecta, en el sexo. La idea de la felicidad plena, tan usada y gastada por películas y novelas les había poseído. Se habían enamorado del amor. Todo lo demás no tenía sentido. ¿Estaban locos? Por supuesto, como cencerros. No hay nada absoluto y todo se mide por sus opuestos. La felicidad por la desdicha, la alegría por el llanto, el ruido por el silencio. Marisa quiere tener hijos, se decía, y él no estaba preparado. Esa era su razón para rechazarlos. Pensó también que los estaba buscando como excusa a los problemas de pareja. Se había encerrado en su postura egoísta y no quería perder lo que tenía. Un hijo representaba hacerse mayor, hacer más concesiones, dejar de ser el primero, compartir a Marisa. Y eso no le gustaba, cuando discutía con ella se posicionaba, inamovible, en su orgullo, y la culpaba a ella de lo que iba mal y no a su postura. Gonzalo estaba loco por negarse a vivir lo que era natural que llegara. ¿Y él, no estaba loco entonces? Lo había dicho muchas veces, y hacía un rato que lo hizo, se lo dijo a Gonzalo y lo repitió en voz alta como si lo estuviera descubriendo en ese momento.


— Son las distintas etapas de una relación, pero mirándolas por el lado menos atractivo.


Apenas caminó dos manzanas más y cogió un taxi. Llegó a casa, fue rápido a la cocina, montó la cafetera y encendió el fuego. Levantó el brazo y olió la axila. Fue al baño y se propuso ganarle la carrera al café. Con la toalla a la cintura como única vestimenta preparó dos tazas sobre una bandeja, sirvió la infusión negra y la blanqueó con un poco de leche y azúcar, dudó un momento al final del pasillo y abrió la puerta del dormitorio. Miró a Marisa dormida. Esperó unos segundos, le retiró un mechón de pelo de la frente y cuando abrió los ojos le ofreció una sonrisa.


—Buenos días, ¿te apetece un café?


 


 


 


 


 


lunes, 2 de febrero de 2009

FoMaRe

Pedro Conde

      Me enseñaron, y esa ha sido siempre mi esperanza, que la vida es equilibrio; que el universo es equilibrio. Pero llevo treinta y cinco años en el plato de la balanza que está hundido.
      El Sol, por desconocido, me da miedo. Más de la mitad de mi vida me he ocultado a su vista. Día tras día entro en esta fábrica antes del amanecer, y salgo cuando apenas le quedan fuerzas para teñir de rojo las nubes y los ásperos humos de las chimeneas. De todas formas, el cansancio pesa tanto sobre mis hombros que me inclina hacia delante, así no veo otra cosa que el suelo y sombras tan alargadas que ni forma tienen.
      Soy un tipo gris, de esos que pasan por vuestro lado siendo contornos difusos, de los que no dejan huella. Antes de cruzarme con vosotros, los pulmones os avisan de mi presencia soplando fuerte a través de unos bronquios enfermos, con un silbido acusador, tortuoso. Una leve cojera, recuerdo de mi padre y su singular disciplina, imprimen a mi caminar un ritmo desacompasado; el cuerpo desprovisto de gracia la convierte casi en una danza macabra. No tengo amigos; no hablo con nadie, ni siquiera conmigo; tengo una voz chillona, desentrenada, desconocida a mis oídos. No me suelo mirar al espejo, sólo a veces al afeitarme, el tiempo justo para reconocerme en esa cara huesuda, en los ojos asustados de los que cuelgan, como talegas de piel, las ojeras negroazuladas; el tiempo justo para repetirme, con desaliento, que no hay equilibrio en este mundo.
      Hace unos meses que María vino a trabajar a la fábrica. El sudor que producen las mil calderas ensucia mi piel, pero en ella forma perlas de cristal. Del pañuelo que le cubre la cabeza, tras varias horas de trabajo se le escapan algunos mechones negros. Ella levanta la tela con una mano y con la otra, con la palma hacia fuera, trata de meterlos de nuevo dentro. Acaba enredándolos con un gesto mecánico tras sus orejas. De mirarlos de soslayo conozco el color de sus ojos. Y tengo memorizada su voz. Cada noche cuando me acuesto hago un hueco con las manos y las sábanas ante la boca, así mi aliento devuelto pasa a ser el suyo. Cuando está acostada frente a mí, le pongo en la boca mi nombre con su voz memorizada. Y adivino, presiento el camino del cielo; como aquel día en que, tratando de paliar el calor, se levantó la falda, aventándola, y vi de reojo las columnas de la entrada.
      Cuesta levantarse si el mundo de los sueños es más atractivo que la vida real. Por eso la traje a mi cama. La abordé en una callejuela del barrio de los tejedores. Era de noche, como siempre. Con un sobresalto se detuvo al verme. No me reconoció. Quise invitarla, pero mi voz desacostumbrada y nerviosa sólo tartamudeó. Quiso seguir su camino con disculpas improvisadas y gritó cuando la retuve del hombro. La golpeé, y en mis brazos la llevé a casa por un camino inventado huyendo de las farolas de gas. A través de las ropas su cuerpo caliente encendió el mío. Había lavado las sábanas y estas, acusadoras, me mostraron en su blanco roto pequeñas manchas de sangre que le manaba de la ceja y del labio. Antes de limpiar su cara con un paño mojado, asustado, acerqué el rostro a sus pechos y aspiré su aroma. Ella se despertó, se refugió pegando el cuerpo a la cabecera de la cama, y balbució un llanto.
      —No temas —le dije, con tanto miedo como ella— no te haré daño. Yo te quiero.
      En mis sueños, esas palabras eran mágicas; aliviaban los males, los dolores del corazón y abrían las puertas de la felicidad. Pero sonaron estúpidas.
      —¿Quién eres?
      Yo no le contesté, me quedé oyéndola, tratando de reconocer en esas palabras la voz tantas veces soñada, y no pude hacerlo. Su cara tampoco era la que añoraba, se estaba hinchando por momentos. Tampoco estaba su risa.
      —¿Qué quieres de mí?
      —Yo te quiero —repetí, buscando el significado perdido. Queriendo retomar el plan por donde quiera que se hubiera roto. Y sonó más estúpido.
      Ella seguía llorando asustada. Las lágrimas caían por sus mejillas haciendo un camino limpio de mugre. Las seguí con la mirada caer sobre sus pechos. Sobre las redondeces de melocotón. Yo también, aunque ella no lo viera, lloré por mis sueños rotos. Supe que nunca viviría las noches idílicas que deseaba. Ni siquiera podría volver a mi vida de antes; había secuestrado y golpeado a una mujer. Me meterían en la cárcel, perdería el trabajo. Mi asquerosa vida empeoraría sin remedio.
      Tuve mucho miedo, el futuro era tan negro que se negaba a mostrárseme. Sólo fui consciente de mi sexo duro hasta el dolor.
      —¡Quítate la ropa! — le ordené, frío.

domingo, 1 de febrero de 2009

Víspera de Todos los Santos

Alicia

      Todo comenzó por un asunto de tierras. Tasio llevaba ya tiempo haciéndose mala sangre al respecto y aquella tarde, decidió que no podía esperar más.
      –Ese malnacido de Genaro no se saldrá con la suya. Ahora va y dice que el muro de piedra, ese que levantó mi padre hace ahora más de 80 años, está en su terreno y piensa derribarlo para hacerse una casa más grande. Antes que nadie toque una sola de las piedras de ese muro, correrá la sangre. ¡Se va a enterar!
      Era la víspera de todos los Santos, y los ánimos no podían estar más revueltos. Tasio agarró la escopeta del cobertizo, y descerrajó dos tiros a Genaro en medio de los ojos.
      La primera sensación de venganza y victoria fue disipándose con la misma velocidad que la sangre de Genaro se hundía en la tierra, justo al pie del antiguo muro de piedra. Y Tasio comenzó a sentir remordimientos y después, miedo.
      Estaba claro que él era el único culpable, que a ningún otro iba a buscar la policía. Pensó en enterrarle ahí mismo, y dar así por zanjado todo el desagradable asunto, pero después se dio cuenta que enterrar un cadáver bajo el muro de piedra de su padre el día de Todos los Santos estaría penado con alguna maldición. Eso fijo. Y luego se pasaría la vida atormentado por el espíritu de Genaro.
      Así que sólo quedaba una solución.
      Ir a ver a Adela.
      Adela había sido la mujer más bella de todo el pueblo, y se le habían conocido cientos de pretendientes. Pero ahora vivía sola en una casa muy apartada del pueblo. Se había ganado fama de… «hacer cosas por la gente». (A nadie le gustaba la palabra «Bruja»).
      –Tienes que ayudarme, Adela –dijo mientras entraba en la casa con el cadáver a cuestas–. Ha sido un accidente.
      –Un accidente… –Adela levantó la cabeza de Genaro donde se veía claramente el disparo–. Parece que está bien muerto, Tasio. ¿Qué es lo que quieres que haga?
      –Bueno, he oído que tú… que puedes hacer que vuelvan… los… la gente como Genaro.
      –No sé quién te ha dicho semejante tontería.
      –Adela… por favor… te pagaré bien.
      –Por adelantado.
      Acordaron el precio y Adela se guardó en el escote la bolsa con las monedas. Después pasaron al cobertizo, puso unas hierbas al fuego y luego hizo un paripé que podía pasar por una ceremonia medieval.
      –Ahora, siéntate aquí. Tendrás que pasar la noche frente a Genaro.
      –¿Yo? ¿La noche? Pensé que lo revivirías con alguna descarga eléctrica o algo así.
      –¿Te piensas que soy Frankenstein? No, esto no funciona así. Hay que darle tiempo. Tienes que esperar a que el conjuro haga efecto. No querrás que se despierte y que no haya nadie ¿no? Vamos. Sólo serán unas horas.



      Tasio tomó asiento en frente de Genaro, que parecía un muñeco roto ahí sentado. Pensó en dormirse, así, las horas pasarían antes. Pero luego decidió que dormirse delante de un muerto que estaba a punto de despertar, no era una buena idea.
      Las horas pasaban lentas y la situación había empezado a enloquecerle. Después de todo, Adela podía haberle engañado. Tasio se levantó y fue a tocar la mano de Genaro. Estaba fría y gris.
      Entonces, Genaro abrió los ojos y Tasio por poco se cae del susto. ¿Estaría resucitando? Muchos cadáveres abrían los ojos en un último impulso eléctrico del cerebro. Podía ser que…
      Pero Genaro, además de los ojos, abrió la boca. Y se levantó. Tenía las manos agarrotadas pero buscaban su cuello. Y no, eso no lo hacen los cadáveres en su último impulso cerebral.
      Cuando Adela bajó, encontró a Tasio estrangulado en el suelo y a Genaro sacudiéndose el polvo de las ropas.
      –¡Genaro! Pero, ¡hombre de Dios! ¿Tenías que haberlo matado?
      –El muy hijo de puta me había pegado dos tiros, Adela. Se lo merecía.
      –Sí, pero ahora habrá que enterrarlo. Siempre que te hago volver, me haces alguna faena. ¿Cuantas veces te he traído ya? ¿Tres?
      –Esta es la cuarta, cariñito. La primera fue tu marido, cuando nos pilló en el dormitorio, ¿recuerdas? La segunda, el infarto, en tu dormitorio también. La tercera, aquel desagradable incidente con la hija del cura. Y ésta la última. Cuatro.
      –Y ¿por fin vas a hacerlo? ¿Te casarás conmigo?
      –Adela, nena, cariño. Sabes que te quiero con toda mi alma. Y que no podemos ser más felices juntos. Pero no es el momento. Tú sabes que son tiempos difíciles, pero volveré a por ti. Eso no lo dudes, mi reina.
      –Más vale que estés muerto cuando vuelvas a entrar por esa puerta, porque si no, ¡te mataré yo misma!
      Genaro se acercó a ella y le besó dulcemente en los labios.
      –Cariño. Tus ojos derraman la luz que me guía por las noches, tu alma, mi amor, está ligada para siempre con la mía. Ninguna fuerza de la naturaleza puede separarnos y el alba traerá, no lo dudes, la dicha eterna entre nosotros.



      El día 1 de Noviembre comenzaba a despuntar detrás de los brumosos montes. Se presagiaba un día radiante, al menos, eso era lo que pensaba Genaro cuando salió de casa de la Adela aquella madrugada.
      Adela se le quedó mirando tras los cristales.
      –Odio –pensaba Adela–, odio, odio, odio a los poetas muertos.

Tiro al blanco

Carlos

      Vuelta a casa en Metro. Como otras tardes de domingo los trenes pasan más espaciados. Eric no ha querido sentarse, a pesar de que aún quedan algunos asientos vacíos. Prefiere permanecer de pie, junto a la última puerta de su vagón. Lentamente va amueblando la monotonía del túnel con los recuerdos de esa misma tarde; con la sesión de cine, con el café en Au Clochards, con la sonrisa de Odile al saber que ya no hay expedición al Himalaya y que por lo tanto probablemente Mallorca, y seguro que un sol magnífico. Soberbio, Eric, vamos a pasarlo superior.
      Cuando el tren entra en la estación de Mabillon se escapa del hipnotismo que le produce la pared del túnel. Mira a su alrededor y ve unas treinta personas, todas sentadas, calladas. Aisladas. El tren se detiene. Y no entra nadie. Comienza a amodorrarse de nuevo en sus pensamientos cuando en el último momento, se abre una puerta y salta desde el andén un negro con abrigo oscuro. El tipo dice algo impreciso coincidiendo con el ruido de las puertas al cerrarse. Un poco más —piensa Eric— y lo pierde. Pero ya está el africano a bordo y la gente ha vuelto a su semblante taciturno, a ese mirar a ningún sitio que caracteriza a los viajeros del metro.
      El túnel de nuevo, el ruido machacón del tren. Pero, de repente, todas las miradas fijas en el nuevo viajero, que ha sacado de debajo del abrigo una metralleta negra y encañona a la gente desde la esquina más lejana a Eric.
      —¡Vamos, cerdos, se acabó el viaje para vosotros! —grita como un cafre.
      Difícil describir la ola de pánico que sacude a la gente. La histeria recorre los asientos. Algunos viajeros se han levantado de un salto y han llegado corriendo con cara de susto hasta donde está Eric. No pueden huir más lejos porque allí acaba el vagón, y no tiene paso hacia el siguiente. Los más mayores permanecen en su asiento, pero han levantado las manos; alguno llora, grita, implora. Una señora levanta su reloj en alto, ofreciéndoselo al atracador al tiempo que se deshace en lágrimas. El negro avanza despacio por el pasillo, gritando a derecha e izquierda.
      —¡No quiero vuestro dinero, os quiero a vosotros! ¡No podéis comprar vuestra vida con dinero, hijos de puta!
      El semblante del negro infunde más miedo que la metralleta. Lleva unas cicatrices verticales en ambas mejillas, como hechas con las uñas de los dedos en alguna ceremonia de iniciación. Está fuera de sí. Grita, insulta, atemoriza, señala, según va avanzando por el pasillo y la turbación de los pasajeros se hace indescriptible. Una mujer comienza a gritar histérica que no quiere morir. Algún hombre adulto trata inútilmente de conservar una pose digna dentro del miedo que le atenaza. Nadie intenta dialogar con él, sólo pasar desapercibidos, ganar tiempo, tardar en morir. Descartado tirar de la palanca de emergencia, para que el tren no se detenga, para ver si llega a la próxima estación, ver si hay posibilidad de huir, de escapar con vida.
      —¡Tú, maricón de mierda, el de la argolla en la oreja! —dice llegando hasta Eric— ¡Tú vas a morir el primero! ¡Ponte de rodillas, cabrón!
      Eric permanece pálido y quieto frente al tipo. El cuerpo ya no le pertenece. Sus ojos están clavados en los del africano sin temer que su mirada sea considerada un desafío; entregado ya, convencido de que en unos segundos estará muerto. Lo tiene tan cerca que puede oler el aliento del loco. Se pasa la lengua por los labios secos, traga saliva y dice:
    —Vete a la mierda.
      Tiene la total convicción de que han sido sus útlimas palabras.
      El negro, sin dejar de apuntarle, pega su cara a la de Eric. Grita en su misma nariz con toda la fuerza de sus pulmones.
      —¡Un valiente! ¿Será posible? ¿Un blanco con cojones?
      El tipo vuelve la cabeza hacia el resto de los viajeros, que se han ido escurriendo, agrupando en el extremo opuesto. Eric mira fugazmente la cabeza del loco vuelto ahora de espaldas, gritándole algo a la gente, algo que no es capaz de entender porque su pensamiento está ocupado por completo en la posibilidad de quitarle la metralleta en este momento, aprovechando que no le mira. Pero no se atreve. Sabe que en un segundo se volvería hacia él y le mataría. El ruido del tren se ha vuelto distinto porque entra en la estación de Odeon. La luz del andén detrás de las ventanillas. Un cierto alivio porque esto no puede tardar: de una manera o de otra, cuando el tren se detenga y se abran las puertas, todo tiene que cambiar. Los viajeros del final del vagón —todos menos Eric y el africano— van a salir huyendo. Al menos lo harán los que queden vivos e indemnes después de la ráfaga que no puede hacerse esperar.
      El tren se está deteniendo. Eric se conforma con su suerte. Espera que de un momento a otro el negro se vuelva —como efectivamente hace de pronto— y le corte por la mitad con una ráfaga de balas. Pero no ocurre eso. Un segundo antes de que se abran las puertas, la cara feroz del negro se torna una mueca grotesca de tristeza, como el puchero de un mimo, seguida de una risa efervescente. Su risotada chillona estalla al mismo tiempo que se abren las puertas. Y en ese mismo instante tira al suelo del vagón la metralleta, que rebota con un sonido de plástico hueco, de juguete ridículo comprado en una tienda de todo a cien. La aguda risa del africano no tiene límites, y las lágrimas inundan sus ojos cuando retrocede desarmado, sobándose las manos, contemplando las caras de pánico y estupefacción de los viajeros. Luego de un segundo de regocijo echa a correr hacia la salida del andén, sin dejar de reír a carcajadas.
      Eric es un mecano de sentimientos contradictorios. Mira a los viajeros y no ve más que estupor. Aún no han reaccionado. Presiente que el negro quería humillarlos.
      Y lo ha conseguido.