sábado, 2 de junio de 2012

Zendaia


Por Luis Javier Osorio

Al entrar en aquella mensajería, José Luis deleitó su olfato con el desodorante ambiental; jazmín y cigarrillos. La compañía no era su mejor elección aunque sí puntual, barata, se ubicaba cerca de su apartamento. El aire acondicionado lo deleitaba lengüeteando su cabeza. Le pareció de repente como trasladarse por un portal desde el Hades hasta la Antártida. Esa encogida oficina se convirtió en un oasis del desierto urbano.
Una empleada que, quizá frisaba cinco décadas como don Quijote, lo miró antipática. El joven de veinticuatro se acercó al cetrino mostrador. Tres cajas de cartón bajo el brazo.
—¿A dónde? —Solicitó saber la mujer hablando por la nariz.
—Mexicali, Sao Paulo y Madrid —Fue la respuesta del muchacho.
—Llena las formas, ya sabes cómo.
La dama encendió un cigarro. Tosió como tísica después de arrojar aros hediondos.
—¿Me llegó algo?
—Sí, tienes un paquete, permíteme un momento.
Diez Minutos más tarde, la mujer volvió con una cajita. La deslizó. José Luis le entregó sus envíos y los documentos. Examinó el talón que acompañaba la mercancía recién recibida.
—Oiga —Dijo él—, esto llegó hace dos semanas, ¿Por qué me dijo hasta ahora?
—Porque nunca preguntaste, muchachito.
—Bueno, ¿Cuánto le debo?
—Son doscientos pesos.
—Aquí está —Entregó el dinero—. Y ahora sí, déme la factura, la otra vez no lo hizo.
Él volvió a la calle, se asaría vivo mientras esperaba un taxi. No podía examinar su mercancía con tantos mirones alrededor. La brutal desventaja de vivir en la ciudad de México era lo imposible de mantener el espacio personal así. Su natal Monterrey no era muy diferente, aunque, allá tenía menos espectadores. 
Minutos después, llegó el transporte. Un humoso Volkswagen sedán. Abordó.
José Luis abrió su caja dentro del vehículo. El conductor lo miraba con disimulado recelo por el retrovisor. Vio cómo sacaba una muñeca completa embutida en un traje de baño celeste y otra de cuerpo más articulado desnuda, sin cabeza.
—Oiga joven —Dijo el taxista—. No es que yo sea metiche. Pero, ¿no cree que ya está grandecito para jugar con muñecas?
—No son para mí —Aclaró el pasajero—. Voy a regalar una.
—¿Y la otra?
—¿No cree que mejor debería seguir conduciendo?
El chofer guardó un silencio cadavérico. José Luis pensó que tal vez fue demasiado grosero con el hombre, ¿dónde quedaron sus modales?
—Tengo un negocio —Informó el joven—. Vendo juguetes por Internet.
—¿De cuáles? —Preguntó el sujeto al volante—, ¿Barbies, carritos y todo eso?
—No. En realidad, vendo muñecos y otros artículos. Todo acerca de dibujos animados japoneses o Animé, como le dicen los aficionados. Ésta muñeca, la que tiene cabeza, es una Jenny. Se vende nada más en Japón; voy a cambiarle el cuerpo para regalársela a una amiga.
—¿Y qué tal le va?
—Más o menos bien. Sale para pagar la comida, la renta, la escuela.
—¿Y en dónde estudia?
—En la UNAM. Letras clásicas.
La charla se interrumpió al arribar el taxi a su destino. El pasajero descendió frente a un pequeño condominio de cinco pisos, paredes revestidas con estuco blanco, palmeras, ventanas opacas, losetas ajedrezadas, una escalera lateral. Él subió a la tercera planta después de pagarle al conductor.
El apartamento de José Luis, número 28, tenía una vidriera en la puerta igual que los otros. Le desagradaba. Los ladrones en esa urbe no descansaban jamás, aunque, a él nunca lo habían visitado. Varias veces le pidió a la dueña del edificio que cambiara las puertas. Ella siempre decía que sí, al final, no hacía nada. Él Llevaba la caja de las muñecas bajo el brazo derecho. Buscó sus llaves en el bolsillo del pantalón, las introdujo en el picaporte. La puerta se abrió con un ruido metálico.
—¡Hola! —Una voz femenina llamó su atención. Zendaia.
—¿Y ese milagro? —Saludó él —. No te dejas ver desde la semana pasada, cuando fui a tu restaurante. Oye, ¿y no te regañó tu jefe?
—¡Al contrario!, se ríe cuando recuerda cómo bañaste a esa señora con la soda.
—A mí todavía no se me pasa la vergüenza. Bueno, ¿qué te habías hecho?
—Pues nada. He ido a varias audiciones.
—¿Y?
—Pues ya sabes, lo de siempre: “No nos llame, señorita. Nosotros le llamamos”.
—Qué mal. Siempre he creído que tienes talento.
—¿En serio?
—Tan en serio como que me encanta despertar cuando vocalizas.
Zendaia se le lanzó a los brazos, como si él fuera su amante distanciado por alguna guerra. José Luis la recibió con su brazo libre. Un afluente de sudor le escurría de las manos.
—Eres muy talentosa —Le dijo sin soltarla—. No me gusta verte así. Pero a veces pasa, las editoriales y el mundo artístico no son muy diferentes con los novatos.
—Gracias —Respondió ella con voz ahogada—. Hoy audicioné para el papel de Evita. ¿Sabes qué me dijeron? Mi voz no pasaba de la primera fila.
—No saben lo que dicen. Aunque, a veces creo que deberías tomar más en serio esas críticas y...
—¿Tirar la toalla? Eso nunca. No vuelvas a pedírmelo, ni siquiera jugando.
Zendaia se despidió dándole un beso. Ella se mudó hacía seis meses al condominio. Era dueña de una belleza élfica, facciones de ángel, esponjada melena con rizos achocolatados, ojos de miel.
La joven se introdujo en la vivienda frente a la de José Luis, número 22. Aseguró la puerta con tres pasadores.  Él también volvió a su casa. Sus escasas posesiones lo esperaban: Un sillón de dos plazas en la sala, una mesa redonda y un escritorio sobre el cual descansaba su laptop. La cocina estaba separada de los otros cuartos por una simple arcada; el patético domicilio era iluminado solo por una lámpara fluorescente.
Con más tranquilidad y menos público, el chico sacó las muñecas de su empaque junto con una diminuta peluca rizada, botitas de cuero, minifalda y blusa ombliguera. El proceso para el cambio de cuerpo sería complejo. Necesitaba un poco de agua caliente para decapitar a Jenny; también aprovecharía para preparar café.  Mientras el agua se calentaba, él encendió su portátil. Trabajaría en su segunda novela como todas las noches.
El tiempo volaba cuando escribía. Anocheció para cuando José Luis recordó lo que había dejado en la estufa. El agua se consumió y el hierro del pocillo despedía un olor acre.
Alguien llamó de súbito a su puerta. Abrió.
—Disculpa que te moleste —dijo Zendaia. Sus delicadas manos cargaban un envoltorio de carne molida—. Lo que pasa es que se me acabó el gas.
—Pasa —respondió él—. No es ninguna molestia. Mi casa es tu casa.
La dejó entrar aprisa. Ella dejó la carne sobre la mesa y se acomodó en el sillón; él se desparramó a su lado. La joven vestía un short de mezclilla apenas más largo que su ropa interior y el hombro de su blusa blanca ligeramente deslizado por el antebrazo. Nunca la vio más hermosa.
—Acabas de salvarme la vida —Sonrió la chica—. Iba a guisar picadillo. Si quieres, lo preparo para los dos y mañana te hago el desayuno.
—Por mí puedes quedarte a dormir, como la vez pasada. ¿Te acuerdas?
—Ya sé. Pero aquello fue un error y acordamos no hacerlo otra vez.
—¿Estuve tan mal?
—No es por eso. Me gustó mucho, de veras. Fue mi primera vez, me siento feliz que fuera contigo y también quisiera repetirlo. Pero, no puede haber más.
—¿Por qué no? Ya sé que no solo de sexo vivirá el hombre. Pero, yo quiero que seas mi novia, es en serio y no te lo pido porque nos acostamos. ¿Qué te cuesta decirme que sí?
—José Luis, ya discutimos esto. Cambias de tema o me voy.
Los dos fueron a la cocina y prepararon una cena deliciosa, sencilla. Sirvieron el guisado con vino, solo por variar. Gustaron un poco de los platillos.
 —¿Cómo va tu novela? —Quiso saber Zendaia.
—¿Cuál?
—¿Cómo que cuál? ¿No viniste a México porque querías publicar una novela?
—Así es. Pero, como hacía mucho que no nos reuníamos más de una hora, no he tenido oportunidad de contarte nada.
José Luis dejó la mesa, entró a su dormitorio y regresó con un libro.
—Ojiisan —Leyó Zendaia la portada en voz alta—. Por José Luis Briones.
—Significa abuelo en japonés —Informó él—. Trata de un samurai del periodo Tokugawa. Te lo regalo.
—Caray, no merezco algo así. Me intereso muy poco por ti y tú estás a mi lado siempre. Si un día se te ocurre cobrarme, nunca terminaría de pagarte.
—No me rendí, sabes. No fue fácil. Dos años viviendo solo, tocando puertas, entrevistándome con amigos de mi tía Adelaida que me recibían por compromiso. Hice sacrificios y renuncié a muchas cosas. Éste fue el resultado de… 
—Yo tampoco me voy a rendir. Cantar ha sido mi sueño desde niña. Yo también dejé a mi familia, me he topado con productores que solo han querido aprovecharse de mí. Si no fuera por ti, no sé que habría hecho. Tal vez ya estuviera de regreso en Saltillo hace mucho.
Se tomaron de la mano con fuerza, impulsados por un magnetismo en el ambiente.
 —Mira, es cierto que nuestras vocaciones tienen mucho en común: Sacrificios, carencias afectivas, soledad. Pero, hay cosas que no debes dejar nunca. 
—¿Eso crees?
—Sí. Hay ciertas cosas a las que si renuncias, recuperarlas puede ser imposible.
—¿Cómo cuáles?
—El amor es una.
—¿Me amas?
—Mucho.
Se acercaron más, apartaron los platos a medio comer, las manos de uno sostuvieron el rostro del otro, unieron sus labios con la delicadeza de una caricia maternal.
Ella se alejó de pronto, tras un breve y apasionado beso.
—No puedo —Anunció Zendaia—. Sé lo que sucederá si me dejo llevar, y no quiero lastimarte. Ya te lo dije antes.
—Zendaia, eres muy bonita y talentosa. No dudo que algún productor famoso se interese en ti más allá de lo profesional. Si sucede, ¿también lo rechazarías?
—¿Qué te piensas que soy?
—No me malentiendas. Lo que quiero es una oportunidad.
—Perdóname, pero ya es muy tarde. Mañana tengo que ir temprano a un casting.
La muchacha partió intempestiva.
José Luis apagó las luces de su casa, exceptuando la del comedor y la cocina. Decidió retomar el trabajo con las muñecas. Trabajó febrilmente hasta muy tarde. Colocó la cabeza de la muñeca Jenny en su nuevo cuerpo, reemplazó el cabello con la peluca rizada, la vistió. Si fuera una mujer real, aquello parecería un trabajo digno del doctor Mengele. La diferencia entre uno y otro era que Jenny sobrevivió.
La mañana sorprendió al escritor con la cara embarrada en la mesa. Un toque a  su puerta lo despertó.
De nuevo, Zendaia vino de visita.
—¡Me aceptaron! —Exclamó emocionada—. ¡Voy a entrar a un reality musical!
—¿De verdad?
—¡Sí!
—¿Y en qué programa vas a salir?
De pronto, ella vio el juguete en la mano de José Luis. Era una replica de la joven, miniatura, con rasgos de dibujo animado japonés.
—¿No estás grande para jugar con muñecas?
—En realidad, eres tú. Quiero decir, es tu doble y es para ti.
—Que lindo. ¡Gracias!
Ella tomó el regalo. Era una imitación perfecta. Le dio la carta a su amigo.
—Estimada señorita Mayagoitia —Leyó José Luis—, es un placer informarle...
Continuó la lectura en silencio. Ella esperaba.
—¿No te da gusto?
—Mucho.
—Pues no parece.
Estarás tres meses ausente. Todavía no te vas y te extraño.
—Yo también te voy a extrañar mucho. Me vas a hacer falta.
Se abrazaron. Él se acercó sigiloso hasta el oído de su amiga.
—¿Y qué has pensado de lo que te dije anoche?
—José Luis. Me gustaría mucho aceptar, créeme. Pero entiende, no quiero que una pareja me distraiga de mis objetivos. Esta es una profesión difícil, que requiere de total dedicación, es algo que amo de verdad. Por eso no puedo dedicarle tiempo a un novio. Tal vez tampoco se lo pueda dedicar a un esposo.
—¿Esa es tu última palabra?
Sí. Ya me tengo que ir, perdóname.
Zendaia se fue.
Al llegar a los estudios de la televisora, los productores la entrevistaron. A pesar del nerviosismo, la joven tuvo un desempeño satisfactorio. Se desenvolvió mejor que un político en campaña. Los directivos quedaron tan sorprendidos con el talento de la joven que ya era favorita desde antes de iniciar el programa. Cuando su entrevista concluyó, le informaron que debía presentarse en una semana más. Recibió una identificación para entrar a los estudios y un contrato. Los firmó.
Ella volvió a su casa, en aquel humilde condominio donde solía vivir. Su corazón quería estallarle en el pecho. Sonreía como si llevara encima un millón de dólares en efectivo.
Se detuvo frente a la puerta del departamento 28. Dudó en hablar con su amigo. Pero, al fin se armó de valor. Le debía muchas explicaciones, anhelaba darle algo más que un patético adiós, ahora sí entregaría su corazón.
Llamó a la puerta. Aunque insistió por horas, ya nunca más le abrieron.