miércoles, 15 de julio de 2009

Estados vulnerables, ejercicio.

Teresa Prost


      La mujer se había propuesto esperar el punto justo de la temperatura del agua para el mate. Sobre la hornalla de la cocina, la pava le devolvía la imagen distorsionada de su cara. Levantó la tapa con el fin de detectar el momento previo a las burbujas. Todavía faltaba. Cada pava lleva su propio lenguaje, y esta, recién comprada en el súper de la vuelta, era una incógnita: ¿Sería de las que silban antes, en el momento preciso o cuando ya el hervor es incipiente?
      Volvió a colocar la tapa y jugó con las muecas de su cara reflejada en el pico. “Viene bien para no pensar”, se dijo, convencida de que observar detalles con detenimiento minucioso, ayudaría a barrer de su cabeza lo indeseable, esas palabras que se empeñaban en volver como moscas al dulce.
      No sería fácil desalojar el discurso con que él, encerrado en su parsimonia de exitoso hombre equilibrado, la había despedido. Echado. Como si ella, en vez de mujer, fuese un insecto.
      Miró la hornalla ardiente en la base de la pava. Durante un instante que quizá duró unos segundos, quedó prisionera de la hipnosis de la llama. La frívola llama azul del mechero. Se sintió maniatada y estúpida.
      —A la mierda con esto— exclamó, antes de fijar sus pupilas en la voluta de vapor que comenzaba su huida desde el pico. Caracol ascendente, partículas húmedas elevándose en un camino incierto hacia quién sabe dónde.
      Cambia, todo es un cambio continuo, pensó.
      El agua amenazaba convertirse en un indefinido número de moléculas gaseosas escapándose hacia el techo, o más allá. Más allá.
      Se aferró al borde de la mesada mientras un sentimiento de laxitud hueca la invadía de a poco. Vacío espeso, usurpador y destructivo como la lava de un volcán.
      De pronto se encontró en ese lugar que no es sueño ni es vigilia. Desvelo anestesiado.
      Le pareció que la luz de la hornalla parpadeaba y que en cada parpadeo reducía su intensidad. Volvió a mirar el vapor que despedía el pico. Ahora más intenso y rígido, menos espiralado. El calor le humedeció las mejillas, las cejas, las pestañas. Un entumecimiento cálido la inmovilizó. Logró sentir la somnolencia progresiva que comenzaba a aplastar su pensamiento. La paulatina desconexión de sus sentidos.
      Necesitó un esfuerzo de concentración mayúsculo para fijar su mirada en la voluta de vapor. Miles, millones de gotas convertidas en un halo transparente, incoloro e insípido. Supuso que su imagen estaría también reflejada allí, multiplicada y etérea en cada átomo.
      Imagen distorsionada pero nítida.
      Ella, ella dentro del tobogán reversible, subiendo más allá del suelo. Remolino discreto pero inexorable. Quién sabe hasta cuándo. Quizá hasta siempre. Se le antojó inútil esa palabra. Como nunca. Siempre y nunca son palabras inútiles, intentó decir. Silencio creciente en los oídos, el paisaje del entorno cada vez más blanco, más difuso.
      Envuelta en una burbuja de vapor.
      Adormecida, la mujer se acurrucó adentro de su cápsula. Se estaba bien allí pero al mismo tiempo necesitaba escaparse, huir, volver a su realidad. Se sorprendió con estas reflexiones, quizá no había perdido el conocimiento del todo, se dijo. Y de alguna manera intentó aferrarse más fuerte al borde de la mesada. Sabía que allí había quedado aferrada su mano, que con un esfuerzo podría volver a su rutina.
      Sin embargo algo de esa burbuja la atraía con fuerza magnética, llevándola más arriba, más lejos, más allá.
      ¿Sería eso el umbral? ¿Estaría en ese momento en que uno pasa de un estado al otro? ¿Sería ese andar hacia el cielo el mismo itinerario pregonado en sus catecismos infantiles? Nunca se lo había imaginado así. Al contrario, la muerte siempre se le antojó subterránea, oscura, definitiva y quieta; y abajo, cada vez más abajo.
      Y ahora allí, dejándose llevar por sensaciones que tampoco eran eso sino un balanceo de algo indefinido, un ir hacia algún lugar que podría ser ninguno.
      Un resplandor le cerró los párpados de golpe. Sin dejar su posición fetal, cruzó su brazo sobre el rostro y cerró los ojos. Pensó en la luz divina que pregonan los que vuelven. La claridad aumentó hasta el dolor. Nada. La luz debe de ser la nada. La nada es blanca, pensó. Entreabriendo los dedos, como cuando se espía una película que asusta, intentó escudriñar alrededor y confirmó que todo había desaparecido. Los objetos, las paredes, las aberturas.
      Ella elevándose hacia un abismo vertiginoso, desconocido, blanco aséptico, desinfectado, vacío.
      Soledad envolvente.
      En un último esfuerzo de concentración extrema, logró conjeturar alguna hipótesis, pensar que tal vez se trataba de un sueño; e insistió en la idea de que aferrándose a la mesada lograría despertar.
      O el sueño quizá fuese lo otro, esa sucesión de acontecimientos cotidianos, la cocina y el mate, la temperatura del agua, los sentidos, las palabras, los gestos. Y lo único cierto fuese esa burbuja de soledad desde donde se puede elegir continuar el sueño, o despertar. ¿Elegir?
      Pero, ¿quería despertar?
      O quizá se tratara de la dudosa creatividad de algún autor, que obligado a pensar en un personaje preguntándose “qué hago yo en un lugar como este”, no tuvo mejor idea que echar mano del primer divague que se le cruzó al poner la pava sobre el fuego.
      La luz se apagó de pronto, como si alguien hubiese cortado el interruptor.
      Abismo vertiginoso y oscuro. Soledad o muerte. En todo caso, silencio.
      Y aferrarse a la mesada porque alivia descansar en el infierno conocido, entre las cosas que se conocen desde siempre.
      Abombada por el calor de sus mejillas, transpiración y oxígeno, la mujer comenzó a toser.
      Al abrir los ojos vio que el agua se había evaporado.

domingo, 12 de julio de 2009

Código incorrecto, ejercicio.

Mabel Bellante

      Un código es un espacio con secreto, entre fuerzas de desarraigo y desilusión anticipada, por imposición y sin auxilio. Algo nunca conversado que coexiste con forma de monstruo: semi latido en la garra, semi vergonzoso, semi asesino.
      Hablemos de cuando el espíritu explota en un -che, que no me gusta esto. Y genera la grieta que deviene en caída de paredes y protección y en la desaparición de ese lugar que no es tan querido pero sí un techo fácilmente alcanzable con la mano en un momento en el que cansa fantasear con el cielo.
      Mucho se ha roto en el lugar oscuro. Algo que vibra en las templanzas cotidianas traiciona el lazo imaginario.
      Un código puede ser guardián del miedo y portal abierto al paraíso. Pero, si el silencio comienza a enfermar, y se dice "stop" (porque duele, por lo que fuere), la puerta grande comienza suavemente a admitir sólo a uno.
      Lo que quedaba muere en el instante preciso de la luz.
      No, no fue de mutuo acuerdo. Qué importa si nació sano.
      - Cuándo, pero cuándo acepté?
      - Preguntás mucho sobre lo que debía ser secreto hasta para nosotros, dice la otra parte, - tenés un nombre criticable, que ridículo que te llamen así da el physique du rôle de los que quieren ser más amados de lo que son, y además vivís metiéndote en sitios que no son lo mejor... decís "qué miedo el riesgo!" y al toque colapsás rutinas entregando tu voluntad, tu albedrío y a veces hasta tu honor, como una prostituta mental cualquiera.

      Los malos códigos son como los papeles sucios y las inestabilidades: deben romperse, piensa la mujer entre el apretujamiento del subte, empujada hacia la combinación de la línea D con la E, rumbo a otro día entre archivos, suposiciones del desgarro y la impaciencia, y tenues operaciones por madurar. Porque cuando no se le pueden pedir peras al olmo hay que salir corriendo de ciertos lugares.

miércoles, 1 de julio de 2009

Rebajas imperdibles

Norberto Zuretti

      Silvina Fleitas ha llegado al trabajo en el hipermercado una hora antes de su horario habitual; al marcar la tarjeta en el reloj del personal, aún es de noche. Desde que la tarde anterior le presentara su proyecto de promoción al gerente de la sucursal, difícilmente puede convivir con la ansiedad que este hecho le ha generado. En el vestuario, plancha su chaqueta y su falda a pesar de encontrarse impecables. Ya fue elegida como la empleada más competente durante tres meses seguidos, ahora cruza sonrisas con la foto de cuando recibe el premio, que se encuentra adosada al lado interior de la puerta de su guardarropas. Su proyecto de promoción puede resultar el empujoncito que precisa para dar el gran salto dentro de la empresa. Un cambio de sección. Marketing, en casa central. Así se lo ha hecho saber a Remigio Ordoñez, el gerente, a través de su perrito faldero y jefe directo, Américo Gallardo.




      Vicentico se encuentra con Garrido, ni siquiera recuerda el nombre del compañero, le dicen el Rasta por como usa el cabello, mientras que a él lo llaman Vice. Están a pocas cuadras del colegio, cada uno carga su respectiva mochila, negras, gastadas, iguales, abarrotadas de frases escritas con liquid paper blanco. De la mochila del Rasta sobresale una regla te de madera, con manchas de tinta.
      —Che —pregunta Vicentico, somnoliento—, ¿vos viste algo de Física?
      El Rasta se golpea la frente, y echa la cabeza hacia atrás.
      —No me digas que hoy toma examen la Rabieta
      — ¿Y si nos rateamos…? podemos ir un rato al Coto de Segurola y después al shopping
      —Mirá, Vice, con esta perspectiva, a mí no me lo digas dos veces…




      Remigio Ordoñez conduce su Toyota Corolla color azul oscuro con caja automática, y la radio en estéreo transmitiendo las primeras noticias de la mañana. Suena el celular, que se encuentra encastrado en un soporte adherido al parabrisas por medio de una ventosa de goma. Reconoce el número, es el director de la empresa. Con el control remoto que lleva en el centro del volante, apaga la radio, luego recibe la llamada, el I phone está en el sistema de manos libres.
      —Buen día, Ordoñez, ¿ya anda por la sucursal?
      —Buen día, Saverio, estoy a pocas cuadras.
      —Mire, lo llamaba por ese proyecto que usted me envió. Lo estuve considerando…, y bueno, adelante, hagamos una prueba en su sucursal, hoy mismo, llámeme en cuanto lo haya organizado. Y Ordoñez…, mucha discreción, no se tienen que enterar los empleados…, podrían andar contando dónde están los premios, usted ya se imagina…
      —Despreocúpese, Saverio, yo me encargo.
      Ni bien corta, marca el prefijo de su secretaria.
      — ¿Laurita?, buen día, estoy llegando, necesito que me ubique urgente a esta empleada de Empaques, Fetas, Fletas…, Fleitas, eso, y llévela a la oficina de Gallardo que ya les voy a explicar qué hacer.
Corta, y vuelve a marcar otro número de la memoria.

      — ¿Gallardo…? Soy Ordoñez, salió lo de la promoción, ahora Laura fue a buscar a Fleitas para llevarla a tu oficina, hay que poner en marcha todo hoy mismo…, así que…, a moverse, Gallardo, a moverse. Llego en diez minutos.




      Un aula de secundario, primeras horas de la mañana, están terminando de entrar los alumnos luego del primer recreo, aún no ha llegado el profesor.
      —Te lo dije —asegura Fernando—, se rateó el Rasta.
      —Pero te digo que lo vi venir para acá, estaba a un par de cuadras, venía con el Vice.
Un chico de rulos y overol se acerca y les dice:
      —Se fueron juntos los dos, empezaron a correr y doblaron para el lado de Segurola, yo iba por la vereda de enfrente y ni me vieron.
      — ¿Vos estás seguro? — le pregunta Marcos.
      — Pero… ¿qué te pensás?, hace cuatro años que nos conocemos, ¿cómo me voy a confundir…?
      —Qué cagada, hoy a la tarde teníamos que ir con el Vice a retirar piezas para una computadora que nos estamos armando, las compramos por Internet, y él tiene la mitad de la plata.




      Silvina Fleitas y Américo Gallardo han terminado de copiar en la impresora láser, los volantes que prepararan un rato antes en una computadora.
      —Bueno —dice Gallardo, sosteniendo en su brazo el centenar de hojas doble carta—, me voy a hacer que peguen todo ésto, ¿vos te encargás de poner las etiquetas de los premios?
      —Vaya tranquilo, la tengo clarísima, tanto como que fue mía esta idea.
      —Lo que quieras, pero tené cuidado con los porcentajes, a los artículos que cuestan más de mil pesos le podés pegar una etiqueta de un uno por ciento de descuento, no te vayas a pasar…
      — Mire, señor Américo, se lo puedo recitar de memoria: el premio con un descuento del ochenta por ciento, se lo voy a pegar a un artículo que cueste menos de cien pesos, el descuento del cuarenta por ciento se lo pego a algún artículo que cueste menos de quinientos pesos, y los del uno por ciento a artículos que oscilen entre mil y mil quinientos pesos. ¿Se queda tranquilo ahora?




            AMIGO CLIENTE
            LES ANUNCIAMOS
      ÚNICAMENTE POR EL DÍA DE LA FECHA
            REBAJAS IMPERDIBLES
      GRAN PROMOCIÓN DE DESCUENTOS
      1% - 40% - 80%
      EN GÓNDOLAS Y SALONES
      HABRA 30 ARTICULOS DISTINTOS
      SEÑALADOS
      CON ESTOS DESCUENTOS

      A REVOLVER Y…
      BUENA SUERTE, AMIGOS





      El Rasta y el Vice leyeron los carteles, es más, probablemente hayan sido los primeros en leerlos, ya que a esa hora tan temprana no había demasiada gente en el hipermercado. Ni se dijeron nada, apenas bastó que se miraran, y comenzaron a revolver estanterías en búsqueda de los prometidos premios.
Al rato, mientras deambulaban por el pasillo de los vinos más caros, le toca a Vicentico golpearse la frente cuando ya habían revisado todos los sectores de los vinos baratos. El Rasta tiene en la mano dos botellas, parece distraído observándolas.
      —No seamos boludos —dice Vicentico—, vamos a buscar por donde están los objetos más caros, yo tengo algo de plata encima, si nos toca un descuento grande… —lo observa al Rasta, que está ausente, ha dejado una de las botellas y parece obsesionado con la otra—, che, ¿te piraste vos…?
      —Nos piramos, loco —le dice de repente detrás de una enorme sonrisa mientras le muestra la botella—, nos piramos los dos, fijate, ¿acaso esta estampilla medio despegada no es un premio del ochenta por ciento de descuento?




      La mujer que recorre las góndolas con un andar militar, tiene unos cincuenta años, casi nada de maquillaje, y ojos furtivos. Cada tanto, toma un producto de la estantería, lo observa detenidamente, tal vez comprobando su fecha de vencimiento, y vuelve a acomodarlo en el mismo hueco donde lo había encontrado.
      Al cambiar de pasillo, se cruza con una empleada que lleva el clásico uniforme de la firma. Le dice algo, la chica asiente con la cabeza, y se retira.
      Llega al sector de los electrodomésticos, tiene que frenar su andar para evitar ser atropellada por una anciana que vuela con su carrito, y se encuentra inspeccionando los distintos productos, cuando se acerca Remigio Ordoñez.
      — ¿Usted me buscaba, señora?
      Ella se da vuelta, casi se podría decir que hasta lo mira con desprecio cuando le entrega una tarjeta personal, en la que él descubre en las gruesas letras doradas, su nombre y su cargo, Serafina Fabrizzi, Adscripta al Directorio. Traga saliva, y la mira a los ojos.
      —Vine a supervisar personalmente esta campaña, muéstreme la sucursal, las dependencias, los empleados…, y cuénteme todo.
Comienzan a caminar entre las góndolas, como dos amigos distraídos.




      — ¿Marcos…, sos Marquitos…?
      —Sí, Vice, soy yo… ¿dónde te metiste…?
      —Escuchame…
      — ¿Estás con el Rasta, no…? parece que los vieron…
      —Pará, Marquitos, escuchame…, te necesito…
      — ¿Te acordás que hoy tenemos que ir a retirar la compu, no…?
      —Justamente de eso quería hablarte, ¿están en clase ahora?
      —No, me estoy fumando un faso en el baño.
      —Bueno, Marquitos, tenés que hacerme un favor, ¿llevás encima tu parte para la compu?
      —Claro, ¿qué pasa?
      —Tenés que venirte ya mismo para el Coto de Segurola. Pero ya mismo, no preguntes, sólo vení y traé la guita. ¿Tenés encima la cámara de fotos?
      —Che, loco, me asustás, y sí, tengo la cámara.
      —Está todo bien, vos nada más vení que nos sacamos la lotería.




      La señora anciana arrastra un carrito de los más pequeños, en el que ha cargado dos sachets de leche, verduras y fideos, pasea por los pasillos porque nada más le agrada empujar el carrito delante de ella, contemplando alucinada productos que no va a comprar nunca, deteniéndose en sofisticados electrodomésticos cuyos usos le resultan indescifrables. Tiene la memoria y los berretines propios de la edad, acaba de cumplir los setenta y cinco, y algunas situaciones de su lejana niñez le han quedado tan fijadas, que durante este paseo por los pisos brillantes y pulidos, le parece estar deslizándose en el monopatín de su infancia, con la cola del largo cabello flotando detrás. Quiere comprarle algo al marido, pero a él no le gustan las afeitadoras eléctricas, ni las radios, ni los perfumes, ella sabe que tampoco piensa desprenderse de su antipática bata antigua y deshilachada. De repente, se da cuenta de que la empleada con la que ya se ha cruzado dos o tres veces, no es una simple repositora, ella va de una sección a otra, toma algún producto, luego lo deja. En el extremo de la siguiente góndola, descubre uno de los carteles de la nueva promoción. Y entonces comprende, le resulta obvio, comenzaron a pegar los carteles hace un rato, y aún no terminaron de ocultar los premios. Decide seguir a la joven dependienta, cuando ve a los dos adolescentes frente a una computadora gigante, uno de ellos le está quitando una especie de etiqueta a una botella de vino. No debe perder más tiempo, dobla en el pasillo y se aleja tan apurada que casi atropella a una señora exageradamente seria que se le interpone en el camino.




      Silvina Fleitas y Américo Gallardo se encuentran ubicados en un mostrador especial que han dispuesto a un costado de las cajas registradoras, para que ellos mismos se encarguen de autorizar los descuentos a las cajeras. Silvina con una enorme sonrisa, ya ha felicitado a cinco señoras dándoles un sonoro beso a cada una, y estrechado la mano de cuatro caballeros, todos beneficiarios de distintos descuentos. Silvina le está planteando a Américo que como está saliendo todo a las mil maravillas, por qué no aprovechar la oportunidad para proponerle a Ordoñez otra idea. Que ella tiene, por supuesto. Que ella piensa mucho en su trabajo y se le ocurren cosas que podrían mejorarlo. Y que justamente ahí por el pasillo de las galletitas viene caminando Ordoñez con una clienta que los mira fijamente. Pero entonces una cajera se acerca hasta su mostrador y, horrorizada, les agita un ticket y señala insistentemente hacia su sitio de trabajo. Al lado de la caja correspondiente se ve a dos chicos de dieciséis o diecisiete años, en dos carritos han cargado una computadora de última generación que se encontraba en oferta junto a un monitor de cuarenta pulgadas, un home theater más la estantería correspondiente en madera de roble, y mientras los dos cuentan el dinero y hacen cuentas, hay otro adolescente que está de este lado de las cajas, tomándoles fotos con una cámara digital.
      También alcanzan a ver, en la caja vecina, a una viejita que le agradece efusivamente a un asistente del local, por haberle alcanzado el carrito con el plasma de setenta pulgadas, y la respectiva cajera se ha dado vuelta, con los ojos redonditos reclamando auxilio. La viejita mira hacia arriba, tiene los labios como si estuviera dando un beso, tal vez está silbando. Justo en ese momento, llegan Ordoñez y la mujer de la cara rancia, quien les pregunta lacónicamente:
      — ¿Está todo bien, no…?, como dicen ustedes…