jueves, 25 de marzo de 2010

Rubén

Así lo puntea:

En los días luminosos y en la zona alta de la ciudad, desde esta calle que se encabrita en la colina como si quisiera mirarse en el Mediterráneo, la vista alcanza muy lejos mar adentro y el corazón se engaña. El barrio dormita al sol y es una atalaya sobre un sueño que no acaba de discurrir. A veces, sin embargo, más allá del puerto y su rompeolas, más allá de la blanca espuma de los balandros que festonea el litoral, en la popa de los buques de carga que parecen anclados en el horizonte y en el herrumbroso castillo de proa de los grandes petroleros que navegan hacia el sur, hemos visto centellear aros de plata en las orejas de los marineros acodados a la borda; sirenas tatuadas en sus pechos de bronce y corazones traspasados por la flecha bajo un nombre de mujer. Si te fijas mucho, claro, si de verdad quieres ver lo que miras y no te dejas deslumbrar por el sol. Pero en los días grises, la mirada se enreda en el zarzal de neblinas y humos rasantes que atufan el laberinto de Horta y La Salud, y no consigue ir más allá. La ciudad se aplasta remota y gris como una charca enfangada, un agua muerta.

Fue un día malo de estos, lloviznando y con ráfagas de viento helado, cuando nos juntamos en el automóvil para un trabajito especial. Por la ventanilla vimos una gaviota que planeaba extraviada en medio de la ventisca; a ratos, el viento arreciaba y entonces la lluvia parecía suspendida en el aire, silenciosa y oblicua. Después, la gaviota se dejo caer en picado sobre nosotros, rozó con su ala cenicienta el parabrisas astillado del Lincoln y, antes de remontar el vuelo, nos miró de soslayo con su ojo de plomo.

—Un día de mil demonios —dijo Marés, sentado al volante y convidó a fumar.

—Abrid bien los ojos —habló con su voz de ventrílocuo sin mover los labios y como en sueños, a través del humo más azul y más transparente que jamás haya soltado un apestoso cigarrillo elaborado en estos años apestosos. Vimos cruzar el descampado, viniendo hacia nosotros, a una mujer con boina y gabardina clara, muy pálida y muy guapa y llorosa. Era un sábado por la tarde de un mes de abril que parecía noviembre. Juanito Marés escrutó a David y a Jaime en los asientos de atrás y después a mí. Al clavarme el codo en las costillas, comprendí que me había elegido.

—Bonitas piernas —dijo, mirando a la mujer.

—Sí, jefe.

—¿Te gustan?

—¡Ya lo creo, jefe!

—Pues no la pierdas de vista.


Cuando no jugaban fulbito ni descendían al barranco ni disputaban la vuelta ciclista a la manzana, iban al cine los sábados. Solían ir en grupo a las matinés del Excélsior o del Ricardo Palma, generalmente a la galería. Se sentaban en la primera fila, hacían bulla, arrojaban fósforos prendidos a la platea y discutían a gritos los incidentes del film.

Los domingos eran distintos. En la mañana debían ir a misa del Colegio Champagnat de Miraflores. Sólo Emilio y Alberto estudiaban en Lima. Por lo general, se reunían a las diez de la mañana en el parque Central, vestidos todavía con sus uniformes, y desde una banca pasaban revista a la gente que entraba a la iglesia o entablaban pugilatos verbales con los muchachos de otros barrios. En las tardes iban al cine, esta vez a platea, bien vestidos y peinados, medio sofocados por las camisas de cuello duro y las corbatas que sus familias les obligaban a llevar. Algunos debían acompañar a sus hermanas; los otros los seguían por la avenida Larco llamándolos niñeras y maricas. Las muchachas del barrio, tan numerosas como los hombres, formaban también un grupo compacto, furiosamente enemistado con el de los varones. Entre ambos había una lucha perpetua: cuando ellos estaban reunidos y veían a una de las muchachas, se le acercaban corriendo y les jalaban los cabellos hasta hacerla llorar, y se burlaban del hermano que protestaba.

—Ahora le cuenta a mi papá y me va a castigar por no haberla defendido.
Y a la inversa, cuando uno de ellos aparecía solo, las muchachas le sacaban la lengua y le ponían toda clase de apodos, y él tenía que soportar esos ultrajes, la cara roja de vergüenza, pero sin apurar el paso para demostrar que no era un cobarde que teme a las mujeres.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Daniel

Así lo puntea:

En los días luminosos y en la zona alta de la ciudad, desde esta calle que se encabrita en la colina como si quisiera mirarse en el Mediterráneo, la vista alcanza muy lejos mar adentro y el corazón se engaña. El barrio dormita al sol y es una atalaya sobre un sueño que no acaba de discurrir. A veces, sin embargo, más allá del puerto y su rompeolas, más allá de la blanca espuma de los balandros que festonea el litoral en la popa de los buques de carga que parecen anclados en el horizonte, y en el herrumbroso castillo de proa de los grandes petroleros que navegan hacia el sur, hemos visto centellear aros de plata en las orejas de los marineros acodados a la borda, sirenas tatuadas en sus pechos de bronce y corazones traspasados por la flecha bajo un nombre de mujer. Si te fijas mucho, claro, si de verdad quieres ver lo que miras y no te dejas deslumbrar por el sol. Pero en los días grises, la mirada se enreda en el zarzal de neblinas y humos rasantes que atufan el laberinto de Horta y La Salud y no consigue ir más allá. La ciudad se aplasta remota y gris como una charca enfangada, un agua muerta.

Fue un día malo de estos lloviznando y con ráfagas de viento helado cuando nos juntamos en el automóvil para un trabajito especial. Por la ventanilla vimos una gaviota que planeaba extraviada en medio de la ventisca. A ratos el viento arreciaba y entonces la lluvia parecía suspendida en el aire, silenciosa y oblicua. Después, la gaviota se dejo caer en picado sobre nosotros, rozó con su ala cenicienta el parabrisas astillado del Lincoln y antes de remontar el vuelo nos miró de soslayo con su ojo de plomo.

―Un día de mil demonios ―dijo Marés sentado al volante, y convidó a fumar―. Abrid bien los ojos ―habló con su voz de ventrílocuo sin mover los labios, y como en sueños a través del humo más azul y más transparente que jamás haya soltado un apestoso cigarrillo elaborado en estos años apestosos, vimos cruzar el descampado, viniendo hacia nosotros, a una mujer con boina y gabardina clara, muy pálida y muy guapa y llorosa. Era un sábado por la tarde de un mes de abril que parecía noviembre. Juanito Marés escrutó a David y a Jaime en los asientos de atrás y después a mí al clavarme el codo en las costillas. Comprendí que me había elegido.

―Bonitas piernas ―dijo, mirando a la mujer.

―Sí, jefe.

―¿Te gustan?

―Ya lo creo, jefe.

―Pues no la pierdas de vista.


Cuando no jugaban fulbito ni descendían al barranco ni disputaban la vuelta ciclista a la manzana, iban al cine los sábados. Solían ir en grupo a las matinés del Excélsior o del Ricardo Palma, generalmente a la galería. Se sentaban en la primera fila, hacían bulla, arrojaban fósforos prendidos a la platea y discutían a gritos los incidentes del film. Los domingos eran distintos, en la mañana debían ir a misa del Colegio Champagnat de Miraflores. Sólo Emilio y Alberto estudiaban en Lima, por lo general se reunían a las diez de la mañana en el parque Central, vestidos todavía con sus uniformes, y desde una banca pasaban revista a la gente que entraba a la iglesia, o entablaban pugilatos verbales con los muchachos de otros barrios. En las tardes iban al cine, esta vez a platea, bien vestidos y peinados medio sofocados por las camisas de cuello duro y las corbatas que sus familias les obligaban a llevar. Algunos debían acompañar a sus hermanas, los otros los seguían por la avenida Larco, llamándolos niñeras y maricas. Las muchachas del barrio, tan numerosas como los hombres, formaban también un grupo compacto furiosamente enemistado con el de los varones. Entre ambos había una lucha perpetua. Cuando ellos estaban reunidos y veían a una de las muchachas, se le acercaban corriendo y les jalaban los cabellos hasta hacerla llorar, y se burlaban del hermano que protestaba, ahora le cuenta a mi papá y me va a castigar por no haberla defendido; y a la inversa, cuando uno de ellos aparecía solo, las muchachas le sacaban la lengua y le ponían toda clase de apodos, y él tenía que soportar esos ultrajes, la cara roja de vergüenza, pero sin apurar el paso para demostrar que no era un cobarde que teme a las mujeres.

sábado, 20 de marzo de 2010

Javier

Así lo puntea:


En los días luminosos, y en la zona alta de la ciudad, desde esta calle que se encabrita en la colina como si quisiera mirarse en el Mediterráneo, la vista alcanza muy lejos mar adentro, y el corazón se engaña. El barrio dormita al sol y es una atalaya sobre un sueño que no acaba de discurrir. A veces, sin embargo, más allá del puerto y su rompeolas, más allá de la blanca espuma de los balandros que festonea el litoral, en la popa de los buques de carga que parecen anclados en el horizonte y en el herrumbroso castillo de proa de los grandes petroleros que navegan hacia el sur, hemos visto centellear aros de plata en las orejas de los marineros acodados a la borda, sirenas tatuadas en sus pechos de bronce y corazones traspasados por la flecha bajo un nombre de mujer.

Si te fijas mucho, claro, si de verdad quieres ver lo que miras y no te dejas deslumbrar por el sol.

Pero en los días grises la mirada se enreda en el zarzal de neblinas y humos rasantes que atufan el laberinto de Horta y La Salud, y no consigue ir más allá. La ciudad se aplasta remota y gris, como una charca enfangada, un agua muerta.

Fue un día malo de estos, lloviznando y con ráfagas de viento helado, cuando nos juntamos en el automóvil para un trabajito especial.

Por la ventanilla vimos una gaviota que planeaba extraviada en medio de la ventisca. A ratos el viento arreciaba y entonces la lluvia parecía suspendida en el aire, silenciosa y oblicua. Después la gaviota se dejo caer en picado sobre nosotros, rozó con su ala cenicienta el parabrisas astillado del Lincoln y ,antes de remontar el vuelo, nos miro de soslayo con su ojo de plomo.

-Un día de mil demonios, dijo Marés, sentado al volante, y convidó a fumar.

-Abrid bien los ojos, habló con su voz de ventrílocuo, sin mover los labios y como en sueños, a través del humo más azul y más transparente que jamás haya soltado un apestoso cigarrillo elaborado en estos años apestosos. Vimos cruzar el descampado viniendo, hacia nosotros, a una mujer con boina y gabardina, clara muy pálida, y muy guapa y llorosa. Era un sábado por la tarde de un mes de abril que parecía noviembre. Juanito Marés escrutó a David y a Jaime en los asientos de atrás y después a mí. Al clavarme el codo en las costillas comprendí que me había elegido.

-Bonitas piernas, dijo mirando a la mujer.

-Sí, jefe.

-¿Te gustan?

-Ya lo creo, jefe.

-Pues no la pierdas de vista.



Cuando no jugaban fulbito ni descendían al barranco ni disputaban la vuelta ciclista a la manzana, iban al cine.

Los sábados solían ir en grupo a las matinés del Excélsior o del Ricardo Palma, generalmente a la galería. Se sentaban en la primera fila, hacían bulla, arrojaban fósforos prendidos a la platea y discutían a gritos los incidentes del film.

Los domingos eran distinto: en la mañana debían ir a misa del Colegio Champagnat de Miraflores -sólo Emilio y Alberto estudiaban en Lima-, por lo general se reunían a las diez de la mañana en el parque Central, vestidos todavía con sus uniformes, y, desde una banca, pasaban revista a la gente que entraba a la iglesia o entablaban pugilatos verbales con los muchachos de otros barrios. En las tardes iban al cine, esta vez a platea, bien vestidos y peinados, medio sofocados por las camisas de cuello duro y las corbatas que sus familias les obligaban a llevar. Algunos debían acompañar a sus hermanas; los otros los seguían por la avenida Larco llamándolos niñeras y maricas.

Las muchachas del barrio, tan numerosas como los hombres, formaban también un grupo compacto, furiosamente enemistado con el de los varones. Entre ambos había una lucha perpetua. Cuando ellos estaban reunidos y veían a una de las muchachas, se le acercaban corriendo y les jalaban los cabellos hasta hacerla llorar, y se burlaban del hermano, que protestaba: “ahora le cuenta a mi papá y me va a castigar por no haberla defendido”.Y a la inversa, cuando uno de ellos aparecía solo, las muchachas le sacaban la lengua y le ponían toda clase de apodos, y el tenía que soportar esos ultrajes, la cara roja de vergüenza, pero sin apurar el paso para demostrar que no era un cobarde que teme a las mujeres.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Mirta

Así lo puntea:


En los días luminosos y en la zona alta de la ciudad, desde esta calle que se encabrita en la colina como si quisiera mirarse en el Mediterráneo, la vista alcanza muy lejos mar adentro y el corazón se engaña. El barrio dormita al sol y es una atalaya sobre un sueño que no acaba de discurrir; a veces sin embargo, más allá del puerto y su rompeolas, más allá de la blanca espuma de los balandros que festonea el litoral en la popa de los buques de carga que parecen anclados en el horizonte y en el herrumbroso castillo de proa de los grandes petroleros que navegan hacia el sur, hemos visto centellear aros de plata en las orejas de los marineros acodados a la borda, sirenas tatuadas en sus pechos de bronce y corazones traspasados por la flecha bajo un nombre de mujer, si te fijas mucho claro, si de verdad quieres ver lo que miras y no te dejas deslumbrar por el sol, pero en los días grises, la mirada se enreda en el zarzal de neblinas y humos rasantes que atufan el laberinto de Horta y La Salud y no consigue ir más allá. La ciudad se aplasta remota y gris como una charca enfangada, un agua muerta.

Fue un día malo, de estos lloviznando y con ráfagas de viento helado, cuando nos juntamos en el automóvil para un trabajito especial. Por la ventanilla vimos una gaviota que planeaba extraviada en medio de la ventisca; a ratos el viento arreciaba y entonces la lluvia parecía suspendida en el aire, silenciosa y oblicua, después la gaviota se dejo caer en picado sobre nosotros, rozó con su ala cenicienta el parabrisas astillado del Lincoln y antes de remontar el vuelo, nos miro de soslayo con su ojo de plomo.

— Un día de mil demonios, dijo Marés sentado al volante y convidó a fumar.

— Abrid bien los ojos— habló con su voz de ventrílocuo sin mover los labios y como en sueños a través del humo más azul y más transparente que jamás haya soltado un apestoso cigarrillo elaborado en estos años apestosos.

Vimos cruzar el descampado viniendo hacia nosotros a una mujer con boina y gabardina clara, muy pálida y muy guapa y llorosa. Era un sábado por la tarde de un mes de abril que parecía noviembre, Juanito Marés escrutó a David y a Jaime en los asientos de atrás y después a mí. Al clavarme el codo en las costillas comprendí que me había elegido.

— Bonitas piernas, dijo mirando a la mujer, sí jefe, ¿te gustan?

—Ya lo creo jefe.

—Pues no la pierdas de vista.



Cuando no jugaban fulbito ni descendían al barranco, ni disputaban la vuelta ciclista a la manzana, iban al cine los sábados. Solían ir en grupo a las matinés del Excélsior o del Ricardo Palma, generalmente a la galería. Se sentaban en la primera fila, hacían bulla, arrojaban fósforos prendidos a la platea y discutían a gritos los incidentes del film.

Los domingos eran distintos, en la mañana debían ir a misa del Colegio Champagnat de Miraflores. Sólo Emilio y Alberto estudiaban en Lima, por lo general se reunían a las diez de la mañana en el parque Central, vestidos todavía con sus uniformes y desde una banca pasaban revista a la gente que entraba a la iglesia o entablaban pugilatos verbales con los muchachos de otros barrios. En las tardes iban al cine, esta vez a platea bien vestidos y peinados, medio sofocados por las camisas de cuello duro y las corbatas que sus familias les obligaban a llevar. Algunos debían acompañar a sus hermanas, los otros los seguían por la avenida Larco llamándolos niñeras y maricas.

Las muchachas del barrio, tan numerosas como los hombres, formaban también un grupo compacto furiosamente enemistado con el de los varones; entre ambos había una lucha perpetua. Cuando ellos estaban reunidos y veían a una de las muchachas, se le acercaban corriendo y les jalaban los cabellos hasta hacerla llorar y se burlaban del hermano que protestaba: ahora le cuenta a mi papá y me va a castigar por no haberla defendido y a la inversa, cuando uno de ellos aparecía solo, las muchachas le sacaban la lengua y le ponían toda clase de apodos y el tenía que soportar esos ultrajes: la cara roja de vergüenza pero sin apurar el paso, para demostrar que no era un cobarde que teme a las mujeres.

lunes, 15 de marzo de 2010

Pilar

Así lo puntea:

En los días luminosos y en la zona alta de la ciudad, desde esta calle que se encabrita en la colina como si quisiera mirarse en el Mediterráneo, la vista alcanza muy lejos mar adentro y el corazón se engaña. El barrio dormita al sol y es una atalaya sobre un sueño que no acaba de discurrir. A veces, sin embargo, más allá del puerto y su rompeolas, más allá de la blanca espuma de los balandros que festonea el litoral, en la popa de los buques de carga que parecen anclados en el horizonte y en el herrumbroso castillo de proa de los grandes petroleros que navegan hacia el sur, hemos visto centellear aros de plata en las orejas de los marineros acodados a la borda; sirenas tatuadas en sus pechos de bronce y corazones traspasados por la flecha bajo un nombre de mujer. Si te fijas mucho, claro, si de verdad quieres ver lo que miras y no te dejas deslumbrar por el sol. Pero en los días grises la mirada se enreda en el zarzal de neblinas y humos rasantes que atufan el laberinto de Horta y La Salud, y no consigue ir más allá. La ciudad se aplasta, remota y gris como una charca enfangada, un agua muerta.

Fue un día malo de estos, lloviznando y con ráfagas de viento helado, cuando nos juntamos en el automóvil para un trabajito especial. Por la ventanilla vimos una gaviota que planeaba extraviada en medio de la ventisca; a ratos el viento arreciaba y entonces la lluvia parecía suspendida en el aire, silenciosa y oblicua. Después la gaviota se dejo caer en picado sobre nosotros, rozó con su ala cenicienta el parabrisas astillado del Lincoln y antes de remontar el vuelo nos miró de soslayo con su ojo de plomo. Un día de mil demonios dijo Marés sentado al volante, y convidó a fumar.

—Abrid bien los ojos —habló con su voz de ventrílocuo sin mover los labios y como en sueños, a través del humo más azul y más transparente que jamás haya soltado un apestoso cigarrillo elaborado en estos años apestosos. Vimos cruzar el descampado viniendo hacia nosotros a una mujer con boina y gabardina clara, muy pálida y muy guapa y llorosa. Era un sábado por la tarde de un mes de abril que parecía noviembre. Juanito Marés escrutó a David y a Jaime en los asientos de atrás y después a mí. Al clavarme el codo en las costillas comprendí que me había elegido.

—Bonitas piernas —dijo, mirando a la mujer.

—Sí jefe.

—¿Te gustan?

—¡Ya lo creo jefe!

—Pues no la pierdas de vista.


Cuando no jugaban fulbito ni descendían al barranco ni disputaban la vuelta ciclista a la manzana, iban al cine los sábados. Solían ir en grupo a las matinés del Excélsior o del Ricardo Palma, generalmente a la galería. Se sentaban en la primera fila, hacían bulla, arrojaban fósforos prendidos a la platea y discutían a gritos los incidentes del film.

Los domingos eran distinto: en la mañana debían ir a misa del Colegio Champagnat de Miraflores. Sólo Emilio y Alberto estudiaban en Lima. Por lo general se reunían a las diez de la mañana en el parque Central vestidos todavía con sus uniformes y desde una banca pasaban revista a la gente que entraba a la iglesia, o entablaban pugilatos verbales con los muchachos de otros barrios. En las tardes iban al cine, esta vez a platea, bien vestidos y peinados, medio sofocados por las camisas de cuello duro y las corbatas que sus familias les obligaban a llevar. Algunos debían acompañar a sus hermanas; los otros los seguían por la avenida Larco llamándolos niñeras y maricas. Las muchachas del barrio, tan numerosas como los hombres, formaban también un grupo compacto, furiosamente enemistado con el de los varones. Entre ambos había una lucha perpetua: cuando ellos estaban reunidos y veían a una de las muchachas, se le acercaban corriendo y les jalaban los cabellos hasta hacerla llorar, y se burlaban del hermano que protestaba.

—Ahora le cuenta a mi papá y me va a castigar por no haberla defendido. Y a la inversa, cuando uno de ellos aparecía solo, las muchachas le sacaban la lengua y le ponían toda clase de apodos y él tenía que soportar esos ultrajes, la cara roja de vergüenza pero sin apurar el paso, para demostrar que no era un cobarde que teme a las mujeres.

domingo, 14 de marzo de 2010

Ejercicio de puntuación

Juan Marsé:


En los días luminosos y en la zona alta de la ciudad desde esta calle que se encabrita en la colina como si quisiera mirarse en el Mediterráneo la vista alcanza muy lejos mar adentro y el corazón se engaña el barrio dormita al sol y es una atalaya sobre un sueño que no acaba de discurrir a veces sin embargo más allá del puerto y su rompeolas más allá de la blanca espuma de los balandros que festonea el litoral en la popa de los buques de carga que parecen anclados en el horizonte y en el herrumbroso castillo de proa de los grandes petroleros que navegan hacia el sur hemos visto centellear aros de plata en las orejas de los marineros acodados a la borda sirenas tatuadas en sus pechos de bronce y corazones traspasados por la flecha bajo un nombre de mujer si te fijas mucho claro si de verdad quieres ver lo que miras y no te dejas deslumbrar por el sol pero en los días grises la mirada se enreda en el zarzal de neblinas y humos rasantes que atufan el laberinto de Horta y La Salud y no consigue ir más allá la ciudad se aplasta remota y gris como una charca enfangada un agua muerta fue un día malo de estos lloviznando y con ráfagas de viento helado cuando nos juntamos en el automóvil para un trabajito especial por la ventanilla vimos una gaviota que planeaba extraviada en medio de la ventisca a ratos el viento arreciaba y entonces la lluvia parecía suspendida en el aire silenciosa y oblicua después la gaviota se dejo caer en picado sobre nosotros rozó con su ala cenicienta el parabrisas astillado del Lincoln y antes de remontar el vuelo nos miro de soslayo con su ojo de plomo un día de mil demonios dijo Marés sentado al volante, y convidó a fumar abrid bien los ojos habló con su voz de ventrílocuo sin mover los labios y como en sueños a través del humo más azul y más transparente que jamás haya soltado un apestoso cigarrillo elaborado en estos años apestosos vimos cruzar el descampado viniendo hacia nosotros a una mujer con boina y gabardina clara muy pálida y muy guapa y llorosa era un sábado por la tarde de un mes de abril que parecía noviembre Juanito Marés escrutó a David y a Jaime en los asientos de atrás y después a mí al clavarme el codo en las costillas comprendí que me había elegido bonitas piernas dijo mirando a la mujer sí jefe ¿te gustan? Ya lo creo jefe pues no la pierdas de vista.




Mario Vargas Llosa:


Cuando no jugaban fulbito ni descendían al barranco ni disputaban la vuelta ciclista a la manzana iban al cine los sábados solían ir en grupo a las matinés del Excélsior o del Ricardo Palma generalmente a la galería se sentaban en la primera fila hacían bulla arrojaban fósforos prendidos a la platea y discutían a gritos los incidentes del film los domingos eran distinto en la mañana debían ir a misa del Colegio Champagnat de Miraflores sólo Emilio y Alberto estudiaban en Lima por lo general se reunían a las diez de la mañana en el parque Central vestidos todavía con sus uniformes y desde una banca pasaban revista a la gente que entraba a la iglesia o entablaban pugilatos verbales con los muchachos de otros barrios en las tardes iban al cine esta vez a platea bien vestidos y peinados medio sofocados por las camisas de cuello duro y las corbatas que sus familias les obligaban a llevar algunos debían acompañar a sus hermanas los otros los seguían por la avenida Larco llamándolos niñeras y maricas las muchachas del barrio tan numerosas como los hombres formaban también un grupo compacto furiosamente enemistado con el de los varones entre ambos había una lucha perpetua cuando ellos estaban reunidos y veían a una de las muchachas se le acercaban corriendo y les jalaban los cabellos hasta hacerla llorar y se burlaban del hermano que protestaba ahora le cuenta a mi papá y me va a castigar por no haberla defendido y a la inversa cuando uno de ellos aparecía solo las muchachas le sacaban la lengua y le ponían toda clase de apodos y el tenía que soportar esos ultrajes la cara roja de vergüenza pero sin apurar el paso para demostrar que no era un cobarde que teme a las mujeres.

jueves, 4 de marzo de 2010

Lo que el mar nos devuelve.

Norberto Zuretti

Lunes, 4.05 de la madrugada.

      El ómnibus llega a la Terminal de Retiro treinta minutos después de que Cristian Robledo finalmente encontrara una posición cómoda en el asiento y lograra dormirse. Uno de los conductores lo despierta, y entonces desciende malhumorado al nocturno aire caliente de Buenos Aires, las luces doradas de la plaza, el continuo desplazarse de pasajeros, yendo y viniendo mientras arrastran sus valijas y cargan críos y bolsos. Bosteza, y camina hacia Avenida Libertador pensando en lo diferente que había resultado el viaje con respecto a lo que esperaba. Le pesa la mochila, más por el estrés que por la escasa ropa, el par de zapatillas, el grabador, el sobre con las fotos.
      El miércoles se había quedado hasta tarde en la redacción, esperando a ver si Sofía se decidía a ir con él al pre-estreno de la última película de Terry Guillian. La aguardó tan sufrida como inútilmente hasta que apareció la Flautita Llorente buscando un reportero para encargarle una nota con su voz aguda y los pelos revueltos. Por más que miró a un lado y al otro, él era el único disponible así que, arrolladora como siempre, se le plantó en el escritorio, le arrojó un recorte periodístico y se lo propuso. Cristián le insistió con que él pertenecía a la sección deportes, que nunca había hecho policiales, pero la Flautita lo seducía explicándole que tenía pasaje en un coche cama para esa misma noche, con cena incluida y apenas se trataba de una nota de principiantes, nada más un recorrido por el lugar, un paseo por la comisaría o el juzgado, un par de reportajes y el sábado y el domingo libres para disfrutar de la playa con los gastos pagos. A todo ésto a Cristián, que ya se aburría de que todos los domingos lo destinaran a ver a River, le entusiasmaba bastante la idea de pasar el fin de semana en la costa, desenchufarse un poco de los partidos y del puterío entre semana, tirarse al sol y tomar recaudos en lo posible al meterse en el mar ya que no se olvida nunca de la cantidad de aguas vivas que hay en Monte Hermoso. Y viento, también tenía presente el viento pero cualquier cosa resultaría más gratificante que narrar una nueva derrota de su equipo favorito.
      -¿Una pierna…? –todavía se acuerda que le preguntó a la Flautita, estupefacto, mientras guardaba el recorte y el pasaje.
      -Nada más veinte líneas –le contestó ella ignorándolo.
      Ahora el calor lo envuelve en una cáscara pegajosa. Se le va el sueño, piensa que puede pasar primero por la oficina, transcribir las grabaciones, preparar la nota y después irse a eso de las ocho o nueve a dormir todo el día en su casa.
      No son tantas veinte líneas. Y en una de esas está ahí cuando llegue Sofía, La última de los Cohen, tocaba esta semana.
      Cruza la avenida, y se sube al primer taxi.



Jueves, 6 horas 30.
En la terminal de ómnibus de Monte Hermoso.
Entrevista a un policía.


      -Sí, vengo de Buenos Aires…, por la aparición del lunes, ¿lunes…, no?
      -No, no, usted seguramente habla de lo del sábado, el sábado por la noche, a las 23 horas exactamente, fue por el lado de Pehuen Co…, un pescador ¿sabe…?
      -¿Un pescador, se le enganchó en la línea?
      -Nada que ver, acababa de sacar una corvina de unos diez kilos, y en el forcejeo revolvió la arena…, ahí apareció…
      -Dígame, agente, ¿a dónde me dirijo para buscar información?



Jueves, 8 horas.
Comisaría local.
Comisario Rodrigo Fuentes.


      -Lamentablemente, no somos nosotros la fuerza involucrada en estos expedientes. Usted tiene que dirigirse a Prefectura, es su jurisdicción. Y tiene razón, es un hecho de lo más extraño. No, nunca nada parecido, pero ya va a aparecer el culpable. Encantado, señor Robledo.



Jueves, 10.35 horas.
Sede de la Prefectura Naval


      -No, señor, el Prefecto no lo va a poder atender, tiene que ver al Principal Gamarra, de prensa.
      -Pero, ya le dije que me envió Gamarra.
      -Eso fue hace una hora, recién el Principal dio la orden.
      -Una hora porque me tuvieron esperando…
      -El Principal Gamarra, tiene la oficina a la vuelta de este pasillo, ¿lo acompaño…?



Jueves, 11 horas.
Principal Gamarra.


      -Mucho gusto, Robledo, y así de antemano le pido disculpas. Sé que usted quiere información sobre los hallazgos de la noche del sábado, pero tengo que informarle, perdone la redundancia, que estoy bajo secreto de sumario. No me está permitido decir una palabra sobre el caso.
      -Perdón, Principal, ¿hallazgos…, apareció algo más?
      -Lo lamento, señor periodista, tengo obligaciones y…
      -Una sola cosa, ¿a quién me dirijo para…?
      -Al Juez Loyola, él lleva la causa.



Jueves, 11.40 horas.
Ángel Torremolina, secretario del Juez Loyola.


      -No, el doctor Loyola no lo puede atender.
      -¿Puedo ver el expediente?
      -Tampoco, en tanto no se levante el secreto de sumario.
      -¿Hay en la zona antecedentes de hechos similares?
      -Le dije que no puedo opinar.
      -¿Realizaron más hallazgos?
      -Por favor…
      -La pierna… ¿era de varón o de mujer?



Jueves, 18.50 horas
Gabriel Yrigoytía. Redacción del periódico Aires del Sur.


      -¿Usted estuvo ahí, lo vio?
      -Asqueroso, parecía hecha de barro, y tenía una zapatilla, parecía de marca pero estaba cubierta de arena barrosa y conchillas y algas.
      -¿Varón o mujer?
      -Aún no se sabe…, o no lo dicen, los de la morgue no sueltan prenda. Para mí que era de varón, pero también dicen que estando tanto tiempo en el agua se hinchan, vaya uno a saber.
      -¿Así que no es reciente?
      -Debe haber estado en el agua unas tres semanas. ¿Quiere ver las fotos?, lléveselas, una colaboración de Aires del Sur, no se olviden de nombrarnos.
      -Y dígame…, ¿qué sabe de los nuevos casos?
      -Las noticias vuelan…, por ahora son solamente rumores, no hay nada oficial, todavía.



Jueves, 19.30, a domingo, 21 horas.
Entrevistas a gente por la calle.


Una típica señora de vacaciones.

      -Espeluznante, encima de noche, ¿usted se imagina?, con la luz de las farolas, tétrico, ¿no le parece?
      -Usted estaba presente…
      -No, a mí me lo contó una vecina, pero ella tampoco estuvo, a la mañana se lo contó el portero, la mujer se pasa el día con los noticieros, salió hasta en los canales de Buenos Aires. Debe ser otro sátiro suelto. ¿A dónde vamos a ir a parar?



Una pareja joven.

      -Estaba toda podrida, qué querés, un mes en el agua.
      -Nadie dijo un mes, vos te pirás.
      -Bueno, pero hasta daba olor.
      -¿Vos qué sabés?
      -Un cadáver de tantos días tiene que dar olor.
      -No era un cadáver, era una pierna.
      -Es lo mismo.
      -¿Ah, si…, a vos te parece que son lo mismo un cadáver y una pierna?



Una abuelita con sus dos nietos.

      -Esto es único acá en Monte Hermoso, desde que aparecieron los submarinos nazis en aquella época hasta esto de ahora, date cuenta que somos el país de las maravillas en el que flotan pescados, aguas vivas, piernas, brazos, orejas…
      -¿Ya está confirmado que hay más casos…?
      -No creas todo lo que te digo, hijito, que oigo tan mal que te puedo estar contando cualquier cosa. Pero Monte Hermoso igual vale la pena, es el paraíso, a pesar de los políticos.



De una entrevista en un noticiero local.

      -Con un tema así, yo no puedo evitar preguntarme: ¿quién saca beneficios de todo ésto?
      -¿A usted quién le parece?
      -Ninguna duda, hasta que surgió esta noticia el tema del día era que Bevilaqua, el secretario del intendente, está casado con Marcela Rossi, la hermana del dueño de Constructora de la Costa, la empresa que se lleva todos los contratos de obras públicas y encima le acaban de adjudicar la construcción de la planta potabilizadora, en forma directa, sin licitación y a precios astronómicos. ¿Y usted sabe quién lleva la causa de este hecho de corrupción? El juez Loyola, el mismo que investiga la aparición de esa maldita pierna.



Tres jovencitas.

      -Es siniestro, ¿vos te imaginás estar ahí nadando y de golpe te enganchás con una cabeza, con un pie?, yo me muero.
      -Grotesco, antes eran las aguas vivas, y ahora ésto, tienen razón los ecologistas cuando dicen que el agua está contaminada.
      -Para mí, que es una treta publicitaria, vas a ver, después te salen con que quedó así por no proteger sus várices con pomadínpirulito o qué sé yo.
      -Contame vos, la que hablaste primero, ¿sabes algo sobre si ahora pareció una cabeza o un pie?



Un pescador

      -Cabeza…, no, sobre cabezas no escuché nada.
      -¿Algún pie?
      -Hace un rato un vecino me estaba contando que escuchó algo por la radio.
      -¿De un pie?
      -Me parece que sí. El año pasado, sin ir más lejos, llegó a la costa una maraña de algas, entre ellas había peces muertos, y se encontró un dedo.



Un señor mayor.

      -Del dedo no me enteré, la gente dice cada cosa. No me creo tampoco lo de la pierna, por más fotos que saquen en los diarios. Es fácil, pasás una noche por el cementerio, le pagás una cerveza al sereno y te vas cargado con orejas, pies, manos, brazos, lo que quieras, y lo vas tirando un día algo por aquí, a los pocos días otro por allá. Y vienen los diarios y sacan fotos y todos nos comemos el verso y nos pasamos las horas hablando del tema. Es el intendente que pretende distraernos porque se está llevando toda la plata de los impuestos. Y el hijo del intendente es socio del juez que lleva la causa. Piernas…, já, no me haga reír. Corrupción es lo que hay. Por favor.



Otro pescador.

      -No, no estuve ahí esa noche, pero siempre pesco por esa playa y lo conozco al Gringo, el que encontró la pierna, se da bien la corvina de noche. Le decía que hace dos años, durante algo así como un mes, aparecían pescados muertos flotando hasta la costa. Algo debe haber dando vueltas por ahí, ¿no cree? Además, ¿no le contaron…?, se detuvo el viento cuando el Gringo encontró la cosa, yo estaba a dos kilómetros, y me di cuenta. Cuando aparecieron los pescados muertos también se había detenido el viento.



Diego, conserje del hotel.

      -Mirá, algo se está escondiendo, te aseguro que se está escondiendo algo, y algo muy grosso. Ya se rumorea que aparte de la pierna y de un brazo… Y fijate que las autoridades no hablan, ni la policía, ni Prefectura, ni los del juzgado, que siempre tienen la manía de aparecer por televisión.
      -¿Un brazo decís…?, a mí me contaron también de un dedo.
      -¿Un dedo…?, ésto se pone cada vez peor, debe andar suelto uno de esos asesinos seriales, como en las películas, un doctor Lecter nacional, o algo así, que deshecha las partes que no le gustan.



Gabriel Yrigoytía. Conversación telefónica.

      -Quería saber qué me puede decir usted sobre la cantidad de hechos de corrupción que asolan el municipio.
      -¿Hechos de corrupción?, que yo sepa hay causas penales abiertas, pero nadie está condenado.
      -¿Y sobre que el intendente recibe comisiones de todos los grandes negocios que lleva a cabo la municipalidad?
      -Me parece una barbaridad que se diga algo así.
      -Dígame, ¿es verdad que el propietario de Aires del Sur, es el padre del secretario Torremolina?
      - …
      -Señor Yrigoytía…, hola…, hola…



Miriam y Lorena, dos pasajeras del micro.

      -Yo igual la pasé bomba, lo más es Monte Hermoso, qué importa lo del loco suelto, todos nos rechiflamos en Monte. Aguante, Monte Hermoso.
      -A mí, la verdad que me dio miedo, desde que apareció la pierna me pasé cerrando todas las ventanas, hasta los postigones. La Lore dice lo que dice pero ella se sintió segura porque yo atrancaba todo. ¿Vos te imaginas, las dos durmiendo y de repente nos despierta un tipo con un inmenso cuchillo?
      -Já…, y te susurra vengan, nenitas, vengan que me quiero hacer un collar de pezones.



Lunes, 9 horas 20 minutos.

      Ya está. Ocho páginas. Mil cuatrocientas ochenta palabras. Doscientos treinta y una líneas. Y ni por ahí Sofía. ¿Cuál era la extensión que le habían pedido? Cristian Robledo lleva el mouse hasta el ícono de guardar, y clickea con el botón izquierdo. Recién en este momento siente la carga sobre los hombros, cuánto le pesan los párpados, las contracturas que del cuello se expanden y bajan hasta la cintura. Pero, en contra de sus deseos, no llega a relajarse.
      -Che, viajero, ¿ya tenés las veinte líneas? –casi lo sobresalta la voz chillona de la Flautita Lorente.
      Comienza a respirar despacio y hondo mientras se levanta. Guarda el grabador en la mochila, y deja sobre el teclado un sobre papel manila. Entonces se vuelve y le dice a la Flautita:
      -Ahí tenés todo, y hasta fotos te conseguí, loquita, tachá lo que se te antoje y armá tus veinte líneas vos misma, me voy a casa, hace cinco noches que no veo mi cama…, y te aviso, Flautita, ésta fue la última, vuelvo a deportes, algún día le tocará a River ganar un partido.

lunes, 1 de marzo de 2010

Una noche de milonga

Mirta Leis

      Las últimas gotas de vino tinto se deslizan cuello abajo en la botella. Una copa regordeta de pie alto las espera sedienta. Pedro, observa el líquido aterciopelado que parece balancearse al compás de la música que invade el salón y demora cuanto puede, el trago final.
      Las luces dibujan los rostros felices de los bailarines mientras el suelo se tapiza con extraños firuletes de zapatos relucientes. Las mesas pequeñas de madera lustrada, albergan candiles y flores silvestres que perfuman suavemente el lugar de los que no bailan. Suena La yumba invitando a la danza. Allí está Pedro, con su timidez escondida en una copa de vino a punto de terminarse.
      Sus amigos lo torean, las risitas socarronas se acompañan de preguntas insidiosas —Y Pedrito, ¿hoy te vas a animar?— le dice Carlos al oído palmeándole el hombro. Una y otra vez es blanco de las bromas, a las que responde, inocentemente— Déjenme terminar la copa, después voy. Como la conversación se vuelve insistente, decide enfrentar sus miedos.
      Se levanta. Camina despacito, rozando el rojo del piso, como si temiera herir las baldosas, como si en vez de estar en la milonga, entrara a una iglesia para hincarse en el altar.
      En mitad de camino se arrepiente y tuerce el rumbo. Los zapatos negros crujen demostrando que son nuevos y el pantalón oscuro los lustra con la cadencia de cada paso. Unos ojos lo miran burlones, es Carlos, su corazón golpea fuerte y grave, como un instrumento más que se integra a la música del lugar. Respira profundo, alcanza la barra y se desploma en un taburete. El bandoneón invade sus oídos calmando el contrabajo que golpea su pecho. Busca ansioso un auxilio: Su prima Laura está bailando, ella no podrá ayudarlo; tal vez Ana, la vecina del quinto, o Estela, su compañera del curso de idiomas… pero sus amigos se la han hecho difícil y adivinándole intención están bailando con todas ellas y lo saludan moviendo la mano con picardía.
      Pasea la mirada con disimulo buscando alguna conocida, pero es inútil, no encuentra a nadie. Se apoya sobre la barra. Mira entonces una falda vibrando con Yo soy María, en dirección a Carlos. Es roja, ceñida, parece tener vida propia. Se queda allí, mirando extasiado, perdido en aquel infierno sugerente que se desliza por la pista. El tiempo transcurre y Pedro no quita los ojos de la pollera que danza hasta que se pierde entre el gentío. La busca en cada giro, en cada ocho, en cada sentada de los bailarines, hasta que una voz lo saca del encanto, suena con acento divertido, casi como un cascabel. —¿Te gusta?—dice ella mientras muestra coqueteando su falda roja. La mira asustado. — ¿De qué hablas?—Se le ocurre decir. Ella hace sonar una corta carcajada, lo toma de la mano y lo empuja hacia la pista de baile.
      Simplemente lo obliga a enlazarla, toma su mano y apoya su cara tibia sobre las mejillas de Pedro. — Bailemos— le dice rozando su oreja con los labios, mientras se escucha Taquito Militar y un revuelo de figuras, extraños muñecos que se muevan ante sus ojos, decoran el espacio que parece hundirse bajo sus pies. El cuerpo voluptuoso se pega al suyo, su piel, cálida como la música, le quita todos los miedos al compás del dos por cuatro. Sólo siente, tiembla y baila, una y otra y otra vez, hasta quedar casi extenuado en el embrujo de la danza.
      — ¿Me acompañas a casa?-le dice de pronto mirándolo a los ojos. Asiente sin palabras y camina, fascinado, detrás de la falda roja que zigzaguea marcando el rumbo hacia la puerta. A lo lejos, escucha a Carlos que grita —¡Bien Pedrito!—entre los aplausos de algún amigo.
      El frío de la noche porteña lo envuelve. Ella se prende mimosa de su brazo. El rumor del tránsito le quita las palabras y se deja conducir por el taconeo rítmico entre las luces de la ciudad. El edificio, algo despintado, marca la llegada. Tiembla. Tres cuatro ocho, Segundo Piso, como el tango piensa, mientras el ascensor le devuelve su imagen asustada en el espejo.
      Las llaves abren el departamento. Ella enciende las luces y lo invita a entrar. Cierra la puerta. Entonces, Pedro, conoce el paraíso.