martes, 15 de julio de 2008

La lotería de Norberto (ejercicio)

Norberto Zuretti

      —Pero sí, hijo, te digo que tu padre está aquí conmigo, los estamos esperando, bueno, ¿qué me decís vos?, vengan de una vez, hasta luego.
      — ¿Qué te dijo, Renata?
      —Ya están volviendo, están locos, dicen que nos dejemos de soñar, que ya vienen y hablamos.
      — ¿Qué dejemos de soñar, pero qué se cree este mocoso?, justo él que fue el primero en pedir el coche nuevo, que no joda.
      —Sigo anotando, el emepecinco para la nena, ¿emepecinco, no?, seguro, porque el emepecuatro ya es obsoleto, esas botas de cuero que me vuelven loca, tus lentes de contacto…, y la casa, la casa, Fermín, ¿una casa nueva?
      —Pero, claro, mujer, ¿cómo vamos a continuar en el departamento?, con todo ese dinero que ganamos este lugar nos va a quedar diminuto, sobre todo si dejo de trabajar en la concesionaria, ya me estoy imaginando la cara de Ruíz de los Llanos cuando se lo diga.
      —Y urgente otro coche para vos, una 4x4 último modelo, ¿la Hilux es la que te gusta, no?
      —Y una notbuc, de las más modernas, con guaifai y blutuz.
      —Una computadora nueva, de esas que hasta te hacen masajes y mimitos, con el monitor de plasma más grande que haya.
      —Un televisor elecedé de setenta pulgadas, un jomtiater, el sillón masajeador.
      —Y un celular de esos a los que puedo cargarle mil quinientas canciones, con auriculares inalámbricos y gepeese y alarmas que me hagan acordar hasta de dejar de soñar un poquito cada tanto.
      — ¿Una casa de fin de semana, te parece?
      —Por supuesto, Fermín, y en un cauntri, por la seguridad, a partir de ahora vamos a tener que andar con mucho cuidado.
      —Anotá también un coche para vos, Renata, sólo para vos, el 206 que tanto te gusta.
      —Huy, sí. Rojo.
      —Eso, un 206, rojo, full, con aire acondicionado y cristales polarizados y el mejor equipo de música, con control remoto.
      —Y no nos olvidemos, aire acondicionado central en la nueva casa, para todos los ambientes, hasta en el quincho y el lavadero y el cuarto de servicio.
      —En la del cauntri también, no va a ser menos que la otra.
      —Sí, para verano e invierno, así nos olvidamos de andar encendiendo y regulando estufas o desplazando los ventiladores.
      —Y las dos casas totalmente automatizadas, ya estoy harto de apretar fichas y botones, subir y bajar ventanas, prender y apagar las luces, correr las cortinas.
      — ¿Y algún coche para Florencia y Gerardo?
      —Para los chicos también, claro, no nos vamos a olvidar de ellos. Para Gerardo el Ford Focus con el que siempre sueña, a Florencia por ahora podríamos comprarle un ciclomotor. Anotá, anotá.
      —Seguro, por lo menos hasta que la nena sea mayor de edad. Ya lo pongo en la lista, y agrego el dinero para Gerardo así monta la empresita de edición de video.
      —Hablando de los chicos, ¿no te parece que están tardando demasiado?
      —Y, no sé, recién me dijo Gerardo que ya estaban regresando. Probablemente estuvieron los de la televisión, es un primer premio grande, andá a saber.
      —La casa nueva la compraremos con sótano, un sótano bien amplio y ventilado, así puedo traer una mesa de billar y aparatos de gimnasia e instalar un sauna.
      —Y te podés preparar un ambiente exclusivo para ver cine y los partidos.
      —Por supuesto, ya tengo en vista un proyector de video con una pantalla inmensa. ¿Te imaginás, Renata, una sala con paredes alfombradas y butacas reclinables con apoyapiés y bandejas removibles como en los aviones?
      —Fermín, ahora que somos dueños del mundo, ¿por qué me decís que compraremos una casa?, mejor contratamos a un arquitecto y la construimos como queremos, ¿no te parece?
      —Tenés razón, mujer, qué vamos a andar buscando acomodarnos en los deshechos de otros, además, mientras dura la obra nos vamos a recorrer España, a visitar a tus abuelos, si alguno queda vivo.
      — ¿Vos no tenías un pariente en Milán?
      —No, no era en Milán, me parece que Nápoles, una especie de primo de mi bisabuelo materno, debe tener cerca de ochenta años. Ponelo en la lista, no nos vayamos a olvidar de nada.
      —Iremos a Nápoles también, y por las dudas a Milán, y a la torre Eiffel, y a Londres.
      — ¿Y a Nueva Zelanda?, me muero por conocer la Polinesia y a esas tribus exóticas, maoríes o cómo se llamen.
      —Vamos a tener tiempo de recorrer el mundo y disfrutar, ya vas a ver.
      —Nos podríamos quedar un año en…
      —Esperá…, perdoname, ¿no escuchaste algo?
      —Me pareció que era la puerta, ¿Flor, Gerardo, son ustedes, volvieron?
      —Sí, pa, ma, ¿están sentados?
      —Claro, ¿qué pasa?
      — ¿Cobraron, les pagaron todo?
      —Ma, pa…
      —Vamos, chicos, cuéntennos de una vez, que no saben cómo estamos.
      —Escuchame, pa, ma, ¿ustedes se acuerdan bien el número?
      —Claro que sí, Gerardo, ¿qué pasa, hijo?
      —Es el 20837, lo sigo desde hace años, el mismo número que jugaba el abuelo, cómo no lo voy a recordar.
      —No…
      — ¿Cómo que no, querida?, quince años que todos los viernes compro el mismo billete en el local de Angelito, acá a dos cuadras, me vas a decir, vamos.
      —Vengo de Lotería y Casinos y…, mirá…, no sé cómo decírtelo, pero nos equivocamos, salió el 20387, apenas tenés el premio de la última cifra.
      — ¿Qué decís vos, me estás jodiendo…, che, nena…, me está cargando tu hermano, qué pasó, andá, decime?
      —Pa…, ma…
      —¡¡¡Neeeeeeeeeeeeenaaaaaaaaa…!!!

viernes, 4 de julio de 2008

Velas

Pedro Carriere

      Se levantó trabajosamente de la cama cuando los primeros indicios de claridad se filtraron por las hendijas de la ventana. Desayunó rápido y se puso a decorar con chocolate una torta de limón que había cocinado la noche anterior. Luego buscó, en el fondo del cajón de la cómoda, una vieja cajita de cartón forrada con una tela celeste ya deteriorada por los años, allí ella guardabas las velas de cumpleaños pasados. Estaban las de los primeros años, esas velas de colores con forma de números, había otras abrazadas por figuras de superhéroes de aquel tiempo. Ráfagas de recuerdos oxigenaron su memoria. Sonrió. Tomó el tres: una vela amarillenta con el pabilo quemado y apenas visible; y el uno: blanco, notablemente más largo. Su hijo cumplía ese día treinta y un años.
      La torta quedó lista, eran las ocho y media de una mañana tibia del veintiuno de noviembre. A las nueve, como todos los días, ya escucharía su encantadora voz.
      Destrabó con esperanza la puerta del frente y abrió las ventanas para ventilar la casa. Se sintió abrazada por un dulce olor a jazmín que venía de un patio vecino, aspiro profundamente, empalagándose. Miró el reloj, aún faltaba pero igual buscó la torta y la apoyó con suavidad sobre un mantel blanco y almidonado. A un lado, a unos veinte centímetros, una ajada foto de su hijo descansaba apoyada en el parlante de la radio.
      Nueve menos dos minutos encendió la vela del tres, luego la del uno; se sentó en su mecedora mirando por la ventana que da al patio. Lo esperó.
      Una voz familiar y puntual acarició sus oídos con un encantador aunque muy distante: “Hola, buen día”. Sin girar siquiera la cabeza le susurró, como todos los veintiuno de noviembre, un dulce feliz cumpleaños mientras la voz trabajada de su hijo, el locutor, continuaba surgiendo nítida y envolvente desde el parlante de la radio ocultado cuidadosamente por la foto. Con sus ojos gastados de lágrimas y de esperas, ella observó, a través de la ventana, como las hojas de la vieja higuera se movían ondulantes aferradas a esos retorcidos troncos que el destino, indiferente a todo orden, había esculpido.
      El viento, que de soledades sabe, entró sigiloso por la ventana y a pesar del nudo en su garganta transparente, apagó misericordiosamente las velas.

Pedro Carriere.

miércoles, 2 de julio de 2008

Mi ventana

Pedro Conde

(Aunque el óxido del tiempo o el olvido te impidan cumplirlas, no dejes de hacerme promesas ¿De qué si no llenaría el colchón de mis sueños?)


      Fue durante el mes de sus vacaciones, que como un guardián diligente, patrullé por su calle. Y mis ojos, desobedientes de lógica, se alzaban esperanzados a las hojas de su ventana, buscando un movimiento, un destello de luz que indicara su vuelta y el fin de mi tristeza.
      Por que la quería. Yo lo sabía, y el resto de mis amigos y todo aquel que me viera mirarla, y el camarero que nos traía las hamburguesas, y la dependienta de la tienda de ropa, y el vecino del quinto, y el médico que no necesitaba auscultar mi corazón, y el anciano de las vallas de la obra, y los niños del recreo, y el pescador del malecón, pero ella, ajena, me martirizaba con su ignorancia. Y cada día, mientras caminaba al trabajo, construyendo sueños, embriones de futuros idílicos, acumulaba fuerzas para decírselo en cuanto volviera.
      Durante todo ese mes ensayé las frases que la convencerían, y practiqué por las calles, como un loco que habla solo, la entonación que la derritiera en mis brazos. En su ausencia, me sentí rico en dolidas horas interminables, que sólo encontraban consuelo cuando salía a pasear con cualquier destino, y como por arte de magia, acababa en su calle, pasando junto a su puerta y buscando como enamorado sabueso restos de su perfume, recuerdos de su risa y dejando mis pupilas colgadas de su ventana, deseando.
      A medida que se acercaba el día de su vuelta, mi decisión perdía fuerzas frente a la posibilidad de perderla aun como amiga. Solo de vez en cuando, como un latido desacompasado, y sin más razones que el loco deseo de la felicidad plena, volvía al punto uno de las prioridades con tal energía que pareciera caminar dos kilómetros delante de mí. Un minuto más tarde, la afilada aguja del miedo pinchaba otra vez el globo de mi deseo. Trabajando en este dilema, esa tarde del 20 de Enero, mientras volvía sucio y cansado a casa, dando un rodeo por su calle, vi clara la señal que acabó con mis dudas. De su ventana, de las hasta ahora solitarias cuerdas del tendal, algunas blusas, señales de su presencia, desde que me vieron, infladas por el viento agitaban las mangas en una clara danza de alegría.
      Me duché dos veces, el pánico hace sudar. Repasé mentalmente, y en voz alta, las frases ensayadas, y hasta sus respuestas. Todos los pantalones tenían algún fallo, y acabé volcando el armario sobre la cama prenda por prenda. Nada era lo bastante bueno, y ante la vista de mercadillo de mi habitación, desechaba los planes.
      Pero al menos tenía que verla… y hablarle… y decírselo.
      Fui a la floristería de la esquina, como no me decidía busqué el consejo de la dueña y compré un ramo que regalé a un cubo de basura dos calles más allá. Compré bombones, un globo, un libro, una tarjeta, y como amapolas arrancadas de entre el trigo, en pocos minutos los regalos perdían su brillo, su esencia y sintiéndolos indignos para ella, los di a aquellos con los que me cruzaba. Con las manos desnudas y sabiéndome tonto, luchaba por que mi dedo temeroso tocara el botón de su piso en el portero automático. Como se negaba a hacerlo, como huía de él lo mismo que si se tratara de un dragón hambriento, sin previo aviso y por sorpresa, cambié de dedo.
      — ¿Sí?— Mariposas en el estómago
      —Soy yo — No tengo aliento ni para dos palabras.
      Aquel día descubrí que las escaleras desgastan la memoria, en cada peldaño que subía, un trozo de mi texto ensayado se quedaba prendido, en los balaustres se enredaban algunas frases, y así llegué arriba, me detuve frente a la puerta con las manos vacías, sin memoria, y delante de otro timbre amenazador. Por suerte ella abrió sin que tuviera que llamar.
      —Hola— Mariposas en el estómago.
      —Hola— Y como no supe continuar, y como tuve miedo de que ella dijera algo que me quitara el valor, tapé su boca con la mía.
      Desde poco tiempo después, a veces, desde el tendal de esa que ahora también es mi ventana, nuestras camisas, infladas por el viento o llevadas por la alegría de estar juntas, al igual que nosotros, bailan entre sábanas.

Soledad Martínez

Montse Villares

      Driiiing. Ya estaba allí. Dudó unos instantes antes de abrir la puerta mientras se retocaba, delante del espejo de la entradita. Suerte que decidió ir a la peluquería. Llevaba meses sin cuidarse; desde la boda de su hermana… ¿Por qué tuvo que casarse si ya tenía sesenta y uno? — se preguntaba Soledad con sus solitarios cincuenta y dos recién cumplidos. Sin quererlo, se había hecho a la idea de pasar la vejez, como el resto de su vida, junto a su hermana. Se sentía traicionada... Aunque se repasara con carmín los labios, no podía pintarse una sonrisa. Descolgó el interfono:
      —¿Si?
      —¿Soledad Martínez ?
      —Sí. Suba.
      Ignoraba cómo había llegado a aquella situación. La soledad es muy mala, dice la gente que no está sola. Los que lo están, como ella, no dicen nada, sólo notan como día a día dejan de ser persona. El tiempo se hace eterno sin hablar con nadie, sólo oyen el eco de sus pasos. Y miran por la ventana, incluso por la mirilla de la puerta, para ver quién pasa, por si pudieran robarle unos minutos de su atención que les devolviera al mundo de los humanos.
      Un día tuvo suerte, se paró en el rellano la vecina con sus niños y a Soledad le dio tiempo a quitarse la bata, coger el abrigo y las llaves, hacer ver que salía a un recado, y así pudo adular a esos niños que llevaban la cara llena de mocos y los pantalones destrozados a la altura de las rodillas con restos de sangre. La vecina con una sonrisa a medias, tiraba del niño y aunque Soledad le ofreció algo para curarlo, más por estar acompañada que por ayudar, ella lo rechazó con educación ya que estaba a sólo un piso de su casa. Le habría gustado alargar más la conversación pero el llanto ensordecedor del pequeño no lo permitió. La vecina consiguió llevarse a los niños y Soledad sin darse cuenta se encontró en la calle. ¿A dónde voy? En ningún sitio me esperan. La panadería estaba cerca. Mientras esperaba su turno se dio cuenta de que llevaba las zapatillas de estar por casa y el pijama bajo el abrigo. Soledad cogió el pan y el cambio. Al salir tropezó con su silueta reflejada en la puerta de vidrio. Era patética. Apartó la vista y regresó a casa.
      Todo empezó una noche en que harta de ver en la tele anuncios de turrones y cavas con gente felizmente acompañada, se sintió muy sola… apagó la tele y hojeó un diario. En la página de clasificados se detuvo: “Alex, 37 años. Si te sientes sola, llámame”. Quizás era su alma gemela.
      Sonó el timbre. Abrió la puerta. Era un joven moreno de rasgos y acento sudamericano, bien vestido.
      —¿Señora Soledad Martínez?
      —Señorita. Pero pase, no se quede ahí.
      Pasaron al comedor y se sentaron uno frente al otro.
      —¡Qué descuidada! No le he ofrecido nada.
      —No se preocupe.
      —¿Señor…?
      —Mi nombre completo es Francisco Alejandro Buendía. Pero puede llamarme Alex.
      —Está bien, Alex. ¿Quiere tomar un café? ¿Una copa de anís? ¿Una coca-cola?
      —Coca cola y ginebra, gracias. Y por favor, tutéame.
      —Sí. Disculpe. Digo, disculpa. Estoy algo nerviosa. A mí puedes llamarme Sole. No tengo ginebra pero quizás sirva esto. Es coñac, lo tengo para los guisos. Normalmente no bebo. Una copa de anís algún día.
      —Okey.
      Ella se tomó su anís. Bebían en silencio. Escrutándose el uno al otro pero sin saber por dónde empezar.
      —¿Su primera vez?
      —Sí. -Contestó sin saber bien bien a qué se refería ¿la primera vez que tenía una cita? ¿la primera vez que llamaba a un anuncio de esos? Para todo era su primera vez.
      —¿Tiene música? Mejor con música.
      —Sí. Claro. Tengo una colección de clásicos ¿te gusta Vivaldi?
      —Y salsa. ¿Tienes algo de salsa?
      —No. Creo que no. ¿Sirve Gloria Stefan?
      —Sirve.

      Dejó que el ambiente se impregnara de música mientras la miraba de pie, junto al tocadiscos. Se le acercó despacio y le retiró el pelo hacia atrás acariciándole el cuello y la nuca. Ella sintió un cosquilleo que le sacudió todo el cuerpo. Se giró lentamente y él le acarició los labios. Esa sensación tan suave y placentera le hizo cerrar los ojos. Seguidamente la cogió por la nuca y acercó sus labios a los suyos. Notó su calor, pero siguió con los ojos cerrados. Tras unos segundos que dejó sólo para asegurarse de no hacer nada que ella no quisiera, la besó suave y largamente. A Soledad le pareció tocar el cielo con los dedos. Después, él empezó a desabrocharle la camisa por el botón del cuello. Ella, con los ojos cerrados notaba como le quitaba el tercer botón, junto a su pecho. Abrió los ojos. Le cogió su mano y le llevó a su habitación. Él bajó la persiana, aunque no del todo. Entraba una tenue luz que dejaba ver sus cuerpos imprecisos, como flotando en el aire, como en un sueño…
      Y soñó que él le cogía sus manos y las acercaba a su camisa para que la desabrochara, despacio, titubeante, notando ese cuerpo caliente, palpando ese pecho ligeramente cubierto de vello y reteniendo su olor. Tras quitarle la camisa le miró a los ojos. Él condujo sus manos al pantalón para que fuera consciente de sus actos. Cuando él quedó sin ropa la tumbó sobre la cama y la desnudó poco a poco, acariciando, besando cada centímetro de piel cuya existencia ella había olvidado. Con sus dedos expertos destapó la caja del deseo y bebió de su cáliz absorbiendo sus jugos hasta notar sus convulsiones. Durante unos minutos ella se sintió plena.
      —Me alegro de que haya ocurrido. No quería morir virgen.
      —Hubiera sido un desperdicio.
      —No sabía que fuera tan agradable, tan relajante.
      —Puede ser como tú quieras que sea.
      Siguió un silencio prolongado que hubiera deseado que no acabara jamás. Pero él tras unos minutos y un cigarro le preguntó por el servicio. Saliendo a la izquierda. Le vio recoger su ropa y la colilla y alejarse. Soledad se envolvió en la sábana y se acurrucó embriagada en un nuevo perfume, mirando hacia la puerta y esperando que volviera. No quería quedarse sola. No. No volvería a estar sola. Él regresó vestido y se sentó en el borde de la cama.
      —Sole, eres un sol – le acariciaba el hombro descubierto-, pero tengo que irme. ¿Tienes cien euros?
      —¡Aah! Sí. Claro. – Atinó a sacar el dinero de una caja que guardaba en la mesita de noche – .Ten. Y ahora, ¿vas con otra mujer?
      —Mejor no quieras saber.
      —Tienes razón. No quiero saberlo. Sólo quiero que vuelvas conmigo.
      —No hay problema. Cuando me llames, vendré.
      —¿La semana que viene?
      —¿A la misma hora? No fallaré – le dio un beso en la frente y se marchó.
      Ahora tenía un motivo para vivir. Para levantarse de la cama por las mañanas. Para arreglarse e ir a comprar; estar guapa para él. Y no en vano se lo notaron las vecinas de la escalera, la peluquera, la panadera… todas alabaron el corte de pelo, el brillo en los ojos, ese aspecto tan agradable… y hasta los hombres. Sí, sorprendió a Antonio, el pescadero, mirándole el escote mientras pesaba unas almejas. Empezó a notar que los hombres reparaban en ella. O quizás era ella la que se fijaba en ellos. Antes no se atrevía a mirarles a los ojos más de lo justo. Ahora buceaba en sus ojos. ¿Realmente sólo buscaban una cosa?, como le había repetido siempre su madre. Ahora Soledad sabía qué era lo que ellos buscaban y sonreía. El sexo, ese tabú para el que no la habían preparado, no era algo que sólo ellos desearan; ella, ahora, también.
      Alex la visitaba los martes. Soledad quería retenerlo cada día más tiempo. Le pidió que la acompañara a cenar.
      —Si eso es lo que quieres, mi amor, no hay problema. Serán doscientos. Vendré a las ocho.
      Ella le preparaba las más suculentas recetas de pescado aderezadas con vino blanco y música de Tito Puente. Y él le hacía sentir la mujer más deseada del mundo.
      Este feliz trato duró unos meses; hasta que se le acabaron los ahorros. Después él desapareció. Soledad le siguió esperando. Quiso creer que volvería y cada martes se levantaba ilusionada, iba a la peluquería y luego a comprar. En la frutería le guardaban mango y Antonio le reservaba el mejor lenguado.
      —¿Qué pondremos hoy Soledad? ¿Ha visto qué rape tan guapo tengo?
      Soledad miraba el pescado sin decidirse. ¿Vendrá él hoy? Si no, ¿para qué? Sus ojos ya no brillaban; ahora estaban envueltos en añoranza. Antonio lo notó. No fallaba ningún viernes, cuando compraba para ella y su hermana: sardinas, mairas, bacalao, y un puñado de mejillones, almejas y gambas para la paella. Cada semana igual, hasta que dejó de venir. Lamentó su ausencia y en ese momento se alegraba de su regreso. Estaba acompañada, seguro; compraba el mejor pescado sin preguntar el precio y la ración era para dos. Deseó que le fueran bien las cosas. Cuando se está tantos años detrás de un mostrador se sabe mucho de las personas por lo que compran. Por eso ahora la veía vacilar ante la decisión ¿compro para dos? ó ¿sólo para mí?
      Soledad se quedó mirando el rape sin contestar. No tenia hambre, sólo pena.
      —¿Piensa cómo prepararlo? ¿Lo ha probado a la vasca? Yo le pongo perejil fresco. Fíjese si será fresco que lo cojo de una maceta que tengo plantado, luego lo lavo y lo corto bien picadito, después…
      Ella le escuchaba, aunque sólo a medias. Pensaba en Alex. Ya llevaba tres semanas sin visitarla. Mientras aquel hombre le hablaba de sus pescados como si fueran sus hijos, y con qué amor preparaba sus recetas. Realmente lo vivía. No podía decirle que no.
      —¿A cuánto está?
      —A diecinueve euros el kilo, pero por ser usted se lo pondré a quince. ¿Hace?
      —Sí.
      —Bien. Si lo deja sería un desperdicio.
      Ella notó una chispa. Quizás era sólo una coincidencia, pero esas palabras no las podía olvidar.
      —Perdón, ¿cómo ha dicho?
      —Que sería un desperdicio desaprovechar este rape. Lo puede cocinar como Vd. quiera y seguro que le queda bien.
      Le entraron ganas de invitarle a cenar. Pero ¿cómo? Y si estaba casado. Y si tenía a alguien. Miró sus manos. Llevaba un guante de red metálica en la derecha y con la otra asía un cuchillo. No le vio ninguna alianza. Finalmente le preguntó:
      —Y… ese rape a la vasca, ¿cómo lo hace?
      —Para chuparse los dedos.
      —¡En su casa estarán contentos con tan buen chef!
      —Francamente lo estarían, pero vivo solo.
      —¡No me lo puedo creer! Con lo trabajador y buen cocinero que es usted.
      —A las mujeres les gusta el pescado, en el plato. Pero no en la ropa. No sé si me entiende. Este olor no se va fácilmente.
      —Pues yo no encuentro que huela mal.
      Aquel martes Soledad no cocinó; se comió el rape a la vasca y Antonio la devoró.

martes, 1 de julio de 2008

Todos los festivales y varios paquetes de "Camel"

Sara

      Cuando le diagnosticaron cáncer de pulmón, lo tuvo claro: "Yo no voy a morirme así sin más. Soy joven, así que me criogenizaré y despertaré cuando tengan la cura de mi enfermedad".
      El médico ya se lo había dicho años antes, si seguía fumando tanto terminaría con cáncer, pero ahora sólo le quedaba un mes de vida, y aquellas advertencias...poco importaban.
      María miró la televisión un momento: estaban televisando el festival de eurovisión. Lo había visto todos los años y, sin embargo,se pasaría unos cuantos años sin verlo. Por ello, pidió varios deseos antes de meterse en la caja: los festivales de eurovisión grabados que se iba a perder y varios paquetes de "camel", por si le entraba el mono...

El beso

Norberto Zuretti

      Lo de que las vaquitas son ajenas y las penas de nosotros lo tenía bien internalizado la Porota, sobre todo y como remate después de la inscripción en el concurso junto al Cholo, ya que habiendo tantos otros tipos como la gente, lo del Cholo casi resultaba una calamidad, y por ahí quedaban el hijo de la almacenera, el rubio Simón, o Mancuso exhibiendo su lomo alevosamente, hasta inclusive el gordo que vende seguros..., pero el Cholo..., justo a ella tenía que tocarle esa desgracia, encima después de haber sufrido como sufriera para vencer su timidez y presentarse así a escondidas de la patrona, pidiéndole con mentiras permiso por unos días, guardar unas pocas cosas en un bolsito y llegarse hasta la gran carpa de circo en las afueras, con muchísimo más cagazo que esperanzas.
      La Poro nunca había estado en un circo, ni siquiera de chiquita, pero lo había visto tantas veces por la tele que ya sabía cómo la ponían retriste los payasos, también la asustaban los acróbatas y los pobres animalitos amaestrados le daban mucha pena. Decir que del circo sólamente se usaban la carpa inmensa y las butacas, que si no jamás se hubiera animado. Pero los premios sí que valían la pena. La Poro calculaba que hasta consiguiendo un cuarto o quinto puesto podía dejar su trabajo e irse para Buenos Aires. Con qué ganas abandonaría el pueblo, las mañanas y tardes dele fregar y fregar, las artimañas y el ingenio para rescatar alguna caricia o un abrazo a escondidas entre un mandado y la plaza o la oscuridad del zaguán los anocheceres. Cuando su prima Felisa le contó del concurso, ella ni siquiera se atrevió a pensar que podía participar, pero Felisa y el Cacho le insistieron tanto que una tarde se decidió, en su cuarto juntó los pesitos para la inscripción y, mientras anochecía, se escabulló hasta la gran carpa, donde le hicieron escribir su nombre y apellido en una lista en la que la Porota alcanzó a ver nombres conocidos, tan conocidos que le dio mucho miedo y enrojeció de vergüenza. Pero no seas opa, le insistió el Cacho, vos tenés mucho aguante y vas a llegar al final. Felisa prometió prestarle su vestido preferido, tan escotado y todo abotonado adelante, y Sarita, que no iba por la panza de casi ocho meses, le trajo sus zapatitos de tacos y collares y pulseras. Voy a ir a apoyarte con Maruja y el Rengo, vos tenés que ganar este concurso, te lo merecés más que nadie, ya vas a ver, flaquita, ya vas a ver.
      Y así, entre constantes arrepentimientos a favor y en contra de ir, llegó finalmente el sábado y la Poro, que esa mañana había discutido con su patrona doña Nelly, a la hora de la siesta y todavía con el gustito de la bronca en la boca se encaminó hacia las afueras del pueblo, por las calles menos transitadas. Esquivó el cuartel de bomberos porque su patrón era voluntario y a ella la conocían de cuando le llevaba el equipo de mate las veces que él quedaba de guardia. Tampoco pasó frente a la usina, ya que allí seguramente estaría el negro Delucía que es tan amigo de Nito, y si bien a ella tanto no le importaba Nito, al menos Nito era una relación segura y era discreto y tan tímido. Ni siquiera se atrevió a invitarlo, sobre todo porque no quería que la vieran con Nito, y aparte porque él no iba a aguantar ni un par de horas siquiera. Con el Cholo, por lo menos, no podía irle tan mal. El Cholo, de puro estúpido nomás, se iba a quedar hasta lo último. Seguro que sí. Lástima eso de soportarle el aliento y la baba, pero la Poro pensaba que no le quedaba otro remedio, que después de un par de horas se acostumbraría. Qué distinto hubiera sido con Simón, por ejemplo, ahora la estarían envidiando todas, pero al rubio lo lleva bien atado Lucia, la hija de la farmacéutica, quién sabe gracias a qué gualicho.
      Los participantes se iban acomodando por parejas en el medio de la pista, mientras Manolo Artaza, el Muñeco de la tele, probaba micrófonos y luces. Parecía tan normal así en persona, ni por asomo era ese animador vigoroso que todos los domingos conducía el programa ómnibus de la tarde sin cansarse nunca.
      El Cholo se le acercó con el cartelón del número doce colgado en la espalda, y se paró a su lado con una mueca que a la Poro no le cabía dudas de que debía ser una sonrisa.
      Mirá, Cholo, le dijo ella despacio, no te vayas a olvidar nunca que ésto es un concurso y nada más, y que nos tocó juntos por descarte, eh..., eh..., decíme che, ¿te lavaste los dientes..., eh?, pero el Cholo se encogió de hombros y miró para otro lado.
      La Poro los saludó a Rosita y a Julio, a la Tana que seguramente buscaba al Gallego Fernández, y a Teresa y la Ñata que andaban perdidas de sus parejas. A las mellizas Saldivar no les dirigió el saludo, ni a la narigona Lucrecia que llevaba a la rastra al pobrecito de Anselmo. Todos se iban acomodando dentro de la pista circular, pero preferentemente se quedaban cerca de donde se suponía iba a estar el jurado y Manolo Artaza. Ahora se habían prendido más luces, la ropa y el maquillaje del muñeco Artaza brillaban, las butacas se iban ocupando con tanto público que la Poro se decidió a no mirar por temor a su vergüenza, mientras el vestido de Felisa la apretaba y se le pegaba al cuerpo como ahogándola. Los de la orquesta ya estaban casi todos en sus asientos. Hacía cada vez más calor. El piano se atrevió a probar con las primeras notas, y después una trompeta soltó un quejido largo y agudo. Ya se habían terminado de encender las luces, cuando alguien dijo que acababa de llegar la comisión organizadora y su comitiva. Los del jurado, cinco hombres y dos mujeres entre las que la Poro descubrió a doña Luz, de la sociedad de fomento, ya estaban en sus asientos, a un costado del acceso a la pista. Uno de los organizadores dio un breve discurso, enumeró los cinco primeros premios y los diez premios consuelo, y le cedió el micrófono a Manolo Artaza que, ahora sí, lucía igualito que en la tele.
      Tomá, le dijo la Poro al Cholo mientras le metía cinco chicles de menta en la boca para después limpiarle enérgicamente los labios con un pañuelito.
      Daban tanto calor los reflectores que a la Poro se le pegaba el cartel en la espalda. La orquesta entonaba una marcha cansina mientras el Muñeco zigzagueaba entre las parejas, revisando que todos tuvieran sus carteles colgados en la espalda, repitiendo una y otra vez que les deseaba suerte y que tuvieran en cuenta que no podían separarse y que había que aguantar, y que cada vez que tocara la orquesta tenían que bailar, también sin separarse. La señal para el comienzo iba a ser el próximo golpe de platillos en la batería. Bajaron la intensidad de los reflectores hasta casi quedar la pista totalmente a oscuras, y la música se hizo un murmullo que apenas se diferenciaba del ronroneo inarmónico del público. En primera fila estaban Felisa, Cacho y Sarita, apenas un poco más atrás, Maruja y el Rengo sacudían una tela amplia en la que habían escrito su nombre. Casi todas las butacas estaban ocupadas, pero seguía llegando gente.
      Cuando las luces comenzaron a aumentar su intensidad, igual que la música el nivel de sonido, la Poro volvió a fregar la boca del Cholo con el pañuelo hasta que sintió el golpe de los platillos y entonces se apretó contra el cuerpo flacucho de su compañero, y mientras recitaba santa maría madre de mmññios le estampó los labios sobre la boca al Cholo y repitió para sus adentros, madrecita, madrecita, tengo que ganar este concurso...
      Bailar con el Cholo era como hacerlo con un poste, y encima su boca, fría, babosa, y ese tufillo a encierro y a grapa que la menta apenas conseguía disimular. En cuanto pueda, pensó la Porota, le encajo el resto de los chicles y listo. Qué distintos a los labios de Nito, dulces, blandos y carnosos. Aunque si tuviera que elegir, a la Poro no le quedaban muchas dudas, el Lungo Mancuso tenía una boquita que ella se comería toda, seguro que muy en puntas de pie para alcanzar su altura, pero bien colgada de ese cuerpo tan atlético como único. Lástima que Mancuso es otro de esos engrupidos que se la pasan en el gimnasio o haciendo facha en el bar de la terminal. De reojo lo vio bailando con Amparito Saldivar y un ramalazo de envidia la hizo apretarse contra el Cholo hasta que el aliento a ciénaga la devolvió a su realidad de número doce, a las manazas transpiradas en su mano y en su espalda, y a Manolito Artaza que no cesaba de caminar entre las parejas recomendándoles que no tenían que separar las bocas y bailar sólo mientras tocara la orquesta, que si no quedaban descalificados. La Poro, totalmente distraída, se concentró en esa parodia de baile para asegurarse de dominar bien la situación ya que sabía que su compañero no era capaz. Así que, cuando segundos después se detuvo la orquesta, la Poro, exageradamente atenta, lo frenó al Cholo sosteniéndolo del cinturón mientras se le apretaba muy fuerte por temor a que el imbécil se soltara. Tres parejas quedaron afuera por no parar de bailar y dos por dejar de besarse. El Muñeco Artaza pidió aplausos para los diez participantes que se retiraban. La Porota vio la alegría de la Maruja y el Rengo mientras agitaban su bandera. Al continuar la orquesta fue más fácil, el Cholo obedecía sus tirones como un perrito faldero, ella se sentía confiada. Había sorteado el primer obstáculo.
      Cuando todavía sonaba la tercera pieza, muy orgullosa de la seguridad que se le iba instalando, la Poro empezó a tomar conciencia del cuerpo del Cholo y del abrazo, de que el Cholo se iba acomodando lentamente a la situación y, venciendo su timidez, apretaba un poco más, se movía distinto, tal vez más seguro.
      Una hora después y con cerca de diez parejas menos en la pista, la Poro se dio cuenta de que el engendro que bailaba con ella en realidad era un ser humano, y estaba vivo, y sus labios intentaban sin éxito abrir los suyos, empujando, buscando el resquicio por dónde meter una cuña para seguro después toda la lengua y el aliento a vómito que ni los chicles podían disimular. La Porota pudo vencer la náusea pensando en el viaje a Buenos Aires. Doña Nelly siempre contaba de la cantidad impresionante de edificios altos y de los coches. La costanera, el obelisco en la avenida 9 de Julio, la cancha de Boca con su sector de platea para mujeres. Lástima que ese sueño costara tanto: la vergüenza de regresar a lo de sus patrones después del concurso, el olor ácido de la transpiración del Cholo, la insistencia de su mano derecha de agarrarle las nalgas. De reojo veía a sus amigos flameando la bandera, y así sabía que todo estaba bien, que en realidad le importaba un carajo doña Nelly y lo que pudieran decirle los vecinos cuando todo terminara. Entonces volvía a acomodarse, cosa que el Cholo tuviera bien claro quién llevaba la manija, pero con prudencia para que ese energúmeno no se ofendiera o asustara. Así que lo apretaba pero manteniendo la suficiente distancia, siempre sin dejar de atender a la orquesta, sin distraerse nunca, esperando el corte de la música para frenar a su compañero evitando que se suelte o que se caiga.
      Como a las tres horas, la Porota no podía ocultar su regocijo, el Muñeco Artaza indicaba que habían quedado eliminadas la narigona Lucrecia y Antonia Saldivar que estaba con Dos Pesos. Le dio mucha lástima por Dos Pesos, no se lo merecía pero que se joda por haberse enroscado con un bicho como la Antonia. Por Anselmo ni se afligió, la imbécil de Lucrecia se iba echándole la culpa, seguro que por unos días ni aparecería por la farmacia.
      Un rato después, en momentos que casi no sabía cómo hacer para contenerlo al Cholo, quien avanzaba en el abrazo y en los toqueteos y ella ya sentía en su vientre una dureza que la empujaba mientras la manaza derecha de su compañero insistía en los descensos como queriéndose meter entre sus nalgas y por debajo del vestido, de reojo y muy forzada lo vio correr a Manolito Artaza hacia donde estaba el jurado, así que sin importarle un comino el ritmo lo obligó al Cholo a un giro repentino en el que casi pierden el equilibrio, pero al menos sirvió para calmarlo porque después se sometió manso a sus manejos, y hasta aflojó la presión de los labios y separó un poco el cuerpo. Desde esa nueva posición la vio a doña Luz discutiendo con Armando Cien Fuegos, el cura del pueblo, y Aurora Saldivar, la madre de las mellizas y colaboradora de la parroquia. Al cura le llamaban Cien Fuegos porque se la pasaba diciendo que las llamas iban a venir para acabar con los pecadores. A la Aurora no la tragaba nadie, tanto se la pasaba en la iglesia que había muchos que le imaginaban un rollo con el cura. Seguramente se enteró que sus hijas participaban y se vino urgente a frenar este bochorno. Ahora habían bajado casi todos los miembros del jurado, y después de discutir un rato al borde de la pista, se ve que los convencieron y se fueron para adentro, pero antes de ello la Aurora tomó a Amparito de los pelos y se la llevó a la rastra, dejándolo solo a Mancuso, que se fue sorprendido y boquiabierto detrás de ellos, sin poder comprender lo que pasaba. A la Poro se le vino el alma al piso por lo del Lungo, pero le duró tanto como lo que tardó en sentir los huesos del Cholo que la abrazaban, y más concretamente sus pies o sus rodillas, pisándola o golpeándola.
      El Muñeco Artaza volvió a correr por la pista y avisar que ya hacía más de cuatro horas que estaban bailando y que dentro de una hora se iba a suspender hasta la mañana siguiente, porque todavía quedaban cerca de treinta parejas y no habían previsto que durara tanto. También avisó que para la continuación iba a estar la tele, ya que el concurso había atraído a mucha gente y no hubo espacio para todos.
      La Porota no podía doblar el cuello de tanta fuerza que hacía para mantenerlo tranqui a su compañero, y encima le dolía la cintura debido a las posiciones que adoptaba para evitar que avanzara el apetito sexual del Cholo, ya que no era capaz de impedir sus erecciones.
      En la ronda siguiente, mientras bailaban una cumbia, si acaso se podía llamar baile a esa estúpida secuencia de garabatos a los que se entregaban los participantes a esa altura de la noche, el Cholo se le resbaló ni bien ella frenó los movimientos y la obligó a apoyar una rodilla en el piso para darse el envión y regresar a la postura de estatuas. La Poro se puso a temblar pensando que podían descalificarlos, pero el Muñeco Manolo pasó muy cerca de ellos señalando a otras parejas el camino de salida. La Porota estuvo por darle una patada en los huevos al Cholo debido a su distracción, pero se apiadó al verle los ojos abiertos del susto, seguramente él también pensó en la patada y no quiso arriesgarse. Por el rabillo del ojo los vio irse muy tristes a la Tana con el Gallego Fernández, la Tana hecha un mar de lágrimas se refugiaba en los brazos de Maruja que se la llevaba a sus asientos. Ahora la orquesta arremetía con una tarantela, menudo lío arrastrarlo al Cholo primero para aquí y después para allá y ahora volver, y encima cuidar de que no aparte la boca y que también no se pase de la raya y, sobre todo, el dolor en el cuello y la molestia en la cintura. Para colmo, en cuanto se detuvo la orquesta a ella le tocó quedar medio inclinada hacia un costado soportando todo el peso muerto de su compañero, quien ya le iba tomando el gustito a los recesos y los aprovechaba para descansar y recuperar el aliento. La Poro sentía que la baba del Cholo se le resbalaba por el cuello y le bajaba por las axilas y los pechos hasta empaparle el corpiño. Por momentos se le ocurría que estaba sosteniendo una babosa gigante que sudaba y sudaba.
      Las piezas siguientes fueron el mayor castigo que podían recibir, por supuesto que después del Cholo. Un tango, una chacarera y un rock, dejaron en el camino a cuatro parejas. Cerca de la medianoche se retiraron del circo. La competencia continuaría a partir de las 8 horas del día siguiente, con las veintitrés parejas que quedaban.
      Al salir del circo y ver que el Cholo encaraba para el lado del arroyo, la Poro, después de un breve cuchicheo con sus amigos, lo alcanzó y casi se lo llevó a la rastra hasta la casita de Maruja y el Rengo. Después de apartar la mesa y las sillas, tiraron colchas y almohadones para improvisar una gran cama. También se quedaban el Cacho, Sarita y Felisa, quienes no querían llegar tarde al día siguiente.
      Por más esfuerzo que hiciera la Porota para acostarse bien lejos de su compañero de baile, por la mañana se despertó con un dolor en el pecho y, a medida que pudo ir abriendo los ojos, descubrió que lo tenía al Cholo casi encima con sus manazas apretándole la teta. Le costó un esfuerzo sobrehumano separarse del energúmeno y después despertarlo. A pesar de todo, consiguieron llegar a tiempo al circo y tomar unos mates gracias al termo de Maruja. Se cruzaron con un par de vecinos que los saludaron y le desearon suerte. La Poro no podía dejar de pensar en la cara de sus patrones, quienes a esta altura seguramente ya se habían enterado.
      Parecía mentira la cantidad de gente..., ni siquiera la vez de la Bomba Tucumana se había juntado tanto público, y sobre todo un domingo a la mañana. El que seguramente estaría hecho una fiera sería Cien Fuegos, porque a esa hora la Porota ya se imaginaba la cantidad de gente que habría en la iglesia.
      Entraron.
      El Muñeco Artaza brillaba más que la noche anterior.
      Los de la tele estaban por todos lados con sus reflectores y sus cámaras.
      Los del jurado tomaban café y se pasaban un paquete inmenso de tortitas negras y medialunas.
      El Cholo, mucho más confianzudo que la noche anterior, no dejaba de franelearla y se le había pegado como una estampilla.
      A la Porota le temblaban las piernas, ni quería pensar en qué lío se había metido mientras miraba hacia el público y no era capaz de encontrar a sus amigos entre tantísima gente, decir que Manolito Artaza apuró los trámites y otra vez se atenuaron las luces y la orquesta preparó el inicio generando expectativa entre el púlpito, que ahora estaba en absoluto silencio.
      Y una vez más fueron los platillos, y el estruendo.
      Y las luces, y la música, y el aplauso.
      Una vez más la boca del Cholo se pegó a la suya mientras su lengua, ahora desde temprano, comenzó la tarea de asedio y empuje y la Poro se dio cuenta que se había olvidado de los chicles y esta vez el aliento del compañero parecía de ultratumba. Todavía le dolía el pecho a consecuencia del manoseo nocturno, cuando se dio cuenta de la dureza que le aplastaba el vientre, y supo que todo le iba a resultar más difícil que la noche anterior. Después de tres detenciones y unas seis o siete parejas menos, se notaba que algunos aún no se habían despertado del todo, la Poro no sólo no sabía cómo hacer para evitar la mano del Cholo en su culo, sino que a medida que pasaban las piezas, los roces y las horas se dio cuenta de la humedad en su bombacha y de que también le iba tomando el gustito y que, al fin y al cabo, si una se acostumbra a tantas cosas..., ¿qué podía tener de malo el aliento del compañero, sus erecciones o sus abrazos? Unas piezas más adelante, encerrados entre tres camarógrafos que los enfocaban de arriba y de abajo y desde tres lados distintos, la Porota no era capaz de salir de su asombro al descubrir que lo inmenso que le parecía la pista se debía exclusivamente a que apenas otras cinco parejas y ellos la ocupaban, y el burbujeo en el pecho era en realidad una especie de regocijo transmitiéndose a sus muslos que ahora, felinamente, apretaban una pierna del Cholo como si bailaran un tango, mientras el Muñeco, eufórico y reluciente, no dejaba de gritar que faltaba muy poco y que casi todos los que quedaban en la pista ya tenían premio y que había que aguantar un rato más, sólo un rato más, minutos apenas para alejarse definitivamente de la cara regañona de doña Nelly, de la temperatura exacta para el mate del patrón, los pañuelos en el costado izquierdo del estante, la escoba en el placarcito del pasillo y quedar a un paso escaso, así y ahora, violentamente casi, de algún viaje largo en tren, de las plateas femeninas en cancha de Boca, del apriete rabioso del Cholo mientras vencía la resistencia de sus dientes y una lengua dura y fibrosa le inundaba la boca y la ahogaba y la música o ella se dejaba resbalar por un pozo que parecía no tener fondo, pero en realidad ya no le importaba.

La otra mirada