jueves, 19 de junio de 2008

El fin del mundo, según Majo (ejercicio)

Majo López Tavani

      Comen. Comen hasta morir. Cualquier alimento les sirve. He visto hombres reventar con pan duro, polenta cruda, chocolate, harina. He visto ancianos masticar sin dientes, tragar sin abrir los ojos, sin un espasmo que indique el paso lento de la muerte.
      Se dice que siempre hubo casos, pero hace unos meses las muertes se multiplicaron hasta dejar desiertos los campos, las ciudades. Sobreviven los niños y algunos adultos. Pocos adultos, que se esconden en sus casas, vacías de comida, y salen obligados por el hambre y dejan el cuerpo en algún rincón maldito.
      Comen. Comen hasta morir.

domingo, 15 de junio de 2008

El fin del mundo, según Luisa (ejercicio)

Luisa Matallana

Alejandro llegaba a casa desde su origen payanés, trayendo entonces la delicadeza y la formación propia de las buenas gentes de esa región - lugar en que tomó asiento una cierta aristocracia culta en los tiempos de la colonia y que hizo cuna allí -. Este Alejandro viene a cuento porque un día trajo a casa un copetón, un pajarito de no más de diez centímetros de alto y con cuerpo de pulgar como lo son la mayor parte de los de su especie, pero éste tenía su cierta peculiaridad: había pasado por las peores suertes que uno pueda imaginar: un ojo perdido en el colmillo de un gato con botas, las puntas de las alas cortadas a tijeretazo de amo encarcelador, y una pata casi que de palo que apenas si apoyaba para dejar descansar un poco la que aún le servía para andar. Mi madre, quien quería a Alejandro como a un hijo, en un gesto similar, adoptó al copetón, bueno, eso es un decir, lo adoptamos entre todos o casi todos los de la familia, y desde entonces le dimos por nombre: Alejandro Copetón. Mis recuerdos también son peculiares, no puedo decir de otra manera sobre esa vivencia de mis tres o cuatro años en que Alejandro Copetón gustaba de esconderse entre los cabellos que cubrían mi cuello, cuando no posarse sobre alguno de mis hombros para hacerle muecas de ogro feroz a mi hermana, la única que no había podido con su irrupción en la economía familiar. Y no era para menos, pues Alejandro Copetón paseaba sobre la mesa a la hora de desayunar y picoteaba los botones de su blusa en medio de esa confusión monocular delirante en granos de alpiste y triturados de maíz. Y el cuento de Alejandro Copetón llega hasta el día en que desapareció, en que me contaron los mayores que había decidido salir de viaje fuera de la ciudad, y así lo creí yo y así lo tuve por cierto durante algunos años - ¡qué se yo si diez, once o doce! -, esos años que terminan con el arribo a cierta edad en que ya se es apto para escuchar. Entonces supe cómo fue su partida. Mi madre, en un tono que no era alegre y tampoco triste, y con la seriedad que merecía aquel asunto, dijo: "Alejandro Copetón marchó a buscar el fin del mundo en el fondo de su corazón". De esa manera afloraba la poesía de mi madre y más ante despedidas sin adiós y sin rewind, re-record y replay posible. Sin embargo, el final del cuento no era tan de corazón, pues Alejandro Copetón desapareció entre las aguas del alcantarillado de la ciudad tras quedar hipnotizado en el ojo huracanado formado por las cruzadas y artificiales corrientes del doble-u-ce.

El fin del mundo, según Carlos (ejercicio)

Carlos

      El veintitrés de noviembre del año dos mil sesenta y tres, Estados Unidos lanzó un masivo ataque sobre Europa con gas risín. Centenares de misiles de largo alcance fueron cargados con el mortífero gas y dirigidos contra el viejo continente. Era la culminación de más de treinta años de desencuentros y de una competencia feroz en los ámbitos económico y político. La vieja Europa, incapaz de reaccionar a tiempo, lastrada por una burocracia kafkiana, presenció su hecatombe en una indefensión total. El gas risín alcanzó las principales ciudades, y se expandió con la rapidez y el poder letal que lo caracteriza, hasta una altitud de mil quinientos metros. La población, inerme, apenas tuvo tiempo para comprender que llegaban entre risas sus últimos momentos de vida. El gas, como todo el mundo sabe, provoca un agudo efecto hilarante que en pocos minutos presenta dificultades respiratorias, espasmos, dolores abdominales, convulsiones y, finalmente, la muerte.
      Aquella mañana Pepín recibió la visita del médico y de una enfermera. El doctor le pidió con un movimiento de la mano que no se quitase la máscara de oxígeno, luego le olfateó unos segundos y sonrió a su ayudante.
      —Lucero —dijo el galeno— hágale un informe de alta. Este hombre se va a su casa hoy mismo. Ahora —aconsejó al enfermo— a cuidarse para que no se repita el infarto.
      La enfermera, tostadita como un turista del Inserso, estaba escribiendo con letra picuda el alta de Pepín cuando el mundo se vino abajo para disgusto de todos. Sonó un silbido prolongado, seguido de un tremendo zambombazo en la calle. Luego otros más lejanos. Las paredes temblaron, un puñetazo de viento rompió los cristales y se escucharon gritos de mujeres en todas las plantas. Luego, nada. Silencio. La Lucero se acercó a la ventana haciendo crujir mil cristalitos con los pies, echó un vistazo a la calle y se volvió hacia el médico con el rostro risueño.
      —Joder qué ruido, —dijo— casi me detiene el desarrollo.
      —No te asomes, muñeca —dijo el doctor— a ver si te van a caer cristales y te cortan el pescuezo. Los de la bata blanca se echaron a reír como dos niños. Era tanto el jolgorio que Pepín estuvo a punto de quitarse la máscara para unirse a ellos, aliviado porque lo del bombazo no hubiera sido nada. Pero se lo pensó mejor cuando vio entrar mansamente un humo amarillento por las ventanas rotas, que invadió rápidamente la habitación. Las risas del médico y su enfermera fueron haciéndose más escandalosas y más tontas, a medida que su imagen se diluía en aquel aire dorado. Las carcajadas llegaban de todas las partes. En las habitaciones contiguas, en la calle, en los pasillos, había una multitud de personas tronchándose de risa, sin que Pepín le encontrase la gracia al chiste.
      —¡Huy... empiezo a verlo todo en blanco y negro...! —dijo el médico, retorciéndose de risa. Y la enfermera se abrazaba a él y celebraba su gracia con grandes carcajadas.
      Pepín no salía de su asombro. Por precaución se apretó más la máscara contra la cara y tapó con las manos, como pudo, los resquicios por donde se podría haber colado aquel humo guarrindongo. A las risas siguieron las congestiones, las toses y las salivas yéndose por mal sitio. Pronto el cuarto pasó de la juerga al ahogo, y del chiste a la angustia. La cara de la Lucero parecía un tomate muerto de risa, mientras un golpe de tos le fue cambiando el semblante e impacientando los brazos. Cuando el doctor vio, entre carcajadas, que los golpes en la espalda eran inútiles y que con las manos la enfermera le decía que se ahogaba y le decía adiós al mismo tiempo, el galeno la tumbó en el suelo y trató de hacerle la respiración boca a boca. Pero fue imposible, porque las toses terribles que también a él le sacudían no le dejaron hacer el trabajo. La Lucero, entre convulsiones, movió los brazos todo lo que pudo hasta que los dejó quietitos.
      Fue en ese momento cuando el doctor —que no era del todo gilipollas, como parecía demostrar el hecho de que hubiera acabado una carrera— se volvió hacia el enfermo y comprendió por fin. Demasiado tarde porque Pepín estaba de pie, encima de la cama, y tenía en sus manos la gorda manivela de articularla. Cuando el médico saltó torpemente sobre él, para arrancarle de la cara la máscara de oxígeno, Pepín pudo ahorrarle unos minutos de tos desagradable, despachándolo con un certero hostión asestado en la cabeza. Luego empujó con un pie el cadáver, para tirarlo al suelo, y se volvió a meter en la cama, respirando aquel bendito oxígeno. Permaneció así un par de horas, tapadito para no resfriarse, hasta mucho después de que el aire volviese a ser incoloro, inodoro e insípido.
      A eso de las doce, Pepín se retiró un momento la máscara de la cara y respiró un par de veces. Ningún pensamiento gracioso vino hasta su mente, por lo que supuso que el efecto de aquel gas amarillo había desaparecido por completo. Se levantó de la cama, fue a su taquilla y se vistió de calle. Salió al pasillo y buscó la escalera. El espectáculo era increíble. A lo largo del pasillo y en todas las habitaciones había muertos con aspecto de haber pasado un mal rato antes de quedarse fritos. Objetos tirados por todos los sitios y, junto al mostrador del control de enfermería, se amontonaban los cuerpos de cinco o seis enfermos que se habían acercado al lugar en busca de auxilio, pero no habían encontrado más que dos enfermeras muertas de risa. El silencio era total. Caminó sobrecogido de espanto por el largo pasillo y bajó las escaleras. En el piso primero escuchó el ruido de una cisterna en el lavabo de señoras.
      —¿Hay alguien ahí? —su voz sonó espectral en el silencio del edificio. Nadie contestó.
      Por una vez en la vida iba a empujar la puerta de un lavabo del otro sexo cuando alguien abrió desde dentro. Retrocedió un par de pasos y vio que del cuarto de aseo salía una mujer. Tendría menos de treinta años, pelo castaño y largo, recogido en la espalda y los ojos grises y algo oblicuos, gatunos. Su cara reflejaba el miedo y la sorpresa de encontrar alguien con vida en el hospital. Se estaba despegando de la muñeca un esparadrapo y presentaba, en el dorso de la mano, un boquete que, hasta hacía un rato —dedujo Pepín— habría albergado una aguja con suero.
      —¿Has tenido puesto oxígeno? —preguntó Pepín. Ella dijo sí con la cabeza.
      —¿Hay alguien más vivo? —volvió a preguntar el joven. Ella movió la cabeza de un lado a otro. — ¿Sabes lo que ha pasado? —volvió a preguntar. Y recibió de la desconocida la misma respuesta.
      Aquella chica parecía trastornada por la impresión. Pepín entró en el cuarto para beber agua del lavabo y luego inspeccionó algunas habitaciones de la planta: la misma desolación en todas. Se asomó por una ventana y vio que en la calle el tiempo parecía haberse detenido. Había muertos en las aceras y en los coches parados en medio de la calzada. Algunos automóviles habían chocado con la confusión creada por la risa. Dos o tres tenían el motor en marcha.
      Sacó un móvil del bolsillo trasero de su pantalón y marcó un par de números de teléfono. Nadie respondió. Entonces se acercó la chica, miró su cara de estupefacción y pareció comprender. Luego ella le pidió el teléfono, marcó a su vez un número, esperó un rato, y se echó a llorar. Era un llanto primitivo, animal, un llanto gutural y profundo. Hay que joderse —pensó Pepín—, se acaba el mundo y me toca quedarme con una Eva que es muda.
—      Esto ha sido un ataque de Estados Unidos con gas hilarante —explicó a la muda en dos palabras— Pronto desembarcarán para apropiarse del territorio. Si esto ha pasado en Zaragoza, el resto de Europa ha debido de seguir la misma suerte.
      Pepín sabía del gas risín por la televisión y los diarios que, desde hacía algún tiempo, venían alertando de la existencia del peligroso gas, en manos de Estados Unidos, y de sus terribles propiedades. Después de todo, pensó mientras echaba una última ojeada a su alrededor, la industria, las casas, la maquinaria y hasta los víveres están intactos. Estos cabrones van a quedarse con miles de años de historia. Y con la Seo por el mismo precio. Un sentido primario de identidad se rebeló en su interior.
      —Me voy a las montañas. Tengo entendido que este gas sólo llega hasta determinada altitud. Pasada una hora se diluye sin dejar rastro. Por encima de esa cota tiene que haber gente viva. Habrá que organizar la resistencia. ¿Vienes?
      Dudó la mudita. Lo de la resistencia le parecía una solemne idiotez, pero tampoco había en su agenda nada más interesante que hacer, entre tanto muerto. Hizo un gesto a Pepín para que la esperase y corrió a su habitación. Volvió enseguida, con el bolso, los labios pintados y un libro en la mano. Bajaron juntos hasta la planta baja y salieron a la calle.
      La callecita del hospital estaba bloqueada por unos cuantos coches atravesados. Caminaron hasta la confluencia con una avenida de cinco carriles. Allí había cierta posibilidad de progresar. Pepín buscó un cortaúñas en su bolsillo y trató de abrir las puertas de tres o cuatro coches aparcados. Terminaron los intentos cuando la muda le tomó del brazo y le llevó hasta un BMW ocupado por un muerto más bien grueso. Entre ambos pudieron sacar el cuerpo y dejarlo en la calzada. Luego tomaron asiento; entonces Pepín dudó.
      —Yo no tengo carnet —dijo—. ¿Tú sabes conducir?
      La mudita asintió con la cabeza. Cambiaron sus puestos en el coche y, con grandes dificultades, avanzaron por la calle sorteando toda clase de obstáculos. A duras penas consiguieron llegar a la salida de la ciudad y tomar la autopista que va hacia Navarra Echaron gasolina en una estación de servicio, tomaron bastantes provisiones de la tienda y enfilaron el camino de la montaña. La marcha era muy lenta. Los pensamientos se agolpaban en la cabeza de Pepín mientras la muda conducía con prudencia por una autopista salpicada de accidentes. En la guantera había dejado la chica el libro que traía del hospital: el Aleph. Al ver que Pepín estaba hojeándolo le hizo un gesto que parecía una interrogación. Pepín pensó que le preguntaba si lo había leído.
      —No, no lo he leído. Esto de las novelas me parece cosa de maricas.
      La muda sonrió sin dejar de mirar al frente. A la salida de un cambio de rasante se encontraron de improviso un coche atravesado. La chica dio un volantazo a derecha y a izquierda que consiguió evitar el choque. La zozobra del automóvil coincidió con dos golpes en el maletero, que atrajo la mirada de los dos jóvenes hacia el espejo retrovisor. Pararon unos metros más adelante y bajaron a inspeccionar. Dentro del maletero había un hombre maniatado y con un tiro en la cabeza.
      —¡Hostias! —se sorprendió Pepín— este muerto es anterior al fin del mundo.
      La chica hizo un gesto con las manos que indicaba amplitud, a ambos lados de sus caderas.
      —¡El gordo! —tradujo Pepín— El gordo era un asesino, el muy cabrón.
      Sacaron el fiambre como pudieron y lo dejaron en la cuneta. Retomaron la marcha por la autopista. Qué sociedad la nuestra, pensó el muchacho, en la que cualquiera puede ir con un muerto en el maletero. ¿Habrá sido esto un castigo bíblico? Miró a la muchacha y vio la misma cara de preocupación y de desamparo que debía de tener él. Sumido en sus reflexiones, llegó a la conclusión de que, por un curioso azar, ella estaba pensando lo mismo. — ¿Piensas en qué coño nos habremos equivocado. verdad? —Y la mudita dijo sí con la cabeza.
      —A veces tiene que ocurrir una hecatombe para que la humanidad rectifique —añadió Pepín en tono apocalíptico.
      Pero la muda negó ahora con su cabeza castaña. Y con la mano derecha le pasó un mapa de carreteras que el gordo llevaba entre los dos asientos delanteros. Pepín comprendió inmediatamente. Rodaban en una dirección equivocada. Se habían pasado de largo la salida hacia Huesca.
      La salida hacia Huesca, qué contratiempo. Nada grave en realidad, ahora que el tiempo carecía de la importancia que tuviera antes. Volvieron atrás, tomaron la autopista correcta y viajaron durante horas hacia el Norte. A veces Pepín sorprendía a la conductora mirándole furtivamente, otras era él quien daba un rápido repaso a la silueta femenina que le acompañaba en esta nueva vida. El sentimiento de soledad que les embargaba era espantoso.
      —Me llamo Pepín —dijo él, pasado Sabiñánigo.
      La chica sonrió e hizo un gesto con la mano pidiendo un bolígrafo. Como Pepín no encontró ninguno, y la noche comenzaba a caer sobre una carretera llena de curvas, pidió a la muchacha que no se preocupase y mirase hacia delante. Ya tendría tiempo para las presentaciones.
      —Conduce con cuidado, no vayamos a estrellarnos contra esos robles.
      La carretera serpenteaba dentro del bosque. Era tremendo pensar que el pequeño mundo que iluminaban los faros era casi todo lo que existía. Y sin embargo había vacas pastando a un lado de la carretera. La mudita tocó el brazo de Pepín y se las mostró esperanzada.
      —Puede que estemos llegando a la cota esperada. También es verdad —puntualizó Pepín— que las vacas no se ríen. No pueden morirse de risa.
      Una serie de interminables curvas dio paso a una campa donde había más vacas. Era noche cerrada y las luces largas iluminaron la larga recta. Al final la carretera estaba cortada por un jeep del ejército.
      —Pon las luces de cruce y avanza despacio.
      El coche aminoró la marcha y fue acercándose al vehículo militar. Pepín pudo ver el inconfundible escudo rojo de la División Acorazada en un lateral. De la parte trasera surgieron dos soldados con los fusiles colgando del hombro. Hicieron señas para que el coche se detuviese. Cuando se paró, uno de ellos se acercó a la ventanilla de Pepín, mientras que el otro permanecía alerta.
      —Buenas noches —saludó el soldado— ¿De dónde vienen?
      —Somos supervivientes —dijo Pepín.
      —¿Testigos de Jehová?
      —No. Hemos sobrevivido a las bombas.
      El militar iluminó las caras de los dos ocupantes del BMW con una linterna y luego hizo una señal al otro soldado para que se acercase a la puerta del conductor.
      —Salgan del coche y muestren su documentación.
      Pepín salió del automóvil y, mientras buscaba su carnet de identidad, fue cacheado de un modo rutinario por el soldado.
      —¡Coño, Matute, mira quién está aquí! —oyó decir a su espalda. En seguida sonó una bofetada. Pepín miró hacia la otra puerta, donde estaban de pie la mudita y el segundo soldado. La chica se estaba acomodando la cazadora. Mientras tanto el llamado Matute revisaba su carnet con la ayuda de la linterna.
      —¿La conoce? —preguntó Pepín.
      —No —respondió el soldado— Así de repente había confundido a su mujer con una antigua amiga. Discúlpenme.
      —Stanley —dijo Matute— alcánzame la documentación de la señora.
      —Ignacia Flores —leyó en alto, maquinalmente— ¿Son ustedes de Zaragoza?
      —Sí —respondió Pepín, tomando de la cintura a la muchacha, que se había acercado a él, quizás intimidada por la presencia de los soldados.
      —¿Y a qué vienen aquí a estas horas? —volvió a preguntar Matute.
      —A unirnos a la resistencia —respondió Pepín.
L      os dos soldados se miraron atónitos. Matute se echó a reír con sus pequeños ladridos. Luego ofreció una botellita de coñac a Pepín.
      —¿Y se puede saber contra quién piensan resistir?
      —Contra los norteamericanos —comenzó a impacientarse Pepín— ¿Pero es que no saben Vds. que esta mañana han matado a toda la gente del llano?
      —¿Matado? ¿Cómo?
      —Con un ataque de gas risín —dijo Pepín.
      Stanley llegó hasta donde estaba Matute. Intercambió con él un par de frases en voz baja. Su semblante comenzaba a traducir preocupación.
      —¿A qué hora ha sido eso? —preguntó.
      —Al medio día —contestó Pepín.
      —Continúe, por favor —pidió Matute.
      —Todo el mundo ha muerto. Salvo en las montañas no queda nadie vivo. Hemos cogido este coche y algunos víveres y nos hemos venido con la esperanza de ayudar a preparar la defensa.
      —¿Hay más víveres en el llano?
      —Claro —indicó Pepín— Han muerto las personas, pero las cosas no han sufrido daño. Estos tipos lo han sabido hacer.
      Matute pasó una mano por el hombro a Stanley y se apartaron unos metros. Pepín no podía entender lo que estaban hablando, pero discutían probablemente acerca de lo que debían hacer. Sin duda —pensó— estos dos soldados están aquí de patrulla todo el día y no se han comunicado aún con nadie, ni siquiera con su unidad. La mudita permanecía abrazada a su cintura. Hacía frío y era noche cerrada. Los soldados volvieron, luego de un rato.
      —Bien, ocurre que nosotros estábamos aquí de maniobras —explicó Matute con rapidez— Habíamos notado, efectivamente, que a eso del medio día casi todas las emisoras comerciales de radio habían enmudecido. Y las que no lo hicieron, repetían hasta la saciedad los mismos anuncios publicitarios, como si no hubiera nadie para cambiar la cinta sin fin. Tenemos dos compañías de fusileros a tres cuartos de hora, monte arriba. No hay pérdida. Si ustedes continúan por esta carretera se toparán con ellos. Dado que nosotros no podemos abandonar el puesto hasta que nos releven, queremos rogarles que suban Vds. solos y expliquen al comandante lo que ha pasado. Pero tomen el jeep, que es más seguro.
      Lo de tomar el jeep no parecía muy ortodoxo. De todos los modos, ya nada era ortodoxo en la vida. Por otro lado, pensó Pepín, el comandante de aquella unidad tenía que conocer aquel desastre. Estaría en contacto por radio con su estado mayor. Claro que su estado mayor estaba en el llano. En cualquier caso, se despidieron de los soldados, se acomodaron en el jeep y la mudita tomó el volante. Arrancaron y comenzaron a subir la larga recta que acabaría internándose en otro bosque. Pepín se volvió para mirar una última vez a los militares. Se habían montado en el BMW y hacían maniobra para darle la vuelta y ponerlo mirando al valle. Antes de que llegase el jeep al final de la recta, pudo ver las luces rojas del coche alejarse carretera abajo a toda prisa.
      —¡Han desertado! —le dijo a la mudita.
      Ella, que estaba ya curada de espanto, con todo lo que había ocurrido durante el día, lógicamente no dijo nada, pero, mientras conducía con la mano izquierda, dejó posar la derecha sobre la rodilla del joven. Dos lágrimas furtivas escapaban de sus ojos, como un pago adelantado de la terrible incertidumbre a la que estaban abocados. Los faros del jeep iluminaban la carretera que escalaba por el bosque, en una subida lenta y tediosa. Entonces la mano de la mudita, huérfana hasta extremos indecibles, comenzó a abrir la cremallera de una nueva era, buscando un poco de humanidad.

El fin del mundo, según Norberto (ejercicio)

Norberto Zuretti

      —Por fin, creí que no te iban a dejar salir
      —Me escapé, no se dieron cuenta, todavía están discutiendo, son insoportables.
      —Por lo menos los míos no se pelean.
      — ¿Trajiste el larga vista?
      —No, no lo encontré, pero ¿a vos te parece que vale la pena?
      —Y, digo, para verlo mejor, para verlo antes.
      —Igual va a llegar hasta acá, ¿no?
      —Eso dicen, claro, va a llegar a todos lados, si se supone que es el fin del mundo.
      —Ta.
      —¿Y tu hermano, volvió?
      —No, y ni siquiera llamó, desde que se enteró hace más de una semana que no quiere hablar con nosotros, mamá insiste, pero él no la atiende.
      —Lo mismo hace mi tío, y pensar que me quiere un montón, pero desde hace dos o tres días no hay caso, lo llamo a cada rato, pero nada, corta, yo sé que es él el que corta, le conozco la respiración, siempre respira así el tío.
      —Mirá, mirá ese coche, qué bestia, casi se sube a la vereda.
      —No sé para qué corre tanto.
      —Mi papá me dijo que todo este descontrol es por lo mismo, y que a último momento va a ser peor, que la gente se va a ir volviendo cada vez más loca.
      —Y será esta noche, claro, por eso te decía de venir acá afuera, así vemos lo que pasa sin estar encerrados.
      —¿Será distinto, te parece que acá afuera será distinto?
      —Ni me lo imagino.
      —¿Vos estás seguro de que vamos a ver algo?, mi abuela dijo que va a ser muy rápido, que ni nos vamos a dar cuenta.
      —Sin embargo, por la tele te están dando consejos desde hace un montón de días. A toda hora hay pastores y curas hablando como siempre de no sé qué.
      —Parece que esos consejos no sirven de nada. Sobre todo a tus viejos, miralos cómo están, si hasta aquí llegan sus gritos. Los míos, por suerte, andan tranquilos, me insisten en que no hay que preocuparse. Lo que sí, hace un rato no dejaban de abrazarme y me comían a besos, puaj.
      —¿Y cómo no van a estar tranquilos, no me decís que tomaron tranquilizantes?
      —Hasta que yo salí, no, todavía no, tenían las pastillitas desparramadas sobre la mesa, pero aún no las habían tomado. Nada más estaban en silencio, mirándose y sonriéndose a medida que pasaban las páginas del álbum de fotos. Me embola cuando agarran el álbum, sobre todo cada vez que señalan a ese monstruo sin dientes y con los pelos parados, e insisten con que era yo de chiquito.
      —Já, yo zafo, nosotros no tenemos una sola foto, porque la que nos había regalado tu mamá, ¿te acordás?, estábamos los tres en la terraza…, papá la rompió en mil pedazos aquella vez que se pasó con el vino.
      —Escuché que hay gente a la que no le gusta aparecer en las fotos, parece que es como si les robaran el alma.
      —No, qué va, es que les da vergüenza y no se pueden ver a ellos mismos. ¿Quién te va a robar el alma, decime, y para qué?
      —Qué sé yo, me dijeron nomás.
      —¿Tenés miedo vos?
      —¿Yo?, no, ¿por qué, vos sí?
      —Psss…, qué te pensás.
      —Tus viejos…, ¿tendrán miedo?
      —¿Y los tuyos?
      —Yo no tengo ningún miedo.
      —Yo tampoco.
      —¿Pensás que vendrá una tormenta?
      — ¿Un terremoto?
      — ¿Será una explosión?
      — ¿Cómo una bomba?
      — ¿Vos querés entrar?
      — ¿Y vos?
      —Se está bien acá, no hace frío.
      —Lo pasamos mejor que adentro, está claro el cielo. Vení, acompañame.
      — ¿Adónde vas?, esperame.
      —Agachate, que no te vean, quedate ahí, no hables, que no nos escuchen…
      — ¿Qué ves, qué están haciendo?
      —Sssshhh…
      — ¿Y…, siguen ahí?
      —Sí, vení, volvamos a la vereda, vení.
      — ¿Qué hacían?
      —Lo mismo de siempre, discuten a los gritos, no paran.
      —No van a cambiar nunca.
      — ¿Vos…, no querés saber…, de los tuyos, digo?
      —Y sí, acompañame vos ahora.
      —Bueno, pero sólo hasta aquí.
      —Ya los veo.
      — ¿Y…?
      —Vení, vamos. Ahora sí. Continúan con el álbum de fotos, los dos sentados a la mesa. Están un poco serios, se agarran de las manos.
      —Igual de aburridos que los míos.
      —Pero ya se tomaron las pastillas, me di cuenta.
      —Huy…, ¿qué me mirás así?
      — ¿Te parece que…?
      — ¿Faltará poco?
      — ¿No tenés miedo vos?
      — ¡Qué te pensás!
      —La noche está igual.
      —El cielo también.
      — ¿Vamos hasta la esquina?
      —Dale.

El fin del mundo, según Pedro (ejercicio)

Pedro Conde

      La sala era fría, y gris, y tal vez lo uno por lo otro. El mobiliario escaso, una amplia mesa y dos sillas de metal con respaldo y asiento de tablero y formica. La habitación rectangular, de paredes desnudas. Detrás de él la puerta, delante un inmenso espejo que le devolvía su imagen asustada. Siempre presumió de entereza, pero ahora no podía ocultar su miedo; sus ojos, los mismos a los que rehuía en el cristal, lo delataban. Sabía que desde detrás del vidrio le estaban observando, por eso luchaba contra su deseo de comerse las uñas o de hurgar en su nariz en busca de algún moco, no obstante, bajo la mesa se rascaba las yemas de los dedos como si quisiera borrarse las huellas digitales. Hacía una eternidad que le dejaron allí; enseguida vendrá su abogado le habían dicho, pero él no tenía abogado, ni dinero para pagarlo, será uno de esos de oficio pensó, y para distraer el tiempo, buscó en la pared de su izquierda manchas o diferencias de tono en la pintura gris sobre las que entretener sus ojos. Al sonido del picaporte le siguió el de las bisagras mal engrasadas, y un pequeño sobresalto que congeló su respiración. Trató de disimularlo, y se obligó a permanecer quieto, siguió la entrada de aquel tipo en el reflejo, y no le miró directamente hasta que hubo rodeado la mesa y se plantó justo delante.
      —Señor Conde, me llamo David Granados —le tendió la mano— ¿cómo se encuentra?
      Era joven, muy joven. En su cara, una sombra difusa, dispareja, apuntaba una barba en proyecto, una carrera de hormigas apenas en su labio superior. Su mano tendida hacia él mostraba un ligero temblor, eco de la última sílaba que nerviosa se quebró; una erre sin ritmo seguida de una vocal desafinada de adolescente. Como buitre carroñero, encontró su fuerza en la debilidad del otro, así, con un aire de suficiencia recién adquirido, levantó las manos y le mostró el acero que las unía por las muñecas. Acompañó ese gesto con una medio sonrisa que expresaba su evidente condición de prisionero y el rechazo a estrechar su mano.
      —Eh…, bien— retiró la mano al asa del maletín—. Me veo en la obligación de informarle
      —¿De verdad es usted abogado?—incrédulo, le interrumpió la frase.
      El otro mantuvo la boca abierta, esperando las palabras que el cerebro no le mandaba. Titubeó, y bajando un poco el volumen respondió alargando las últimas vocales de cada palabra, como si fueran caracoles que dejaran un rastro de sonido.
      —Lo cierto es que aún no lo soy. Verá señor Conde…
      —Conde a secas por favor— y apoyó la frente en sus manos esposadas, como intentando aclarar las ideas.
      —Su abogado no va a venir, tiene mucho trabajo y su caso es bastante común. Yo soy su ayudante. A él lo veremos en media hora en la sala del tribunal.
      —¿Cómo? ¿Qué coño dice?— tartamudeaba— ¿En el tribunal? Pero no he sido avisado de nada, no hemos preparado nada— Se levantó rápido, y las manos que se querían separar para gesticular su sorpresa, al estar atadas se reunieron entrelazando los dedos, en un claro aunque involuntario gesto de súplica.
      — Verá, déjeme que le explique. El turno de oficio está saturado, las listas de casos son casi infinitas, y quieren agilizar esto. Por lo que sé, están estudiando la manera de juzgar juntos a los que son acusados de los mismos delitos. Los casos como el suyo, son relativamente fáciles, no duran mucho. Por eso quieren acabar cuanto antes, quitar papeleo de las mesas… ¡vamos!
      —Eso es bueno ¿verdad?— parecía un ruego más que una pregunta.
      —Le pido por favor que no me interrumpa, no me resulta fácil— a estas alturas toda inseguridad asociada a su inexperiencia, se disolvió en la desesperación del prisionero, ahora su voz sonaba firme—. Lo tenemos mal, francamente mal. El fiscal es conocido por su total falta de piedad. El Juez es el mismo que creó muchas de las leyes que usted ha roto. Y no se cómo, pero tienen pruebas que le inculpan de todos los cargos, de todos y cada uno de ellos— puntualizó cada palabra de la última frase con un golpe de su índice sobre la formica gris de la mesa.
      —Pero algo podremos hacer ¿no?, no sé— movía la cabeza de un lado a otro, como si estuviera buscando en los vacíos rincones de la habitación las soluciones— alegar locura temporal, que estaba borracho— y miró fijo al joven, aunque retiró enseguida los ojos para que no se diera cuenta del nacimiento de su llanto.
      — No mucho, sólo declararse culpable de todo, y esperar la magnanimidad del tribunal.
      Permaneció con la cabeza baja, casi descolgada de los hombros. Se hizo un silencio tenso que ninguno quiso romper.
      — Señor Conde—se levantó la manga de la chaqueta y miró su reloj—, debemos irnos ya. Si quiere puede ir pensándolo por el camino.
      Al leve gesto de asentimiento a su imagen en el espejo, correspondió en breve que entraran dos alguaciles a la sala, se colocaron a cada lado del prisionero y cogiéndolo de los brazos le ayudaron a levantarse. No opuso resistencia, pero mientras caminaban por los amplios pasillos, la vergüenza por haberse desmoronado ante un joven imberbe, unido a la situación sin salida en la que parecía encontrarse, le hicieron recuperar el orgullo, la entereza, y mirando al frente se sacudió del agarre de los guardias, indicando que podía perfectamente caminar solo; y lo hizo, con la barbilla alta.
      Nunca había estado en juicio, su conocimiento del tema provenía de las películas y las series de televisión. No quería parecer un paleto y demostrando naturalidad miraba todo con aparente indiferencia. Admiró las grandes puertas de madera oscura de la sala del tribunal, y se maravilló con el derroche de mármol blanco que se puso ante sus ojos al cruzarlas. Las lozas que cubrían las paredes hasta una altura aproximada de un metro, reflejaban sombras y luces en su pulida superficie. Las vetas del mármol, también grises, ayudaban a suavizar los filos rectos de las columnas y de los rincones, aparentando a primera vista un espacio nebuloso y amplio, sin límites definidos. Caminaron por el pasillo entre los asientos del público asistente, algunos se volvieron a mirarlo, pero la mayoría cuchicheaban entre ellos y no mostraban interés ninguno. Al acercarse a la mesa del lado de la defensa, salió a recibirle un tipo con aspecto desaseado, un traje gris arrugado, como si hubiera dormido con él puesto. Tenía barba de varios días; la corbata no pasaba de ser un trozo de tela deforme atada a su cuello, y en sus ojos las finas venas se veían como precisas líneas rojas que amenazaban con explotar los globos oculares.
      —Señor Conde, soy su abogado— musitó tan bajo que las palabras parecían caer al suelo nada más salir de su boca.
      A pesar de su decisión de no mostrar debilidad, su entereza recibió otro varapalo al conocer a quien debía defenderlo. No se puede confiar en alguien cuya mano al ser estrechada, permanece tan floja, casi gelatinosa. Y con ese aspecto parece más cercano al abismo del suicidio que a la batalla que supone un juicio. No sabía qué decir y le sacó de ese problema la fuerte voz del alguacil que anunciaba la entrada del juez.
      —En pie.
      ¿Las togas eran blancas? Se preguntó.
      El viejo, cuando se sentó, miró al alguacil y con un leve gesto de su mano le indicó que siguiera.
      —Caso dos billones trescientos dieciocho mil cuatrocientos veinticinco millones sesenta y nueve mil catorce— El murmullo del público había bajado hasta casi desaparecer.
      —El Paraíso contra Pedro Conde Luque. Actúa como fiscal Satanás.
      —¡Cago en Dios!— dejó escapar entre dientes.
      —Preside el honorable y todopoderoso Dios.
      —¡Cago en la hostia!— maldijo, mordiéndose el labio inferior, su manía de no mantener la boca cerrada.
      —Levántese el acusado— se volvió a oír aquella voz de tenor—. Levante la mano derecha ¿Jura ante Dios decir la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad?
      Ahora todo empezaba a tener sentido. Como si hubiera sido un jarro de agua fría en su cara, la situación tomaba consistencia, dejaba de ser un sueño. Y se preguntó si sería capaz de tener la suficiente humildad para aceptar su derrota.
      —Sí, lo juro— dijo cabizbajo, aunque nada más decirlo supo en su interior que no había cambiado. Ya que con ese mismo juramento mantenía la línea que siguió durante su vida. Mentía como un bellaco.

      ---o---o---o---

      ¿Ironía? ¿Sarcasmo? Ahora que ya no podía dar por buena su postura de ateo convencido, tenía que aceptar que la famosa Justicia Divina estaba formada por las dos a partes iguales. Él las conocía perfectamente, había sido un maestro en su uso, incluso ahora, que en su cabeza trataba de ordenar todo lo que estaba sucediendo, no estaba libre de ellas.
      —En el día del juicio final— pensaba—, el fiscal es el demonio. Está claro que es mi maldita mala suerte. Y el juez es el mismo Dios, para el que nunca tuve una palabra amable, ¿debo decir mi “bendita” suerte?
      —Muchas son las acusaciones —intervino el juez abriendo una carpeta—, no deberíamos perder tiempo leyéndolas todas. Usted mejor que nadie las conoce. ¿Cómo se declara?
      El acusado, que apenas acababa de sentarse, se levantó de nuevo lentamente, y valorando lo que dijo el ayudante de su abogado, decidió que éste tenía razón. Era culpable de todo lo que recordaba, y seguro que de un montón de cosas que olvidó. Sopesó sus posibilidades de defenderse ante el mismo demonio, y aceptó que la única defensa para sus pecados era la aceptación de ellos; claudicar, y esperar la benevolencia del tribunal. Y como muestra de la persona que fue en vida, hizo gala pública de uno de esos pecados.
      —Me declaro inocente Señoría— y en el murmullo creciente del público encontró alimento a su soberbia.
      —¿Puedo añadir algo?— preguntó levantando la mano, pidiendo a la vez permiso y silencio.—Pido un aplazamiento— prosiguió—. Acabo de conocer a mi abogado, no hemos tenido tiempo de preparar el caso. Creo que sería conveniente y justo…
      —Este tribunal— acalló Dios su frase y el ya molesto chismorreo de los presentes— le concede treinta minutos.
      El alguacil les acompañó a una habitación parecida a la de interrogatorios, pero en esta no había ningún espejo. Se accedía a ella por una puerta lateral, justo al lado contrario donde estaba aquella por la que desapareció el juez. Los asistentes al juicio aprovecharon para comentar sus impresiones, y el bisbiseo crecía en intensidad, como una ola gigante que se acerca a tierra, para autorregularse cuando alguno de ellos, asustado por la crecida de las voces, chistaba fuertemente y dejaba el ruido al nivel de un susurro, que empezaba a crecer poco a poco de nuevo.
      No había pasado la media hora cuando los tres hombres, el acusado, su abogado y el ayudante salieron y tomaron asiento en su mesa. En la otra, la del fiscal, el demonio los miraba con una sonrisa pícara, y mostraba a través de ella unos dientes blancos y afilados. Dios hizo su aparición a los treinta minutos exactos, se volvió a ver la misma coreografía en la que todos se levantaron a la voz del alguacil.
      —Señoría— dijo Conde cuando le dieron el uso de la palabra—, quiero recusar a mi abogado— el rumor se convirtió en griterío de sorpresa.
      —¡Silencio en la sala!— intervino el juez rápidamente— ¿está seguro de lo que dice?
      —Sí, lo estoy. Quiero defenderme yo.
      —¿Sabe el alcance de su decisión?
      —Sí, señoría.
      —¿Es consciente de que este tribunal no tendrá un trato deferente con usted por su manifiesta inexperiencia en el desempeño de la abogacía?
      —Sí, señoría.
      —¿Y puede explicar a este tribunal, los motivos que le han hecho tomar esta decisión?
      —Señoría— por un momento, se vio a sí mismo como Tom Cruise en Algunos Hombres Buenos—, con el debido respeto. Creo que este juicio es de lo más injusto, no sólo tengo en la acusación a la mente más ladina, perversa y despiadada— pensaba en ese momento que un poco de adulación a Mefistófeles no le vendría mal si cabía la posibilidad de llegar a pertenecerle—, si no que acabo de descubrir que mi abogado no es otro que el mismo San Judas— prosiguió desde el centro de la sala, a donde había llegado mientras disertaba, y acabó dando a sus última frase toda la rotundidad posible—. El patrón de las causas perdidas.
      —Orden en la sala— martilleaba Dios en el estrado, tratando de acabar con el cada vez más persistente vocerío.
      —Se le concede al acusado la petición. Se le dan tres días para preparar su defensa, y contará para su ayuda con el apoyo en material legal de San Judas. Se levanta la sesión— Y salió airado de la sala, seguido de cerca por el vuelo de su túnica blanca.
      Conde no pensaba aceptar lo que cada vez veía más nítido en su cabeza. Con la elección de fiscal y abogado le estaban enviando un mensaje implícito y claro. No tenía nada que hacer. El demonio y San Judas. Paseó su mirada de uno a otro, y cuando se detuvo en el tipo ojeroso y desaseado, entendió perfectamente aquella visión que tuvo de él cuando entró en la sala y lo imaginó, colgado de su corbata de unos de los ventiladores que removían el aire en el techo.

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      Mientras caminaban, él flanqueado por los dos guardianes del principio, no dejó de pensar en lo que le había pasado en las últimas horas, y no como explicación lógica, si no deseada, lo único que se le ocurría era pensar que soñaba despierto que soñaba. Ahora, preocupado por más cosas, olvidó mantener una postura orgullosa, y no le importaba mirar curioso en todas direcciones, fijando sus ojos en aquello que llamaba su atención.
      Avanzaron por pasillos que daban a otros pasillos que a su vez desembocaban en otros. Giraron ahora a la izquierda, ahora a la derecha, una vez y otra vez, hasta llegar a pensar que podrían estar volviendo a la sala del tribunal o que se habían perdido y que nadie lo aceptaba.
      —¿Dónde estamos?— se atrevió a preguntar a Judas.
      —Enseguida llegamos.
      —No, me refiero a que en qué lugar estamos. ¿Es esto el cielo?— preguntó sin convicción.
      —No, no, ¡qué va! Estamos en ningún sitio en especial y en todos a la vez.
      —Ya— aceptó resignado la respuesta.
      David, el jovencito que aún conservaba rastros de acné, trató de sacarle de dudas.
      —Estamos en un sitio intermedio entre el cielo y el infierno. Aunque no sería acertado decir “sitio”, en este plano no hay límites físicos como en la vida terrenal. Tampoco existe el tiempo, bueno sólo ahora y para que el cuerpo se vaya aclimatando del paso de una vida a otra. Bueno —quiso aclarar y salir del lío en el que se estaba metiendo— tampoco hay cuerpo como usted le conoce, si no una idea de cuerpo.
      —¡Ya!— aceptó y cortó la respuesta que no hacía más que aumentar su desorientación.
      Cuando llegaron a su destino entraron en una estancia parecida a la habitación de un hotel. Era amplia, al fondo estaba la cama y cerca de la puerta había una mesa redonda con varias sillas alrededor. Los tres tomaron asiento en ellas, los guardias se quedaron custodiando la puerta. No supo de dónde exactamente Judas sacó una gruesa carpeta y la dejó caer ruidosamente sobre la pulida superficie de formica.
      —Estos son los cargos— una mínima sonrisa evidenciaba la satisfacción que le producía el desconcierto de su excliente.
      Conde la arrastró hasta colocarla frente a él y la abrió. Leyó en las primeras páginas una serie de datos relacionados con su nacimiento y con la educación recibida. Allí estaban señalados minuciosamente detalles sobre su entorno, sus amistades, familiares, vecinos, incluso el nombre del sacerdote que lo bautizó y luego le dio la primera comunión. Pasó varias hojas hasta llegar a la lista de pecados. Los primeros no pasaban de ser travesuras infantiles. Aquellos asaltos al monedero de mamá, las mentiras para hacer novillos en el colegio, algunos excesos verbales, destrozos en el huerto de Frasquito, y nada más grave. Pero a medida que pasaba las páginas, cuando las fechas avanzaban, el cariz de las faltas fue cambiando, y en alguna de ellas, traídas frescas a su memoria por la lectura, encontró un poco de vergüenza, de pudor. Por lo que rodeó los papeles con sus brazos como queriendo apartarlos de la vista de los demás. El peso de la culpa le hacía daño y en un momento de cobardía cerró fuerte la carpeta. Se levantó y más por desviar la atención que por necesidad, pidió ir al baño. San Judas, esbozó otra sonrisa socarrona, no había duda de que estaba disfrutando con todo esto.
      —Aquí, en este mundo, no hay muerte, por lo tanto no es necesario comer— y la sonrisa ya le llegaba de oreja a oreja—, ni beber…
      Un puntito, primero fue una pequeña sospecha, como la sensación de estar a punto de recordar esa palabra esquiva que tenemos en la punta de la lengua. El puntito crece, cada vez más rápido, y como un remolino va cogiendo los datos necesarios y que encajan a la perfección para convertirse en tornado. Pasaron unos segundos tensos, en la que sus ojos permanecieron unidos y en la sonrisa de San Judas había tanta malicia como para no ser propia de un santo. Con miedo creciente y muy lento, Conde llevó la mano a su entrepierna y gritó al comprender que sin lugar a dudas había llegado el fin del mundo. Cayó de rodillas presa del pánico, pero su grito salió por debajo de las puertas, por los agujeros de las cerraduras, dobló esquinas, subió a los tejados, rodeó papeleras e incluso atravesó paredes de hormigón buscando por todos los rincones de ese otro mundo, sus genitales.

sábado, 7 de junio de 2008

Obligado

Pedro Carriere

      Fui a encontrarme con Obdulio al lugar que habíamos acordado por teléfono. No bien lo vi lo noté turbado, mirando a los lados, como perseguido. Tan desencajado, que al cruzar la calle casi lo atropella un taxi. La verdad, nunca lo había visto así.
      —¿Cómo te va, Obdulio? —le pregunté mientras nos saludamos estrechándonos las manos.
      Creo que ni me escuchó, él seguía vigilando los costados con insistencia; me alarmó la palidez de su rostro.
      —¿Estás bien? —insistí.
      Al fin me miró; asustaban sus ojos exageradamente abiertos.
      —Pedro, te he contado varias historias, ¿te acordás? —logré entender a pesar del temblequeo de su voz.
      —Sí, y la mayoría han sido muy buenas —respondí, mientras intentaba deducir el rumbo que seguiría nuestra conversación.
      —Necesito contarte una ahora —me dijo, tomándome de los antebrazos con sus manos agitadas.
      —¿Ahora? Son las diez de la mañana.
      —Si, tiene que ser ahora, por favor —imploró.
      —Bueno Obdulio, está bien, pero vayamos a algún lugar en donde podamos acompañar tu historia con unos cafés —agregué, al sospechar que el encuentro iba para largo.
      Fuimos a un bar, ocupamos una mesa cerca de la entrada, frente a la ventana que da a la calle. Pedimos unos cortados.
      Obdulio es arqueólogo, especialista en cultura inca. Sus investigaciones sobre la influencia de esta civilización en otros grupos aborígenes del norte de nuestro país y del Paraguay poseen un alto reconocimiento académico. Sus estudios incluyen mitología y leyendas de este pueblo. Es sin dudas una eminencia en el tema.
      —Bueno, contáme lo que quieras, soy todo oídos —le dije, invitándolo a que se desahogara de una vez.
      Sus manos seguían incontenibles, enloquecidas en un tamborileo caprichoso: la mitad del saquito de azúcar cayó fuera de la taza. Se aflojó la corbata, de su incipiente calvicie brotaron gotas de sudor.
      Comenzó a contar sobre un descubrimiento de unos arqueólogos de su equipo en la provincia de Salta: se trataba de una tumba y por la posición fetal del cadáver evidenciaba ser de la civilización inca. Él fue al lugar del descubrimiento y enseguida observó cosas extrañas en la tumba, que no cerraban en su lógica científica.
      Mencionó que entre los dientes del muerto había un trozo de cuero de vicuña con unas escrituras; otras escrituras las encontró en una alta vasija a la entrada de la tumba. En las costillas del difunto, visualizó unas marcas provocadas por algún elemento cortante, afilado. Nunca había visto nada igual. Se dedicó, en un principio, a traducir el escrito que estaba en la boca del inca. Tardó días.
      Recuerdo la mirada esquiva de Obdulio, al comentarme que lo que tradujo era una descripción de un ser mitológico y que finalizaba con unos versos.
      Yo, a esa altura del relato, entusiasmado, le pedí detalles, que me contara más.
      —Se trata del Orejón —expresó, alzando la voz, como queriendo que todos escuchasen.
      Contó que la escritura hablaba de un ser que vivía en los montes de la región: era de aspecto gatuno, más bien alto, caminaba en dos patas que terminaban en grandes pies similares a los humanos; el cuerpo estaba cubierto por pelos cortos y duros, y en sus manos resaltaban unas filosas uñas negras. Tenía ojos rojos, un hocico chato, húmedo, y unas grandes orejas puntiagudas que le daban su nombre: "El Orejón".
      También contó que según el escrito, este personaje existía gracias al relato de esos versos por boca de los hombres: ellos así lo mantenían vivo. Nadie debía guardarlos: el que lo hiciera se condenaría a una muerte segura.
      A continuación y a los gritos, me vomitó esos versos como queriendo arrancarlos de su pecho.

      El Orejón esta ahí afuera
      en todo tiempo y lugar
      si tu escuchas o lees esto
      no te lo debes guardar

      Paciente, afila sus uñas
      ni siquiera las sentirás
      cuenta rápido, cuenta ahora
      quizá así te salvarás.


      De las mesas cercanas percibí comentarios irónicos, miradas burlonas. Sentí vergüenza.
      Él se relajó, parecía más aliviado, más liviano.
      —¿Estás mejor? —le pregunté.
      —Sí, y perdonáme —me contestó.
      —¿Perdonarte?, no serás Alan Poe pero la historia estuvo buena, me gustó —respondí con sarcasmo aunque en voz baja para no llamar aún más la atención de nuestros vecinos.
      Sin enterarse siquiera de mi intento humorístico, me contó que hacía algunos días había logrado traducir el segundo escrito, el que estaba en la vasija a la entrada de la tumba. Según él, relataba la historia de un anciano (el inca muerto) que había sido elegido con el fin de matar al Orejón: para ello, los pobladores de la región que conocían los versos, uno a uno se lo fueron contando a este anciano hasta que todos se despojaron de la maldición. El viejo los escuchó pero no contó a nadie los versos. Los demás lo ataron al tronco de un quebracho y quedó allí condenado, aguardando la muerte, esperando matar.
      Luego que el Orejón matara al anciano por culpa de su silencio, quienes lo sepultaron colocaron el lienzo escrito con los versos malditos en su boca. Era un intento de que algún día, con el paso del tiempo, el lienzo cayera, escapara de su boca, y que el espíritu del anciano lograra al fin descansar en paz. Pero el lienzo nunca cayó. Mi amigo, ochocientos años después, había tomado los versos de la boca del anciano. El Orejón no había muerto. La maldición, según él, continuaba.
      —Obdulio, tu imaginación mejora día a día, tendrías que escribir —le dije incrédulo, aunque encantado con el relato.
      Salimos del café. Sentí el sol otoñal del mediodía como una bendición. Le pedí un taxi.
      —Pedro, solo contálo, nada más —recuerdo que me llamó la atención su mirada culpable, al decírmelo.
      Antes de despedirnos con un abrazo, me entregó los versos escritos en un papel pequeño. Quiso asegurarse de que yo guardaría los versos en algún lugar donde los encontrase rápidamente. Para que se quedara tranquilo, plegué el escrito y lo acomodé junto a mis documentos. Sonrió por primera vez y volvió a pedirme perdón. Luego se alejó con pasos lentos hacia el auto que acababa de llegar.
      —Andá tranquilo Obdulio, cuidáte de los muertos y también, por las dudas, cortále las uñas al gato —le grité riéndome mientras pensaba que la mañana ya estaba perdida.
      Pasaron semanas, en mi memoria ya comenzaba a borrarse aquella historia de mi amigo, hasta que anoche, mientras trabajaba en mi computadora, me sentí observado. Era una presencia indefinida, pero cercana y cierta. Miré hacia la ventana y me pareció ver que en el patio había algo. Me acerqué al vidrio, no veía nada. De pronto, a contraluz y a través del cristal semiempañado, logré distinguir muy cerca de mí el contorno de dos grandes orejas peludas. De inmediato, unas uñas negras y largas rozaron el vidrio estremeciendo mis oídos.
      No lo podía creer. Era verdad. Era él.
      Un escalofrío viboreó en mi columna vertebral. Sentí nauseas. Un vértigo demencial me empujó sobre la silla y descubrí el ritmo feroz que puede alcanzar el bombeo de un corazón en pánico. Intenté controlar mi respiración. Necesitaba serenarme para pensar.
      Entonces, un aullido violento me incorporó de un salto. No quise volver a mirar. Temblores convulsivos me sacudían desde muy adentro y mis dientes castañeaban como si estuviera a punto de congelarme. Ignoro cuánto tiempo pasó, yo supongo que fueron segundos o quizá minutos, pero al fin logré contener el espanto y alcé la vista. Desde la ventana, ahora salpicada con unas gotas de sangre, vi a mi perro despedazado, con sus vísceras desparramadas. Corrí a comprobar que puertas y ventanas estuviesen trabadas, amontoné sillas y muebles contra las que me parecieron más vulnerables, encendí todas las luces y recién entonces me dispuse a revolver con desesperación entre los papeles que guardo en el porta documentos, hasta dar con los versos malditos. Sentí que me había reencontrado con la vida cuando los tuve entre mis dedos Y los grité. Juro que los grité. Pero nadie los escuchaba. Estaba solo, mortalmente solo.
      Volví a sentarme sobre la silla; junté las manos sobre las piernas, miré hacia la puerta que lleva al patio e intenté una súplica, una plegaria en voz alta, dirigida al cielo o al infierno, qué más daba: "sólo un día más, por favor, juro que lo contaré". Afuera, un tenso silencio dominaba la noche. Adentro, el terror apretaba mi garganta, sacudía mis músculos, clavaba mis pupilas en el picaporte. Perdí el conocimiento o me dormí, no lo sé.
      Desperté con la cabeza apoyada sobre las rodillas, tenía la camisa mojada, me dolía el cuerpo, los párpados me pesaban. El sol se introducía con ganas desde el vidrio de la puerta. Recordé la imagen de mi perro destrozado. Salí al patio, con la esperanza de que todo hubiera sido un sueño, pero no. Me acerqué a lo que quedaba de él y pude ver en sus costillas las marcas de uñas afiladísimas. Entré nuevamente a la casa. Cerré los ojos y con la frente apoyada en la puerta de chapa, pude oír que en algún lugar de mi cerebro retumbaban con fuerza las palabras "cuéntalo, cuéntalo hoy".
      Un pánico negro, latigazo de muerte, me ubicó en la realidad: debía extirpar de mí esa maldición, pasarla a otros, no importaba a quién. Tenía que contarlo hoy. Estaba desesperado.
      Perdonáme

domingo, 1 de junio de 2008

¿Y mi madre?

Sara

      Un golpe ruidoso me despertó. Abrí los ojos pensando en encontrarme con algún ladrón, pero todo lo que mi mirada pudo divisar fue simplemente oscuridad. Alcancé con mano temblorosa el interruptor de la luz, y aliviada comprobé como en la habitación no había nadie mas que yo.
      Pensé que el ruido podía haber venido de las campanas de la iglesia, puesto que la teníamos bastante cerca, pero había oído muchas veces aquel ruido, y no se parecía en nada al que acababa de oír. Comencé a ponerme nerviosa.
      Estaba segura de que aquello era real, aunque ahora empezaba a dudarlo. Con una valentía increíble en mi, salí de mi habitación y crucé el pasillo hacia la habitación de mi madre. Un silencio sospechoso inundaba la casa, adueñándose cada vez más de mi miedo como podía hacerlo la más horrible de mis pesadillas.
      La puerta de la habitación estaba cerrada. Alcancé la mano hasta el pomo y lo giré lentamente y sin prisas, como si en ese momento pudiera controlar el tiempo. La puerta se abrió y escuché de nuevo el chirrido de esas viejas bisagras que pronto llegarían a su fin. Un escalofrío se apoderó de mí haciendo que hasta el más pequeño músculo de mi cuerpo quedase petrificado.
      En la cama, como emergida del mismísimo infierno, una enorme mancha roja se apoderaba del blanco de las sábanas. Avancé dos pasos hacia delante. Sentí que alguien me observaba. Aterrada de miedo, me giré.
      Desde el umbral de la puerta una persona cubierta por una capa negra y una capucha permanecía inmóvil. No pude ver su rostro. Lentamente, la persona encapuchada avanzaba hacía mi. Quise gritar, correr, pero mis intentos fueron en vano. Lo único que se manifestaba en mi cuerpo eran lágrimas, que corrían silenciosas por mis mejillas, e igual de silenciosas chocaban contra el suelo. Se metió la mano en el bolsillo.
      Cerré los ojos, había llegado mi final. Pero entonces noté algo en mi mano. Cuando volví a abrir los ojos, la persona encapuchada había desaparecido y un sobre junto a una nota aguardaban en mi mano a que las leyera. Todo mi cuerpo temblaba. Alcancé la silla y, como pude, empecé a leer la nota:
      [i]“No puedo decirte mi nombre ni mostrarte mi rostro. Aún no, por el bien de los dos. Intenta que el miedo no pueda contigo, porque si dejas que te venza terminarás perdiendo. No confíes en nadie, pues todos pueden ser culpables. Te pediría que confiaras en mi, lo entiendo si no lo haces. No corras cuando me veas, no grites, sólo espera tranquila, ignorante de mi presencia. Guarda en sitio seguro el sobre y cuando estés sola, completamente sola, ábrelo y leélo…”.
      Aún no sabía por qué, pero intuía que aquel anónimo iba a ser el inicio de una gran y temida odisea…

Cuadro con trío artístico

Norberto Zuretti


      O también podría ser Amigos de los viernes, intento, pero a ella le gusta más el título de Cuadro con trío porque le suena a trabalenguas y tiene ese aire cómico difícil de tres tigres que comen trigo en tres platos de trigo, sólo que esta pierna es con espectadora, voz y guitarra. La del erre con erre, me dice Andrea. Síclaro, le contesto porque no me queda otra y sé que desde el borde opuesto de la mesa sus ojos claros de mar amaneciendo sacuden las pestañas festejando el uso exacto y justo de las palabras, como si jamás existiera en ella la posibilidad de equivocarse, que erre con erre no fuera barril ni tres tigres ni cuadro con trigo o con trío, aunque mejor Amigos de los viernes, pero eso es demasiado banal, demasiado mundano.
      Andrea se ríe y es puro dientes, puro ojitos transparentes y contentos distinguiéndose de esa voz anónima que por teléfono responde durante el resto de la semana a su nombre y arregla o promete que el viernes y como siempre. Un viernes en el taller literario de Silvia Plager, otro en el Redon, a veces el Café de la Calle del Comercio con Cuento Abierto, o ahora últimamente escuchando flamenco en el Rincón de las Brujas, porque por supuesto mucho mejor Almagro que San Telmo, el café a mitad de precio y ese alivio hondo por no sentirse turista en la propia ciudad, en los propios barrios, como estafado en el mismo idioma y sin remedio.
      ¿Avanzaste con el cuento?, me pregunta con su picardía de siempre y en voz baja porque ya bate palmas la gitana, asa moreno, a ve ese salero, y el guitarrista tiene una mirada asesina que no te cuento y ya miró dos o tres veces a nuestra mesa con sus ojos enormes recuadrados por tupidas cejas negras.
      Muy poco, le contesto pensando por qué me llama tanto la atención el guitarrista. ¿Te recuerda a alguien?, le pregunto a Andrea. ¿Quién? El de la guitarra. No, me dice, no me hace acordar de nadie, y vuelve a la carga con lo del cuento, con que no puede ser que no te impongas un plan de trabajo, así nunca vas a ser un escritor y cuando se da cuenta de que está levantando la voz se achica en la silla y calla sin dejar de mirarme y leyendo en mis pensamientos lo que ya sabe, que en realidad a mí me importa un pito ser reconocido como escritor o astronauta, y le da mucha bronca y en la pausa de los músicos me lo hace saber y me reitera lo del trabajo, lo de las páginas mínimas que escribía diariamente Bradbury, el rígido método de producción de Asimov, sus propios sistemas de fichas y notas. En algún momento de debilidad o de cansancio me dejo envolver en sus argumentos y le doy la razón, al menos en parte porque nunca me agrada ceder del todo, a excepción de las veces que jugamos al Packman —jugamos es un decir—, y me gana alevosamente juego tras juego mientras los ojos le brillan desmesurados y me pide que no la haga reír porque puede equivocarse. Es tan igualita mientras se zambulle en la pantalla perseguida por Pinky, Inky y los demás, que cuando se esfuerza en explicar todo por medio del predestino, haciéndole perder al azar su cuota de asombro, de respiración cortada y aparición fugaz. De esas imágenes debe haber nacido Narade, de la crítica suave de sus gestos y de la alegría de todos los niños que subsisten en Andrea, a los que se les escapa la risa cuando ella se distrae en la pantalla comiendo y sumando puntos, huyendo en zig zag de los monstruos que se acercan velozmente, abriendo y cerrando las bocas. Porque estoy seguro de que Narade no es, como piensa Andrea, un émulo o alter ego de la misma Andrea. Así entonces en el cuento una no copia a la otra ni la complementa, quizá ni siquiera sea ya una característica de la mujer de carne y hueso, la siento más como una expresión paralela que parte de un rasgo de la primera y se independiza, se convierte realmente en Narade o Ardane, alejándose cada vez más de la idea original que tenía tantos visos de broma o de ironía al abusar del empleo de nombres semejantes, entornos cotidianos. También debe de ser cierto, como dice ella, que cada uno de nuestros personajes somos en definitiva nosotros mismos, pero creo que hay matices que van mucho mas allá de las relaciones psicológicas, de las causas y los efectos y de la eterna vanidad, de la omnipotencia de los escritores que creen que erre con erre es guitarra, y siempre.
      Cuando en la creación artística uno adopta un sistema de trabajo, la ecuación generalmente se revierte y el método pasa a adoptarlo a uno, transformándolo en un simple periodista, en un operario de la técnica que desvirtúa los objetivos estéticos.
      Andrea, tan al borde de teorías propias y ajenas, está a punto de quedar atrapada en la maraña de sus propios postulados. Eso es por establecer como dogma el principio de la creación artística, cuando verdaderamente no existe un proceso creativo a excepción del manual o artesanal, sino una secuencia cultural de captación, interpretación y recreación del hecho en que nos sentimos reflejados. Y el resultado no tiene por qué ser la imagen repetida en un espejo, puede ser el resto del conjunto sin la imagen, Narade morocha y de pelo largo, una gitana llamada Lucía, cualquier cosa menos la cosa misma. A veces tardamos en descubrir que dos más dos aparte de cualquier número también suele ser cuatro.
      Cuando Andrea se cansa de insistir con las ventajas de un ritmo de trabajo, la gitana se encuentra sobre una mesa bailando flamenco con sus aros inmensos, las castañuelas, el clavel en la oreja, increpando al guitarrista con sus arrastrados vamos gitano, muestra tu gracia, bendita sea la madre que te ha parido. Ahora es el guitarrista de las cejas unidas el que me llama la atención, sobre todo porque no deja de vigilarnos.
      Reconozco que desde las primeras veces se comporta igual y es como si nos odiara, como si nos odiara mucho y quisiera a toda costa que lo sepamos, que no nos quede ninguna sombra de duda. De alguna forma, así como ellos y Narade dieron origen al título del relato, sé que continúo registrando ese odio en algún rincón de mi memoria y que en cualquier pasaje lo incorporaré a mi ficción. No se lo comento a ella porque seguramente dirá que nada tiene que ver el guitarrista con Narade, así como ahora me comenta que Narade no debería ser tan fría, y que tendría que esforzarme en profundizar su descripción porque no es posible tirar al papel un personaje tan anónimo, tan vago, del que se sepa tan poco.
      Pero Andrea, quiero objetarle y ella me retruca que yo no puedo violar determinadas reglas, que la literatura no es un juego —cosa con la que obviamente disiento— y que patatín y blablabla, hasta que nos volvemos a sentir vigilados por el trío, en realidad el dúo ya que Narade aún es un bosquejo de personaje, y entonces nos aislamos en el silencio dorado de su Criadores o la oscuridad densa de mi cerveza. Ella tiene a mano su libretita y cada tanto realiza alguna anotación, durante esos instantes la siento muy lejos, muy falsa. Cuando retorna, toda la transparencia de esos ojos desmiente la ausencia y es como si nunca se hubiera ido a refugiar en sus relatos o en sus apuntes. Se lo digo, y ella me dice que lo lamenta pero que ser escritor es eso, asumir el compromiso con la escritura y no transgredirlo. El problema tuyo, Andrea, es que vos te pensás que el del escritor es un rol como cualquier otro, pero no es así, ser escritor es el producto de una búsqueda individual a través de la comunicación por la palabra, donde lo fundamental es la búsqueda y entonces convertirse en escritor no es el fin sino una consecuencia circunstancial y secundaria. Pero no, me discute porfiada, vos con esos conceptos no vas a llegar a ningún lado, y así vuelve a esgrimir su retórica y echarme en cara diversas teorías y frases de críticos o especialistas. Entonces le repito una vez más que la crítica es posterior a la literatura e incapaz de definirla, y ella se enfurece y no es tan linda o es linda de otra forma, de la misma forma en que Narade afea su aspecto viernes tras viernes para parecerse a Lucía, no sé si verdaderamente la gitana se llama Lucía pero en mi relato usa ese nombre y también canta en el Rincón de las Brujas, acompañada por el mismo guitarrista de aspecto siniestro que no deja de mirarla mientras ella canta y mira que mira mira, y mira que anda y anda, taconea, hace un paso de baile para quedar de espaldas con la pollera enroscándosele lentamente, quisiera tú que no quiera, harás lo que yo te diga, sonríe, ella sí sonríe, él nunca. Días atrás, noches atrás en la narración, ese individuo le había hecho insinuaciones concretas a Narade, pero Andrea estuvo acertada al proponerme que mejor no y que anulara el párrafo prolongando el suspenso de esa relación. Estuve de acuerdo porque la intriga generaba un nuevo brote de interés y mi idea gira siempre sobre esto, el clima agobiante en el que se plantean las distintas expectativas y la no resolución de las mismas para provocar la participación directa del lector, al menos del lector interesado, del lector cómplice y protagonista.
      El guitarrista y Lucía, si acaso es Lucía, se alejan a un rincón a descansar. Veo en Andrea sus intenciones de volver a la carga y entonces le pregunto si quiere oír lo último que escribí en la semana. No me gusta anticipar algo que no está terminado, pero ahora siento que es una buena forma de hacerla callar, de distraerla. El párrafo que le leo es totalmente retórico y recursivo, aunque a ella no le parezca lo mismo. Narade no entiende por qué visita asiduamente el boliche ni qué la atrae de la pareja de músicos ni del flamenco, por más flamenco que fuera ella se mantiene en conflicto permanente con su propio cuerpo y apenas es capaz de seguir el ritmo con la mente, ya que con manos y pies se pierde en movimientos desacordes, como si la música no estuviese hecha para ella.
      Sos un hijo de puta, eso lo decís para quitarte un peso de encima, es a vos a quien no le gusta la música, no a mí. Te equivocás, Andrea, no hablo de vos, hablo de Narade. Pero si me usás a mí para crear a Narade... ¿Ah sí, quién te dijo...?.
      Sigo leyendo mientras la siento bufar, imagino los cambios en su rostro, la presión interna. Durante un monólogo interior, Narade retoma sus sospechas sobre la edad indefinida de la pareja, sospechas iniciadas noches atrás al descubrir en viejas fotos pegadas sobre la pared del local —como las que hay a mi derecha— a una mujer de rasgos idénticos a Lucía. Pero lo que más la sorprendió fue la fecha impresa durante el proceso de revelado, enero del 48. En otro sector de esa especie de cartelera encontró los restos de un amarillento recorte de diario, con otra foto que le agotó cualquier duda, era Lucía, esta vez sí, bailando en un escenario. Al correr otros recortes que se le superponían, quedó totalmente visible la fecha de un Noticias Gráficas del 9 de octubre del 40. Y hubo otras páginas de revistas y fotografías, la fecha más antigua se remontaba al mes de mayo del año 37. Cuando Narade regresó un par de noches después a preguntar a los dueños, los recortes ya no estaban y nadie los recordaba. A partir de ahí, Lucía y el guitarrista la miraban con odio, ese mismo odio con que ahora nos miran —¿o me miran?— y trato de recrear por más que Andrea insista con que tendría que cambiar el proyecto porque a ella le suena muy confuso, incluso me dice que le parece reiterativo recalcar esos hechos que ya había contado páginas atrás y no me hace caso cuando le nombro la angustia de Narade y que para mí la reiteración implica un buceo escabroso en esa misma angustia, en el vicioso sabor del delirio. Es abusivo, me objeta, sobre todo porque el nudo de la cosa no pasa por ahí sino por el destino inevitable de Narade que se está buscando a sí misma, pero yo le repito que sí, que el crecimiento del conflicto es simultáneo al de esa angustia y la tensión del relato se da a través del caos que atraviesa Narade en su duelo de miradas con Lucía y en el terror encubierto que se le va instalando al comenzar a comprender que ellos sí son esa pareja que se mantiene igual sin envejecer desde hace más de cincuenta años. Estás en un error, me acusa con estallidos de bronca que le arrugan la cara sin permitirle perder su picardía, vos querés recalcar este asunto por tu propia paranoia, no somos ni Narade ni yo las observadas por Lucía sino que sos vos el que tiene la persecuta con el guitarrista, hace tiempo me di cuenta que te produce pánico. Como Andrea me hace acordar del tipo lo busco con la vista y lo sorprendo espiándome, sí, con un odio comprimido, desde el rincón casi en sombras por el fondo del local. No le puedo explicar a ella lo que siento, así que retorno al cuento con el argumento de que la angustia progresiva de Narade justifica el final. ¿Pensás terminarlo tal como me contaste? Sí, todavía no varió, y lo digo muy poco convencido ya que la historia se me va transformando a través de estas charlas de los viernes, de los nuevos elementos que se van o se incorporan. No me gusta, me ataca ella, esa simbiosis entre Narade y Lucía me parece acelerada, una trampa para librarte del compromiso de explicar todo ese ambiente caótico y siniestro que planteaste desde tu mente retorcida. Pero si justamente me propongo eso, Andrea, no explicar, y entonces caemos en otra de nuestras discusiones eternas sobre si es correcto o no decir que un relato debe ser totalmente comprensible, abierto. Y que si es así, el apuro, fijate como me mira ese coso y decime si acaso es lógico. En todo caso, se burla ella, me levanto y le pregunto. No, no entendés, no sería lo mismo, el caso es ahora, por supuesto que el miedo no es retroactivo. ¿Y por qué pensás que te vigila? Qué sé yo, si lo supiera probablemente no le temería, la razón siempre es determinante, pero un cuento nunca debe ser la explicación de un cuento. Sin embargo, jamás se agota su espíritu peleador y sobre todo al llevarme esta ventaja de tener tantos cuentos escritos mientras yo apenas recién comienzo, un relato no es sólo la locura del escritor, agrega. No, le digo, pero sí puede ser la locura o el sueño de la misma manera que su tranquilidad, su racionalidad o su indiferencia, uno siempre habla de sí mismo a pesar de su estado de ánimo. A veces ella transa, pero con un gesto de reserva, como si en el fondo dejara abierta una puerta para retomar el tema con argumentos nuevos o más frescos. Entonces seguimos envueltos en las canciones de Lucía, dejándonos llevar por los sonidos de la guitarra y las castañuelas, el batir de palmas de la concurrencia, la fuerza ancestral del flamenco y las bulerías que nos van revolviendo la sangre entre aplausos que no acaban y cigarrillos y una madrugada que se nos viene encima como todos los viernes, las últimas charlas o discusiones en la parada del 60 hasta que el mismo colectivo o un taxi nos separan hasta otro viernes con una nueva semana sobre nosotros.
      Igual que siempre, me alejo con la permanencia de la música burbujeándome dentro y los ojos del guitarrista que no se apartan. Por más que en la semana trato de filtrar sensaciones y analizar miedos, no puedo evitar volcarlos en Narade dándole la razón a Andrea en el sentido del flujo de mi paranoia. Pero en definitiva, qué son nuestras historias sino expresiones de nuestros delirios pasadas en limpio. En lo que sí me esfuerzo es en que Narade, salvo en aquellas similitudes inevitables que provocaron su nombre y la historia, no sea Andrea y mantenga vida propia a partir de la broma inicial, de ese desliz al elegir el mismo ambiente, aprovechar los mismos ojos. Aunque justamente el nombre fue Narade, que de por sí suena distinto, no Nardea ni Darnae, ni siquiera Ardena o Radena para evitar que ella se sienta tan involucrada, tan conejito de indias. En el fondo creo que reconoce que la ambivalencia de la realidad se complementa con las fantasías que desplegamos sobre ella. Andrea se identifica con Narade a partir del entorno común y en el reconocimiento inconsciente de similares terrenos inexplorados por miedos y prejuicios, por eso no aprueba la simbiosis con la cantante ya que sería un poco aceptar que también ella tiene puertas cerradas y que si se propone sería posible abrirlas. Sin embargo, sigo pensando que es el único final posible que cristalice el pánico de Narade al descubrir en fotos tan antiguas a la pareja de cantantes y esa atracción animal que se profesan, a la vez de dejar en suspenso la posibilidad de una fuga, de un cambio, de que Lucía se vaya en el cuerpo de Narade a medida que Narade se encuentra con su destino al transformarse en Lucía, por esa suerte de liturgia mágica, de liberación sin ruptura. Internamente me molesta la elección de este final por lo que tiene en común con el cuento de Andrea La musa del piano, pero sé que la relación es apenas estructural, en mi historia hay una simbiosis concreta entre dos mujeres, que a la vez es catártica y unidireccional. En La musa todo es más blando y los símbolos no contienen la angustia arañando porque la mujer no es una mujer de carne y hueso y entonces el cambio ya se encontraba implícito, como si nunca se hubieran desdoblado y el discurso se estuviera desarrollando al margen del relato. Narade busca en Lucía su propia identidad, esa historia que no posee y que se sugiere en las fotos desaparecidas. Y por el lado de Lucía, si bien apenas lo planteo, ella tiene la posibilidad de acceder al mundo real donde continuar viviendo. Por eso la atracción desmedida que las lleva a confundirse, a que Lucía desde el escenario escuche su propia voz como si no fuera ella la que canta, y que Narade se vaya todas las noches con la garganta ronca y ese cansancio, esas ganas locas de regresar cuanto antes. El miedo real de Andrea no es a causa de la ambigüedad en que me regodeo, el miedo pasa por su inevitable toma de partido ante ese final en el que ella debe decidir como lectora, actuar como protagonista y comprometerse sin reservas ya que no habrá salida para sí misma, por más determinismo que valga.
      Me había propuesto finalizar el cuento durante la semana, pero por más vueltas y relecturas me resultó imposible. A medida que avanzaba se volvía más difícil agregar cosas, como si la secuencia argumental se fuera conformando por injertos y correcciones, ideas reservadas que no podían integrarse. Cada vez que hacía levantarse a Narade para caminar hasta Lucía, en la escena se entrometía el guitarrista y el encuentro no se llevaba a cabo. Evidentemente, algo no cuajaba en todo esto, sentía cómo el relato se iba extendiendo, haciéndome perder el control inicial que tenía sobre él. Las narraciones de Andrea son más breves, a veces terminan abruptamente, como si quisiera sacárselas de encima. Por el contrario, yo encuentro un gozo bien definido en retardarlas, como si la concreción significara una pequeña muerte, un sendero que no volveré a transitar. Creo que uno de los hilos sueltos es el guitarrista, imagino que debe tener algo en contra mía, conocerme de algún lado.
      Durante la semana arreglamos con Andrea encontrarnos en el Rincón de las Brujas. Me pregunta por el cuento y como dejo la respuesta en el aire me insinúa que lo apure y acordate que me prometiste, y le digo que bueno, que voy a hacer todo lo posible. No, todo lo posible no, me agrega ella antes de colgar, sólamente terminalo, y pienso que tiene razón ya que con mis demoras le debo haber generado expectativas, sobre todo por su conocimiento del tema y Narade y esa simbiosis que a ella se le vuelve confusa, caprichosa.
      Cualquier día pasa como cualquier día, pero el paso del viernes me va saturando de angustia, de ansiedad. Cada vez que releo el manuscrito y alcanzo los últimos párrafos, reconozco en mis frases los adornos del bar, las mesas de madera gastada, la vitalidad de la música, Narade y Lucía, y por supuesto él, sin nombre, en el rincón de siempre. Es sencillo, me animo, ella se va a levantar, la vigilo desde una perspectiva semi elevada. Va a dirigirse hacia Lucía o Lucía irá hacia ella y entonces pasará todo, ese todo será apenas un recurso literario porque en realidad nada habrá pasado, una conmoción interna, dos muecas simultáneas, un cruce de miradas, tal vez ni siquiera eso pero cuando cada una de ellas retome lo suyo, todo será definitivamente distinto. ¿Por qué un recurso, objetaría Andrea, por qué no explicarlo, describir un poco qué pasa dentro de cada una? En casos así no le contestaría, ¿cómo hacerlo, acaso con esas mismas palabras que me exige para aclarar el final de la historia? Sé que sería factible, pero si logro explicar lo inexplicable se me habría ido el cuento que pretendo escribir. Afortunadamente no cuento con el oficio suficiente para desenvolverme en estas lides, y me reservo la excusa del desconcierto, de insistir sin saber por qué Narade y Lucía no, por qué el guitarrista.
      Llego al Rincón de las Brujas una hora antes del espectáculo, una hora y pico antes de lo arreglado con Andrea. Busco la mesa de siempre, casi no hay gente. Vuelvo a leer mis notas y quizás envuelto en el clima tan real que me rodea, siento que ahora voy a ser capaz de terminarlo. Una vez más, luego de las últimas tachaduras consigo levantar a Narade, Lucía canta y no entiendo por qué me tiento y copio de corrido la letra de la canción que cuenta del señor que va sobre el tiempo, flotando como un velero. En el ritmo hipotáxico ensambla como si no pudiera ser otra frase la que calce en ese hueco. Se miran, logro que se miren como quería que se miraran. A Narade le falta el aire, le cuesta respirar. Las voy imaginando a ambas superpuestas sobre el escenario real que tengo enfrente, entre las mesas, al fondo el rincón en sombras —igual que éste, la silla vacía, la guitarra—, la continuación de la canción con eso de que nadie puede abrir semillas en el corazón del sueño. Aquí me resulta demasiado fácil. Apenas es mirar un poco esta sala casi desierta y calcar fragmentos de la realidad. También siento que me falta el aire. Narade avanza, Lucía se acerca, los polos de atracción pasan por los ojos de las dos, sé que esto es una referencia concreta a los ojos de Andrea pero ya viene así armado desde el principio y no voy a cambiarlo, ella acotará que es algo que distrae, que sobra, pero a esta altura yo sé también que el relato se va conformando con mis apreciaciones sobre el relato, como si la historia en sí misma, independiente, careciera de sentido. Llego al peor momento, ellas ya están frente a frente, Lucía no deja de cantar, Narade le pasa la mano por la cara, escucho la guitarra subiendo de tono, casi no puedo respirar, las cuerdas suenan cada vez más alto y entonces dejo de oír a la gitana, dejo de verlas a ellas porque ahí a un costado del escenario, del escenario real, reaparece una silla y muchas sombras y ese mismo caos desbordado que me hacía fluir las imágenes y las palabras me lleva a recorrer los nueve o diez metros y sentarme, tomar la guitarra —nunca creí que fuera tan liviana— y acomodarla sobre mis piernas igual que si lo hubiera hecho siempre. Acaricio las cuerdas que parecen cortarme los dedos, están tensas, vibrantes, rasgueo con el pulgar por pura curiosidad, y no alcanzo a entender cómo el sonido es tan acorde, tan a tono y justo. Vuelvo a repetir el rasgueo, dos, tres, cuatro veces, pienso que la guitarra debe de ejecutar de memoria, no puedo ser yo que jamás tuve una entre las manos. Voy sintiendo un abandono, un alivio, un cierto placer morboso en los dedos que ensayan caricias duras y exactas. Justo cuando una sombra se acomoda a un costado, la veo entrar a Andrea, rubia, flaca, alta, con todo ese brillo interminable trenzado en los ojos. Se sienta, no me ve, estoy en ese rincón en sombras. Mezclado con los sonidos que van brotando de la guitarra, oigo el clap seco de las castañuelas y descubro a Lucía a un costado, balbuceando algo así como asa, gitano, muestra tu gracia. Me confundió, seguro que me confundió. Quiero levantarme y estoy pegado a la silla, traspiro, la guitarra me tiembla en las manos como un conejito moribundo y tibio. Bendita sea la madre que te ha parido, recita Lucía arrastrando las sílabas. Le voy a decir que se equivoca, que todos me confunden, todos. El local ya está lleno de gente. Andrea no, ella no puede confundirme, pero todavía no me mira, sigue distraída escribiendo en su agenda, pero va a levantar la vista, tiene que encontrarme. Asa asa, moreno, sigue la gitana batiendo palmas y siento que las cuerdas me van dirigiendo los dedos, tensándose y soltándose, la mano izquierda en un baile frenético de arriba abajo como si supiera, la derecha se pega y despega como loca en un corcoveo de uñas y yemas. Otra vez se me llena el pecho de burbujas, la música me hace cosquillas. A ve ese salero, gitano, sé que me lo dice a mí, así que me dispongo a levantarme. Entonces lo veo, al gitano guitarrista verdadero que acaba de aparecer por un costado y también me ve, no sé por qué descubro ahora tanta burla en su mirada, por qué suspira cuando comienza a caminar lentamente hacia la mesa de Andrea igual que Lucía. Cuando creo entender ya casi no domino a mis manos que van y vienen arrancando notas para acompañar el ay tarara sí ay tarara no de Lucía que zapatea mientras, al realizar un esfuerzo por levantarme, casi me resbalo de la silla y lo veo al gitano rodeando mesas y Andrea distraída, ay tarara niña de mi corazón, y el gitano sin nombre cada vez más cerca y este peso infinito, este grito que grito sin que brote hasta que —nunca supe cómo— algo se afloja debido a mis esfuerzos o a alguna falla en el conjuro, y puedo soltar la guitarra o ella huye de mis manos, de la silla volcándose y de mi salto, los ojos abiertos inmensos del gitano sorprendido que se detiene, que intenta una nueva corrida pero reconoce que ya es tarde y se queda petrificado —casi diría que con pena— mirándome correr, tomarla a Andrea del brazo al pasar y arrastrarla afuera y vamos rápido tomá tu agenda y tu cartera, pero qué te pasa, estás loco, apurate y seguir corriendo y corriendo por Rawson y después Medrano hacia Corrientes, oyendo sus protestas, esperando un par de cuadras para que se calme, deje de putear y recupere la respiración antes de preguntarme otra vez, porque va a insistir, lo sé, y entonces tal vez ya nos encontremos lo suficientemente lejos, lo suficientemente a salvo para mirarla y comenzar a hablarle de cosas que seguramente no va a entender.

La letra

Pedro Conde

      Me agarro a tu espalda, fuerte. El aire me golpea, me empuja, trata de separarme de ti. Y yo me agarro fuerte a tu espalda. La vibración de la moto recorre mi cuerpo y termina haciendo eco en mi estómago, allí se une al miedo. Y recuerdo cuando con tu voz grave, y a través de la delgada línea que dejaba tu encantadora sonrisa, me lanzaste esa tentadora invitación a la vez que me tendías tu casco.
      —Miedo da todo aquello que merece la pena.
      Y el miedo es menor cuando me agarro a tu espalda, con fuerza. Es una roca, es lo único sólido en medio de este océano de oscuridad y viento. Me das seguridad, abrazarme a ti es como encontrar los cimientos para levantar mil pisos de altura. El aire y el ruido del motor se unen para aislar mis oídos del mundo, pero uno mi cara a tu tronco, y aunque apagados, me llegan con claridad, los latidos de tu corazón. Me siento afortunada por haberte encontrado. Luego te alejas bruscamente, te separas de mí y me quedo sola volando en esta oscuridad total, mis brazos te buscan y justo antes de que pueda gritar tu nombre, el mundo me golpea, mis pulmones no se pueden vaciar de aire y me duermo sin el suave arrullo de tu corazón latiendo en mi rostro.
      Solo hay dolor que crece si intento moverme. Hasta la luz daña mis ojos si intento abrirlos. Estoy en una cama, sujeta por tubos y cables. Las preguntas se apagan cuando oigo la dulce y familiar voz de mi madre. Agotada me abandono de nuevo al sueño, mientras oigo entre brumas una frase que no va dirigida a mí.
      —No se preocupe, saldrá de esta. Es una mujer fuerte.
      En el sueño casi nada tiene sentido, no hay orden en las imágenes. Tengo sed. Y los besos no ayudan, tu lengua es de cartón. Te deshaces en arena y tengo sed. Hay luces, voces y dolor. Y podría dormir toda la eternidad si te sintiera cerca o al menos alguien calmara mi sed. La consciencia se va apoderando de mí, y aunque muevo mi boca para llamarte, nada sale por ella. Pero una esponja húmeda humedece mis labios y cuando articulo con trabajo tu nombre, un tacto familiar en mi cara me lleva de nuevo al abandono, a dormir.
      —Ssssssssssssss, descansa, no te preocupes todo está bien.

      Noto movimientos en la habitación, y voces que no consigo encuadrar. Pero poco a poco todo tiene sentido. Mis ligeros movimientos me convierten en el centro de atención. Un joven, debe de ser el médico, hace caso omiso a mis palabras, mientras me toca el cuello y me mira los ojos alumbrándolos sin piedad con una pequeña linterna que desaparece en su bolsillo.
      — ¿Cómo se siente? ¿Está bien?— Yo tampoco quiero oírlo, quiero saber donde estás.
      —Jorge… ¿Dónde está Jorge?— Y esto se convierte en una conversación de sordos, donde nadie quiere oír.
      —Tranquila, ahora debe descansar. Es usted una mujer con suerte. Por lo visto salió despedida de la moto y rodó por un terraplén de arena. No tiene nada roto, pero no es extraño que le duela todo el cuerpo. Ha rodado muchos metros.
      La enfermera me sonríe, y al lado de mi cama, mi madre también lo hace pero su mirada está asustada. Y me ignora.
      —Cariño, debes descansar.
      El médico, mira mis oídos, mi cabeza, mi boca y sigue hablándome como si no estuviera allí. Como si estuviera aún dormida.
      —…y el casco también ayudó. Ha tenido suerte de llevarlo, mucha suerte.
      La urgencia en mi voz cuando te llamo con una simple pregunta, mientras aprieto la mano del médico con fuerza, me hace venir al mundo real, donde me oyen, donde no me pueden ignorar.
      — ¿Jorge?
      Mi madre empieza un callado llanto que unido a los ojos huidizos de todos los presentes en la sala, me sirven de respuesta. Y ahora, aunque estoy despierta, las imágenes tampoco tienen sentido. Y te oigo decir “Miedo da lo que merece la pena”. Y yo tengo miedo, y no estás para abrazarte. Y la moto que se estrella contra algo que no veo. Me tiendes tu casco y por todos los lados se oyen voces que sentencian “Es una mujer fuerte” “Has tenido suerte”. Y si supiera a donde ir, huiría de este caos. Y oigo tu risa, la que me quitó tu muerte. Y grito y lloro mi dolor. Y en medio de esta locura, trato de encontrar los lazos que unen todas estas palabras tan dispares. Y no puedo hallar otra semejanza que la escasa diferencia que hay entre ellas. Todas me golpean a la vez,”Fuerte”, sin piedad,”Muerte”, como una misma cosa, “Suerte”, y todas me duelen igual. Será que las diferencia una sola letra.

Nubarrones

Daniel

      Hacía tiempo —¿cinco, diez años?— que Salerno no viajaba para esos lados. Iba a General Rodríguez, un territorio que no había visitado nunca y que poco le importaba descubrir. Había subido al tren a las tres y pico de la tarde, en la terminal del Once. Desde entonces estuvo mirando por la ventanilla sin prestar verdadera atención a esos paisajes del oeste, barrios que sin duda habían ido creciendo con los años y que él, atraído hacia su interior por una serie de recuerdos, dejaba resbalar ante sus ojos. Retenía, eso sí, una escena, la misma que veía repetirse en cada estación, cuando la formación se detenía y él le daba una tregua a sus recuerdos: gente arracimada al borde del andén, forcejeando en su intento por subir, y el choque inevitable con los que bajaban.
      En el pasillo del vagón, envueltos en una ola de hastío, hombres y mujeres se mecían con el vaivén del tren. Pensó en su cara, en los rastros indelebles de su propia cara. Huellas que tal vez serían confundidas con el tedio o la apatía. “El dolor —se dijo—, verdadero cartógrafo de la fisonomía”. Sintió una vaga culpa. Irene había fallecido el mes anterior, y él ya se aprovechaba literariamente de esa circunstancia, de esa desgracia que lo atenazaba y que, por lo visto, no le impedía hacerse el artista. Lo que más se reprochaba era el hecho de no haber podido llorarla. Ni una sola lágrima había soltado. Eso lo mortificaba, como si uno fuera responsable del control de los arduos mecanismos que se agitan en el alma, del encendido y apagado de ciertas piezas clave.
      —Lo que pasa —se descubrió diciendo en voz baja— es que estoy seco por dentro.
      La mujer a su derecha bajó el diario y le echó una mirada desdeñosa por encima de los anteojos, para confirmar que no le habían dirigido la palabra, y para darse cuenta, acaso, de que su vecino de asiento era uno de esos tipos que tienen la costumbre de hablar solos. Salerno decidió que no era para nada extraño que uno hablase solo. “Al fin y al cabo vivimos en un mundo signado por el desdén y la crueldad, entre otros males”.
      De Tonietti, jefe y viejo amigo, había sido la idea de que abandonara, al menos por un tiempo, las tareas dentro de la Redacción, de que saliera a investigar, a palpar la calle. Tras el fallecimiento de su esposa, Salerno se había desmoronado. Era necesario que se apartara del clima opresivo de la oficina, el barullo, las urgencias, los techos bajos, las paredes grises. Como primera misión se esperaba que redactase un artículo acerca de un niño que, según los rumores, era capaz de obrar milagros. El niño se llamaba Lumba. No le dieron más detalles. Salerno debía viajar hasta la casa del chico, presenciar las prácticas rituales, estudiar el contexto. Era martes, la nota debía ser entregada a más tardar el jueves para que saliera publicada el sábado. “Ya está todo arreglado —le había asegurado Tonietti—, andá las veces que sea necesario. La madre te va a dejar pasar”.
      En la adolescencia, durante sus estudios de Comunicación, Salerno debió realizar numerosos trabajos prácticos. Esos trabajos lo llevaron a visitar hospicios, villas de emergencia, cementerios, santuarios, sociedades de fomentos. Y en cada uno de esos lugares supo entrevistar a la gente con el entusiasmo propio de quien se lanza a la aventura. Eso le faltaba ahora, entusiasmo, y también una gota de candor, atributo que se le había ido disipando a medida que la vida fue metiéndole palos en la rueda. Se acordó de una canción: La vida empieza a los cuarenta, decía uno de sus versos. A poco de cumplir cuarenta y tres, Salerno no podía evitar la certidumbre de que nada nuevo había bajo el sol. Sin embargo, estaba dispuesto a darse una oportunidad. Precisamente por eso había aceptado la propuesta de Tonietti, la de salir a redescubrir el mundo. En el fondo, anhelaba ser capaz de superar no sólo la aflicción sino también el escepticismo.
      Dos años atrás, con las manos sembradas de verrugas, había visitado a un curandero. Claro que antes de llegar hasta esa instancia se había estado tratando con un dermatólogo que le recetó una pomada costosísima. Durante días se aplicó la pomada sobre las protuberancias, sin resultado. Fue su hermano quien lo convenció para ir a lo de un anciano que atendía por Constitución. Un terapeuta milagroso, le había asegurado. Salerno accedió a las cansadas. Parado contra la pared de la sala de espera, hojeaba una revista cuando entró la policía: Todos a la comisaría, incluido el sanador, cuyos poderes curativos él nunca pudo comprobar. “Dónde me trajiste”, le reprochó al hermano, con la picazón hostigándolo más que nunca. Al cabo de un mes las verrugas desaparecieron así como habían brotado.
      En la terminal de Moreno, abordó la formación que lo conduciría hasta Rodríguez. Volvió a sentarse del lado de la ventanilla. Ya no viajaba nadie parado en el pasillo. Salerno levantó el portafolios flanqueado por sus zapatos, lo apoyó sobre los muslos y sacó el anotador. Durante la noche, con el fin de ir empapándose en el tema, había estado revisando algunos ensayos sobre mitos populares. Abrió el anotador, trabajó una frase mentalmente y escribió:
      Las mitologías de barrio, que en muchos casos no pasan de ser meras supersticiones, han ido mermando con el tiempo, diluyéndose en los arrabales como pueden disolverse viejas costumbres. Pero no han sido abolidas por completo.
      Luego se quedó observando la espiral del anotador. Días después del entierro de Irene, se había puesto a ordenar sus cosas. En el cajón de la mesita de noche, entre píldoras, estampitas y monedas, había descubierto una libretita de tapa verde, también con un eje de alambre en espiral. Las primeras páginas contenían nombres, números de teléfono y algunos recordatorios. Las demás permanecían en blanco, excepto una, por la mitad de la libreta, donde ella había escrito una cita, con su letra prolija y redondeada. “Por mucho que proteste, soy responsable de la realidad”. Recién ahora Salerno parecía comprender el significado de esas palabras. Como si hubiera sido necesaria la distancia —en el tiempo, en el espacio— para ver con claridad. Tal vez la frase era de Irene, tal vez la habría escuchado en la radio. Como fuese, ella se sentía responsable de esa realidad que la había condenado a cargar consigo misma, con su cuerpo enfermo. Solía pasarse horas —en el sanatorio y después en la casa— con los auriculares en los oídos y el aparato diminuto entre los dedos o sobre la almohada. Prefería la radio a la televisión. Los programas de la tele le resultaban estridentes: un desfile de chabacanería. En cuestión de segundos se pasaba de lo trágico a lo ridículo, de lo torpe a lo sublime, como si todo diera lo mismo, y eso Irene no lo soportaba. No lo soportaba porque lo miraba todo desde otra perspectiva, desde su cerco de sombras, esa zona habitada por aquellos que presienten la inminencia del final. El mundo de la tele era ajeno a su realidad. En cambio, disfrutaba de cerrar los ojos y escuchar música suave o algún tema de Piazzolla, que tanto le gustaba.
      “Tengo que pensar en otra cosa”, se dijo Salerno mordisqueando el capuchón de la lapicera. Lo cierto es que el recuerdo le oprimía el pecho. Releyó lo escrito y meneó la cabeza con aprobación. Esbozó otro párrafo:
      Estas “creencias” son una necesidad colectiva, un residuo ancestral que persiste entre la gente. Algunas sufrieron transformaciones drásticas y quedaron reducidas a meros relatos infantiles.
      En el andén, con el mapa desplegado entre las manos, anduvo preguntando cómo llegar a determinada dirección. El gordo del puesto de diarios le indicó un colectivo que lo dejaba bastante cerca, a cinco o seis cuadras.
      El barrio metía miedo. Por las calles de tierra, minadas de pozos y cascotes, flanqueadas por pastizales, resultaba imposible la circulación de los autos. El aire tibio y sosegado de esos primeros días del otoño era lo único amable en la topografía hostil. A metros de la casa, en medio de ese paraje de ranchos dispersos y lodazales, Salerno tuvo la ocurrencia de que a Lumba le iría mejor, económicamente mejor, si se instalaba, como el curandero que no había llegado a curarlo, en un departamento de la capital.
      En la vereda de la casa aguardaban algunas personas. Averiguó que el niño tenía nueve años y que recibía a la gente por las tardes, tres veces a la semana. Preguntó si ya había empezado a atender.
      —Todavía no —le respondió una chica con una sonrisa introvertida.
      —Tengo entendido que es un sanador —aventuró Salerno.
      La mujer desvió la mirada hacia los demás, como si esperase que otro le respondiera. Un viejo de barba dio unos pasos hacia él. Antes de pronunciar palabra, extrajo un paquete de Camel del bolsillo del saco, un saco de lana demasiado grande para ese cuerpo consumido, y dijo:
      —Raro que haya venido hasta acá sin saber de qué se trata el asunto.
      —A eso vengo —explicó Salerno—, para averiguarlo. Soy periodista.
      —Periodista, el hombre —dijo el viejo moviendo levemente la cabeza, como si pensara en voz alta. Prendió un cigarrillo, expulsó el humo hacia un costado y, alzando la mano con que sostenía el pucho, se golpeteó la sien—. Rellena la testa, Lumba. Eso es lo que hace.
      Adoptando una actitud comprensiva y paciente, Salerno siguió indagando hasta juntar varias declaraciones. Ninguno de los que se dignó responderle supo explicarle con claridad en qué consistía el prodigio. Excepto el viejo, los otros le hablaron en voz tenue, como si temieran ser sorprendidos, aunque bien podía tratarse de un respeto excesivo hacia la figura de Lumba o a lo que el niño representaba.
      Una mujer regordeta salió de la casa limpiándose las manos en el delantal. Caminó hasta la verj.
      —Pueden pasar —dijo acompañando las palabras con un ademán de bienvenida.
      Salerno mantuvo una charla con la mujer, que resultó ser la madre de Lumba. El niño era capaz volcar en la memoria de uno los recuerdos de una vida anterior. Una explicación sencilla. Pero Salerno no sólo estaba por adentrarse en el rito a través de cual se acrecentaba la memoria, sino también en el mito de la reencarnación y, tangencialmente, en el de la inmortalidad. Cuando tomó conciencia de la complejidad del fenómeno, algo en él se debilitó. El recelo desbarató su esperanza —endeble, pero esperanza al fin— de dar con algo que lo sorprendiera bien, de no cruzarse con un farsante.
      El grupo se había acomodado en los sillones del living-comedor. En tanto, Salerno permanecía de pie, observando las paredes adornadas con trapos multicolores, máscaras de madera, pájaros disecados. Un tótem de piedra entorpecía parte del pasillo que conducía a la sala donde Lumba recibía a los visitantes. Esos símbolos parecían no obedecer a una línea estética en particular ni pertenecer a una cultura determinada. Diseminados sin una disposición específica, en lugares poco estratégicos, Salerno no estaba seguro de que no respetaran un orden secreto que sólo el niño era capaz de justificar.
      Con el dinero que Lumba ganaba (ya que no atendía gratis, aunque aceptaba gallinas, tortas o bolsas de caramelos a cambio de sus servicios), la madre había ido arreglando la casa: hizo revocar las paredes y colocar la verja y el senderito de lajas de la entrada. El padre se había mandado a mudar cuando el chico tenía apenas cinco meses. A mitad del invierno anterior, lo encontraron tirado en el banco de una plaza, la mano aferrada a una botella vacía de ginebra. Salerno pensó que el tipo de alguna manera se había buscado ese final. En cambio Irene había sufrido más que un animal, injustamente, inesperadamente. Como un chispazo, a Salerno se le encendió el recuerdo en algún pliegue de la cabeza. Se vio en el patio del sanatorio. Irene caminaba con la manera torpe de desplazarse que mostraba por esos días, echando el torso hacia delante, mientras él la sostenía del brazo. Arrastraba las pantuflas, apenas si tenía fuerzas para caminar. Una bolsa de polietileno que venía bailoteando le envolvió un pie. Cada intento de Irene por desprenderse de ese plástico, cada pausado movimiento, hizo que se le enredara peor. Sin embargo, no perdió en ningún momento la paciencia. Paciencia era lo que le sobraba, aunque la muerte le pisara los talones. Sin soltar a su mujer, Salerno se agachó y le dijo que levantara apenas el pie. Cuando ella logró levantarlo, le arrancó la bolsita y la estrujó con fuerza para después arrojarla contra un cantero sin flores.
      Un grito. Un grito algo apagado, como si viniera de un galpón lindero. La madre de Lumba se asomó a la puerta del living-comedor.
      —Ahora sí —dijo—. Mi hijo los está esperando. Va a atenderlos a todos juntos, en una única sesión.
      Desde el centro del salón, Lumba les indicó que se sentaran. Salerno había sido el último en entrar. Cuaderno en mano, permanecía de pie, la espalda contra el marco de la puerta. El piso del salón —un salón espacioso anexado a la parte trasera de la casa— era de tierra, a diferencia de las otras piezas en la que habían colocado cerámicos. De pronto el niño cerró los ojos y lanzó una carcajada.
      Un amigo que padecía de sobrepeso, a quien Salerno consideraba un tipo bonachón y alegre, le había dicho una vez, con una determinación que lo desconcertó, que nunca había sido feliz, que la persona obesa, por su condición de tal, es desdichada aunque manifieste lo contrario. Lumba era un niño obeso, pero no parecía ser esa la causa de su desdicha. Tenía la piel oscura, la mirada soberbia. Su carcajada repentina y perturbadora, que había surgido sin motivo aparente, no hacía más que desenmascarar de alguna manera su sentimiento más hondo, la amargura, una amargura nacida acaso de la soledad.
      Desnudo de la cintura para arriba, el niño exhibía sin pudor toda su gordura, como si no fuese consciente de que habitaba un cuerpo que requería cierto cuidado. Además del aspecto salvaje, a Salerno lo sorprendió lo infantil de su actitud. En realidad Lumba actuaba conforme a su edad. Él se había imaginado que el niño debía comportarse como un adulto, quizá porque era coherente esperar cierta seriedad de una persona capaz de obrar milagros, aunque esa persona no hubiese alcanzado la madurez.
      Lumba se pasó un buen rato jugueteando con una flauta, examinándola como a una cosa que no acabara nunca de entender, tratando de sacarle alguna melodía. Evidentemente no le importaba que, delante de él, hombres y mujeres esperasen que se dignara atenderlos. Entretenido en lo suyo, los ignoraba, malhumorado. Hasta que finalmente se levantó de su sillón de mimbre, un sillón que crujía y se bamboleaba con cada brusco movimiento, señal de que ya estaría dispuesto a esgrimir su magia.
      Sin dejar de empuñar la flauta, a la que no logró arrancarle más que destemplados sonidos, dio unos pasos hacia esas personas que aguardaban formando un semicírculo dentro del salón, sentadas en banquitos sin respaldo. A medida que rozaba con los dedos la frente de los visitantes, pronunciaba frases que sólo tendrían sentido para él. La gente lo miraba con una especie de emoción, mezcla de pavor y asombro. Uno a uno los iba tocando Lumba, sin prestarles demasiada atención, enfrascado vaya uno a saber en qué cosas. Las personas le retribuían con un cabeceo y palabras halagüeñas. Un morocho, más expresivo que los demás, le besó la mano y repitió gracias, gracias. Lumba echó a reírse como si le divirtieran las respuestas o las voces, sin ser consciente, al parecer, de que los matices de su propia voz, cargados de una puerilidad caprichosa, eran no menos particulares que la de esos hombres y mujeres que arrastraban un pesar en su acento provinciano.
      Al final de la sesión, la madre aclaró que debían pasar unos días para que se advirtieran los cambios en la memoria. Si bien Salerno no se había sometido al prodigio, se planteó la posibilidad de que fuese auténtico el fenómeno, de estar realmente ante las puertas de un universo más vasto y misterioso del que había conocido hasta ese entonces. “El mundo es mucho más pobre para el que no cree”, se dijo. Pero, ¿cuál era el sentido de adquirir un pasado que uno no reconocía como suyo, aunque luego lograse asimilarlo? ¿Por qué entregarse a ese privilegio dudoso? Eso es lo que pretendía averiguar. En la calle, antes de que el grupo se dispersara, trató de retener a algunos. Sólo el morocho del agradecimiento efusivo se detuvo a hablarle.
      —Qué quiere que le diga —confesó el hombre—, vine para que Lumba me borrara el pasado, para que me diera nuevos recuerdos.
      No podía ser, no consistía en eso el milagro. La madre se lo había explicado bien a Salerno. Lumba agregaba a la memoria experiencias de una vida supuestamente ya vivida por uno. Antes de que Salerno le hiciera notar el malentendido, el morocho consultó el reloj.
      —Discúlpeme, se me hace tarde —dijo, y se fue sorteando charcos y cascotes.
      Salerno comprendió que cada uno tenía sus motivos, muy particulares, para atravesar esa prueba de fuego que consistía en ser tocado por el niño. Oyó que lo llamaban. La madre de Lumba.
      —¿Cuándo me dijo que va a salir la nota?
      —El sábado, doña —respondió Salerno—. Pero todavía hay cosas que no me cierran. ¿No hay modo de convencer a Lumba para que...?
      —Ya le dije que no habla con nadie.


      Al enterarse de que un escritor de la zona, de nombre Santiago Doval, había visitado a Lumba, supuso que, lo mismo que él, estuvo investigando el caso. Pero Doval, tal como le adelantó por teléfono, no había ido a investigar sino a experimentar el prodigio en carne propia. Quedaron en verse al otro día, en la casa del escritor.
      Sentados en los sillones del jardín trasero, de espaldas a la pared de la cocina, miraban hacia el fondo, hacia la fronda. Doval hablaba sosteniendo un vaso de whisky, en tanto que Salerno se limitaba a escucharlo. El cuaderno de apuntes descansaba sobre la mesita que los separaba, como una cosa inútil. Salerno podía retener sin dificultad las palabras del escritor. Redactaría la crónica más tarde o al día siguiente.
      La rosa china, el ligustro, el limonero y las demás plantas iban tomando, en el atardecer, un matiz oscuro, de un verde uniforme. Nubes grises y dispersas, de bordes encendidos, se desplazaban perezosas sobre el jardín. Doval soltaba su discurso como si le dictara al otro sus memorias, apenas si le permitía a Salerno introducir alguna acotación. De tanto en tanto, con aire de intelectual, pasaba el vaso de una mano a la otra.
      —El pasado —dijo, después de tragar un sorbo de whisky— no es una acumulación de acontecimientos vividos, no es sólo lo que antecede al presente. Es la fuente de la que un escritor nutre su escritura. Y yo ya había descendido a mi memoria, una y mil veces, hasta vaciarla como a un pozo de petróleo —se cruzó de piernas, el hielo tintineó contra la pared del vaso—. Claro que lo que le sucede a uno no tiene por qué ser interesante para los demás. Hablo de armar el relato de modo tal que el lector no se nos escape: tensiones, distensiones, intensidad, suspenso, etcétera. Usted me entiende, usted también escribe. A esta altura de mi vida creo haber aprendido la lección. Sucede que después de tres novelas, tres largas novelas que con justa razón la crítica ha desdeñado, me encontré vacío. Con cierto aprendizaje incorporado, pero vacío. El pozo del que le hablaba. Necesitaba nuevas ideas, nuevas anécdotas. El pasado es lo que me ha alimentado siempre. Lo contamino todo con retazos de mi propia biografía.
      Para evitar que divagara, Salerno le preguntó por los otros, los que iban a ver a Lumba por motivos distintos a los suyos. Doval lo miró como si reparase en él en ese instante, como si hubiera estado hablándose a sí mismo.
      —¿Los otros? Buscan evadirse, supongo —amagó con levantarse—. ¿Seguro que no quiere tomar nada? ¿Agua? ¿Cerveza?
      Salerno hizo un gesto negativo. Pensó que también él, de algún modo, necesitaba resbalar por algún pliegue hacia un nuevo camino, aunque ese camino resultase no menos tortuoso que el que había transitado hasta el momento.
      Casi sin que se dieran cuenta, las nubes habían encapotado el cielo. Se precipitó la noche. Salerno sintió que esa masa plomiza y compacta, ahí arriba, representaba el presente, y que horas después de descargar sus refucilos y su agua contra la tierra, cuando al otro día volviera a salir el sol, sería pasado. Un pasado que fatalmente se disolvería entre recuerdos de otros nubarrones y tormentas. Todas las lluvias —así lo creía entonces— estaban destinadas a quedar reducidas a una sola lluvia indivisible.
      Apoyó el codo sobre la mesa y se inclinó hacia el escritor.
      —¿Cómo es eso de poseer otra memoria? ¿Qué se pierde? ¿Qué se gana?
      Doval chasqueó la lengua y meneó la cabeza con aprobación.
      —Lo noto ansioso —dijo—. No me refiero al afán del periodista por dar con un caso excepcional, sino a otra cosa. Lo percibo en su cara, en sus pupilas. Usted anhela desprenderse de cierta pesadumbre, ¿me equivoco?
      Antes de que Salerno atinara a responder, Doval continuó:
      —Quiere entregarse al prodigio, pero tiene miedo. Tiene miedo porque no sabe qué se pierde, qué se gana. Se pierde la identidad, si es lo que le interesa saber. La memoria nueva es un tropel de voces, imágenes, sueños, en fin, un cóctel que viene a perturbar el pequeño universo de nuestra mente. Hasta que uno saca a flote nuevamente la memoria más genuina, la más íntima, la que ha venido construyendo en esta vida.
      —¿Qué se gana? —preguntó Salerno, esta vez con una voz indiferente y dura. Su deseo no pasaba tanto por perderse en otro o escapar de sí, como en camuflar el dolor, diluir la parte más amarga entre nuevos recuerdos de un pasado remoto.
      —Depende de lo que uno busque. Si busca la felicidad, no recurra a Lumba. Ese chico, en ese sentido, no es la salvación de nadie. Sin embargo a mí me sirvió, y mucho. De hecho estoy preparando una novela donde narro justamente esta experiencia, la de haber hurgado en los recuerdos de otro.
      —¿De otro?
      —Es que en un principio yo tenía la impresión de que me habían endilgado una memoria ajena. Me sentía un espía de las intimidades y temores y vergüenzas y pasiones de un desconocido, de ese tipo extraño e imposible que llevaba en mí, para decirlo con poesía. Y a la vez, ese extraño que anidaba en mí me martirizaba. Nos acechábamos mutuamente —probó otro sorbo y dejó el vaso sobre la mesa—. Los recuerdos no llegaban a mezclarse: a unos los sentía propios, vívidos, coloridos; a otros, incómodos y fríos. Poco a poco aquel pasado nuevo entró a amoldarse, a formar parte de mí, a tal punto que, como le venía diciendo, alteró durante un tiempo mi identidad. Un infierno, le juro. Había empezado una novela un tanto ambiciosa, pero tuve que abandonarla a los pocos días. Hoy la leo y no me reconozco en esas páginas llenas de incongruencias y torpezas gramaticales. Una noche casi le prendo fuego a mi biblioteca. Con lo que representan los libros para mí.
      La naturaleza los acorralaba con la densidad de las nubes y la vegetación. Se había levantado viento. El escritor hizo una pausa, la mirada hundida en los huecos de la espesura del fondo. De pronto, se percató de que estaban en la oscuridad. Caminó hasta la cocina y encendió el farol del jardín. Volvió al sillón con otra medida de whisky. Un cortejo de insectos empezó a agitarse en torno del farol: algunos chocaban contra el vidrio que protegía la lámpara y volvían a revolotear en círculos sin poder penetrar la luz ambarina, su centro incandescente, esa especie de dios acorazado que los mantenía fuera de su núcleo.
      —Menos mal que la memoria es porosa para el olvido —continuó Doval—. Sé que los recuerdos más recientes, es decir, los que he venido acumulando en mis cincuenta y cinco años, perdurarán en mí. Esos recuerdos, vívido pero a la vez gastados, se han ido devorando a los de la otra vida, los empujan hacia el fondo, al inconsciente. Me queda el sabor de haber vivido mucho, muchísimo. La memoria nueva es ahora un mejunje algodonoso y todavía me confunde el cruce de recuerdos y destinos y hay cosas que no sé si las he vivido o soñado.
      Se estrecharon las manos al despedirse.
      —¿Ya se decidió? —dijo Doval.
      Salerno asintió en silencio.


      Llegó a la estación cinco minutos antes de que partiera el último tren. Al acomodarse en el asiento, se desató la tormenta. Una tormenta atravesada de relámpagos.
      En poco menos de cuarenta y ocho horas, había conocido a personas tan extrañas como Lumba, la madre de Lumba, el escritor Santiago Doval. A pesar de todo, se dijo, valía la pena seguir sobre este mundo desalentador a causa de los hechos sorprendentes que aún le deparaba. Y por los amigos, los buenos amigos que no dejaban de alentarlo. De pronto se le cruzó por la cabeza la sospecha de que Tonietti, en el fondo, lo había sacado de la oficina para que se entregara a la magia del niño, a la mítica transformación. Pero de él, de Salerno, dependía al fin y al cabo la decisión de someterse o no al prodigio.
      El agua caía sin piedad. Salerno parecía descifrar el turbio paisaje a través de la ventana, aunque en realidad miraba hacia adentro, hacia la imagen que latía detrás de sus pupilas: Irene en terapia después de la operación, débil, inestable, la cara contraía. “¿Te duele?” le había preguntado él tomándola de la mano. Una pregunta obvia, torpe, que se le había escapado de los labios, que su propio miedo —miedo a perderla— le había hecho pronunciar. Ella apretó los párpados y asintió apenas con la cabeza.
      El vagón desierto y mal iluminado. La lluvia descargando su furia contra el vidrio. La espesa oscuridad trepando hasta los ojos de Salerno. ¿A qué evadir el dolor? Pretender eludirlo significaba olvidar a Irene, negar su ausencia, torcer la marcha implacable y natural de las cosas.
      Otro relámpago.
      Salerno vio en el vidrio el reflejo de su cara: una cara salpicada de gotas escurriéndose por la velocidad del tren, desgarrándose hasta la desintegración.
      El afuera —esa borrosa geografía de calles anegadas y ramas rotas— era la expresión magnificada de lo que Salerno reprimía en su interior. Se le humedecieron los ojos. Hacía tanto que no lloraba.
      Se limpió con el dorso de la mano y pensó que no era cierto que todas las lluvias fuesen la misma lluvia indivisible. Nunca olvidaría esa tormenta.