martes, 19 de agosto de 2008

La puerta 24

Liliana Savoia

      Revoloteaban nubes negras sobre los techos del Agudo Ortiz, nosotros lamentábamos llegar al final de la tarde, pero era el único tren que tenia parada en ese lugar alejado de Dios y del mundo.
      Nos fuimos internando, según las indicaciones de nuestro empleador, en un paraje de árboles crispados y sin hojas, mientras avanzaba una copiosa bruma gris que parecía envolverlo todo.
      Con mucha dificultad llegamos a la puerta del Psiquiátrico, nos recibió el Director quien nos había contratado de urgencia, dado que según argumentaba, una fuerte gripe había enfermado a toda la colonia.
      Un viejo reloj victoriano completamente exánime escurría de la pared como una gran mancha congelada en el tiempo. Sus agujas parecían apuntarnos hacia un espacio tridimensional que nos hizo estremecer.
      Los internos dormían en su mayoría, aunque en lo profundo de los pasillos quebraban el silencio quejidos y balbuceos que nos adelantaban a quienes tendríamos que atender y controlar.
      Después de la recorrida por los pabellones, donde contamos 24 puertas, y tratando de asimilar las indicaciones de Dr. Foster, éste nos entrego a cada uno un manojo con 23 llaves. No nos atrevimos a preguntar por la que faltaba. El director se adelantó a nosotros y dejando entrever una sonrisa desgarbada, con la llave faltante en su mano dijo— Por favor, es mi sala de estudios les agradecería que no me interrumpieran mientras trabajo. Yo mismo me ocupo de la limpieza.
      Como enfermeros que somos nos dedicamos inmediatamente a cumplir con nuestras tareas en medio de toda esa desesperación insondable, donde apenas si se esbozaba algún resquicio de cordura.
      Seres sumidos en las profundidades del alma, ahogados en los mares de la locura.
      Aun así cumplíamos con nuestras obligaciones.
      En los dos meses que llevamos de trabajo murieron varios internos, se nos Comunicó que la causa había sido una gripe fulminante, quizás resabios de la cepa que había azotado la colonia semanas atrás. Nadie reclamó sus cuerpos, la mayoría de los enfermos no tenían familiares.
      No se nos permitió vestir los cadáveres para darles una digna sepultura, pero dado la personalidad del Director, guardamos silencio y no volvimos a tocar el tema.
      La tarde del martes , después de repartir las dosis de medicamentos habituales a los enfermos , salimos para hacer la ronda nocturna, desde el pasillo oeste escuchamos una respiración agitada que descuartizó la noche Tal vez por la oscuridad de los pasillos o por la torpeza del conteo nos encontramos abriendo la puerta 24 con una de las otras llaves.
      Lo que vimos nos hizo caer en pánico.
      Una capa ensangrentada se adhería a los muros de ladrillos ennegrecidos por mil y un Pecados.
      El Dr. Foster luchaba sobre el cráneo abierto de un infeliz, mientras un líquido ambarino se desperdiciaba corriendo lentamente por la mesa de acero.
      Sus manos se alzaron en un ademán funesto e inútil, nosotros, tropezamos no una, ni dos, ni tres, si no mas de mil y solo después de que llegamos a la humilde Estación logramos articular palabra.
      Ya en la ciudad, la agencia liquidó nuestros sueldos, le entregamos las 23 llaves firmando la renuncia argumentando que una fuerte gripe nos impedía cumplir con los Enfermos.
      Jamás mencionamos el incidente. La oscuridad de la noche no logra vencer nuestros párpados para abrazarnos en el sueño, el horror de esa imagen quedará impresa en nuestra memoria provoca.

viernes, 8 de agosto de 2008

El secreto del bibliotecario

Marta Iris

Capítulo 1: La frialdad de los mármoles

      Ese atardecer angustiado de domingo a José Maria Del Pozo Frumento lo asaltó la solidez de su torpeza. Los restos de una identidad heredada se estrellaron contra el piso y ni lo salpicaron.
      Lo rodeaban las paredes de su biblioteca, acuñada en décadas de sesudos estudios. Había sumado conceptos como otros acumulan kilos de grasa en un vientre sedentario. Sus reflexiones eran igual de pesadas, llenas de solemnidad y datos inútiles que hacían oscuridad sobre alguna idea medulosa. Siempre lo supo, pero era incapaz de resistirse a esa glotonería culturosa que llenaba como grasa sus discursos, aún el más cotidiano. Cinco años antes conoció a su pareja, veinte años menor y quince kilos más ágil, pero hacía tiempo que no soportaba tantos detalles y, concluida la seducción inicial de su cultura, no le evitaba ultrajar con una mueca de fastidio sus peroratas. Lo que al principio no le afectaba, porque atribuía las comisuras despreciativas a la rusticidad del amigo, y procuró eludirlas como si lo avergonzara una exposición carnal, terminó por exasperar sus cuerdas melancólicas.
      Lo abatía la imposibilidad de expresar por escrito su pensamiento. La dificultad creció con los años, consideraba ese problema especialmente trágico: el peso de un muerto. Esta certeza absorbía su coraje literario. Si hablando la síntesis no era su pecado, escribiendo sobrevenía la penitencia.
      Ejercía como profesor en la cátedra de Iniciación a la Literatura en una sede de la Facultad de Filosofía y Letras, escondida en un barrio sur de Buenos Aires, cerca de la casona que había heredado de sus padres, y estos de sus abuelos. Eso le permitía ir y volver al trabajo caminando por la Av. Pedro Goyena, a la que transitaba como a cualquier pasillo de su casa, pero la adornaban las flores azules de los jacarandaes, en vez de las fotos marchitas de sus muertos.
      José María ignoraba en que época se detuvo su existencia, pero lo retenía una sensación de tiempo quieto. Desde el pasado lo miraban las cejas fruncidas del abuelo, ese gesto autoritario le restaba fuerzas.
      Padecía obsesiones de coleccionista sin objeto y desquitaba esta manía clasificatoria resumiendo todo lo que leía, haciendo fichas y más fichas, donde se quedaba el trozo de su alma incapaz de amasar algo propio con eso, criticarlo, asumirlo con libertad, hacerlo suyo. Esta rareza, y sus conocimientos, le consiguieron el puesto de bibliotecario eterno en la biblioteca barrial. Un puesto en el que pareció viejo antes de los treinta años, detrás de unos vidrios gruesos que aumentaban sus ojos y empobrecían su mirada.
      Todo le quedaba cerca, este trabajo también, y cuando terminó su carrera en la Universidad de Buenos Aires dejó de viajar, a todos lados llegaba caminando, y sin darse cuenta comenzó a aislarse. Su vida cabía en dieciséis manzanas y ellas contenían todas las diferencias, igualdades, pestes y maravillas que no deseaba ver. La Av. Pedro Goyena estaba rodeada de caserones antiguos, el de su familia descollaba con aires de palacete, con un jardín perimetral y umbrío, la humedad por emblema, pórticos encolumnados, de un estilo que quiso ser griego, pero terminó criollísimo, pomposamente denominado ecléctico, y mármoles que enfriaban la temperatura de los deseos, antes, porque eran caros, ahora, porque estaban muertos.
      José María quedó solo a los treinta años. Con el último trozo de tierra que sepultó a su madre adquirió una arruga horizontal y prolija en la frente, y un temblor en la voz, levísimo, pero sumamente incómodo, que le avejentaba las palabras, pero no le impedía sus lecciones, donde fuera, en su cátedra, o en cualquier respuesta a los lectores de la biblioteca, que solían ocuparlo como enciclopedia parlante.
      En vida de la madre jamás tuvo una relación amorosa. Se decía que no soportaba dejarla sola, como si fuera razón suficiente para no cuestionarse una sexualidad imprecisa que postergaba sin esfuerzo. La madre jamás mencionó la ausencia de novias, tan natural le parecía, y tan preferible. El carácter de la mujer había expulsado a la única pariente, una prima lejana, de parte de los Del Pozo; una chiquilla huérfana cuyo pecado mayor fue parecer nieta de don José Francisco Del Pozo, el difunto suegro, y hasta donde el profesor supo, criatura preferida del padre. Razones disimuladas hicieron que la madre le buscara un hogar de ocasión apenas la muerte del padre dejó lugar. José Maria no se atrevió con la decisión a pesar del cariño que sentía por la niña. En su interior abundaron los justificativos: la edad o la artritis de la madre, o los conflictos solapados entre sus padres que se hacían presente a través de la niña, y sobre todo él era incapaz de contradecir a la mujer. Por otra parte pensaba que si la madre nunca había llevado un hombre a su vida, un remedio para la viudez prematura, era sensato que acompañara su ancianidad, y dentro del pensamiento lógico de José María esta ecuación cerraba perfectamente. Pero le nació un agujero y se le contagió la vejez.
      La soledad no inmutó la sencillez de sus costumbres. Del caserón habitaba sólo la biblioteca y su dormitorio. Comía en la cocina lo que él mismo cocinaba y gastaba más en libros que en comida. Usaba dos días la misma camisa y para simplificarse las cosas las compraba siempre de un extraño color beige.
      El día que cumplía cuarenta y cinco años conoció a Víctor Arteche. Fue en el inicio de las clases de ese cuatrimestre, el muchacho ocupaba el primer lugar en una lista de cuarenta. José María decía el nombre de cada alumno y levantaba los ojos buscando la cara de la persona en un intento ineficaz por ubicar a quién pertenecía. Víctor hubiera sido uno más de los tantos alumnos que a través de los años aparecían y desaparecían de su vida. Era un docente apreciado y sus cursos muy concurridos. Solía vérsele después de clase, demorado en los pasillos de la facultad, envuelto por una nube de alumnos que le requerían respuestas. Su problema era que especulaba como si las tuviera y avanzaba caminando despacio, oculto por esos jóvenes preguntones. Los miraba cobijado por sus anteojos, en sus párpados aleteaba una preocupación vencida: la de resumir esa erudición que le engordaba las ideas sin lograr apropiarse de la carne del arte. Víctor comenzó a perseguir los fuegos artificiales del profesor, intuyendo, quizá, la carencia existencial del hombre. José María, ausente de su vida amorosa, escaso de inquietudes carnales, no calculó que sus discursos ampulosos podían ser un arma de seducción para un muchacho rústico, pero de aficiones claras y gustos consistentes. Ni se enteró en qué se estaba metiendo hasta que un día Víctor le pidió que continuaran la charla en un café aledaño. En un vacío entre frase y frase, le cubrió con su mano la suya. El sosegado maestro sintió que lo recorría una electricidad insólita, no acostumbraba contactos humanos, este menos que otros. El tiempo que Víctor empleó en dejar su mano en el lugar de la insinuación obtuvo que las mejillas del hombre se sonrojaran y que todo su cuerpo respondiera sobresaltado con la eficacia de sus preferencias amordazadas. No fueron los prejuicios sino la sorpresa la que lo puso de pie, espantado por el encuentro novedoso que había postergado durante toda su existencia. Ese muchacho, informal y áspero, conmovió su mundo.
      Salió del bar casi despavorido, una excusa mal articulada lo colocó en la vereda pero no lo alejó del impacto. Dos calles después el hombre seguía con la mente en blanco y las palpitaciones de un adolescente sorprendido en mal momento. Comenzó a recobrar la compostura interior en el pórtico de su casa, los mármoles oscuros y lustrosos recogieron el descenso de ese ímpetu inédito, y cuando cerró por dentro le explotó en los labios un suspiro puritano y recordó "esa" mano sobre su mano, demasiado cercana para sus cuarenta y cinco años de represión sin tregua.
      Armó el servicio de té y lo llevó a la biblioteca. Se sentó frente al escritorio, rodeado de su desorden personal: carpetas abiertas que mostraban subrayados con marcador verde, varios libros manoseados y una computadora desconcertante, símbolo de una modernidad inapropiada a su modo de ser: un cuarentón fuera del tiempo. Esa tarde retomó la lectura de la bibliografía de sus clases, pero no logró concentrarse.
      Intentaba digerir lo ocurrido. Comenzó a leer mil veces y mil veces abandonó la lectura. Lo torturaba una visión detenida: la mano joven sobre su mano, y se preguntaba, como si allí residiera lo importante, por qué no la retiró, como si hubiera querido retirarla, y lo bien que hizo en salir, como si no hubiera deseado quedarse. Importunado por un pensamiento que se le imponía con vida propia, se levantó para calentar agua y volvió con el servicio de té. Para las nueve de la noche había tomado varias teteras y orinó en consecuencia, hasta que temió haber pescado una cistitis. Cenó por costumbre y sin hambre una sopa chirle, se fue a la cama sin sueño, despabilado y añorando su próxima clase, a la que concurriría por primera vez sin las preparaciones escrupulosas con que combatía el temblequeo de su voz. Al día siguiente lo vio en la primera fila de bancos, escandalosamente joven, y se avergonzó de su impulso hasta el sonrojo. Giró hacia el pizarrón, cohibido, la tiza blanca en su mano, dispuesto a embestir las primeras frases de esa clase. Más tarde no supo qué dijo y menos qué le preguntaron o cómo atinó a responder.
      Terminó dando tumbos y comenzó a alejarse por el pasillo como un autómata. Víctor lo interceptó. Los ojos renegridos y penetrantes. Con una luz propia y frontal, irreverente, que capturó al hombre, porque se denunció capturada. Sobraban las palabras, pero hubo que usarlas todas y metódicamente, porque ambos eran hombres educados. El más joven, quizá porque sostenía con seguridad sus preferencias, disfrutó de la seducción que lo embargaba y avanzó con soltura; el mayor, desprevenido, no entendía las señales de su partenaire sino los latidos de su corazón y el sudor acalorado que se resbalaba por las patillas de su barba anárquica de veterano pensador.
      El tumulto de los primeros meses, casi una cacería, donde dos cazadores perseguían la misma presa, el amor mismo, entretuvo a José María, que dio de sí los razonamientos menos didácticos y más floridos. No deseaba lucirse, deseaba huir a terrenos conocidos, y los libros y sus lecturas eran la selva de su predilección y su escondite. Víctor no entendía ese juego de fugas, de citas en los versículos de la Biblia, de encuentros en Shakespeare y eclipses en Don Quijote. El amor que sentía era simple y por lo mismo asequible, amaba con su juventud, con su hombría, con fuego. José María amaba con sus temores, sus dudas, sus escrúpulos paralizantes, sus cuarenta y cinco años de mentiras y soledades. Concretaron su encuentro definitivo una noche lluviosa de invierno, el mes de julio, austral como nunca, recibía una de sus tantas olas polares. Y fue esa noche porque era ficticio y vergonzoso que se prolongara más tiempo una situación ambigua entre dos hombres libres. Se amaban sin obligaciones y sin más prejuicios que los años de continuas concesiones que arrastraba uno de ellos hacia la deuda imaginaria con un abuelo despótico, un padre débil y perturbado, y una madre tramposa.
      Esa noche durmieron juntos y Víctor abrigó al niño que ocupaba los discursos de José María; abrigó su voz temblorosa, su aislamiento ausente y él se dejó abrigar.
      El muchacho no esperó invitaciones acaloradas, y se instaló en el viejo caserón sin ellas, con la pretensión inicial de hacer de él un lugar más habitable, menos detenido en la distancia de un tiempo ajeno que estaba dispuesto a someter. Admiraba el mundo de su amigo, esa existencia de lujos añejos y abandonados, y sentía ternura por su mirada perpleja de vivir más allá de la necesidad y las cosas cotidianas. Una mirada estupefacta que escondía detrás de la vidriera de sus anteojos empañados y del gesto frecuente de limpiarlos, como para quedarse ciego unos minutos, lapso que aprovechaba para retomar fuerzas y encarar la vida, en especial esta vida nueva y compartida.
      Víctor hizo lo posible para que todo fluyera y creyó que era posible. Se ocupaba de las compras, acomodaba la casa, y hasta rejuveneció el vetusto jardín, pero sobre todo quiso alcanzar a José María en sus recitados vacuos. Antes de dos años se había percatado de la puerilidad del maestro, de que sus citas continuas no eran más que el escaparate bastardo donde escondía, con brillo fatuo, sus inseguridades de varón pomposo y mediocre. Y entre las muchas cosas que descubrió, fue el cariño infantil que sentía José María hacia una nebulosa femenina sin nombre ni cuerpo, que habitaba subrepticiamente en sus pesadillas, y en algunos de sus poemas repulsivamente melosos. Aunque no se trataba de una infidelidad sintió como una mano de hielo le apretaba los testículos congelándole el deseo, y que la vida se burlaba de él.
      El muchacho abandonó la carrera de letras y emprendió un peregrinaje por estudios casuales que lo condujeron lejos del barrio de José María. Los celos que surcaron ocasionalmente la imaginación del profesor no lo resolvieron a salir de su mundillo artificial.
      La pareja no tenía amigos, muy de vez en cuando los visitaba una medio hermana de Víctor, quince años mayor, que vivía en la provincia del Chaco y se llegaba a Buenos Aires por cuestiones profesionales. La mujer vio con buenos ojos a la pareja. José María, con su naturaleza amable y su cultura dadivosa le impresionó todo lo bien que puede impresionar la pareja de un medio hermano sin rumbo y con antecedentes de una adicción mantenida en secreto. Víctor hacía y deshacía en la casa, pero tenía el buen criterio de mantener sus fechorías apartadas, incluyendo algún camarada fortuito, sea porque suponía el repudio de José María, de naturaleza puritana y solitaria, sea porque maliciaba que la falta de límites de sus compinches le birlaría un candidato incondicional.
      María José Arteche, hija del mismo padre que Víctor, pero de un matrimonio muy anterior, se parecía por los gustos, por la edad, y hasta por el nombre, al profesor de literatura. Hicieron amistad enseguida, él la invitó a la casa y dispuso su antigua habitación para cuando visitara Buenos Aires. La pareja habitaba el aposento matrimonial desde el principio, poseía una leñera antigua pero eficiente que lo curó en un santiamén de su catarro crónico, lugar de sobra para la ropa de ambos y, sobre todo, la cama enorme, ese placer invaluable de dormir rodeado por los brazos de su amado y sentirse entre ellos como en un refugio. Le daban calor y cariño, le trasmitían un poco de su juventud y su savia. Víctor lo estrechaba y él se quedaba quieto, disfrutando en la nuca la respiración pausada de su sueño profundo, juvenil, irresponsable. Y durante algún tiempo lo abandonaron las pesadillas donde un ser angélico de indudable aplicación femenina lo acariciaba pecaminosamente hasta el agotamiento, hasta que sus genitales, macerados en el placer, se diluían en una terrorífica nube informe.
      Cuando José María tomó conciencia de que a Víctor le interesaba menos la literatura que a él los vericuetos de las sucesivas carreras emprendidas por su amado, la separación comenzó a afligirlo. De común acuerdo habilitaron otra sala como segunda biblioteca, el montón literario de José María no admitía la presencia de los dibujos de las clases de arte, o más tarde algún apunte enloquecido de Anatomía, o un encuentro fallido con las matemáticas. Así de cambiante, o falaz, era el desorientado viaje. El profesor encalló otra vez en su mundillo concentrado de citas griegas y latinajos. Las noches eran su isla dorada, su edén particular, y la cama matrimonial que fue de sus padres y antes de sus abuelos, un cuadrilátero no tanto lujurioso como balsámico. Porque el encuentro con esta sexualidad fragante de sudores viriles duplicados no le impuso formas descabelladas, su naturaleza acotada hubiera estallado en el choque voluptuoso, fue posible la permanencia. Víctor, que en otros aspectos era excesivo y tarambana, supo trajinar con soltura por el límite de la tolerancia aceptable del placer mutuo que la inseguridad de José María imponía. Y transitaron otro año.
      María José hacía gala de una soltería discreta; el tiempo y la presencia le consiguieron un trabajo en la capital y terminó mudándose al caserón. Tampoco ella se interesó en los asuntos domésticos de la casa, el orden se mantenía por austeridad del desorden. El interés inicial de Víctor por las tareas hogareñas duró menos que su interés por la literatura y hasta el remozo provisional del jardín naufragó por el crecimiento denodado de las hiedras. Sólo los cipreses componían claros en el césped, la acidez de sus agujas favorecía peladuras innobles pero prolijas.
      Como nadie quería gastar su tiempo en tareas caseras, acostumbraban emplear lo menos posible los enseres que delatan el uso cotidiano. Los tres compartían un cierto paso tenue sobre los objetos, nada denunciaba una presencia familiar o comprometida. El caserón era la morada menos hogareña que pudiera pensarse. La presencia de Víctor, y más tarde también la de su medio hermana, no redujo la frialdad de los mármoles ni la humedad del jardín que rodeaba la mansión como un candado de césped raído por la acidez de los pinos; ni modificó el disgusto de los muebles quejosos o la insuficiencia de las chimeneas, que no alcanzaban a entibiar las alcobas. Además, esa danza de sus habitantes sobre los objetos, entre grácil y decaída, pero engañosa y fantasmal.

Capítulo 2: La advertencia del ángel

      Fue la frecuencia de las faltas de Víctor lo que alertó a María José. El muchacho se excusaba aunque nadie lo requiera.
      La distracción de José María hacía inútiles las disculpas y volvía excesivos los pretextos. El arrepentido Víctor perpetraba sus fechorías con lógica propia. Las excusas eran la piel de sus pecados, un goce añadido. Para ciertas personas quizá sea imperativa esta constelación donde convive la falta con su disculpa, una forma auxiliar de existencia, prolongada en el tiempo y en la satisfacción. Si no servían para alertar al dueño terminaron por advertir a la hermana, quien diez años antes había pasado por circunstancias semejantes y dolorosas para su familia.
      Los hechos llegaron a mal pronóstico cuando desapareció una figura que adornaba desde antaño el pie de la escalera. Ni siquiera se trataba de una escultura conocida, aunque la firmaba un escultor muy nombrado, pero no había modo de obviar su metro y pico de mármol de Carrara, la escalera era tránsito indefectible hacia los dormitorios de la planta alta. La escultura, un ángel de alas plegadas, vigilaba desde hacía décadas las huellas dejadas por generaciones de "Del Pozo". No era un bulto menor para escabullir en cualquier manga ancha.
      Una noche, los hermanos pelearon a rabiar, y el profesor debió enfrentar lo que rechazaba. Los objetos desaparecían y no por cuenta propia. Y lo peor, parecía que la situación confabulaba para obligarlo a notificarse. Como último intento por desmentir los hechos huyó al jardín, salió por las puertas cristaleras del contrafrente y recorrió el pasillo de lajas, procurando hundirse en el sosiego del desorden vegetal y el siseo de los pinos, que ondeaban su solemnidad en una brisa de agujas afónicas. La medianera infectada de enredaderas le dio colchón provisorio a su terror de niño descubierto sin una excusa a mano. Se escondía sin posibilidades de llegar a un descargo de salvación que dejara las cosas en su lugar, deseaba que todo permaneciera igual pero María José controlaba lo que él estaba dispuesto a esquivar. Él guardaba un silencio cómplice e inútil. Sentía bronca contra la mujer, contra las palabras sueltas que había escuchado y pretendía olvidar. Lo alcanzó la medianoche en su respaldo de hiedras, hundido en la incertidumbre y la angustia del choque con un conflicto que lo superaba. No quería saber nada, y nada le importaba tanto como conservar a Víctor a su lado, en sus desayunos apurados, sus cenas frías de tanto esperarlo, su cama vacante, hasta sus muecas burlonas le parecían preferibles a su soledad de hombre sin más identidad que la que le colgaron sus antepasados, espejo roto de un pretérito que siempre le pareció confuso, extraviado y de olvido preferible. Digno de guardarse donde estaba, en los estantes secretos de un cuarto disimulado.
      Abandonó la enramada cuando los calambres y el frío se lo impusieron. Temía la entrada en su casa como un ratero novato que tienta su primer estrago. Dio vueltas por la cocina sin atreverse ni a calentar agua para una taza de té, y terminó subiendo la escalera sin mirar el hueco vacío del ángel guardián, robado descaradamente. Como si su disimulo lo volviera al ángulo de la escalera, o por lo menos sirviera para zafar de un encuentro con la realidad que repudiaba. ¿Qué podía importarle la falta de esa estatua?, se preguntaba. Durante su infancia sus ojos de mármol lo había perseguido, y él hacía décadas que procuraba ignorar el presagio de aquella mirada sagrada. ¿Qué le importaban las desapariciones de alhajas que nadie usaba y ya no adornaban ningún cuerpo? ¿Algún jarrón que ni extrañaba tener flores? ¡Al contrario! Consideraba la actitud de Víctor un permiso, una liberación. No medía las maniobras de su pareja, él le hubiera dado todo, pero no se lo pedía, entonces concluyó que suya era la falta por no adelantarse y ofrecerle los objetos. Viniendo de su amado la causa sería amable o provendría de una necesidad. Ciego como un topo, sumiso como un cordero, fiel como un perro. Decididamente animal.
      No contó con que la atención de María José daba celebridad a cada falta y que los rincones comenzaban a brillar cuando los deshabitaba su objeto, porque ella ponía ahí su vista y denunciaba la ausencia. Al principio la mujer se satisfacía en las peleas con su hermano, más tarde quiso llevar a la inercia de José María de demostración en demostración. Le exhibía, señalando aparatosamente con el índice de su diestra, los sitios vacíos, y como si él no hubiera vivido jamás en esa casa le recordaba lo que allí había lucido tal o cual pieza. José María especuló que evitaría las denuncias si anticipaba los hechos, debía adivinar en qué consistiría la próxima jugada de Víctor, quizá para protegerlo o protegerse, dándole lo que necesitaba. Llegó a regalarle, sin motivo aparente, la lámpara de bronce con pantalla de Tiffany, que lucía encima del piano silencioso desde hacía años. Víctor lo miró con aire despreciativo: ¡Para qué podría querer semejante adefesio! Y la lámpara se salvó, provisoriamente, del latrocinio. Otra vez quiso regalarle una preciosa mesita de caoba adornada con marquetería de nácar y ébano, en esta oportunidad Víctor se enojó por la incongruencia, ¿dónde se llevaría él esa mesa tan valiosa, sólo acorde a estilos antiguos? Y la mesita de caoba se salvó del robo. Una mañana de domingo en que Víctor remoloneaba demorando levantarse después de una noche muy jugada en lances diversos, José María le acercó un cofrecito recubierto en granates de indudable valor e incuestionable belleza.
      –– ¿Dónde lo tenías escondido?
      –– ¡Siempre estuvo en el mismo lugar! Son las joyas de mi abuela paterna.
      Y José María se derrumbó en explicaciones inútiles que olían a disculpa. Colocó el cofrecito en el centro de la cama y Víctor se incorporó curioso. Cruzó las piernas y procuró abrirlo, pero el cofrecito poseía un mecanismo extraño. El muchacho lo levantó. Lo agitó molesto y por fin se lo pasó al dueño con la imprecación de que encontrara el sistema que lo abría. Le resultaba increíble esa ignorancia, y falsas las excusas. José María lo tomó en sus manos y lo abrió con facilidad, y este gesto que podría haber resultado mínimo, terminó de marcar el camino de su secreto, porque garantizó que, a pesar de toda su tolerancia y todos sus renunciamientos, mantenía un secreto, y encendió la pista del desastre.
      El cofrecito de granates entregó su contendido y avisó que, como este, otros tesoros se escondían a la vista usurpadora. El muchacho procuró disimular el brillo de su rapacidad y alabó el contenido del joyero: un collar de esmeraldas con sus aros haciendo juego y una gargantilla doble de perlas negras de Tahití.
      —¿Y para qué lo guardabas?
      En la hora siguiente José María debió soportar el interrogatorio de su amado. Nada lo convencía de la inocencia del profesor, aunque era el más indicado para entender su aturdimiento. Su propia naturaleza desconfiada y marrullera le marcó un escamoteo y su imaginación la pobló de razones. Las negativas del hombre lo exaltaban y terminó levantando la voz, exasperado. El alboroto atrajo a María José que golpeó la puerta del dormitorio, los hombres escondieron el cofrecito debajo de una parva de almohadones. Esa mañana los hermanó un sentimiento de culpa y disimulo. Uno, porque estaba acostumbrado a recelar de su hermana como de una enemiga, el otro porque comenzaba a ceder el último bastión de resistencia y ocultamiento de una identidad heredada y misteriosa: la colección de su abuelo paterno, cincuenta vasos de cristal de Loetz, Lalique, Tiffany y otros, la mejor guardada y menos apreciada por ojo humano desde la muerte de su dueño legítimo, don José Francisco Del Pozo, el coleccionista, el entendido, el verdaderamente culto.

Capítulo 3: Detrás del muro.

      Una segunda pared, totalmente revestida por estantes forrados de lujosa gamuza encarnada abrazaba el contorno de la biblioteca donde José María pasaba la mayor parte de su día. Esa habitación perimetral no tenía entrada visible y hacía más de cuarenta años que nadie intentaba poner limpieza o movimiento en la exquisita muestra.
      El profesor no ignorara su presencia, más valdría decir que aquella colección consistía como parte de su historia, de sus íntimos complejos, y hasta de su cuerpo y sus elecciones. Con trabajo expulsó este fantasma de su vida, pero de alguna manera semejante se excluían sus conocimientos literarios de sus posibilidades de escribir. Las tres poesías, inspiradas en sus pesadillas más negras, las escondía como se oculta una enfermedad vergonzosa. Nunca estuvieron tan unidos la pasión por la lectura de la parálisis en la escritura. Se proponía escribir, horas enteras pasaba frente a una hoja en blanco, o sentado en la computadora, inútilmente. Cada intento lo dejaba angustiado, triste, y la edad, astuta en recursos engañosos, le había enseñado a enfrentar lo imposible copiando páginas de autores conocidos. No era sino un pésimo remedio, porque copiar a sus autores preferidos promovía que recordara con minuciosidad páginas ajenas, amadas pero ajenas, cada vez un poco más ajenas a fuerza de ser recordadas con la desesperación del amante abandonado sin explicaciones. Qué no hubiera dado por ser el padre del discurso del acto tercero de Hamlet: "Ser o no ser, ese es el problema..." Precisamente su pregunta sin respuesta era sobre ser. Para él, que conocía su prosapia criolla de ida y de vuelta por las generaciones familiares, de quien podía decirse, de sobra, que sabía quien era, la respuesta a esa cuestión le pesaba como los mármoles negros de su casa.
      La colección de su abuelo, desde su escondite, presidía una vida cristalizada. Un cuarto grande, atiborrado de libros, era el carozo de otro cuarto, atiborrado de jarrones de hiriente y solitaria belleza. Belleza privada de su razón de existir: ser contemplada por un ser humano enamorado del balance entre los brillos y las formas de esos vidrios. Colores donde la luz se rompía, aterida o sulfurada por los desafíos que el artesano impuso a su trayectoria.
      La biblioteca de José María, recubierta por la colección de su abuelo, expresaba la parálisis de su vida. ¡Cuánto desperdicio existía en esos vidrios escondidos para el mundo en un alarde de avaricia estética! La misma parálisis de los libros, estacionados y polvorientos, porque no a todos les llegaba una lectura salvadora.
      Todo esto fue olfateado por la voracidad de Víctor, quien supuso una presa y resolvió conocerla.
      Un día, sea porque la presión de Víctor aumentaba, o la resistencia de José María se encogía, el mancebo regresó a leer en la biblioteca grande, y al reanudar la compañía del profesor, ubicó en el aleteo de sus párpados inocentones la aguja de una brújula imaginaria: su guía hacia el tesoro. Él imaginaba una caja fuerte, quizá otro cofre, más joyas. Objetos que fueran fáciles de canjear y desaparecer, excesivo ajetreo había disimulado con el ángel de mármol. Su imaginación pedestre calculaba posibilidades comunes.
      Este estado de cosas se hubiera mantenido de ese modo si dos eventos no hubieran contribuido al desastre. María José quiso sumarse a ellos en la biblioteca, y aunque el tamaño del recinto la adoptaba, su medio hermano puso el grito en el cielo y bajó sobre la convivencia del trío una nube de disgusto y enfado, mayor de la que ya existía. A esto se agregó la visita de la prima lejana, y aunque sólo apareció un domingo de Pascua para saludar a su pariente, y sin ningún reclamo, el profesor vio en su presencia la solidificación de una llamada familiar, eran los "Del Pozo" que surgían desde el pasado para reclamar que enmendara la falta de su madre. Por supuesto que la niña era ahora una mujer hecha y derecha, de carácter independiente y posición cómoda, aunque no acomodada.
      No habían pasado dos horas de una visita amable cuando el profesor la invitó a vivir en el caserón. La mujer se rio de la invitación como de un chiste dicho a destiempo, comentó atentamente que le quedaba lejos de su trabajo, que hacía poco había comprado su vivienda y ni siquiera terminaba de decorarla. Se guardó diplomáticamente de nombrar aquel abandono que ambos recordaban. Poco después desapareció de sus vidas dejando una huella impredecible como la de un pecado de juventud. José María se quedó más huérfano y expuesto que antes, y Víctor tuvo la certeza de que esa figura femenina era la habitante de los sueños de su amante, aquella mujer, salida del pasado causa de la peor de las infidelidades, la que no fue.
      Una semana más tarde, en un insoportable crepúsculo de domingo, los dos hombres rebullían su desazón en la biblioteca, uno empujando sus quejas contra el otro que no sabía como contestar, porque ya lo había dado todo, o así lo creía. Sin por qué, sin meditarlo, con un suspiro en una mano y las llaves en la otra, el profesor miró a su amado, ni oía sus palabras hirientes, las ironías de Víctor le resbalaban, él lo veía tan hermoso, digno de la mirada de Miguel Ángel o de Botticelli, intervino como apropiado para ser pintado, y se sintió tan viejo, tan deforme, tan poca cosa, que pensó en el último de los recursos para recompensarlo, y abrió la portezuela del ambiente donde se guardaban los cincuenta jarrones de vidrio. Se descorrió la espalda de los anaqueles, la luz rebotó contra los brillos y les dio vida, la cueva de Alí Baba no hubiera refulgido como aquella colección. Víctor se vio rodeado: detrás de los libros existía otra realidad, otra energía, y él recién se enteraba. La admiración y la bronca despertaron juntos. No podía creer que durante tanto tiempo José María Del Pozo Frumento hubiera callado la existencia de ese mundo de refinados reflejos, el odio se le hizo grito en la garganta.
      —¡Maldito! ¡Ya sabía yo que lo mejor te lo guardabas!
      Se levantó enloquecido, tomó al profesor por los hombros y lo sacudió. Él no intentó ningún movimiento, parecía muerto. Los sacudones lo llevaban de un lado a otro como a un trapo. Al revelar su secreto reveló la cifra de su esencia, lo más odiado de su historia, aquello por lo que la familia era capaz de cualquier esfuerzo, por un jarrón más, por una pieza más en la colección del abuelo. Aquello que no debía venderse, no importaba las necesidades del hogar, de la esposa o del hijo, porque esa colección era la prueba, y los despojos, de un señorío antiguo y decadente, perdido por la locura y la incompetencia de su padre desde hacía medio siglo. Reveló el estigma, su esterilidad y su cobardía.
      El destello reverberaba, detrás de los libros, por encima del borde de los lomos terrosos. El fondo iluminado alumbraba la escena violenta, privada, crucial. José María sentía que por fin lo alcanzaba su destino: Víctor Arteche ejecutaría un mandato que él no se atrevió a cumplir.
      En la puerta de la biblioteca, desgarrando la ceremonia íntima, se escucharon los golpecitos con que María José anunciaba su proximidad. La presencia detuvo a Víctor un instante pero no disminuyó su enojo. A la mujer le bastó una ojeada para abarcar el desastre y el peligro. Supo que su hermano, como otras veces, estaba dispuesto a todo, esta vez más porque el premio era fastuoso. Se acercó decidida a interrumpir el exceso, pero Víctor le propinó una bofetada con el revés de la mano que la proyectó contra las patas del escritorio. Los huesos de su cabeza produjeron un ruido seco de maderas rotas. La agresión contra la mujer despertó a José María, buscó los ojos de su amado y encontró en ellos un fuego desordenado de cólera y sentencia. ¿Fue lo que su naturaleza, tendiente a la melancolía y la indecisión, necesitaba para quebrar el yugo? Si lo era, el profesor no tenía conciencia de ello. Como no la tuvo cuando usando una fuerza desconocida arrojó a Víctor lejos de sí. Tan lejos y con tanta fuerza como para abatir su juventud y su bajeza. Lo mató.
      No se acercó para averiguar si debía llamar a alguien que pudiera enmendar tanto destrozo. Se sentó, quieto, procurando recuperar la inercia de sus cincuenta años vividos como prestados y convino con el sillón que lo alojaba una relación hospitalaria, un pacto entre cosas inanimadas, un silencio decisivo del que no retornó jamás. La locura de los Del Pozo había alcanzado a su generación.
      Dos días más tarde despertó María José de su propio cataclismo y consiguió pedir ayuda. Ella lo cuidó como a un hermano, él nunca la reconoció.
Marta Iris Díaz Gioffrè

viernes, 1 de agosto de 2008

Gotas y libros

Pilar Dublé


      Ayer no hubo luz. Se fue de pronto y entró la sombra absoluta, junto con el silencio de las neveras. Cocinamos con velas. Cuatro velas, el ventilador quieto, el calor pegajoso sobre la ensalada de remolacha. Silencio áspero. A las doce hubo que tomárselo un poco a risa, porque con una cara de culo no se vende nada.
      En la noche, en mi cama, entre el dolor de espalda y la rabia dura en el pecho, pensé que nada podría ser peor que eso.
      Hoy, nada más entrar, se sintió de nuevo el silencio áspero. Al doblar la esquina de la nevera, veo que la luz ha menguado a resplandor fantasmal en los tubos de neón de las lámparas, que están ladeadas. Las secciones del cielo raso están descuadradas y de cada una de ellas salen goteras. Hay decenas de goteras.
      —¿Qué paso aquí?
      —Se rompió un tubo del baño de arriba y se inundó todo.
      —… y cortaron el agua, ¿verdad?
      Más silencio. Al menos, con la lluvia interna, han tenido por una vez que ponerse las gorras del uniforme.

      Afuera hay una toma de agua, así que no hay otra que salir con la olla mondonguera una y otra vez, hasta abastecerse. Eso me da oportunidad de rumiar más a fondo la idea fija que llevo hace dos días a cuestas. Ya escondí el portafolio en mi locker, bajo llave, y lo repaso todo una y otra vez: no decir nada, sonreír mucho. No hablar con el cerrajero hasta último momento, pues es cliente y si viene hoy a al comer se le puede escapar algo. Esperar a que se vayan todas. Si tuviera una socia normal, simplemente le podría pedir copia de la llave del archivo. Pero no me la dará, con cualquier excusa, y además se pondrá en guardia. Malo, eso.

      A las diez entro en pánico: Freddy, el de la administración del centro comercial, dice que arreglarán ellos las lámparas y el techo. Que será cuando nosotras acabemos la faena. ¡Qué puntería tiene el Freddy! Cuando uno lo necesita no aparece ni bajo las escaleras, pero cuando necesito un desierto, se presenta. Y se queda en el medio.
Pero hay una esperanza: Simón, el plomero-albañil-electricista oficial, vive beodo. Hoy viernes seguramente empezó temprano. Las probabilidades de que aparezca son remotas.

      La hora del almuerzo trae su nube de comensales inconformes y protestones o agradecidos y asombrados. Hay gente decente que dice: “¡¿todo eso por diecisiete bolívares?!” Los lambucios, en cambio, quieren dos panes, dos jugos y dos postres, “¡… ponme más…!” Luego no se lo comen, y La Negra, que mantiene limpio el comedor, nos cuenta indignada cómo tira a la basura diariamente kilos de comida intacta.

      A media tarde asoma el fin de semana. Con parsimonia que me agota, las empleadas se sientan a maquillarse y peinarse para salir a sus compras, a sus casas, a sus rumbitas.
      —¿Y usted no se va?
      —Estoy esperando a Felipe, ¿lo viste? Ese que vino a saludar como a las once, el flaco canoso. Es sobrino de una amiga y me va a traer algo para ella. Lo espero diez minutos más y si no llega, me voy —miento y sonrío.
Por fin se levantan y caminan hacia la salida del centro comercial. Voy cinco pasos detrás. Ya en la calle toman hacia el sur. Yo tuerzo hacia el norte, y en la esquina me volteo a fisgar si aún se ven. Nada. Se las tragó la tarde.

      La cerrajería está a treinta metros. El hombre asiente cuando le explico, saca un estuchito negro de una gaveta, cierra el negocio y escribe en un papel que arrancó de un cuaderno: “YA REGRESO”. Parece que será rápido.
De vuelta, abro la puerta principal y entramos al aire sólido y ardiente que se almacenó allí con las ventanas de seguridad selladas.
      —Es este —señalo con el dedo. El cerrajero se inclina y luego elige una ganzúa del estuche. Mientras, saco el portafolio de mi gabinete, y cuando vuelvo a echarle llave, ya el archivo está abierto. Ahí están, los libros de la empresa. Entre el amasijo de papeles y el desorden de pertenencias personales apenas veo tres: libro de actas, libro de accionistas, libro de inventario. Sé que son más. No importa, tengo lo que necesito. Pido al hombre que cierre de nuevo el archivo, le pago, salimos y paso la llave de la puerta principal. Él desaparece por un pasillo lateral y yo me dirijo a la salida del centro comercial, llevando el portafolio con los libros guindado del hombro.
      Allí me encuentro al contador.
      —El lunes voy a trabajar en el libro diario y en el libro mayor —dice.
      Esos son los libros que se quedaron ahí, precisamente.
      —¡Ahja! Estupendo. Que pase buen fin de semana.

      Limpio, suave y justiciero.


Pilar Dublé.
Julio 2008