domingo, 16 de diciembre de 2012

Fatiga material

por Lidia Castro     

     Los edificios estaban tan cansados que se sentaron en los cimientos a reponer energías. Los cimientos no soportaron el peso de tanta humanidad encerrada y se hundieron de a poco. El piso 235 del Monument Tower de la ciudad de Workland quedó apiñado de gente a ras de la calle, mientras las napas de agua fresca inundaban los pisos inferiores de la torre. El resto de los edificios de la zona desapareció de la misma forma. Los hombres que lograron sobrevivir, cansados también, se suicidaron corriendo por la escalera hasta la planta baja. Ya no era fatiga del material como habría podido pensarse. Era lisa y llanamente fiaca. Sin ciudad, la tierra se alegró y reverdeció donde antes sólo había cemento. El nuevo gobierno de gente de campo, comenzó a llamar Joyland a ese lugar antes superpoblado.


sábado, 15 de diciembre de 2012

Ejercicio diciembre 2012



por Mirta Leis

Los dedos regordetes de Andrey acarician el teclado deteniéndose cada tanto para apretar alguna tecla y sonreír. El sonido aleatorio se transforma casi en una melodía para su abuela que lo mira embelesada.
−¿Te gustaría aprender a tocarlo?−le dice mientras se acerca y hunde sus dedos en los rulos rubios y largos del pequeño.
−Sí, enséñame−ordena el niño mientras se estira un poco para poder descubrir ese mar blanco y negro lleno de sonidos.
Doña Ekaterina se sienta en la banqueta y con uno de sus brazos sube al crío a su regazo. Hábil aún con el instrumento interpreta una alegre melodía y luego, suavemente, conduce las manos del chiquitín a la aventura de la música.
Todos los días durante la siesta, cuando el sol pinta los verdes de brillo, frente al ventanal abierto a la luz, la paciencia de la abuela rinde frutos y Andrey dibuja sube y bajas en el piano mezclando los sonidos con el canto de los pájaros.
A Ekaterina le gusta pasar largas horas junto al río cercano a la ciudad. Desde allí divisa las altas masas cubiertas de ventanas que emergen entre la arboleda, las lejanas chimeneas de Chernóbil humeantes día y noche, la gigantesca rueda del parque que hace las delicias de chicos y grandes en Pripiat.
−Sin dudas han hecho un buen trabajo− piensa, aunque como de costumbre termina su caminata a orillas del río con las mejillas húmedas por el recuerdo…Nunca quiso dejar su humilde casa, pero su único hijo, recién recibido de ingeniero y de padre, quiso darle un nuevo hogar en Pripiat junto a su mujer y al recién nacido.
Era Andrey su vía de escape cuando los recuerdos parecían robarle fuerzas a sus días. Ese chiquitín necesitado de brazos cariñosos mientras mamá y papá trabajaban, ocupaba casi todos los momentos de sus días.
El niño, como su abuela, aprendió a amar la música,  la transparencia del río, las mariposas, las flores silvestres y hasta los rugidos de los animales salvajes que poblaban el bosque cercano. Su vida en aquella ciudad moderna y rodeada de tanta naturaleza era feliz y placentera. Cada mañana asistía a clases poco después de que sus padres se marchaban a trabajar a la planta. Allí llegaban día a día casi todos los adultos de la ciudad para cumplir sus tareas. Ella, imponente, dominaba el paisaje desde el horizonte: chimeneas altas, grandes, grises, como una cadena montañosa de volcanes vivos humeando etéreas e inocentes caracolas blancas.
Junto a su abuela, Andrey crece en estatura y en arte, tanto, que es número puesto en cada fiesta escolar, en cada acto, en cada velada que se hace en la ciudad. En pocos años, el teatro lo recibe con su gran piano de cola y su magia de luces, butacas y cortinados. Los aplausos y  los elogios se multiplican una y otra vez en cada recital. El rubio jovencito ya está listo para seguir creciendo junto a grandes maestros en Suiza.
Ekaterina lo acompaña con su incondicional cariño y su fortaleza sin pedirle permiso a los años. Otro tiempo, otro idioma, otro paisaje, otra cultura y el mismo amor por la música forman su nuevo nido lejos de casa.
Fue estando en Berna cuando sucedió todo. Una falla en el reactor y la melodía triste del adiós a sus padres instalada entre los dedos como único consuelo.
La radiación fue comiéndose mordisco a mordisco  el paraíso. El río se hizo espejo de una ciudad vacía que el tiempo fue pintando de grises y dolor. Los pinos viraron del verde al rojizo, la vida se hizo fantasma entre las paredes guardando ecos de tiempos felices.
Andrey intenta proteger a su abuela, pero el dolor fue minando sus huesos  de la misma manera que la radiación corroe a los seres vivientes. Su mirada fue haciéndose distante hasta que se perdió en algún recoveco de los recuerdos para no regresar nunca.
El piano ofreció el único refugio para sobrevivir y los dedos, ahora largos y finos, recorrían el teclado como una lluvia triste hasta que el tiempo supo darle una pizca de consuelo.
Los mejores teatros del mundo se transformaron en su casa, Su música, perfecta, armoniosa y pulida fue aplaudida en los cuatro puntos cardinales. Andrey, el pianista de Chernóbil, hizo las delicias de los entendidos de la música y llenó los bolsillos de sus hábiles promotores.
Con dinero la vida es a veces más fácil, y si bien no llena los huecos de los sentimientos, logra cubrir la mayoría de las necesidades y de las ocurrencias. Por eso, años más tarde, cuando todo parecía haberse olvidado decidió visitar su pueblo natal. No era una simple ocurrencia, pero a los ojos de ciertos agentes de viaje que organizan aquello que el cliente quiere, sin dudas lo era.
El 12 de Octubre de Dos mil diez, a bordo de una camioneta de doble tracción que le procuró Mykola, su ocasional guía, penetró los perímetros cercados de Pripiat.
           A lo lejos, un sarcófago encierra las otrora humeantes chimeneas. El sendero cubierto de piedras serpentea a orillas del río, ese, que tanto recorrió prendido de la mano de Ekaterina. A un lado, el Bosque rojo se mira en las aguas de aspecto inocente donde el cielo duerme la siesta.
           Las primeras casas lo miran llegar desde sus ventanas rotas. Se detiene en la plaza principal. Las losetas grises se han levantado en partes y dejan entrever rastros de pastos que intentan colonizar la vida. Camina despacio, todo es allí como una postal mal dibujada, la ciudad respira muerte y abandono.  No están las luces de colores adornando la gigantesca rueda, ni se escuchan los niños corriendo por la plaza.
           A un costado de la jefatura se alza el teatro, ese, que lo viera tantas veces sentado frente al piano de cola. Ya no hay puertas, seguramente a causa de los depredadores de costumbre, la luz del sol es el único reflector de la velada, la banqueta está caída en el escenario y un montón de butacas destruidas conforman el mudo auditorio.
         Andrey camina titubeante. Los recuerdos se agolpan en su mente. Las telas de alguna araña caprichosa forman un velo que cae desde la lámpara central, el verde de los tapizados de alguna butaca lo estremece y los recuerdos se agolpan llenándolo de alegrías pasadas.
El piano parece esperarlo. Sube despacio los tres escalones y se sitúa en el centro de la escena mirando  la platea.  En primera fila su abuela, temblando como siempre, a su lado Ivan, su padre, alto, corpulento y escondido tras los gruesos cristales de sus lentes. Junto a ellos Olena, su rubia madre de ojos verdes y mojados, envuelta en un chal blanco como su piel.
Andrey toma la butaca que está caída a un costado del instrumento y se sienta frente al piano. La tapa rechina el levantarse  y un insecto pequeño se dispara entre las cuerdas. Una partitura imaginaria se abre en la primera hoja y dispara pentagramas a las manos del pianista.
El teatro está lleno y palpita la música que sale de sus dedos. La ovación lo estremece. La sala entera aplaude el concierto. Sus ojos se cruzan con los de Ekaterina que se ha puesto de pie en el acorde final. A su lado, sus padres se abrazan y saludan con una mano en alto.
Con los ojos llenos de lágrimas  Andrey baja a la platea, pero ellos ya no están allí. Cabizbajo se dirige hacia la salida sin poder controlar esas dos pequeñas lagrimitas que terminan por humedecer su cuello.
Las ruinas del teatro vuelven a abrumarlo y camina ahora rápidamente hacia la puerta.
Su imaginación le ha permitido ver a los suyos y de algún modo, despedirse tocando para ellos ese adagio que tanto les gustaba.
−Hice bien en venir−se dijo, este cementerio gris me devolvió el verde de los ojos de mi madre.
Afuera lo espera Mykola fumando junto a la camioneta.
−¿Nos vamos?−pregunta aplastando la colilla con las botas. Andrey sube sin decir palabras y desliza una última mirada a la ciudad vacía.
Después de cruzar el bosque, un camino de tierra los lleva de retorno al hotel. Andrey, todavía en silencio, extiende dos billetes al guía y se dispone a entrar.
Mykola le agradece y haciendo un gesto de espera con las manos, saca el escaso equipaje del auto.
−Nuevamente olvidas tu cámara y el bolso−le dice sonriendo, menos mal que recordé buscarlos cuando los dejaste olvidados en el teatro.
Ya en la habitación, Andrey descubre que por un costado del bolso se asoman los flecos de un chal blanco.

Realidad virtual (ejercicio)

por Ignacio (ejercicio diciembre 2012)



No imaginábamos que la realidad virtual pudiera gastarse y envejecer. Por eso ya casi nadie vivía en el mundo real, o apenas pasaba en él unos minutos. Hasta el Vaticano con sus curas y sus monjitas de la caridad habían creado un cielo virtual. Uno podía entrar al paraíso prometido con un clic de ratón y estarse allí toda una eternidad escuchando embobado los cánticos de los vejetes del Apocalipsis, que tañían sus instrumentos de piedra. Los aficionados a las películas de terror ingresaban a un infierno de llamas incandescentes hechas de píxeles fosforescentes y escuchaban cagándose de gusto los alaridos sintéticos de unos condenados virtuales.
Yo poseía una sala de conciertos virtual. En realidad era un galpón medio destartalado porque nunca aprendí diseño informático. Me lo monté con objetos de desecho, que flotaban en la red como restos de satélites en el espacio sideral, chatarra cibernética en estado de apesantez. Sillas olvidadas, sillones que se habían caído de un vídeo de youtube, ladrillos y tablones que yo encontraba en papeleras virtuales. Pinchaba y los arrastraba hasta mi galpón para ir creando y decorando mi sala de conciertos virtual. La paleta de colores era tan infinita (si lo infinito admite un más y un menos) que mi sala parecía un arcoiris no de siete sino de siete mil millones de colores. De las paredes colgué cuadros de chicas desnudas, de guapísimas modelos, que abundaban como las sardinas en el mar. No se necesitaban clavos, no más acercaba el cuadro, soltaba el botón del clic y la Marilyn Monroe se quedaba pegadita a la pared sonriéndome virtualmente.
Yo (es decir mi yo virtual) me sentaba al piano (lo había comprado en una subasta virtual, pero no tenía cuerdas ni martillos) y durante horas y horas tocaba piezas de Chopin ante un publico virtualmente embelesado. Bueno, en realidad yo no tocaba nada, me conectaba a una radio virtual que difundía un hilo musical sin principio ni fin con las obras del músico. Entre la multitud de anónimos virtuales que acudían de las cinco partes del mundo a admirar mi virtuosismo, yo coloqué una admiradora de mi propia invención, una muchacha suave y romántica de pelo castaño y ojos color de miel. Laura, pues ese era su nombre, se enamoró de mí, con un amor virtual que es mucho más sabroso que el amor romántico, un amor donde no hay sexo sino únicamente amor, no sé si ustedes me entienden.
La tragedia sucedió porque entre el público había un tipo celoso de ese amor nuestro tan inmaterial, tan inmortal, tan virtual. Él venía del hosco mundo real, se llamaba Félix y era feo como un escarabajo. Se encaprichó con Laura, su piel transparente, impalpable, su respiración divina: le entraron unos celos teatrales, de modo que decidió sabotear nuestra felicidad. Un tarde acudió al concierto con un segundo escondido en el bolsillo del pantalón, un segundo real –tic tac– robado de un reloj real –tic tac–, y sin que nadie lo viera lo sacó y lo depositó con cuidado en el suelo, a sus pies.
Y ahí sucedió el desastre. En el mundo virtual, el segundo tenía que haber muerto como muere un pez fuera del agua. Sin embargo aquel segundo  lastrado con los odiosos celos –tic tac– rodó por la suave pendiente del suelo, primero despacio, luego deprisa, cada vez más deprisa: el tiempo real, al colarse en el mundo virtual, multiplicó su velocidad de modo imparable... En pocos minutos, siglos de ruina y abandono asolaron mi sala virtual súbitamente envejecida y deshecha. Las chicas guapas se despegaron y el huracán del tiempo aventó las hojas; los vidrios opacados del ventanal estallaron, dejando entrar chorros de luz abrasadora que borró todos los colores; las paredes se desconcharon, llovía polvo sucio desde el techo. Los sillones se destriparon y sacaron sus resortes oxidados, como garras que buscaran un asidero; una viga que se desprendió del techo hizo picadillo a la pobre Laura. Los espectadores despavoridos huyeron a refugiarse en el mundo real donde el tiempo fluía con mansa placidez. Cerré los ojos. Cuando los volví a abrir, solo el piano seguía allí, en medio del escenario, como un dinosaurio cansado. Entonces saqué esa foto que ustedes ven. No sé si es una foto real o virtual. Yo mismo no estoy muy seguro de ser quien soy. Pero recorreré todos los millones de mundos posibles para encontrar a Félix y estrangularle con mis propias manos.

jueves, 15 de noviembre de 2012

Bailar con la más fea (Ejercicio)


por Ignacio  
    
         Cuando llegaba la primavera, subíamos al Monte en bici, los domingos. Comprábamos gaseosas, cigarrillos de tabaco rubio el que podía. Las chicas  cocinaban bizcochos perfumados con canela o con vainilla. Cuando en las casas todas nuestras familias dormían la siesta, nos reuníamos pasado el Puente de Hierro, cerca de la dársena del Canal de Castilla. Subíamos los cuatro o cinco kilómetros despacio, animando a las chicas que se cansaban y querían echar pie a tierra en la primera curva. Siempre llegábamos a la cita con la esperanza de que a una de ellas le fallara la bici, o la tuviera rota. ¿Quién de nosotros no había soñado con llevar en la barra a la hija de Arguello, el profesor que daba Ciencias Naturales? El cuerpo echado hacia adelante, la boca rozándole los caracolillos de la nuca, la respiración jadeante en sus oídos, y las rodillas subiendo y bajando, subiendo y bajando, rozándole los muslos o las nalgas. El cielo nunca nos hizo ese regalo.
Araceli, la hija del alguacil de la Audiencia, no tenía bici, y sin embargo nadie le propuso nunca montarla en la barra, no nos gustaba a ninguno. Era flaca, con la cara manchada de pecas sin gracia, un flequillo que le tapaba la frente y casi los ojos. Ella trataba de quitárselo de delante avanzando el labio inferior y soplando hacia arriba, como si le molestara una mosca y no pudiera espantársela con las manos. No tenía tetas, o si las tenía se las arreglaba para que no se le notaran, andaba encogida, con los hombros echados para adelante y la cabeza gacha.  

Siempre hay un roto para un descosido (Ejercicio)



                      …pensó, mientras redondeaba el texto  del  aviso clasificado del periódico.


 Única dueña. Con posibilidad de ausentarse (¡quién no!) vende urgente: ojeras, papada ¡impecable! y variedad de arrugas en perfecto estado. Óptimas condiciones de uso. Experiencia demostrable. Garantizada. Múltiples utilidades. Primera mano.


               Releyó. Pagó el costo de lo que daría a publicar y, esperanzada,  se dispuso a escuchar ofertas.

por Graciela Medina 

Craso error (Ejercicio)


por Lidia



Eran gemelas. Dos gotas de agua. Sin embargo si algún distraído encontraba sólo semejanzas era porque no las conocía como nosotras.
Una permanecía siempre sobre los rieles de una búsqueda que consideraba de antemano interminable. Sus preguntas ansiosas tejían todo tiempo vacío. Recelosa, le ordenaban el espacio en que acostumbraba moverse. Había aprendido que las respuestas no eran importantes, que los signos de interrogación eran el único combustible vital, y observaba como águila cada detalle para atraparlo y hacerlo suyo. Pero no era lo que se dice una neurótica.  Era una mujer de preguntas y de señales. Preguntas que monótonas, dulcificaban los oídos como si los demás fuésemos Ulises amarrados al mástil.
La hermana tenía todas las respuestas y las seguridades. Se cuestionaba e ignoraba poco y nada. Su saber era inagotable y siempre asombroso. Casi no hablaba; creíamos que en insomnio constante, se alimentaba sólo de libros. Con el tiempo la descubrimos tímida, hasta vergonzosa. En su mundo parecía no existir el miedo. La confianza serena que sentía, tranquilizaba los ánimos revoltosos.
Ambas eran bellas, cada una a su manera. Las dos reían con soltura. Según después lo demostraron, eran dóciles ante el cariño y fuertes ante las contrariedades. Tantos años de amistad nos habían permitido saber, fácilmente, quién era quién.
Un día apareció él, mucho más joven que los demás, un sabihondo de dudas y para decirlo poéticamente, “interminable de penas y caricias refrenadas”. Las conoció al unísono como a un dueto de violín y cello. Aceleraron su respiración y su pensamiento. Nosotras fuimos testigos. Como fuertes tentáculos, sus brazos ajustaron dos cinturas hacía tiempo, vacías. Para qué decirlo, otros hubieran querido conquistarlas, pero ninguno era lo bastante para cualquiera de ellas. 

domingo, 11 de noviembre de 2012

APAGÓN


por Roberto C.

           El vigilante está haciendo su rondín nocturno de cada día. Debe marcar las llaves de los puestos de control en el reloj que carga en ese largo y tediosos recorrido. Va en el cuarto punto de control cuando, de súbito, todo se oscurece: se pierde la energía eléctrica. —Maldición, no traje la lámpara. No sólo debo cargar este pinche reloj que pesa una tonelada, sino que también la lámpara que es un estorbo—. Va mascullando mientras con los brazos extendidos trata de alcanzar alguna de las paredes.
         Sabe que está en un cuarto que hace las veces de despacho del almacén. Recuerda que debe haber un escritorio cerca de la pared que tiene la ventana para la atención de los mecánicos.
         Avanza despacio, como no conoce el lugar, teme tropezar y lastimarse con algo que se le atraviese por su camino, siempre hay cosas regadas por el piso. Lleva el brazo derecho levantado a media altura hacia adelante buscando alguna pared, de la mano el brazo izquierdo le cuelga el reloj checador. Usa la pierna izquierda para buscar, mientras la derecha le aguanta todo su peso. Manda algunos puntapiés para saber si está libre el camino. Una vez asentado éste pie, avanza un paso y repite la operación, sigue así hasta que choca con algo.
         Se espanta y casi cae por el golpe que ha dado con la puntera de la bota y por el estruendo que se hizo al chocar con lo que suena como una lámina de metal. Extiende ambos brazos con un movimiento circular de arriba y abajo para ubicar el objeto alcanzado. No encuentra nada, se agacha hasta el piso y empieza a buscar con las manos.
         Recorre un palmo y nada, otro y nada, al tercero siente un objeto liso y frío, trata de tocarlo con las dos manos; lleva una junto a la otra, el objeto está a su alcance, lo toca con la mano izquierda y con la derecha empieza a rodearlo; percibe un objeto pequeño, puede asirlo con ambas manos, es de metal, lo hace sonar,  lo levanta y es ligero, identifica al bote para basura, lo deja a un lado. Se levanta y reinicia su método de búsqueda. Piensa que está cerca de alguna pared, no se percata que regresa sobre sus pasos.
         Avanza tres pasos, y nada, tantea el siguiente y no encuentra algo. Se prepara para el siguiente paso. Ahora  investga usando la pierna derecha, la izquierda tiembla cuando lo sostiene. Asienta el pie sobre algo suave y pulposo, de forma automática lo retira y se queda parado, estático. Suda frío, saca el pañuelo para limpiarse la frente, la gorra está húmeda y le incomoda ponérsela; se desabrocha la camisola, la camiseta la tiene pegada al cuerpo y siente lo frío del sudor, respira con dificultad. El miedo le agudiza los sentidos, pero no se atreve a continuar. Se acurruca en el piso, con las manos lo recorre. Con la derecha toca algo que parecen pelos, retira la mano; su corazón bombea con fuerza. Sus latidos son el único ruido que lo acompaña. Resopla para tratar de calmarse, trata de pasar saliva y su boca está seca. Reintenta acercarse al objeto peludo, se arrastra sobre las nalgas con precaución, buscando con las manos. Siente los pelos, y trata de ir más allá. Es algo suave, sedoso. Entierra los dedos en la amorfa superficie; al levantarla,  se le enreda en el brazo, la huele, —ésto es de mujer— dice y la arroja a un lado. Sentado, empieza a pensar que no va a poder terminar su ronda y que el Capitán, por la mañana no le va a creer la historia.
         Es esas estaba cuando todo se ilumina, revisa el reloj y se da cuenta que sólo han pasado algunos minutos; respira aliviado, aún puede terminar su vuelta. Se levanta, está cerca de una esquina, a su izquierda está una peluca pelirroja —No recuerda haber visto a ninguna mujer en esa oficina y menos pelirroja—. Se aproxima para recogerla, en su cerebro surge la imagen de la portada del diario amarillista que compra en la esquina cuando llega a trabajar. La oscuridad lo envuelve una vez más.