viernes, 25 de abril de 2008

Dar un final a esta historia (Ejercicio)

Colectivo

      La pareja espera el bote para cruzar la bocana del puerto. Mariel Hidalgo lleva un chaquetón azul marino, los vaqueros dentro de las botas altas y un moño apresado en una redecilla roja, como el que lució en la escena de la universidad de "Años perdidos". El bote llega hasta el muelle, el marinero salta a tierra, amarra la cuerda al noray, da la mano a Mariel para que suba a bordo y luego se pone a charlar con un par de lugareños, junto al surtidor de gasoil. Mariel y Sergio Montleón se sientan en un banco corrido a estribor. En la cara del chico ha hecho presa el demonio de los celos. Sin mirarla, hace la pregunta que le atormenta desde hace rato:
      —¿Dónde estuviste ayer por la tarde?
      Mariel vuelve la cabeza, extrañada.
      —Estuve con Marta, ya lo sabes.
      —Me estás mintiendo.<
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      Ella le interroga con la mirada, quiere saber a qué viene una afirmación tan rotunda. Frunce los labios, alza las cejas.
      —No seas chiquillo, no te miento: estuve con Marta.
      —Te seguí —dice él.
      Mariel Hidalgo se inclina sobre la borda, como si pudiera tocar el agua con los dedos extendidos; se da así un tiempo para pensar, pero sabe que cuando vuelva a erguirse él continuará vigilando sus ojos, un cambio en el tono de sus mejillas.
      —Te seguí —continúa el muchacho— cuando te despediste de mí en el barrio antiguo. No me fui a la Facultad, como te dije. Vi cómo salías al muelle, caminabas hacia el Acuario, tomabas el camino del Monte Urgull.
      Mariel Hidalgo se incorpora por fin. En su cara se dibuja la entrega. Trata de acariciarle, pero su mano es rechazada.
      —Subiste por el camino, yo te espiaba desde lejos para que no me vieses. En el Cementerio de los Ingleses te encontraste con un hombre.
      —Sí —admite la chica.
      —¿Quién era?
      —No puedo decírtelo.
      —¡Claro que no puedes decírmelo! ¡Nos ha jodido!
      —No te engaño, Sergio. O sí te engaño, pero no en el sentido que tú crees.



      -Era mi padre. Nunca lo había conocido. Él me descubrió, pactó nuestro primer encuentro junto a la tumba de mi madre. Ella había mantenido el secreto hasta la muerte, tal vez creyéndose incestuosa. El hombre, al fin de cuentas, había sido el amante de mi abuela por años. Me ha alterado un poco pero , en definitiva es un desconocido. Esta será la última vez que nos vemos. Después de años de fantasías, la situación me ha desencantado. Eso es todo.[MAESTER]


      —¡Qué dolor!
      —No sufras inútilmente. El hombre que viste es mi padre. Soy hija ilegítima y su familia desconoce mi existencia.
      Lamento haber revelado su secreto y mi angustia. Tu estupidez supera nuestra reserva y lo siento. [MARTA IRIS]


      Bueno, evidentemente Mariel oculta algo.
      Algo que la avergüenza, algo que hace cambiar el color de sus mejillas.
      Claramente dice que el hombre no es lo que Sergio cree: es decir, no es un amante.
      Podemos creerle a Mariel, o no. Yo prefiero creerle.
Veamos, ¿qué puede ocultar Mariel:
      Es un familiar?
      Es un profesional en alguna cosa el hombre?
      Esas cosas difíciles de la vida?
      Es un médico?
      Un polícía? Un abogado, un cura? [PILAR DUBLÉ]


      Podría ser un hermano, hasta entonces dado por muerto por algún problema en su juventud....
      O un antiguo pretendiente en apuros...
      O un hombre que le propone trabaje para él... [MONTSE]







jueves, 24 de abril de 2008

Escritura automática, ejercicio

Colectivo

      «La mariposa filosófica se posa en la estrella rosa y forma así una ventana del infierno. El hombre enmascarado está siempre de pie ante la mujer desnuda cuyos cabellos resbalan lo mismo que de mañana la luz de un farol que han olvidado apagar. Los sabios muebles preparan la pieza que hace juegos de manos con sus rosetones, sus rayos de sol circulares, sus moliendas de vidrio en cuyo interior azulea un cielo con precisión en memoria del pecho inimitable. Ahora la nube de un jardín pasa por encima de la cabeza del hombre que acaba de sentarse, parte por la mitad a la mujer de busto mágico y ojos de Parma, es la hora en que el oso boreal con gesto de gran inteligencia se estira y da cuenta de un día. Al otro lado la lluvia se encabrita sobre los bulevares de una gran ciudad, la lluvia entre la niebla con regueros de sol sobre las flores rojas, la lluvia y el diávolo de los viejos tiempos. Las piernas bajo la nube frutal rodean el invernadero, sólo se percibe el pulso de una mano muy blanca representado por dos minúsculas alas. El balancín de la ausencia oscila entre las cuatro paredes hendiendo las cabezas de donde se escapan bandadas de reyes que en seguida se hacen la guerra hasta que el eclipse oriental turquesa en el fondo de las tazas descubre el lecho equilateral de sábanas color de esas flores llamadas bola de nieve. Los veladores deliciosos las cortinas rasgadas al alcance de un librito con estas palabras estampadas: No hay mañana, cuyo autor lleva un nombre extraño en la oscura señalización terrestre.» [BRETON]

      Del grifo negro se escapan las respiraciones en bandadas de pájaros que se esconden en el papel de las paredes, condensándose, goteando en polvo y excrementos de conejo. En las baldosas abonadas florecen sueños que se mustian atrapados por cristales sucios y rajados. Ya nadie tiene sombras, todas se esconden de la luz entre risas divertidas, bajo los muebles, bajo las alfombras en las que se retuercen los dibujos que representan la vida pasada, en un mapa pisoteado, abandonado, sin valor. [Pedro Conde]


      Cuando al amanecer aparecieron las orquídeas todas, como insectos malignos de patas largas y atigradas, o como mariposas moteadas, en cúmulos planos, y hasta versando doncellas de tez de crema y labios de pomagás, la mujer partida se recompone y flota sobre la puerta cerrada, esperando, mientras mece la espada que describe arcos de péndulo barroco.

      Hasta esta mañana no existió el tiempo, y hoy empezó a correr hacia delante y a dejar a la espera acumularse sin sentido. [Pilar Dublé]


      La mariposa, la estrella rosa, el busto mágico a la espera, la mano temblorosa e indecisa, el lecho blanco de fría humedad, los ojos preñados de reyes vencidos por el tiempo. Las sábanas, los relojes casi apagándose y los pájaros años, diciéndole adiós a la vida, mientra los ojos vigilantes se conforman con ver en silencio y pensar en lo que pudo ser, sin las olas de la carne, sin los cabellos podridos y las ganas esparcidas sobre la senil impotencia. [Marcos Weber]


      Triste monólogo de un depresivo que no ve la mariposa de color. Brilla , brilla desnuda, se retuerce ante sus ojos cataráticos que la ignoran. Entonces se convierte en brillo de plata e intenta cortarle el cuello para que la visión de la sangre refresque su vida en un calidoscopio marmolado donde las hybris se oculten temerosas. El mapa es mudo. La vida escribe sus líneas, sus ríos, sus mesetas.

      La yerba del mate descuaja margaritas, la bombilla se cree presidenta de los múltiples faroles de la plaza. Globalización prostituida donde sólo hay dos mundos [Maester]


      Partículas de espejo, cristales que dibujan al azar, titilar de estrellas. Gira la luz y un ángulo vuelve a iluminarse, impostación de colores y de formas. Gira y nada se detiene. Cambia, cambia, cambia. Un perpetuo balanceo reacomoda las formas, juega con las líneas y los soles y lo que parecía celeste y opaco se vuelve rosa transparente. El rombo es trapecio que acomoda sus ángulos hasta hacerlos desaparecer en un círculo perfecto. La rosa ya no rosa. Y el brillo encandila la ventana; y el infierno se somete una y otra vez a la incertidumbre de un ojo ciego. [Tere]


      La risa, pero la risa de, la risa de una muchacha contra la atmósfera crepuscular de la tarde; la loca y meritoria circunvalación de la tierra por un regocijo eléctrico, peristáltico, ciego; la cascada cantarina de esa voz, atropellada de juventud, se despeña salpicando en cada resalte: quebrada e inquebrantable salpicadura de cristal irisado. Y rompe, incumbe, sindica, amalgama, interpela, nos interroga desde el tendido siete con un gesto de estupor de los hombros y la palma, la desolada palma, levantada al cielo. [Carlos]


      El cielo partido en muchedumbres de pétalos sinestésicos se encabrita, mostrando sus entrañas retorcidas y negruzcas. Las libélulas se agitan en su vientre, y la mujer desnuda sonríe abrazada al polvo de jazmín enredado en antenas de insectos amedrentados. El hombre mastica el hálito del tren de vapor mal cocinado, duro al beso de sus dientes. La tierra salpica desencantos y los muebles bailan la danza de los locos. El tiempo, que nunca encontró una guarida menos segura, desciende humillado a besar las plantas de los relojes. Todo se ha detenido a medio vuelo, todo se mueve. [Isabel]

miércoles, 16 de abril de 2008

A través de Clodomira

Norberto Zuretti

      En la intimidad de su cuarto, donde la vergüenza era menor, la pequeña y fea Clodomira comenzó a desabrocharse la blusa hasta descubrir totalmente la diminuta llanura de piel blanca de seis años, donde dos puntitos más oscuros y borrosos planeaban su adolescencia lejana.
      La niña estiró la piel hacia el pezoncito izquierdo, y de un mordisco feroz amputó el futuro promisorio de sus senos.
      Masticó suavemente, mientras la sangre le resbalaba por el rostro y por el cuello, hasta saborear la totalidad de su repentino deseo sexual demasiado anticipado.
      La sangre que le iba cayendo entre la piel y la ropa y luego se hundía goteando en un pozo sin fondo, le llamó la atención; y Clodomira –aún insatisfecha su curiosidad genérica- empezó a escarbar entre los pliegues de la pollera y de la enagua, hasta alcanzar la piel húmeda con sus deditos sucios, y bajó hasta la intersección de los muslos, hasta un huequito pequeño, liso como la boca de un bebé, y palpó, palpó en vano buscando un vello que aún no había brotado, y entonces, con rabia, hundió las uñas en esos labios de seda virgen, inocentes e inexplorados, y lloró. Lloró con toda su alma como si tuviera cien años, desconsoladoramente frustrada.
      De repente, sintió un chistido y alzó la vista ahogada en lágrimas saladas, y ahí, en el espejo, lo vio al ogro desdentado y bruto que se superponía con su propia imagen y la llamaba babeando.
      -¿Cuál es tu nombre? –le preguntó el ser diminuto y deforme de un solo ojo.
      -Alicia –mintió Clodomira.
      Y así entró al País de las Maravillas.

miércoles, 2 de abril de 2008

Historia de una mujer menguante

Charlie Manson no

Mi querido diario, quizás sea la última entrada que escribo pues el lápiz ya tengo que cogerlo con ambas manos, y pesa como un lingote de plomo. De ahí mis letras temblorosas y rebeldes al renglón.

Mi balanza me escupe en la cara cuando subo encima. Si tuviera boca se reiría. Me muero de hambre, no tengo fuerza para abrir la puerta del frigorífico que por otro lado, huele fatal a comida podrida que guarda. Como un nicho a un muerto.

Me hago cada vez más pequeña, insignificante.

Mañana, cuando despierte, seré aún más insignificante.

Creo que me iré a vivir con las hormigas, hay un pequeño agujero en la pared del salón, tras la librería por donde salen y entran continuamente, todas en una fila que a veces se desdobla, formando un arco vivo, un hilillo de vida. Creo que me haré reina de las hormigas.

Y tendré miles de hijos. Y millones de nietos.

Y todos me dirán…”Abuelita,!!!, tráeme agua, o..abuelita,!! dáme un beso.

Que guay.

Y entonces.., ya no seré insignificante, y no tendré que escribirte nunca más. Ni podré imaginar historias a mi antojo, donde acabo siendo incluso reina. Tendré todo lo que no tengo, y perderé lo único que me queda, todo mi tiempo.



Mi querido diario, hoy sólo puedo imaginar las palabras que de poder, te escribiría. Dentro de poco, ni siquiera ellas me cogerán en la cabeza y entonces será como morirme. Al final sí que fui al hormiguero. Me pudo la curiosidad. Pero no soy la reina. En realidad aquí reina la república. La que pone hijos está hasta los huevos - según me dijo- y escupe a las hormigas que se cruza en su camino. Yo me hice exploradora. Estoy todo el día buscando hojas y oliéndole las antenas a mis compañeras exploradoras.

No hay vacaciones, aquí uno trabaja hasta morirse, o hasta que se lo coman. Pero hay buen sexo con los hormigones. Aunque aquí lo hacen todo corriendo.




El diario sonrió ante esas palabras recogidas al viento. De forma cruel, se cerró por su mitad atrapándolas junto a las escritas. Tenía todas las palabras, estaba escrito hasta el final. Él era alguien, al fin lo había conseguido. Ahora su futuro se contaría por lecturas, y cada una sería una forma de vivir distinta, él existía para eso.

Lo demás no importaba.

martes, 1 de abril de 2008

El enigma

Pedro Conde

      A la pregunta de — ¿Cuántos añitos tienes?— Andrea, responde extendiendo los cinco dedos de su mano derecha, como los rayos de un sol de lápiz, luego, con el índice de la otra mano, como una nube solitaria en el cielo limpio, oculta dos de ellos, los dobla, los castiga, y muestra triunfante un sol eclipsado con tres rayos ligeramente curvados por el esfuerzo. La luz está en su sonrisa, en sus diminutos dientes, en sus rizos.
      La niebla que sale de detrás de la mampara de la ducha, avanzando como una difusa araña por el techo, va cargando el ambiente de un agradable calorcito en el que se disuelve la pereza de quitarse la ropa. Héctor canta, hace gárgaras y juega con el agua caliente. Ella lucha por sacar la cabeza por el estrecho agujero del jersey, se queja, gruñe un lamento sin destinatario. Una vez conseguido, una misteriosa llamada a su curiosidad la lleva frente al espejo empañado, donde pasea un dedo por el cristal frío y fabrica líneas sin sentido y círculos deformes. Cuando decide que puede pintar una casa, su hermano le enseñó como hacerlo, ya no le queda espacio, solo un rinconcito donde dibuja el tejado, que también Héctor le explicó que es como la “A” de Andrea. Luego lo borra todo con su mano abierta diciendo adiós. Su palma está mojada, y en el espejo está lloviendo, se ven montones de pequeñas gotas de agua suspendidas en el aire, como una foto, pero ella se mueve. ¡Es divertido!
      La puerta se abre rápido, y suena la voz de mamá, presurosa, impaciente, — Héctor termina ya, no gastes más agua caliente. ¿Y tú? ¿Todavía estás así? Desnúdate, y avísame cuando estés para que te duche.
      Aunque se baja los pantalones y las braguitas a la vez y con las manos hasta las rodillas, termina el trabajo subiendo y bajando los pies como un soldado que desfila sin moverse del sitio, luego, recoge la pelota de ropa y la pone en la cesta de mimbre. Se gira al espejo que vuelve a estar blanco, y hace una ventana para encontrarse con su cara. Se saluda con una sonrisa, abre la boca para mirar dentro, y pone caras monstruosas que la llevan al borde de la carcajada.
      La puerta de la mampara se mueve a un lado y sale de entre el vapor, Héctor, chorreando, con el pelo en tres mechones tiesos, desequilibrados, como los rayos de un sol de lápiz. Tiene los brazos estirados al frente y las manos con los dedos como garfios. De su boca, sale un gruñido que acaba su terrorífico timbre en un castañeo de dientes, llevándolos a los dos a una serie de risas intermitentes.
      Andrea lo mira mientras se seca, observa su cara allí arriba, y luego posa sus ojos por debajo del ombligo, en su tímido pene. Se acerca curiosa y una vez más, como todos los días, quiere tocarlo. Su hermano, al darse cuenta le retira el dedo extendido con un manotazo. Ella, sigue mirándolo fijamente, abstraída, y busca con sus manos entre sus muslos. Al no encontrar nada parecido trata de acercar sus ojos, para ello dobla las piernas ligeramente, mete el culo, arquea la espalda y baja la cabeza todo lo que puede. Parece un enorme signo de interrogación. Está en esa tarea cuando entra su madre, y busca en ella la respuesta al enigma del momento
      —Mami, ¿a mí cuando me va a salir el pito?

Recuerdos de Olinda

Norberto Zuretti

      A las tres de la tarde, como todos los días, Olinda Sambueza desdobla sus funciones en la caja registradora con las de Gonzalo, el mozo, quien recién se ha marchado hacia la cocina porque es el horario de su almuerzo. Generalmente, resulta esta una hora sosegada, con escasos parroquianos que consumen café, té o gaseosas mientras dejan acontecer la tarde, y ella recorre las mesas con la parquedad propia de la hora, más cerca de la blandura de la siesta que de la algarabía y las corridas de los almuerzos o cenas. Acaba de servir tostados a la pareja de la ventana, cuando entra un grupo de gente muy bulliciosa, son cinco, tres varones y dos mujeres, hablan en voz alta mientras eligen mesa, desplazan sillas e inspeccionan el local como si realmente se tratara de un sitio exótico o pintoresco. Olinda, respondiendo a una propia rutina que aprendiera a respetar, aguarda a que la llamen. Se acerca entonces con el anotador y la birome y va registrando los pedidos, dos pebetes de jamón y queso, uno con tomate, tres gaseosas, una lágrima y… ¿un café cortado con gotitas de fernet, ha oído bien, es posible?, sí, un café con fernet, en taza chiquita, poco fernet, la repetición la deja perpleja, claro que había recibido alguna vez un pedido tan singular. ¿Puede ser, puede ser él, puede ser él después de tantos, tantísimos años?, a ella se le forma una contractura en los omóplatos, le transpiran las manos, le cuesta respirar; de repente revive escenas ya perdidas en el discurrir del tiempo. Lo mira y lo que ve no confirma la imagen disuelta del recuerdo; una panza que se escapa del cinturón, la calva en la nuca, el bigote, las arrugas en el rostro y las canas le traen dudas, no está segura de que se trate de Cipriano, de aquel Cipriano joven, atlético que vestía tan bien y tenía una voz dulce y compradora que hacían soportar sus modos antipáticos. Cipriano Buendía, antiguo compañero de aquel colegio primario que aún subsiste a la vuelta del bar. Cipriano alias Arnaldo Márquez, actor de esa telenovela que estuviera de moda ¿veinte años, veinticinco años? atrás. Detrás de la barra, ella misma comienza a preparar los encargos con la paciencia metódica que ha sabido acumular desde el inicio de la profesión. Corta los dos pebetes con el cuchillo largo para el pan, les unta manteca y mayonesa con un cuchillo más pequeño y liviano que enjuaga y seca entre un paso y otro. Lo espía de reojo, ¿será posible, será Cipriano, puede ser Cipriano que regresa quién sabe de dónde y se sienta en la misma mesa donde lo viera la última vez, como si nunca hubiera sucedido nada, y le vuelve a pedir café con fernet? Prensa el jamón en la máquina y arrastra el carrito, regula el espesor de la tajada, corta cuatro rodajas solamente. No, claro que no, no fueron ni veinte ni veinticinco años, qué va. Olinda realiza los cálculos mentalmente, atender la caja le ha dado cierta experiencia para estos ejercicios, por ese entonces acababa de cumplir los veinticuatro, fácil de recordar porque coincidía con la muerte del padre, han transcurrido exactamente treinta y nueve años, dos matrimonios, un divorcio, cuatro hijos, dos nietos y una red azul de varices que la separan de aquellos tiempos en que este individuo protagonizara Amor Salvaje, en un rol de villano que le calzaba justo a sus cejas tupidas, al cinismo de la sonrisa, a ese aspecto tan pedante de porteño. Se acuerda de la cortina musical, un tema romántico y baboso interpretado por Altemar Dutra que cantaba y tú, quién sabe por dónde andarás, qué lejos estarás de mí. Libera el jamón de los ganchos, acomoda el queso, vuelve a empujar el carrito y gira la manivela para cortar las porciones que recoge con la pinza, es más fácil con el queso, no se arruga tanto. Ella, por esa época moza del local que ahora le pertenece, le había creído todo; él era su esperanza de abandonar la provincia para irse a vivir a la gran ciudad con un actor famoso, o casi. Nada más había que esperar que finalizara la temporada, y que él rompiera con la productora antes de regresar a buscarla. Fue durante la semana que filmaron varios capítulos en la zona, después de las grabaciones todo el equipo de producción llegaba al bar, donde se pasaban las horas planificando las tomas y los escenarios siguientes. En medio de esas tardes caóticas e interminables y durante el aburrimiento de las noches, se fue dando el romance que de común acuerdo ocultaron; ella tenía novio, él un rollo con la asistente de producción, ella iba a dejar al novio, el también a la asistente. Guarda el jamón y la pieza de queso en la heladera mostrador, toma un tomate y corta rodajas que acomoda en un plato, separa las semillas, le echa un poco de sal. Está terminando de armar los dos sándwiches cuando la llaman de la mesa, el tipo que está sentado al lado de Cipriano quiere una cerveza en vez de la gaseosa, y algo para picar. Se cruzan sus miradas fugazmente, a Olinda no le quedan dudas, esa forma tan huidiza de no fijar la vista y de escaparse era típica de Arnaldo, aquel personaje odioso que tenía un romance con la actriz principal, ocultándole que eran hermanos. Coloca la gaseosa, la cerveza, dos vasos y los sándwiches en una bandeja, junto con dos platitos llenos de maníes y papas fritas, y se dirige a la mesa portando el servicio. Mientras reparte el pedido, se vuelven a mirar durante el transcurso de la pregunta. ¿Se olvidó de los cafés, doña?, le dice con una voz que a pesar de los años y la ronquera resulta inconfundible, por lo mordaz y antipática. No, Cipriano, ya los traigo. Inconscientemente se le escapa el nombre, se está retirando cuando lo oye decirle: Me parece que me confunde, señora, yo me llamo Juan Manuel, recita el nombre con extrema importancia y, a pesar de que luego él baja el volumen de la voz, ella todavía puede oír que se queja de estos pueblerinos que no tienen ideas y que son más aburridos que una ostra. Hay carcajadas hirientes, desde el mostrador sabe que ella es la única destinataria de las burlas, a esta altura de su vida no le molestan, algunas cosas pudo aprender por el camino. Del secador toma dos tazas y dos platos, en una taza vuelca leche caliente y un poco de café de una jarrita, con un repasador limpia las salpicaduras. Señora, los café, escucha que le reclama con marcada indignación el ahora rebautizado Juan Manuel, alias Cipriano, alias Arnaldo. Estoy en eso, ya se los llevo. Él la sigue mirando, sobrador, ¿la habrá reconocido, es posible que no la reconozca, que lo que vivieran durante esos escasos días no le haya significado nada, ni un rasguño siquiera en los rincones más inaccesibles de la memoria, resultó ella apenas una cruz más en el largo listado de un conquistador compulsivo? Toma la segunda taza y la acomoda debajo del doble pico vertedor, carga la manga con café, comprueba la presión. Para hoy los café, doña, que no nos vamos a quedar a vivir aquí, todavía lo escucha protestar a los gritos; ciertas manías no mejoran con los años y, por el contrario, se potencian. Se agacha y escupe dentro de la taza, mira el fondo, no parece satisfecha y vuelve a escupir y enseguida la llena de café, con mucha espuma, y también le vuelca un chorro de fernet, bastante fernet. Entonces camina hacia la mesa con la frente bien alta, y le sonríe a Cipriano Arnaldo Juan Manuel Buendía mientras le acomoda la taza delante, y le entrega la cucharita en la mano. Por fin, era hora, ¿tanto tiempo para un miserable café?, suspira él sin dignarse a mirarla, y Olinda regresa al mostrador con todo el esplendor de la sonrisa; decididamente, va a interrumpir la hora de Gonzalo para que él continúe atendiéndolos.

La biblioteca

Juan Abril


      Me habían designado un pequeño armario húmedo y corroído por las ratas; pero el lugar que utilizaba para trabajar era mucho más grande que este cubículo, mucho más grande incluso que toda la biblioteca. La mayor parte del tiempo me dedicaba a mis propios asuntos. No soy un hombre misterioso, así que mi oficio consistía en colocar los papiros más amplios sobre mi mesa de trabajo, cubriendo obras prohibidas con argamasa; así, los papiros que un día cantaron poemas heréticos, ahora se dedicarían a alabar a nuestros dioses. Alguna vez se hablará de esta biblioteca como un recinto de saber universal, y olvidarán que detrás del arte y de la ciencia impregnada en sus muros y en su gente, hay una maquinaria opresiva en movimiento, que controla nuestros ojos y oídos. Pero hay libertades que nuestra astucia nos puede proveer, como leer con frenesí las tragedias de Gogarth el malvado y observar con deleite los dibujos de Ajun, el monje de las siete montañas, que narra las aventuras de un dios que se devora a sí mismo y que odia la luz de las estrellas. Los viejos inspectores egipcios ya no hacen mucho caso a las normas antiquísimas, que prohibían las obras de ficción entre los escribas. Mi alma se regocija al observar hipocampos y paisajes corrompidos de magia y oscuridad, paisajes donde nunca estaré. Que los demás desperdicien su torpe existencia, creyendo que lo que ven sus ojos y tocan sus manos, es real; pues, yo no creo que tanta barbarie pueda atribuirse a la autoría de un dios que cree en la materia; a menos que ese dios esté loco.
      Cuando concluí mis labores, el atardecer se cernía sobre mi espalda; el alabastro, el oro y las sinuosidades del mármol eritreo lucían todo su esplendor, mientras me dirigía al puerto de Faros. El camino se extendía con amplitud y generosidad dimensional, desde el muelle hasta la biblioteca; mercaderes, adivinos y colosales embarcaciones, se hallaban distribuidos en cada plaza y alrededor de los templos dedicados a los dioses; también habían esculturas de bronce cuya textura hacía imposible medirlas cronológicamente; de algún modo insinuaban la eternidad; modeladas más por el viento y los días, que por manos humanas. En el horizonte se extendía una sombra. Algo entonces, despertaba en mí recuerdos únicos y preciosos, cubriéndome de una odiosa y pueril nostalgia. Si hay un atributo (o más bien vicio) que no podré olvidar de esta ciudad, será su obsesiva forma de acumular todos los excesos, así como su extraña política de otorgar poderes ilimitados a sus escribas.
      Quizás cierta arrogancia mal disimulada, cierta humildad falsa impregnada en mis gestos, me hacían un extranjero hostilizado entre extranjeros. Sería fácil, pensé en el principio, conservar mi carácter y condición de hastiado en medio de tantos escribas hebreos y romanos. Imaginé inclusive hacerme pasar como un cartaginés extravagante y aburrido, o un poeta mediocre, enamorado de su soledad y de sus conclusiones erráticas. Pero ya les dije que soy torpe para tratar con los habitantes de la biblioteca.
      El Faros, ciclópeo y terrorífico como un imponente titán, guiaba el melancólico vaivén de las embarcaciones que llegaban al puerto. Mi padre se hizo marino, precisamente para olvidar la inmensidad del océano y la brevedad de su vida consumiéndose entre las olas. En el puerto, me esperaba hacía mucho tiempo un trasbordador fenicio, en cuyas velas se dibujaban unos símbolos que sólo los miembros de la biblioteca reconocerían. A simple vista, estos símbolos semejaban el cruce de dos letras griegas, muy parecidas a la que usaban los romanos en sus insignias de guerra. En la cubierta del trasbordador, habían enormes mantas enceradas y decenas de centinelas apostados alrededor de la proa; el capataz del trasbordador, hombre recio y de mirada audaz, me hizo una señal y entonces corrí presuroso a recoger el pedido de mi señora que, gracias a los dioses, al cosmos, o quizás al caos, habían llegado a buen recaudo.
      Cosmos es una palabra griega que significa el orden del universo. Los eruditos de la biblioteca estudiamos el Cosmos en oposición al Caos. El cosmos presupone el carácter profundamente interrelacionado de todas las cosas. No es vano afirmar que la intrincada y sutil construcción de nuestro recinto, inspiraba admiración a las embarcaciones que surcaban nuestras orillas. Dentro de esta fastuosidad externa vive una comunidad de virtuosos que exploran la física, la literatura, la medicina, la astronomía, la geografía, la filosofía, las matemáticas, la biología y la ingeniería. La ciencia y la erudición han llegado a su edad adulta y sé que después de nosotros no habrá nada novedoso ni deslumbrante. El genio florece en nuestras salas: nuestra ciudad es el lugar donde los hombres han reunido por primera vez de modo serio y sistemático el conocimiento del mundo. Pero eso a mi no me ha interesado jamás. Así que me dispuse a inspeccionar el catalogo de mi señora. Leí con brevedad algunos párrafos que describía económicamente a los grandes hombres que vivieron en la biblioteca:
      Además del astrólogo Eratóstenes, estuvo Hiparco, que ordenó el mapa de las constelaciones y estimó el brillo de las estrellas; Euclides, que sistematizó de modo brillante la geometría y que en cierta ocasión luchaba con un difícil problema matemático, cuando halló un disco que tenía un sólo lado; Dionisio de Tracia, el hombre que definió las partes del discurso y que hizo en el estudio del lenguaje lo que Euclides hizo en la geometría; Herófilo, el fisiólogo que estableció, de modo seguro, que es el cerebro y no el corazón la sede de la inteligencia; Herón de Alejandría, inventor de cajas de engranajes y de aparatos de vapor, autor del Autómata, la primera obra sobre máquinas con voluntad propia; Apolonio de Pérgamo, el matemático que demostró las formas de las secciones cónicas del elipse, parábola e hipérbola, las curvas que como sabemos actualmente siguen en sus órbitas los planetas, los cometas y las estrellas; Arquímedes, el mayor genio mecánico de la historia; el astrónomo y geógrafo Tolomeo, que compiló gran parte de los libros habidos y por haber de la astronomía: su universo centrado en la Tierra será una verdad que abarcará milenios. Y entre estos grandes hombres del pasado y del presente hay una gran mujer, Hipatia, matemática y astrónomo, la última lumbrera de la biblioteca, en cuyo nombre se han copiado estos papiros en la ciudad de Aquilonia..
      Un esclavo númida cubierto de huesos y pieles me observaba desde la proa del trasbordador. Llevaba una antorcha cuyo fuego tenía un extraño color azul. Me aproximé para contemplar mejor semejante prodigio.
      —No te acerques —me advirtió un centinela de cabellos dorados— es un leproso.
      El númida permanecía impasible, observando el horizonte de sus propios pensamientos.
      —Si es un leproso ¿cómo es posible que haya burlado la seguridad de las comisarías del puerto? —dije—; cuyas leyes explican que toda embarcación dejará animales domésticos, niños y toda cosa enferma y deforme. El clima de Egipto ha calentado tu sangre, ¿verdad, guardia hibernés? Pero no te preocupes, muy pronto regresarás a tu querido bosque de nieve, en la última Thule..
      El centinela retrocedió con la cabeza inclinada y me cedió el paso con fingida humildad. Nadie dijo una sola palabra mientras me veían aproximarme hacia el númida. De pie ante el esclavo, los pequeños cráneos que le colgaban del cuello me causaron aversión; si estos cráneos eran de hombre o de bestia, o de ambos juntos, eso no lo podía asegurar. Varias cicatrices amarillas surcaban su rostro... pero sus ojos, llenos de oscuridad y furor, esos ojos hasta ahora sólo los había visto en los reptiles antiquísimos que alguna vez estudié en la biblioteca. Cuando habló, su voz fue como el sonido de una tormenta, como abejas huyendo de un panal roto.
      —Te atrae el fuego de mi antorcha, escribano —dijo el númida. Me aproximé con cautela, mi curiosidad hacia su extravagante antorcha vencía mis prejuicios y temores. Esperé un poco, antes de disponer que lo azotasen por haberme dirigido la palabra.
      — A ningún plebeyo o esclavo le esta permitido dirigirse directamente a un escriba —dije —, salvo en cuestiones estrictamente practicas; para advertirnos del peligro, o responder a nuestras peticiones con servil asentimiento, torpe númida.
      En una época, pisar nuestra sombra o tocarnos, implicaba la pena de muerte. Muchas de estas surrealistas disposiciones se han vuelto obsoletas, a pesar de que todavía la aplicamos por puro capricho. Ahora, en una realidad muy distinta para la que fue concebida, tenían un carácter meramente ornamental; se nos permitía ejercer dicho poder, para recordarles a todos cuán celoso era el manejo de la información por parte de los administradores y custodios de la biblioteca. Ante el pueblo, éramos seres mudos e impenetrables. Salvo cuando cumplíamos el papel de jueces o de verdugos.
      —Ante la poderosa inteligencia de los dioses, tú y yo no nos distinguimos —dijo el esclavo.
      Acostumbrado a la vastedad gramatical, y a su total ausencia de significado, sentí cierta asincronía en aquellas palabras; las sentí forzosamente intelectuales; las repudié, porque no encajaban con el momento ni con la figura que lo pronunciaba. —No estamos en el cosmos por accidente —continuó el esclavo—. Los sabios de mi raza dicen que todas nuestras obras son un pretexto para llegar a saber cuán capaces somos de destruir, o construir este mundo.
      A pesar de mi afectado desdén ante semejante (y ominosa) verborrea, sus palabras me provocaron cierto regocijo interior; un cierto sabor antiguo, de reprimida ingenuidad, se apoderó de mis sentidos. Retrocedí con indignación y vergüenza, mostrando desatención y al mismo tiempo ocultando mi adhesión sobre lo que había dicho el esclavo. Es natural sentir público desprecio hacia los seres que admiramos, me dije, así que giré para irme, pero el númida me detuvo del brazo con una mano anormal parecida a una garra.
      —No es maldad lo que tu corazón ansía, escribano. —Ahora que le veía más de cerca, me percaté de los repugnantes bulbos de carne seca y rojiza que sobresalían de los cráneos de su pecho y de su cuello. Le empujé con violencia e incontrolable repugnancia, pero el númida permaneció erguido y desafiante. —Es extraño cómo los hombres han otorgado tanto poder a las palabras —dijo—. Una palabra tan simple como muerte, o infinito, abarca algo que está mucho más allá de nuestra capacidad de tocar y percibir; sin embargo, sus sílabas son tan fáciles de pronunciar, tan fáciles de reducir a la experiencia de un día.
      Le observé fijamente; estudié con terror cada parte de su rostro y cada uno de sus músculos. Recordé de inmediato la forma en que los demás hombres sonríen o entristecen. Los sentimientos son como las letras de un alfabeto, recordé; letras que pueden identificarse mediante el hábito y la costumbre. Este desconocido guardaba en la configuración de su rostro algo tan terriblemente ajeno , que me conmovió hasta el silencio, hasta la rigidez más insoportable.
      —Si el devenir y tu voluntad han sido capaces de decidir nuestro encuentro para este tiempo y esta geografía, debemos esperar que algo más se altere a nuestro alrededor —. Volvió a pronunciarse el esclavo. Una sensación de increíble perplejidad me hizo trastabillar, sentí que el cielo se volvía rojo y que todo desparecía en una humareda de conceptos infames; infames por su simpleza, pero terribles por su misteriosa ingenuidad. Con el tiempo, los escribas se acostumbran a las diatribas y moralejas, y las acepta con mansedumbre. Esto más bien se trataba de un poseso que profetizaba el final de una execrable labor.
      —¡Inclínate ante lo que te ata a esta tierra, como si el fluir de sus aguas fuese tu sangre, y el fuego de sus infiernos, el paraíso que ansías, escribano! —profirió el esclavo, a pesar de estar sujeto a unas tenazas que el capataz asía en sus brazos.
      Los centinelas le apuntaron con sus lanzas; uno de ellos me observaba, con el miedo que origina la ignorancia y la creencia en conjuros y hechizos.
      —¡Señor! —me dijo— ¿Con quién habla usted?
      Agua, sangre, fuego, e infierno. Las palabras del esclavo me confundían. ¿Quién era este extraño ser que me hablaba con la misma destreza de un núbil orador? ¿O más bien, de dónde había obtenido la facilidad para jugar con definiciones que debían ser intocables e inasequibles para un simple esclavo? ¿Por qué me estaba diciendo todo esto, ahora, sin ningún motivo?
      Lo que a continuación dijo, despejó parcialmente mis dudas.
      —Soy Alkhur Trael —dijo el númida—; en mi juventud fui el rey de una ciudad de oro y pertinaces ríos sangrientos. Los sabios de mi tierra me enseñaron a descifrar el pasado y el futuro, en los astros y en las olas del mar. En todos los rostros he visto a un animal salvaje que siempre tiende a remedar los vicios de sus ancestros. Los libros sólo exaltan de Roma y Macedonia el genocidio y el holocausto. Los sueños y las esperanzas honestas han sido colocados en una montaña de oro y hielo llamada poesía, que es inexpugnable. Todas las palabras que he leído, hasta las más amorosas y anodinas, son más que simples metáforas de la destrucción. Entonces, si todas las cosas ya han sido dichas, y todo ha muerto, pues el ahora es sólo un mero espejismo; ya no hay motivo alguno para construir y crear, pues sólo somos las cenizas de un pasado sangriento y tenebroso, que vuelve, como un eco maligno.
      Lágrimas oscuras caían por sus rígidas mejillas y sin embargo, sonreía. A pesar de mis años disfrutando de historias fantásticas y otros asuntos esotéricos de la biblioteca, me resultaba difícil comprender del todo el lenguaje metafórico y afectado del númida. Después de mucho tiempo, mis ojos veían (¿regocijados?) un sentimiento carente de artificio ¡Era como si aquel miserable leproso sintiera auténtica satisfacción con su destino! Quizás individuos como él, que creían profundamente en el destino preconcebido, abundaban en el orbe. Aquí en Alejandría ya estaban extintos.
      Quise completar alguna de sus frases; quise compartir mis propias concepciones acerca de la injusticia y de la magia de los sueños, pero el númida interrumpió esta confesión, cuya trascendencia entre estos mercenarios, no me lo hubiera perdonado jamás.
      —Llévate mi luz y haz lo que tu corazón te ha implorado en tus tardes solitarias, escribano; aunque, lo que harás, sólo será un pálido reflejo de lo que otros han hecho y harán; el camino de los hombres sigue el curso de una vía circular, que finaliza donde se inició la partida; el verdadero dios que rige este universo es una serpiente que se devora la cola ¿ya has visto ese símbolo, verdad? ese es el único dios posible en este caos de repeticiones imparables. Todo destino es un círculo apocalíptico, una veladura revelada de forma inevitable, la verdad iluminará hoy con su luz negra las murallas, la realidad de este mundo está exhausta de éter y azar.
      Mientras le arrebataba su antorcha de flama azul, reflexionaba sobre las limitaciones de mi entendimiento. Si me comparaba con ese rey-esclavo traído desde los desiertos, obligado a realizar las labores más bestiales e insoportables, y aún así, dueño de una hiperbólica determinación para mantener íntegra su humanidad y su educación, veía cuan poco ingenioso y aletargado había sido yo hasta ahora, rodeándome de sofismas y mitos vaporosos. He compartido un hermoso sueño en el que los hombres pueden reunir todo el conocimiento en un solo lugar de la tierra; preceptos indiscutibles han regido la armonía y sencillez de mis decisiones. ¿Qué más puede exigírsele a un escribano?
      Sin embargo, ahora la duda y una fangosa lucidez, me revelaban que no todos los hombres ansían ese conocimiento. Esto me producía infelicidad. ¿Quién puede ser capaz de renunciar a su egoísmo sin perder la cordura? ¿Esa verdad significaba que la enorme empresa de la biblioteca era absurda? Sentí vergüenza de estos pensamientos. Repudié la incapacidad de mi alma, por no sentirse digna de compartir una esperanza de luz intelectual, por no poder asirse a un trozo de materia y proclamarlo útil y real, como lo hacían mis demás hermanos escribas.
      Ahora esta vasta ciudadela me parecía horrible, recargada, inútil; un tartamudeo degenerado y horrísono.
      Ordené que se llevaran al leproso y que le diesen muerte lejos de mi vista. Alkhur Trael me observó por última vez, con siniestra complacencia. Las olas del mar borraron sus palabras mientras se alejaba, empujado por dos guardias acorazados. Si hay algo que siempre me ha atemorizado, es ese tipo de fanatismo capaz de aniquilarlo todo con ciega convicción. Todos tememos a lo monstruoso, no por su diferencia irreconciliable o su contrahechura, sino por su promesa de convertirse fácilmente en parte nuestra.
      Intenté contener el torrente de imágenes y posibilidades que despertaban, como geniecillos bestiales, dentro de mí; intenté concentrarme en mi tarea de trasladar unos papiros traídos del norte del mundo, sólo para incrementar la vanidad de unos bibliotecarios decadentes.
      Dos enormes carretas egipcias transportaron los rollos hacia los jardines palatinos: un edificio anexo a la biblioteca, de arquitectura irregular, con grandes columnas de granito. El ambiente de este almacén era sombrío y silencioso. Un guardia indiferente abrió las puertas y nos dejó pasar sin hacer ninguna requisa. Los papiros fueron depositados sobre una amplia mesa de mármol jaspeado.
      Ordené que se retiren todos. Me quedé inmóvil, esperando que las sombras del lugar lo impregnaran todo. Observé (o intuí) palmo a palmo la gloriosa amplitud de los anaqueles, percibí el olor de la tinta fresca sobre los papiros. La figura putrefacta del númida se apareció con lúgubre esplendor, en medio de la sala, retorciendo mi cordura, aplastando mi serenidad, destruyendo los últimos hilos que retenían mi razón, y surgió esa terrible voracidad interior, que todo lo quiere hacer cenizas. Sentí cómo la última gota de razón, de admiración, era envenenada con el vino negro de la envidia ¿Será posible percibir los actos del futuro, como antiguas y odiosas reminiscencias? ¿Por qué ahora percibo que todo esto es un simple eco proveniente quizás de eras antiquísimas? ¿Sería mi razón capaz de tolerar semejante disparate? ¿Serán posibles esas burdas supersticiones provenientes de las culturas más bestiales, acerca de la trasmigración de las almas y una historia universal cíclica y repetitiva? La antorcha, el fuego azul, el extraño círculo formándose en mi cerebro: La conclusión entonces aún me pareció difusa; hasta que su carácter infantil empezó a adquirir rasgos aberrantes.
      ¡Si el númida era un mero accidente, pues entonces esa decisión ya la había tomado de antemano! Pero ¿por qué? ¿Cuál era la razón para hacer lo que iba a hacer? ¿Envidia? ¿Falta de aceptación? ¿Un rencor demoníaco? ¿Incoherencia senil? ¿O es que esta determinación pertenecía a ese punto cósmico en donde las cosas que vemos y sentimos no pueden ser medidas por la razón y la inteligencia?
      Antes de verter el fuego por la biblioteca, cogí con superstición uno de los papiros de mi armario, con la esperanza de hallar en alguna de sus frases, o en tan sólo una de sus palabras, la clave que interpretara este desmán que estaba a punto de provocar. El papiro recogido al azar, era un conjunto de caóticas distribuciones gramaticales y estaba escrito en una lengua hyperbórica; el centinela hibernés que me advirtió sobre la enfermedad del númida, me hubiera ayudado a interpretarla; eso era seguro.
      Desalentado, estuve a punto de arrojarlo junto al resto de documentos que pronto se convertirían en cenizas; pero entonces vislumbré unas letras fosforescentes en la base del manuscrito; desglosé lo que parecía ser una especie de prólogo escrito en un idioma ya muerto del norte del mundo, cuya gramática, el Cthulhu, felizmente conocía:
      “No hay en el mundo fortuna mayor, que la incapacidad de la mente humana para relacionar entre sí todo lo que hay en ella. Vivimos en una isla de plácida ignorancia, rodeados por los negros mares de lo infinito, y no es nuestro destino emprender largos viajes. Las ciencias, que siguen sus caminos propios, no han causado mucho daño hasta ahora; pero algún día la unión de esos disociados conocimientos nos abrirá a la realidad, y a la endeble posición que en ella ocupamos, perspectivas tan terribles que enloqueceremos ante la revelación, o huiremos de esa funesta luz, refugiándonos en la seguridad y la paz de una nueva edad de las tinieblas.
      ¡Qué tarea colosal y absurda la de las bibliotecas, al querer preservar las luces de la mente humana! en soportes cuyo exquisito contenido no podría redimirse de la combustión ni de la humedad. Observé la antorcha, observe (adiviné) las bellas imágenes que rodeaban la sala principal de la biblioteca. Qué microscópico y brutal me sentí al arrojar el fuego sobre el papiro que había leído; las imágenes que me habían mostrado sus letras, de una perfección tan exquisita, y que por eso mismo no se salvarían, empezaron a consumirse con ansiedad demoníaca Corrí trastornado como un demente, deseando alcanzar una meta ilusoria; intenté organizar mis ideas, mis motivos, esa locura improvisada y sin sentido aparente que me impelía a destruir. Por años amé cada parte de este recinto, me dije. Lo amé y cuidé del polvo y del desgaste, de las ratas y del hombre que no entiende las maravillas que alberga y que ahora empezaban a disiparse. La biblioteca no terminaba nunca. Exhausto me detuve. A lo lejos, podía distinguir el fuego que había iniciado como si se tratase del resplandor de una vela raquítica.
      Durante mucho tiempo me guié de esperanzas infundadas; pensé que el conocimiento reunido del mundo traería una era de prosperidad moral e igualdad entre los hombres. Ahora, el desengaño me sabía como un amargo y repugnante tufo en el paladar; un quiste morboso que ahogaba mi corazón y mis ganas de vivir.
      Una nueva fe autoritaria e inculta y un imperio expansionista eran simples accidentes históricos, meras coincidencias que se confundían con mi destino. Al menos eso intentaba creer, mientras mi amor y devoción antigua, luchaban contra esa criatura desengañada y vacía, que ahora me aproximaba hacia la verdadera entidad que sentía el deber de destruir: yo mismo.
      La sabiduría humana es una afrenta a la humildad del alma, cuando no está al servicio de la mayoría de los hombres. Aunque el dios que otorga esa inteligencia, tampoco puede ser justo, prudente y honesto, cuando ha premeditado la maldad de esos hombres. Esa es la verdadera esencia de las cosas. Todos aquellos anaqueles, todas aquellas letras, todo aquel recinto era una aberración y una afrenta a los ojos de cualquier sabio capaz de soñar con la igualdad real entre los hombres. Tanta fastuosidad y lujo aglomerados en un sólo lugar, eran la consecuencia de una injusta distribución de las riquezas. El dios nuevo de Roma me ha convencido hace tiempo que los plebeyos poseen un sentido práctico mucho más desarrollado, que un puñado de aristócratas celosos, que se vanaglorian de reunir cantidades ingentes de conocimiento, que se pudre con el tiempo en sus mansiones de mármol y granito, en donde jamás carecerán de cuidados, sí, pero en donde ya no hay escribanos ni eruditos que los comprendan, porque el conocimiento se ha convertido en un peligro latente, para una prole que se ha degenerado y que ahora sólo busca la facilidad y el solaz.
      Cuando logré salir de la biblioteca (el único vigilante que custodiaba la biblioteca estaba ocupado en su propio saqueo) observé a una turba de esclavos que venía de un festín de sangre y espadas. Un hombre con el torso desnudo arrastraba la cabeza y parte de la columna vertebral de Hipatia, señora y custodia de la biblioteca. Las dos legiones de panonia y Tiro habían ingresado y cercenado la defensa de la ciudad. Galeras romanas vertían todo su poderío de fuego y destrucción sobre las murallas y las embarcaciones cerca del puerto de Faros. La magnifica edificación no tardaría mucho en ceder a los embates de las catapultas y los escorpiones.
      Los últimos de los guardias fieles a Hipatia, cayeron bajo el fuego de las flechas con brea de los arqueros griegos, quienes se habían puesto del lado de Roma por la décima parte del dinero que a mí me habían ofrecido. La escena de esta traición me conmovió mucho más que la fidelidad de los guardias de mi reina. Días antes, había observado la desolación en los rostros de estos arqueros alejandrinos, cuando el general Casio Furcio les otorgaba la categoría de libertos y veinte monedas con el rostro del César. Puedo dar fe que cada uno de ellos amaba a su manera la ciudad y sus símbolos; el hambre y la enfermedad de sus familiares pudo más que el amor a lo grandilocuente y ostentoso de este mundo.
      Cogí la espada de un soldado caído, envolví con mi túnica su cuerpo —moriré defendiendo algo en lo que ya no creo —, me dije. Intenté correr hacia la entrada del Faros, pero este ya era sólo una pira de escombros. Me dirigí hacia el puente que anexaba la sede principal de la biblioteca; cargué contra un centurión que me empujó y escupió con un gesto de desprecio. Me dijo en latín que me conocía. En sus ojos había una fiereza que me supo familiar.
      Recordé las palabras del númida, y mis ojos lo contemplaron todo con asombro y verdadero miedo, ahora que la circunferencia del círculo cubría toda Alejandría.

      A Lovecraft y Sagan.

Puertas

Isabel P.

Círculo concéntrico nº 1.

La puerta está ahí, en medio de la nada. Como siempre ha estado. El peso de millones de años se acumula en sus goznes oxidados, las bisagras ya han olvidado lo que se siente al participar en la magia del giro, del movimiento. Madera espesa, opaca, gris, envejecida por la lluvia salada y dulce, por las inundaciones y las mareas. Resecada por uno y mil vientos. Horadada por legiones de efímeros insectos.

Una puerta cerrada, tan cerrada que ya no recuerda ni como abrirse.

En el hueco donde tal vez en otro tiempo se podría haber insertado una llave, vive ahora una familia de alacranes venenosos.

Círculo concéntrico nº 2..

No encuentro las palabras. He olvidado como se hace para abrir las puertas de la imaginación. Hace ya demasiados años que se cerraron para mí. El papel me mira acusador, en blanco. Mis lectores me reclaman mi sangre negra pero yo ya no recuerdo como abrir las esclusas, he perdido la llave del portal, que ya no es dorado, sino gris. Tal vez lo que pasa es que ya no quedan historias.


Círculo concéntrico nº 3.

La puerta del despacho está cerrada. Últimamente, casi siempre es así. Acaricio la madera cálida y la cerradura me responde con una invitación a besar su oscuridad con mis ojos. Pero no cederé a la tentación de arrodillarme ante esa puerta gris para saber lo que no me está permitido. Espero que esta vez sí le venga la inspiración, me preocupa. Desde que las palabras dejaron de fluír, ya no me toca, casi ni me habla. Vive siempre, no sólo ahora mismo, tras una puerta cerrada. Me siento tan sola...

Zona 0.

El día en que las puertas de la creación se abrieron, todas las cosas fueron nombradas, incluso algunas que todavía no exisitían. Todas las historias salieron por ellas, para poder ser contadas. Luego, la puertas se cerraron. Nadie sabe si quedó algo al otro lado. Nadie sabe a qué lado quedamos nosotros, si al real, o si al imaginario.