sábado, 19 de diciembre de 2009

La sombra de Babel (ejercicio sobre "La sombra", de Poe

Mirta Leis

      Diciembre se refleja en el rostro de los transeúntes. Los niños llenan las calles con sus risas acompañando las canciones navideñas que brotan de cada una de las vidrieras. Un ramillete intermitente impregna todo con brillantes colores y los árboles de las plazas se ponen el traje de luces para imitar a las estrellas. El mundo se apresta a cambiar de milenio y las más variadas formas de esperar su arribo se suceden en todas partes.

      En la zona vieja de la ciudad de Ptolemáis, un grupo de amigos se reúne en un noble palacio. Los siete se sientan silenciosos en torno a una mesa de ébano de gruesas patas torneadas. Candelabros encendidos, cortinas de pana, poltronas sobre un piso de mayólicas y algún cuadro de dudoso estilo adornan la sala. A un costado del salón, Zoilo, el más joven de todos, yace en un lujoso ataúd, sobre una alfombra púrpura, justo debajo del acceso. La única puerta del lugar, es de bronce fundido, fue construida hace tiempo por Corinnos, el artesano.

      El silencio es uno más de los participantes de aquella singular reunión. Los oscuros cortinados impiden el paso de las luces de la calle. La música, el destello de colores, la luna y las estrellas tampoco han sido invitados, en su lugar penden negras colgaduras desde el techo, que dibujan un escenario barroco y tétrico a la vez.

      Oínos, el dueño de casa, y sus amigos beben el rojo vino de Chíos, y entre cada sorbo sienten sobre sí el peso de los tiempos de peste y de miseria plagados de señales.

      El milenio toca a su fin, y tal vez, cada uno de ellos deba rendir cuentas de su paso por la vida, tal como seguramente lo hace Zoilo en este mismo momento.

      La penumbra pesa sobre sus cabezas tanto como sus pensamientos. Los rostros preocupados se reflejan en el brillo del ébano donde se apoyan las copas del elixir de uvas.

      Afuera, el bullicio evoca miles de festejos, adentro del salón, en cambio, el silencio reina y la atmósfera es pesada e indescifrable. El Mal palpita y se teme, la ansiedad y la angustia compiten como oscuros designios, que se presienten , escondidos, en aquella vigilia de cuerpos laxos y agudizados sentidos. El imperio del vino se opaca en el reinado absoluto del miedo.

      De pronto, aquellos colgajos parecen pesar sobre cada una de las cabezas de los amigos, y la palidez de sus rostros asustados se refleja insidiosa en el brillo de la mesa.

      Nadie dice palabra, todos sienten el miedo del otro. Entonces, con la locura y la histeria en dominio, lanzan una interminable seguidilla de canciones y de risas cual vano intento de alejar el Mal que les acecha.

      Desde su ataúd, Zoilo parece acompañarlos con aquella expresión indefinida que denota en sus facciones demacradas por la peste. Oínos cree por un momento que los ojos del muerto están fijos en él, y huye del miedo canturreando a viva voz las canciones del hijo de Teos.

      El cansancio que vence al guerrero fue acabando con las voces de los amigos, que poco a poco fueron entonando melodías inaudibles, mientras el vino, rojo como la sangre, se secaba en las copas.

      Fue entonces cuando la vieron.

      Parecía escurrirse lentamente hacia abajo cubriéndolo todo con su enorme presencia.

      Ella, majestuosa e impertérrita, descendió de entre los colgajos oscuros del techo y se posó justamente, delante de la puerta, frente al ataúd de Zoilo.

      Fue tomando forma casi humana, pero densa y oscura, terrible e indescifrable. No era un hombre ni un Dios, no era nada conocido, pero estaba allí, imponiéndose, aterrándolos.

      — ¿Cuál es tu nombre?, ¿Dónde está tu morada?— pregunta Oínos, y ella, cadenciosa le responde: — Me llamo Sombra y las catacumbas de Ptolemais , que bordean el impuro canal de Caronte , son mi morada.

      Y se queda allí, divertida al verlos levantarse acuciados por el terror. Los ojos de los siete amigos se abren desmesurados y se tiñen de rojo, el sonido de sus corazones retumba en el salón y el sudor se hiela en sus pálidas pieles.

      Advierten que la sombra no tiene una sola voz, sino todas las voces de sus muertos. En su figura ven, como en un tétrico film, a su amigo, su madre, sus hermanos, con sus voces y su pasado, con sus miserias y sus miedos, con el horror y el sarcasmo…ellos comprenden por fin, que su hora ha llegado.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Un cuento de Poe como modelo para desarmar

Sombra


Vosotros los que leéis aún estáis entre los vivos; pero yo, el que escribe, habré entrado hace mucho en la región de las sombras. Pues en verdad ocurrirán muchas cosas, y se sabrán cosas secretas, y pasarán muchos siglos antes de que los hombres vean este escrito. Y, cuando lo hayan visto, habrá quienes no crean en él, y otros dudarán, mas unos pocos habrá que encuentren razones para meditar frente a los caracteres aquí grabados con un estilo de hierro.

El año había sido un año de terror y de sentimientos más intensos que el terror, para los cuales no hay nombre sobre la tierra. Pues habían ocurrido muchos prodigios y señales, y a lo lejos y en todas partes, sobre el mar y la tierra, se cernían las negras alas de la peste. Para aquellos versados en la ciencia de las estrellas, los cielos revelaban una faz siniestra; y para mí, el griego Oinos, entre otros, era evidente que ya había llegado la alternación de aquel año 794, en el cual, a la entrada de Aries, el planeta Júpiter queda en conjunción con el anillo rojo del terrible Saturno. Si mucho no me equivoco, el especial espíritu del cielo no sólo se manifestaba en el globo físico de la tierra, sino en las almas, en la imaginación y en las meditaciones de la humanidad.

En una sombría ciudad llamada Ptolemáis, en un noble palacio, nos hallábamos una noche siete de nosotros frente a los frascos del rojo vino de Chíos. Y no había otra entrada a nuestra cámara que una alta puerta de bronce; y aquella puerta había sido fundida por el artesano Corinnos, y, por ser de raro mérito, se la aseguraba desde dentro. En el sombrío aposento, negras colgaduras alejaban de nuestra vista la luna, las cárdenas estrellas y las desiertas calles; pero el presagio y el recuerdo del Mal no podían ser excluidos. Estábamos rodeados por cosas que no logro explicar distintamente; cosas materiales y espirituales, la pesadez de la atmósfera, un sentimiento de sofocación, de ansiedad; y por, sobre todo, ese terrible estado de la existencia que alcanzan los seres nerviosos cuando los sentidos están agudamente vivos y despiertos, mientras las facultades yacen amodorradas. Un peso muerto nos agobiaba. Caía sobre los cuerpos, los muebles, los vasos en que bebíamos; todo lo que nos rodeaba cedía a la depresión y se hundía; todo menos las llamas de las siete lámparas de hierro que iluminaban nuestra orgía. Alzándose en altas y esbeltas líneas de luz, continuaban ardiendo, pálidas e inmóviles; y en el espejo que su brillo engendraba en la redonda mesa de ébano a la cual nos sentábamos, cada uno veía la palidez de su propio rostro y el inquieto resplandor en las abatidas miradas de sus compañeros. Y, sin embargo, reíamos y nos alegrábamos a nuestro modo -lleno de histeria-, y cantábamos las canciones de Anacreonte -llenas de locura-, y bebíamos copiosamente, aunque el purpúreo vino nos recordaba la sangre. Porque en aquella cámara había otro de nosotros en la persona del joven Zoilo. Muerto y amortajado yacía tendido cuan largo era, genio y demonio de la escena. ¡Ay, no participaba de nuestro regocijo! Pero su rostro, convulsionado por la plaga, y sus ojos, donde la muerte sólo había apagado a medias el fuego de la pestilencia, parecían interesarse en nuestra alegría, como quizá los muertos se interesan en la alegría de los que van a morir. Mas aunque yo, Oinos, sentía que los ojos del muerto estaban fijos en mí, me obligaba a no percibir la amargura de su expresión, y mientras contemplaba fijamente las profundidades del espejo de ébano, cantaba en voz alta y sonora las canciones del hijo de Teos.

Poco a poco, sin embargo, mis canciones fueron callando y sus ecos, perdiéndose entre las tenebrosas colgaduras de la cámara, se debilitaron hasta volverse inaudibles y se apagaron del todo. Y he aquí que de aquellas tenebrosas colgaduras, donde se perdían los sonidos de la canción, se desprendió una profunda e indefinida sombra, una sombra como la que la luna, cuando está baja, podría extraer del cuerpo de un hombre; pero ésta no era la sombra de un hombre o de un dios, ni de ninguna cosa familiar. Y, después de temblar un instante, entre las colgaduras del aposento, quedó, por fin, a plena vista sobre la superficie de la puerta de bronce. Mas la sombra era vaga e informe, indefinida, y no era la sombra de un hombre o de un dios, ni un dios de Grecia, ni un dios de Caldea, ni un dios egipcio. Y la sombra se detuvo en la entrada de bronce, bajo el arco del entablamento de la puerta, y sin moverse, sin decir una palabra, permaneció inmóvil. Y la puerta donde estaba la sombra, si recuerdo bien, se alzaba frente a los pies del joven Zoilo amortajado. Mas nosotros, los siete allí congregados, al ver cómo la sombra avanzaba desde las colgaduras, no nos atrevimos a contemplarla de lleno, sino que bajamos los ojos y miramos fijamente las profundidades del espejo de ébano. Y al final yo, Oinos, hablando en voz muy baja, pregunté a la sombra cuál era su morada y su nombre. Y la sombra contestó: «Yo soy SOMBRA, y mi morada está al lado de las catacumbas de Ptolemáis, y cerca de las oscuras planicies de Clíseo, que bordean el impuro canal de Caronte.»

Y entonces los siete nos levantamos llenos de horror y permanecimos de pie temblando, estremecidos, pálidos; porque el tono de la voz de la sombra no era el tono de un solo ser, sino el de una multitud de seres, y, variando en sus cadencias de una sílaba a otra, penetraba oscuramente en nuestros oídos con los acentos familiares y harto recordados de mil y mil amigos muertos.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Inocente (ejercicio)

Mirta Leis

      Era hijo de un domador de leones y una contorsionista.
      Se les parecía en cierto modo: tenía la melena rojiza como su madre y los ojos claros y pequeños como su padre.
      Pasó sus primeros años prendiéndose con insistencia a las faldas de su mamá. Mario, el domador, apenas podía acercársele, ya que el niño gritaba asustado al ver los látigos en sus manos.
      Fue creciendo robusto y callado, casi sin jugar con los otros pequeños, pendiente siempre de los ensayos y las funciones del circo, sentado muy quieto en un apartado rincón.
      Al llegar el tiempo de ir a la escuela, supieron lo mucho que le costaba aprender. Cuando se hizo evidente que su mente no crecería, simplemente, le abandonaron. Partieron una tarde en la caravana de otro circo sin dejar más noticia que la carita triste de Ernesto, que quedó al amparo de los otros artistas en aquella fábrica de ilusiones.
      Celia, la ayudante del mago, le brindó un lugarcito en su tráiler; delicada y cariñosa, siempre tuvo un plato de comida y algún buen consejo. Le enseñó que la vida había que ganársela con el trabajo de todos los días, que debía respetar a sus mayores y ayudar en todo lo que fuese necesario para poder vivir en ese pequeño mundo de vida nómade.
      Con el tiempo, daba de comer a los animales, era abanderado en los desfiles de presentación del circo y mozo de pista en las funciones.
      Eterno recadero, al crecer, se convirtió en un mueble en el que nadie reparaba pero que siempre estaba al servicio de todos.
      A veces, se sentaba largas horas con la mirada fija en la gran puerta de entrada, donde los carteles de colores anunciaban la próxima función.
Isabel, la menor de los acróbatas, la niña que coronaba las torres y era lanzada sobre los hombros de su padre o hermanos desde la palanca, fue su amiga. La única que tenía caricias para él. «Pobre Ernesto» le acunaba la cara, «Nadie te quiere», y él le miraba con ojos ingenuos mientas la niña peinaba con sus dedos, aquella mata de cabellos rojizos y rebeldes.
      Cuando ella salía a la pista, una oración temblaba en los labios del muchacho. Lo angustiaba el temor de que cayera, pero Isabel, con la agilidad de un felino, subía veloz sobre los hombros de sus hermanos y desde allí le dedicaba la mejor de sus sonrisas mientras saludaba feliz al público.
      Alguna veces, después de ensayar su número le pedía que la acompañara hasta el trapecio, ella soñaba con trabajar allí. Sentada en ello alto le animaba a subir, pero Ernesto sudaba frío al poner sus pies en la escalerilla y daba marcha atrás con el intento.
      Después de la cena, caminaban antes de dormir. Por las siestas se refugiaban detrás de las jaulas de los leones y él la escuchaba contar sus sueños; en las mañanas siempre la ayudaba a limpiar el tráiler: su vida toda giraba en torno a Isabel.
      Ernesto apenas podía leer de corrido algunas frases, fue muy poco lo que aprovechó de la escuela, pero ella todos lo días le leía las noticias o algún poema, o simplemente le enseñaba a cantar alguna canción.
      Cada vez que Celia se los permitía jugaban con los cubos, los manteles y las galeras del mago. Siempre terminaban el día juntos y riendo.
      Una tarde él entró en su caravana, sin avisar, como siempre. Y ella, que se estaba cambiando, se tapó los pequeños pechos y le gritó: «¡Eh, sal de aquí! ¡Vete! ».
      Pero no pudo, algo le abrasó el estómago: un fuego quemaba sus entrañas y crecía hasta acelerarle el corazón. Una urgencia extraña, inexplicable lo invadía impidiendo obedecerla.
      Avanzó hasta donde estaba Isabel y en el forcejeo sus enormes manos le cortaron el aire. La garganta de nácar se ahogaba entre aquellos dedos largos y fuertes. En un increíble esfuerzo ella intentaba gritar, pero Ernesto no podía dejarla. Esa fiebre desconocida lo hacía temblar y necesitaba apretarla, dominarla, sentirla rendida entre sus manos hasta que su mundo alterado recobrase la estabilidad.
      Cuando el fuego de la locura se disipó, el cuerpo de ella yacía desnudo en una postura imposible sobre la cama.
La llamó susurrando su nombre. Le suplicó, besó sus manos inertes, pero ella no lo miraba. Se puso una nariz de payaso y le hizo musarañas: ni una sonrisa. Le daba golpecitos en la cara, pero ella no volvía. Isabel ya le pertenecía a la muerte.
      Puso su cabeza sobre la almohada, le cubrió la desnudez con una manta y se acostó a su lado llorando amargamente.
      Estaba oscuro cuando se levantó. Metió su cuerpo en el baúl del mago esperando que desapareciera, pero seguía estando allí cada vez que lo abría.
      Asustado, huyó. Cabalgó sobre un caballo blanco dando cien vueltas por la pista de arena y, como última etapa de su escapada, subió a los trapecios, cerró los ojos y quiso volar.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Robert “la Torre” Taylor

Carlos Lara

      —Freddy..., llevo casi un año viniendo por aquí y la curiosidad me muerde como un lobo hambriento. Por qué no me cuentas la historia de “la Torre” de una puta vez; creo que ya me he ganado el derecho a saberla.
      Freddy dirigió la mirada hacia el fondo del local. Allí, en un claroscuro, se encontraba Robert “la Torre” Taylor, una mole negra de dos metros diez, siempre envuelta en una nube de humo, como si de una aparición fantasmal se tratase. Estaba sentado, como siempre, ante un tablero de ajedrez, absorto en las piezas desplegadas en él.
      —Está bien, Louis, creo que ya es hora que conozcas quién es la Torre, sobre todo teniendo en cuenta que eres nuestro principal cliente y que habrá que incluirte en el próximo inventario.— Esbozó una media sonrisa, colocó dos vasos y una botella de bourbon sobre la barra, brillante como un espejo, y se encendió un cigarrillo.
      “Allá por los 70, Robert era jugador de baloncesto con una prometedora carrera. En su segundo año de pívot con los Cavaliers, fue convocado para jugar el all star por la conferencia este, para enfrentarse al equipo del mítico Abdul Jabbar. Fue precisamente en esa época cuando el sobrenombre de “la Torre” se fue consolidando, debido a la potencia defensiva que desplegaba y que traía de cabeza a jugadores y entrenadores contrarios. Aquel partido fue decisivo: a los cinco minutos de juego, al intentar parar un mate de Kareem, su rodilla no resistió el apoyo en la caída y quedó hecha añicos, echando al traste todos los sueños de gloria de la Torre.”
      —Joder tío, eso ya lo has contado mil veces. Ofréceme algo más suculento o te juro que me mudo al tugurio de la esquina. ¿Cómo vino a parar aquí?
      —La impaciencia va a acabar contigo, Louis. Bebe y escucha, que la historia lo merece.
      “Leo, el jefe de todo este tinglado, era y sigue siendo un apasionado del baloncesto. Tras la lesión, contrató a la Torre como guardaespaldas personal y lo adoptó como a un hijo. El trabajo le venía que ni pintado; ponía el mismo celo en la protección de Leo que el que desplegaba en la cancha para evitar que los contrarios entraran en su zona. Aprendió a usar un arma que tuvo que utilizar muy pocas veces ya que su imponente envergadura actuaba como argumento disuasorio en la mayoría de las ocasiones. Todo marchaba bien hasta que entró en escena Lisa.”
      Rellenó los vasos y se encendió otro pitillo, dibujando una sugerente espiral de humo.
      “Lisa era una rubia alucinante. Ya te puedes imaginar: en este bar de negros, esa chica desprendía luz propia y concentraba las miradas de cualquiera que tuviera una mínima gota de sangre en las venas. Además, poseía un carácter indomable y un encanto irresistible. Sólo había un problema: era la novia de Leo y la Torre cometió el grave error de enamorarse perdidamente de Lisa. Pero Leo no era hombre de una sola mujer y las discusiones y escenas de celos se iban sucediendo cada vez con más frecuencia e intensidad. Los acontecimientos se precipitaron la noche en que Leo pidió a la Torre que acompañara a Lisa a casa. Aquel ángel rubio no tuvo piedad de su víctima: se abalanzó sobre la Torre, que ya tenía las defensas bastante maltrechas tras meses de conflicto interno, e hizo con él lo que quiso. Hubiera pagado por presenciar aquel polvo. Tuvo que ser memorable.”
      —¿Leo se enteró de aquello?—dijo Louis con un tono de expectación en la voz.
      —¡Joder si se enteró! Ya se encargó Lisa de que lo supiera. A ella le importaba una mierda la Torre. Su único objetivo era vengarse de las continuas infidelidades de Leo y había elegido la víctima propiciatoria ideal.
      “La Torre pasó toda la noche en vela, atormentado por la culpa. ¿Cómo no vio venir la diagonal del ataque de la reina blanca? Demasiado acostumbrado a proteger los ataques frontales y directos de los enemigos, cayó en la trampa... Debería haber enrocado antes, debería haber enrocado...Apareció en el local al día siguiente como un zombi, la mirada ausente y una sombra en el rostro. Sin saludar, se encaminó decidido hacia las escaleras que daban al despacho de Leo, en el primer piso. Abrió la puerta y se quedó paralizado durante un instante. Lisa sostenía, con mano temblorosa, una pequeña pistola plateada apuntando a Leo. Todo sucedió muy rápido: la Torre se abalanzó hacia Lisa, en un movimiento instintivo y, en un solo paso, se plantó en la trayectoria de fuego a la vez que embestía con sus ciento treinta quilos de músculo la breve y frágil figura de la mujer. Sonó un disparo en el mismo momento en que el cuerpo de Lisa salía despedido por la ventana con un estruendo de cristales rotos. Leo se acercó a la Torre, le cogió la cara apartándola de la imagen del cuerpo de Lisa tendido en la calle, y llamándole por su nombre le dijo, Robert, hiciste lo que tenías que hacer, ese ángel era una zorra, con unas tetas deliciosas, pero una zorra
      —Desde entonces, la Torre se sumió en un mutismo casi absoluto y ahora pasa las horas muertas delante de ese tablero, siempre la misma partida, siempre la misma jugada. De vez en cuando, si alguien le dirige la palabra, levanta su mirada sombría y, con una voz rota por los cigarrillos y el desuso, exclama: ¡debería haber enrocado antes...!

Inocente (ejercicio)

Pedro Conde

      —No sé por qué decidieron eso. En aquellos tiempos era mi padre el dueño del circo. No está bien hablar mal de los muertos, comisario, pero por lo que conocí a mi viejo, seguro que decidió quedárselo por tener mano de obra barata. Tener un hombre para todo por lo que costaba darle de comer, poco más, eso era un buen negocio. La ropa la conseguía de la que iban dejando por vieja, y de pedir favores a los curas con sus letanías de penurias en cada pueblo al que íbamos. Claro que eso de un hombre para todo… hombre completo no era. No sé si me entiende. Tenía la mente de un niño. Era retrasado, vamos. Sé que no está bien hablar mal de los muertos, pero era así, inocente. Ya de críos, sólo me llevaba tres años con él, ¿sabe?, pues eso, que nos burlábamos un poco y le hacíamos algunas bromas, cosas de chavales, ya sabe, no había mala intención. Pero él siempre detrás nuestra, parecía que le gustara. Creo que fue por eso, por su retraso, por lo que sus padres le abandonaron. Yo no los conocí, vi una vez una foto de ellos en un cartel antiguo. Ella era contorsionista y él domador. Eran jóvenes y seguro que se asustaron por la responsabilidad que supone tener un hijo así. Él no tenía culpa, pero eso un castigo, una responsabilidad para toda la vida, porque si de aquí de la cabeza, no crece, cómo le vas a exigir nada. Pero era bueno, nunca se quejaba, y mire que trabajaba. No le explotábamos, ¿eh?, no me malinterprete, a él le gustaba. Cuanto más trabajaba más se reía. Y disfrutaba como nunca cuando salía de abanderado en los desfiles haciendo girar la bandera como si quisiera formar un ciclón, miraba para arriba embobado, quiero soplarle a las nubes me dijo un día. Pobre. Y cuidaba de los animales muy bien. Tenía las jaulas más limpias que haya tenido nunca un circo. Una tontería, imagínese, pero tampoco se le podía exigir más, y con eso no hacía daño a nadie. Aquí se le quería mucho, era uno más de la familia. Cierto es que era un mozo de pista un poco torpe. Los días que cambiábamos el orden de los números, o quitábamos alguno por cualquier problema, el pobre no daba pie con bola. Ya estaba el resto de la función indeciso, perdido entre el atrezo. Luis, el mago, no le tenía mucha paciencia. Le gritaba más de la cuenta, pero es que él, durante la actuación del mago, se quedaba paralizado, con la boca abierta como un subnormal… bueno, perdón, quise decir… es una forma de hablar, ya me entiende, no hay desprecio ni nada de eso. La cosa es que le gustaban los números de magia, y mire que los vio veces, pero para él, cada día, como si fuera la primera. Yo creo que idolatraba a Luis, por eso le aguantaba el mal trato. Bueno, maltrato no era, era un poco duro con él, no le tenía la paciencia necesaria, pero de ahí a maltratarlo, pues no.
      Con quien sí hizo buenas migas desde siempre fue con ella, con la niña. Con Isabel quiero decir. Ya no era tan niña, la pobre. Es una desgracia. Era una mujercita. Se llevaban bien. La vida del circo no es lo mejor para un chval, ¿sabe?, de aquí para allá todo el tiempo, sin amigos. Por eso hicieron buenas migas, porque eran los dos unos críos. La una por la edad y el otro porque de aquí, de la cabeza, ya sabe, no creció. Estaban todo el día juntos. Hace un mes tuvimos un problema porque arrancó un montón de flores de un jardín para hacerle un collar y una corona. Faltó poco para que nos denunciaran, tuve que rogarle a la dueña de la casa de rodillas que tuviera compasión, que el pobre no tenía luces. Y luego es cierto que le abronqué, a Ernesto. Estaba muy nervioso y me dejé llevar, no recuerdo bien, pero puede que me pasara un poquito. No había mala intención, entiéndame, eran los nervios. El caso es que Isabel intercedió por él, y se lo llevó. Se fue llorando mientras ella le acariciaba la cara y le iba diciendo pobre Ernesto, nadie te quiere. No quiero pensar que fuera eso lo que… pero claro, quién sabe lo que pasa por la cabeza de nadie, y mucho menos por una como la suya que no funciona igual. Porque el cerebro es el de un niño, pero el cuerpo no. Y el cuerpo tiene sus necesidades, ¿sabe? Cuando era más joven, de chavales, sí que tuvimos algunos problemas, es que se… tocaba en cualquier parte, ya me entiende, se masturbaba, sin problemas, donde le apetecía. Mi padre le quitó esa costumbre, y conociéndolo, no fue precisamente charlando que lo consiguió. Yo creo que fue eso lo que pasó, que el cuerpo le pudo a la cabeza, o que esta no pudo dominar el cuerpo, que viene a ser lo mismo. Y ya ha visto el tiarrón que estaba hecho, un toro, y no solo por grande, que con el trabajo que hacía buenos músculos criaba. Yo no creo que la matara para luego violarla, nunca le vi mala intención en nada, era un alma de dios, pero claro, ella, en sus manos, una pluma. Imagino que en el forcejeo pudo ahogarla. No me lo puedo imaginar. Pensará usted que es una locura, pero al encontrar el cuerpo de ella en el baúl del mago, a mí se me ha ocurrido que… Ese baúl se utiliza en el número final, ¿sabe?, se van metiendo, uno tras otro, las dos ayudantes y por último Luis, el mago, y desaparecen. Pues se me ha ocurrido que metió allí a Isabel para hacerla desaparecer, o esperando que surgiera de nuevo tras las gradas, en la entrada principal de la carpa que es por donde aparecen, en la actuación, como si nada hubiera pasado. Eso entra dentro de las cosas que solía decir. Decía de su madre que no tenía huesos o que las nubes eran humo del cielo que se estaba quemando. Cosas que se le ocurrían, ya le digo. Y otras que le decían los demás, como bromas, sin mala intención, para reírse un rato con él, como que las mariposas eran dibujos que se habían escapado de los libros o que las estrellas eran agujeros en la carpa con que guardaba dios el mundo por la noche.
      Yo escuché el trote del caballo, claro, a esa hora y con este calor está todo tan inmóvil que era imposible no hacerlo, pero creí que estaban ensayando, no le di mayor importancia. Fue luego de media hora de cabalgada que la curiosidad me pudo y entré a ver. Entonces lo vi, daba vueltas y vueltas por la pista. Le llamé la atención, claro, el caballo estaba sudando y él tenía cara como de ido. Me miró asustado y se bajó del animal. Subió por la escalera hasta el trapecio sin atender a mis llamadas. No quiero pensar que fueron mis gritos los que lo asustaron tanto, es una tontería, ya lo sé, pero me pareció entender, que cuando se soltó del trapecio tras ese impulso, pretendía volar. Una estupidez de esas que se le ocurren a uno cuando no encuentra explicación más sencilla a lo que pasa. Pero a riesgo de parecer loco, yo estoy seguro que lo que pretendía con la cabalgada y el salto, era escapar.

Inocente hasta ahí (ejercicio)

Norberto Zuretti


      Y una vez más, seguía estando ahí su historia detenida, repitiéndose eternamente como esa cantidad inesperada de palomas que surgen de las galeras de los magos. Nunca se debería confiar en los magos, muchísimo menos intentar ejecutar sus trucos.
      Ernesto era hijo de un domador de leones, el Gran Insaurralde, y de una contorsionista a quién llamaban Luciérnaga, que se atrevía a cruzar por el aire meciéndose boca abajo desde una hamaca mientras su marido metía la cabeza dentro de la inmensa boca de un león. Al principio se ataron a una mínima esperanza, pero cuando se hizo evidente que su mente no crecería, el domador y su madre le abandonaron, y él quedó al amparo de los otros artistas en aquella fábrica de ilusiones y payasos. Eso sí, el Gran Insaurralde no quiso que Luciérnaga continuara hamacándose sobre el león durante su acto. Más adelante, también dejó el carromato conyugal y por un tiempo durmió con la Mujer Barbuda, ya que las únicas opciones eran ella, o el Puercoespín, quien parece que, además de las espinas, ronca demasiado fuerte. Luciérnaga, en uno de sus saltos acrobáticos, se fue volando al circo de la competencia, ahora tiene un papel principal, la estrella de la noche, es la Mujer Bala, y sale disparada de un cañón hasta lo más alto de la carpa.
      Así, prácticamente dejado de lado por todos, Ernesto se pasaba las horas en el establo, daba de comer a los animales, bañaba a los caballos, jugaba con la jirafa y se enroscaba con las serpientes. Lo buscaban siempre para exhibirlo en los desfiles de presentación del circo y para convertirlo en mozo de pista durante las funciones. Y lo llamaban urgente cada vez que se enfurecía el tigre o el elefante hacía sus necesidades en lugares inapropiados. Eterno recadero, al crecer, se convirtió en un mueble en el que nadie reparaba.
      Isabel, la menor de los acróbatas con sus ojazos azules y sus manos chiquitas, la niña que coronaba las torres con una malla negra llena de estrellitas y era lanzada sobre los hombros de su padre o hermanos desde la palanca, fue su amiga adorable desde siempre. La única que tenía caricias para él. «Pobre Ernesto», le acunaba la cara, «nadie te quiere». Y a veces, cuando Isabel abría la ventana del tráiler, encontraba medio alfajor de chocolate, y una sonrisa intensa le inundaba el rostro, ella adivinaba quién pudo comer la otra mitad.
      Una vez, él entró en su remolque sin avisar, como siempre. Y ella, que se estaba cambiando, se tapó los pequeños pechos y le gritó: «¡Eh, sal de aquí! ¡Vete!». Pero esta vez, Ernesto no pudo, algo le abrasó el estómago, una fuerza nueva le empujaba quemándole las entrañas, células dormidas se despertaron de repente provocándole sensaciones desconocidas y poderosas. Avanzó hasta alcanzar a Isabel y, en el forcejeo entre ella y sus recientes fantasmas que ahora lo dominaban en una aureola de placer, en medio de algún gesto inusual, ligero e incontrolable, sus enormes manos le cortaron el aire. Hubo entonces un chisporroteo de colores, un olor dulce, un silencio triste. Cuando el fuego de la locura se disipó, el cuerpo de ella yacía desnudo, en una postura imposible sobre la cama, tal vez quebrado en su vuelo al no encontrar los hombros del padre al final de la caída. También se apagaron las estrellitas y sus ojos azules.
      Acercó la oreja a sus labios prietos. La llamó susurrando. Le suplicó. Buscó en los bolsillos y le colocó el papel arrugado de un alfajor en la mano chiquita. Se puso una nariz de payaso y le hizo musarañas. Le daba golpecitos en la cara, le empujaba suavemente el hombro, pero ella no volvía. Isabel, cada vez más pálida, cada vez más lejana, ya le pertenecía a la muerte.
      Arrastró el abandonado cuerpo hasta el antiguo baúl del mago, olvidado en el carromato que usaban de depósito. Todos los días regresaba a escondidas, y abría lentamente la pesada tapa, con un dejo de esperanza, de que salieran volando palomas o pañuelos de colores entrelazados, de que la magia por fin hubiera hecho de las suyas. Pero no. Isabel seguía estando allí acurrucada sin sus ojos grandes ni sus estrellitas, cada vez más rígida, más ausente. Asustado, huyó, cabalgó desenfrenado sobre un caballo blanco dando cien vueltas por la pista de arena rodeada de butacas vacías y, como última etapa de su escapada, subió a los trapecios y quiso volar. Pero una vez más se materializó en su memoria la dulce acróbata que le acunaba la cara con sus manitos de muñeca. Y entonces descendió lentamente por una de las sogas. Y caminó otra vez, cabizbajo, hasta el arcón del mago.
      Desde entonces, igual que si se tratara de un íntimo e inevitable rito religioso en medio de la solitaria noche, cuando ya todos los habitantes del circo están dormidos, regresa metódico al baúl para comprobar irremediablemente que la magia no existe, y que nunca habría que confiar en los magos, muchísimo menos intentar ejecutar sus trucos.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Inocente (modelo para ejercicio del 15 Noviembre)

Pedro Conde

      Era hijo de un domador de leones y una contorsionista. Cuando se hizo evidente que su mente no crecería, sus padres le abandonaron, y él se quedó al amparo de los otros artistas en aquella fábrica de ilusiones.
Daba de comer a los animales, era abanderado en los desfiles de presentación del circo y mozo de pista en las funciones. Eterno recadero, al crecer, se convirtió en un mueble en el que nadie reparaba.
      Isabel, la menor de los acróbatas, la niña que coronaba las torres y era lanzada sobre los hombros de su padre o hermanos desde la palanca, fue su amiga. La única que tenía caricias para él. «Pobre Ernesto» le acunaba la cara, «Nadie te quiere».
      Él entró en su caravana, sin avisar, como siempre. Y ella, que se estaba cambiando, se tapó los pequeños pechos y le gritó: «¡Eh, sal de aquí! ¡Vete! ». Pero no pudo, algo le abrasó el estómago. Avanzó hasta donde estaba Isabel y en el forcejeo sus enormes manos le cortaron el aire. Cuando el fuego de la locura se disipó, el cuerpo de ella yacía desnudo en una postura imposible sobre la cama.
La llamó susurrando su nombre. Le suplicó, Se puso una nariz de payaso y le hizo musarañas. Le daba golpecitos en la cara, pero ella no volvía. Isabel ya le pertenecía a la muerte.
      Metió su cuerpo en el baúl del mago, pero seguía estando allí cada vez que lo abría. Asustado, huyó, cabalgó sobre un caballo blanco dando cien vueltas por la pista de arena y, como última etapa de su escapada, subió a los trapecios y quiso volar

jueves, 15 de octubre de 2009

La carretera que te dije (ejercicio)

Pilar Dublé

      —¡Es que nunca me oye cuando le hablo! —chilló una histérica Cristina al teléfono— Siempre hace lo mismo, está funcionalmente incapacitado para hacerme caso porque ni oye. ¡Se le cierran los oídos no más me ve venir!
      —¿… no será que siempre le gritas? Espérame que voy para allá —contestó Reinaldo.
      Cristina depositó el teléfono suavemente y le dio la razón a su esposo en silencio. Se sentó en la cocina a pensar mientras se roía las uñas. Sin encontrar una solución, llenó de agua el depósito de la cafetera eléctrica y abrió la lata de café.
      En ese momento sonó la llave de Reinaldo en la cerradura. Ella terminó de montar el café y salió a recibirlo. Él la abrazó para que pudiera desahogar su rabia. Siempre daba resultado: un abrazo mutaba la furia de Cristina en llanto de criatura.
      —Se lo expliqué mil veces, pero, igual, sucedió lo que me temía. Se metieron por la autopista para regresar, en lugar de por la carretera vieja, la que les dije. Ahí no ponen alcabalas. Pero, es que a tu hijo, a Reinaldito, como le pusiste cuando te aprovechaste de que estaba medio tonta con la anestesia, lo que le gusta es ir a toda mecha por la autopista. Los agarraron en la rampa de acceso de Morón.
      —Déjame hablar con Nelson, a ver si puede hacer algo desde la Alcaldía.
      —¡Qué Alcaldía ni qué carrizo! Se lo llevaron, ¿entiendes? Los militares se lo llevaron y está en el cuartel. Me llamó desde su celular, pero se cortó la llamada; se quedó sin batería y ya no nos puede llamar ni nosotros a él, porque obviamente no llevaba el cargador cuando se fueron a la playa.
—      Y los demás muchachos, Jorge, Enrique, ¿también cayeron en la redada?
       —Sólo Enrique. Jorge fue más vivo, salió corriendo.
      —¡Está loco!, le hubieran podido disparar. Corrijo: es loco. ¿Y el carro?
      —Lo fue a buscar el padre de Enrique.
      Reinaldo se levantó y se fue al estudio, desde donde Cristina lo escuchó hacer varias llamadas. El casi inaudible murmullo no le facilitaba escuchar la conversación, pero el tono era desesperanzado. Después él se quedó en el estudio.
      No hacía falta decir nada.
      Así que Cristina resolvió ser realista. A ver, ¿qué necesita un muchacho a quien han reclutado a la fuerza? Ropa interior, desodorante, hojilla de afeitar y la espuma carísima esa, la de marca, en la que se había gastado una fortuna, también. Medias, unas mudas de civil, “porque el uniforme se lo dan los bestias, ¿no?”, pensó con furia y cerró de golpe la gaveta.
      “¿Y su libro, el que está leyendo ahora? ¿Tendrá tiempo de leer en el cuartel?”, siguió pensando Cristina. Y siguió pensando, y pensando, y se acordó de Monchi.
      Monchi, su chofer cuando estuvo enferma, ahora trabajaba para una empresa. Era de esas personas dispuesta a cualquier cosa para ayudar a los demás; fue un apoyo invaluable cuando estaba casi inválida. Además tenía un don esencial en este momento: el espíritu de aventura.


      Cristina esa tarde acudió a la casa de Monchi, ubicada en un barrio pobre pero bastante limpio, no como otros donde campeaba la basura. Por el calor, nadie cerraba las puertas en las tardes y lo encontró sentado en la sala, frente al televisor.
      —¿Señora Cristina? ¿Y esa sorpresota? ¿Cómo se ha sentido?
      —Muy bien, muchas gracias. ¡Curada por completo! Pero vengo a hablar de otra cosa… ¿usted sigue manejando ese camión de reparto de pollo congelado? —Monchi le señaló una silla, apagó el receptor, gritó a su esposa para que trajera unos juguitos y se dispuso a escuchar. Cristina estuvo hablando largo rato, mientras él asentía. La esposa de Monchi aportó un par de preguntas y sus soluciones. La conspiración tomó vida y cuerpo. Ya era de noche cuando Cristina salió del barrio.

      Al día siguiente Reinaldo temía entrar a su casa y ver la cama se su hijo vacía. Le aterraba el silencio que lo esperaba en la cena, la ausencia del tecleo en el computador, la bulla desvanecida. Se quedó un rato sentado en el carro hasta que el hambre lo obligó a entrar. Cristina lucía una sonrisa radiante.
      —¿Porqué tan contenta?
      —Anda a ver a tu hijo. Está durmiendo, agotado porque los pusieron a marchar, los desgraciado ésos. No te acerques mucho: va a oler a pollo varios días.



Pilar Dublé
Caracas, 12 Octubre 2009

La carretera 109 (ejercicio)

Pedro Conde

      Cuando se dio cuenta de que equivocó la ruta eran las siete y media de la tarde y se encontraba casi a trescientos kilómetros de su destino. Tomó un sándwich en la gasolinera y compró un mapa actualizado. El empleado le indicó sobre él la ruta que debería de seguir desde allí. Incluso le dibujó con un lápiz un par de comarcales que no aparecían en el trazado dada su escasa importancia. Estiró las piernas un poco, fue al baño y acabó la parada con un café cargado. Tras el breve descanso se dirigió al coche sin reparar apenas en el cielo gris. Se sentía con fuerzas para hacer el resto del viaje de un tirón y así se propuso hacerlo.
      Empezó a llover unos minutos antes de las nueve, hasta ese momento sólo había caído un chirimiri que apenas mojó la calzada y la hizo resbaladiza en las interminables curvas de aquella carretera de montaña. La intensidad ahora era otra, la suficiente como para que los limpiaparabrisas actuaran de forma continua y el repiqueteo de las gotas en el techo tomara la consistencia de una aplastante amenaza a su cabeza. La oscuridad era total. Condujo mucho rato apretando con fuerza el volante, la rigidez subía por sus brazos, le llegaba hasta los hombros y se perdía en la espalda. Echaba la cabeza adelante y entornaba los ojos tratando de ver mejor la carretera que se perdía en la noche o en los brillos de los charcos iluminados por los faros. En el rato que condujo con tensión, gastó las energías que había repuesto hacía un rato. Cada tanto, maldecía en voz alta su mala suerte.
      Las curvas empezaron a suavizarse y a distanciarse. Llevaba media hora de ligera bajada cuando vio las luces del pueblo. Una sutil euforia le poseyó al comprobar en los carteles de la entrada del casco urbano que aquello era Renes, el sitio en el que el empleado de la gasolinera le dijo que estaba la carretera que le llevaría directo a su destino. El pueblo era pequeño y no se veía nadie en la calle. La lluvia volvía a ser apenas un exceso de humedad. Gotas tan pequeñas que se entretenían en los caprichos del aire. En algunos sitios del cielo se iban formando claros que destapaban la luz de la luna. Casi al final de la travesía un letrero anunciaba un bar-restaurante. Aparcó en el terreno de grava que había al lado y decidió que además de informarse, si tenían comida, cenaría allí.
      En el restaurante no vio nada fuera de lo común. Era un antro como tantos otros a los que su trabajo le había llevado. Las baldosas no hacían juego con las paredes y éstas, desentonaban con el mobiliario, el techo y las reproducciones de bucólicos paisajes al óleo que, enmarcados en un dorado viejo por la suciedad, colgaban ligeramente torcidos de enormes alcayatas. La luz era amarilla y pobre, y sobre todo lo que la vista alcanzaba, una capa, mezcla de polvo y grasa ocultaba sus colores y texturas originales.
      Detrás de la barra, un camarero desganado pasaba sobre las neveras un paño húmedo con el olor ácido de la inminente putrefacción. Acordó con él lo que sería su cena, le pidió permiso para sentarse en la mesa más próxima a la chimenea, cuyo fuego por estar desatendido, no pasaba de ser un montón pobre de ascuas grises. Atizó el fuego y la luz de la llama conseguida alivió un poco la penumbra.
      El camarero dejó caer el plato con la chuleta, los huevos fritos y las patatas sobre la mesa con la apatía de la noche avanzada, aprovechó ese momento y le preguntó:
      —Por aquí cerca se coge el desvío de la 109, ¿Verdad? Voy a Saint-Michael, y me han dicho que es el camino más corto.
      —Un poco más adelante, en el primer cruce al salir del pueblo, a la derecha. Es mas corto, pero nadie va por ahí. Como a cincuenta kilómetros más adelante puede coger la autovía —le contestó, y con las últimas palabras le dio la espalda y regresó por el mismo camino, seguramente a pasar el mugriento paño sobre las neveras.
      —Esa carretera está maldita —le sobresaltó la voz ajada del anciano que desde una mesa al otro lado de la chimenea, entre los espacios turbiamente iluminados, demostraba así su presencia.
      Con una sonrisa nerviosa se disculpó.
      —Perdone el sobresalto, no le había visto. ¿Cómo dice?
      —Esa carretera, la 109, está maldita. Por las noches suelen vagar por ella muchos espíritus.
      —Ya —dijo condescendiente ante lo que supuso otra superstición. No quiso parecer descortés y preguntó— ¿Y qué pasó allí?
      El viejo, con parsimonia, empezó a narrar.
      —Una simulación del infierno —dijo—. Fue durante la guerra. La carretera cruza el valle casi en línea recta. El resto de los caminos son de montaña, demasiado angostos o empinados para hacerlos útiles en el transporte pesado o movimientos de tropa. Por eso, los jefes —revistió estas últimas palabras con un deje entre desprecio y burla—, decidieron que por su alto valor estratégico deberíamos tomar la 109. Pero los alemanes pensaron lo mismo, y parece que al mismo tiempo. El resultado es que nos tropezamos frente a frente con la carretera haciendo de frontera. Los alemanes a un lado, nosotros al otro. No había planes concretos para ese paso, su posesión era para un posible uso futuro. No merecía la pena un enfrentamiento abierto, nos limitamos a mantener las posiciones. Si bien la carretera no era nuestra, tampoco la podía utilizar el enemigo. Con eso ya era bastante.
      —Dice siempre nosotros ¿Estuvo usted allí? —preguntó algo interesado.
      —Sí, allí estuve. Era muy joven entonces. Como lo éramos todos. Jóvenes con ideales, con ganas de luchar contra los alemanes y salvar al mundo de la plaga de los nazis —levantó las cejas y habló como quien exalta unos ideales sin creer en ellos, con un poquito de sorna—. Jóvenes llenos de la poesía de la lucha por la libertad, investidos prematuramente con los laureles del éxito, pues creíamos que con una causa justa, la victoria sería nuestra sin duda. Inocentes —movió la cabeza de lado a lado como si no pudiera admitir tanta ingenuidad. Siguió contando—. Tomamos posesión del lado norte y empezamos a cavar las trincheras. El verano acababa de empezar y el calor era cada día más intenso. Trabajábamos de noche, al alba o al ocaso. Manteníamos la posición, nada más. Por eso, en un par de semanas vivíamos con cierta relajación en nuestro mundo por debajo del ras del suelo. Jugábamos a las cartas o las escribíamos —sonrió el juego de palabras—, hacíamos planes para el futuro… Y lo mismo que llegó, el verano se fue, despacio, sin que tuviéramos conciencia de ello. Las noches se hicieron largas, frías y una de ellas a mediados de septiembre, nos visitó la lluvia. Los primeros días a ratos y luego de forma continua. No recuerdo otro año más lluvioso que aquel año. La tierra se saturó en menos de una semana y ya no podía tragar más agua, en las trincheras empezamos a caminar siempre sobre un par de palmos de un barro clarito. Todo se humedeció: El pelo, la ropa, las camas…
      Llegó la orden de avanzar. Pero era imposible, el terreno era tan llano… y había que pasar sobre el asfalto, allí, hasta reptando eras un blanco perfecto. Los disparos se hicieron dueños del aire y lo sacudían con desacompasada locura a todas horas. Luego fueron los morteros. Tanto ellos como nosotros nos dedicamos a castigar, a ciegas, el campo enemigo con nuestras granadas. Y seguía lloviendo. El nivel del agua ascendía y como el fuego nos amenazaba las cabezas, caminábamos agachados, sin poder sentarnos. El barro se nos metía por todos sitios. El que no salpicaba lo llevábamos nosotros con las manos a los ojos, a la boca, a la comida. Ya no jugábamos ni escribíamos. Hasta dejamos de fumar, el tabaco estaba mojado y era imposible liar un cigarrillo.
      En cada incursión descendía nuestro número, aunque seguían llegando soldados nuevos a nuestro eterno mundo marrón. Poco más tarde llegaron las sanguijuelas, y trajeron todo tipo de infecciones. Empezaron a escasear las provisiones. Se rumoreaba sobre cientos de supuestos que hacían que a la intendencia le fuera imposible atendernos. ″Se han olvidado de nosotros″ era una sentencia que todos repetíamos a diario. Adelgazábamos y pasamos a ser cuerpos hambrientos y doloridos. El agua se llevó la alegría. Y como todos éramos rivales para el trozo de pan duro que a días era lo único que teníamos para comer, el hambre se llevó la amistad. La humedad constante empezó a disolver nuestra piel, que se arrugó y cambió al color blanco azulado. El olor a podrido invadió las trincheras y no hubo forma de acabar con él. Algunos cortes de las sanguijuelas se infectaron y gangrenaron. Hubo quien perdió así un pie —exclamó, como si quisiera transmitir una sorpresa antigua—. La disentería espesó el barro con sus deshechos. Y los muertos aumentaron en número. Ya era difícil recordar una vida anterior, algunas palabras rescatadas de la memoria: Sol, novia, risas… pasaron a ser sonidos sin significado alguno. Los llantos escondidos aumentaron el nivel del agua. Los gritos de dolor de los heridos crecían en el vano intento de llamar la atención de alguien que pudiera calmarlo. Dejó de haber días y noches, el marrón del barro lo ocupó todo. Algunos de los que no perdieron la memoria de una vida anterior, desertaron. Otros, que no tenían arraigados recuerdos, sueños, fotos u objetos que utilizar como salvavidas, cayeron derrotados por las balas de sus propios fusiles. Y nosotros, los más, aprendimos a sobrevivir en un mundo subterráneo, caminando sobre cadáveres con la frialdad del que ya no siente. La lluvia se lo había llevado todo.
      La carretera no llegó a utilizarse nunca, habían encontrado caminos alternativos, y conscientemente nos olvidaron, nos convirtieron en un señuelo, una simple distracción para el enemigo.
      Es por la inutilidad de tanto sufrimiento, que los muertos se levantan en las noches húmedas y claras, preguntando a los viajeros con voz cavernosa por el camino de vuelta a casa, mientras muestran las encías desnudas y las lenguas supurantes y podridas. Vagan, algunos buscando sus miembros cercenados, otros deseando encontrar su vida o respuestas a su muerte. Muchos se arrastran por el suelo en su ataque eterno a las trincheras enemigas. No son pocos los que siguen llorando escondidos tras los troncos de los escasos árboles, al abrigo de los matorrales o en las sombras de las piedras. Varias noches al año, sin saber por qué, se escuchan los cantos guerreros y el ritmo acompasado de las botas sobre el asfalto en un macabro desfile que se disuelve en el círculo de luz de las farolas a la entrada del pueblo.
      Hay noches en las que se oyen con toda claridad la respiración asustada de los que eran jóvenes para morir y las retahílas monótonas de los que perdieron la cordura. Y de vez en cuando una ráfaga de metralleta o un solitario disparo de fusil rasga la noche, pero los fogonazos de las balas pierden la batalla por acabar con la negrura. Sea lo que sea, la gente ya no quiere utilizar esa carretera. Huye de ella y de sus fantasmas.
      —Debió ser duro, lo siento mucho. Las guerras son terribles —contestó con empatía hacia el viejo—. Pero yo no creo en fantasmas, y tengo mucha prisa como para dar un rodeo tan grande por la autopista. Ha sido un placer hablar con usted. Buenas noches.
      Abandonó la mesa y se dirigió a la barra, pidió la cuenta y como gesto de buena voluntad, le dijo al camarero.
      —Si no lo ha pagado, cóbrese del vaso de vino del anciano.
      — ¿Cómo dice?
      — Sí, digo que…— y se volvió a señalar las sillas vacías de al lado de la chimenea.

      Cuando cogió el desvío había escampado, y por los cada vez más abundantes claros que dejaban las nubes, una inmensa luna llena iluminaba con su luz las gotas de agua que lo cubrían todo convirtiendo el paisaje en un entorno irreal, frío e inhóspito. La niebla que empezaba a hacer su aparición en pequeños jirones, iba haciendo desaparecer el suelo a la vez que creaba en él la sensación de un suave vértigo, una promesa difusa de una caída libre a una zanja o trinchera abandonada. Las sombras de las piedras, de los matorrales que se movían con la brisa, quizá por la fuerza de su imaginación tomaron la forma de cuerpos emboscados que se arrastraban. La noche se llenó de ojos escrutadores, y el viento le trajo olores de cieno, moho y de corrupción. La carretera se hizo larga, casi infinita. La luz que se reflejaba en la bruma, hacía su mundo más pequeño y le acercaba cada vez más a los fantasmas que esperaban justo ahí detrás y que se deshacían por la magia de los faros del coche. Mantuvo su mirada fija en la carretera y no la desvió, temió encontrarse cara a cara con la muerte, ni siquiera miró por el espejo retrovisor, no quiso confirmar la sospecha de que un hombre, casi un niño de ojos amarillos y perdidos le miraban suplicantes, haciendo mudas preguntas, pues sintió con toda seguridad cómo su aliento le erizaba el bello de la nuca.
       No escuchó los disparos, sus oídos fueron durante muchos kilómetros sordos a otra cosa que no fuera el fuerte y rápido golpear en el pecho de los latidos de su corazón.


martes, 15 de septiembre de 2009

Nuevo final a Caperucita, ejercicio

Pedro Conde

      Sabiendo que el pestillo no estaba echado, Caperucita empujó la puerta, entró en la cabaña y voceó.
      —¡Abuela, soy yo!
      Caminó decidida hasta la mesa del comedor y puso la cesta sobre ella. Buscó con la mirada en derredor suyo y cuando se disponía a llamar de nuevo a su abuela, vio a través de la puerta del dormitorio que la cama no estaba hecha. Las sábanas, mantas y colcha colgaban por un lado como una cascada sólida, y las flores que adornaban las telas se perdían en un caos de manchas rojas. Contuvo la respiración y hasta las motas de polvo que se asomaban al mundo en los rayos de sol que entraban derrotados por las ventanas, parecían detenerse. El chirrido de unas bisagras la hizo volverse asustada. La puerta de la entrada se cerró de golpe empujada por la pata de un gran lobo gris que la miró con gula. Caperucita, atenazada por el pánico, no se movió, ni gritó. Pasados unos segundos, entre tartamudeos, consiguió preguntar.
      —¿Dónde está mi abuela?
      El lobo, torció la boca en un gesto de sonrisa y desprecio juntos.
      —Un poco allí —señaló con la cabeza hacia el dormitorio—, otro poco aquí —y mostró su abultado vientre.
      —La has matado.
      —Sí —continuó el lobo con su voz de barítono—, eso suelo hacer antes de comer a mis presas, matarlas.
      —¿Y qué vas a hacer conmigo? —el lobo dio un solo paso hacia la joven, muy despacio, estiró el cuello y olisqueó el miedo. Ella, asustada, atropelló las palabras— Pero acabas de comer, tienes la barriga llena, si me comes… reventarás.
      —Te mataré —avanzó otro paso—, y te comeré más tarde.
      —Si tardo en volver a casa vendrán a buscarme y te cazarán —lanzó la amenaza sin mucha convicción.
      El animal detuvo su avance y pensó en lo que dijo la joven.
      —Creo que dirías cualquier cosa para salvar la vida, pero eso tiene sentido —calló por otro rato, casi se podían sentir los engranajes de su cerebro—. Esperaré a tener hambre. Te mataré entonces, y si es verdad que vienen a buscarte antes de que lo haga, te usaré como rehén para salvarme.
      El lobo desandó un par de pasos y se echó en suelo, junto a la puerta, la mirada clavada en Caperucita. Ella permaneció de pié unos minutos hasta que la tensión aflojó sus rodillas. No despegó los ojos del lobo mientras buscaba con su mano, junto a la ventana, la mecedora donde su abuela bordaba o hacía punto aprovechando la luz de la tarde. Se sentó despacio. Las espigas y ensambles de la madera sonaron como articulaciones viejas. Contuvo la respiración hasta que el silencio ocupó toda la cabaña. Mirando de nuevo al dormitorio, con miedo, recordó a su abuela sentada en el sitio que estaba ella, cosiendo, leyendo, con las gafas siempre en endeble equilibrio en el borde de la nariz. La rememoró canturreando en la cocina con el delantal manchado de harina y el pelo que se le escapaba del moño y ella ponía, incansable, una vez y otra sobre sus orejas, aunque en el cabello no se notaba la harina. Caperucita supo que nunca volvería a vivir otro de esos momentos y agobiada por el vértigo que le vaciaba el pecho, inició un llanto que atrajo la atención del lobo.
      —¿Por qué lloras?
      —La has matado. Yo la quería, era mi abuela.
      —Era carne —dijo él.
      —¡No! Era más que eso, era buena y cariñosa, una persona incapaz de hacer daño a nadie —ofendida, le gritó— ¿Es que tú no tienes familia?
      El lobo no respondió, cerró la boca, puso la cabeza sobre sus patas y, adormilado tras el banquete que se había dado, siguió respirando sonoramente por la nariz.
      —Los lobos van en manada —reflexionó Caperucita en voz alta— ¿Por qué tú estás solo?
      Un moscardón entró por la ventana y el zumbido de sus alas sirvió de excusa para la falta de respuesta del lobo. La joven volvió a intentarlo.
      —¿Por qué no tienes manada? ¿Qué les pasó?
      —Me echaron —dijo con amargura.
      —¿Por qué?
      El lobo hizo una mueca, y desde su postura relajada en el suelo, encogió ligeramente los hombros. Había pensado tanto en ello que, aun sin comprenderlo del todo ni encontrar una respuesta lógica, lo acabó aceptando.
      —Porque podía hablar como los humanos.
      —Pero eso no es… no entiendo cómo.
      —Mientras era un lobezno, no hubo muchos problemas. Algunos padres prohibían a sus hijos que jugaran conmigo, pero eso no era tan malo. Luego, en las cacerías, me apartaban. Murmuraban a mis espaldas. Ninguna hembra me hizo caso nunca, y hasta mi madre, un día que volví a la lobera, protegió recelosa a su nueva camada. ¿Creía que iba a hacer daño a mis hermanos pequeños? —el lobo sacudió la cabeza, y suspiró— Eso era lo que pasaba, todos me tenían miedo aunque jamás hice nada contra ellos. Me echaron tras una asamblea a la que no fui invitado.
      —Pero hablar como los humanos, para un lobo, debe ser un don, aunque ahora no le vea la utilidad. ¿De qué tenían miedo?
      —Se teme a lo que es diferente, a lo que no se entiende.
      Caperucita notó con claridad el dolor que cargaban aquellas palabras, y a pesar de que el lobo, por primera vez, retiraba la mirada de ella, los vio brillar, humedecidos.
      —Lo siento mucho. No sé lo que es no tener familia ni amigos, estar solo. Sólo de imaginarlo me duele —se llevó el puño cerrado contra el pecho.
      El silencio volvió a la cabaña, pero ahora no había tensión ni miedo disuelto en él. Era un silencio cálido en el que se respiraba la compasión de caperucita por el animal, y donde éste, aplacado por la empatía de la joven, dejó de verla como presa.
      —¿Cómo te llamas? —preguntó ella, él no respondió —Se me ocurre que puedes quedarte a vivir aquí. Yo vendría todos los días a verte y te traería algo de comida. Ahora puedes comer lo que traigo en la cesta: huevos y algo de queso. Mañana pasaré por la carnicería y pediré que me den los despojos.
      —¿Por qué debería creerte? ¿Por qué no ibas a volver con ayuda para matarme?
      —Porque yo no soy tú. Además, pienso que tú tampoco lo harías si estuvieras en mi lugar.
      —Eso es una tontería, no me conoces, no sabes nada de mí —reprochó el lobo.
      —Pues dime, cuéntame cosas de ti. ¿Cómo empezaste a hablar? ¿Tenías muchos hermanos?
      El lobo remoloneó, y con cierta desgana empezó a contar cosas olvidadas de cuando era un cachorro. Del calor de la madre y del excitante olor del padre. Las primeras exploraciones en el monte. Empezó dibujando instantes de su vida y poco a poco profundizó en los sentimientos. La mirada interesada de Caperucita le invitó a seguir y descubrió el desahogo de la confesión. Le contó cómo copió el lenguaje de los pastores y la decepción que sufrió cuando enseñó en la manada, con orgullo, su capacidad. Le mostró cada instante en que el creciente rechazo alimentó la soledad que acabó por estrangularle la razón. Y por último, el momento de su salida del clan en el que los lobos le gruñían amenazadores y le empujaban ladera abajo, incluso aquellos dos que un día fueron sus padres.
      Para evitar el vergonzante llanto había cerrado los ojos, por eso sorprendido al notar la mano de la joven que le acariciaba la cabeza, se puso de pié rápido.
      —¿Qué haces? —ella no dijo nada— ¿Es que no te doy miedo?
      Negó con la cabeza y respondió.
      —No, en realidad no somos tan diferentes, y ya no puedo temerte porque te conozco.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Perdido

Montse Villares

      —Y ¿quién es usted?
      —Eso querría saber yo. No lo recuerdo y como he leído por aquí… — buscando en el forro de la chaqueta— he encontrado una dirección y he pensado que quizás sería mi casa.

      Ella le miraba con extrañeza. Él seguía hablando sin encontrar lo que buscaba mientras se quitaba la chaqueta. Al girarse hizo un gesto, o quizás no era eso, era su silueta de espalda; la misma constitución, el mismo pelo, escaso y grisáceo… pero esos pantalones no, él los hubiera llevado bien planchados. Nunca hubiera salido a la calle así, no, ella no lo habría permitido.

      No pensó si el destino le quería jugar una mala pasada. Sólo le hizo entrar. A un desconocido ¡si se enteraba su hijo! Fue un impulso. Sus ojos decían la verdad, estaba realmente perdido. Y ella tan sola… Le preparó una infusión que el hombre agradeció con gesto educado. Se puso las gafas de coser y leyó la etiqueta. Era como las que ponían en la tintorería del barrio. Claro, era eso. Esa chaqueta y un par más, junto con dos cajas; entre pantalones, camisas, jerseys y pijamas; las había llevado ella a Cáritas, para que lo aprovecharan… su marido ya no lo iba a necesitar. Hacía tres años ya desde que él… Sus ojos se humedecieron.

      —¿Se encuentra bien, señora?
      —Sí —recomponiéndose—. Mire, es ya un poco tarde para que vaya por ahí. Esta noche se queda aquí y mañana nos acercamos a la comisaría. ¿Le parece?
      —No querría ser una molestia.
      —No lo es, créame. Voy a prepararle la cama. Mi hijo hace años que no la usa. Desde que se casó. ¿Tiene usted hijos?
      —Ojalá pudiera responderle —encogiendo los hombros.
      —Discúlpeme. Es que no me acostumbro…

      Ella entonces le miró las manos. No llevaba ninguna alianza, ni marcas de haberla llevado. Al hacérselo notar, se sintió aliviada, sin saber porqué. Aunque había hombres que no solían llevar la alianza, debido fundamentalmente al tipo de trabajo que realizaban, creyó que aquel hombre tan educado, de tenerla, la habría llevado. Y sonrió. Además, si llevaba aquella chaqueta era porque no tenía a nadie —pensó.

      —Me voy a preparar algo de cena.
      —No quisiera mo…
      —No se preocupe. Hace tiempo que no cocino para dos — dijo con entusiasmo.

      Enseguida empezaron a salir de la cocina aromas olvidados.
      —Esto huele que alimenta.
      —Es conejo estofado, también hay unos trozos de pollo. Había sacado para descongelar el conejo para mañana y con el pollo que tenía para cenar… un poco de aquí y otro poco de allá y listo.
      —¡Qué apañada que es usted.!
      —Va a hacer que me suban los colores. Llámeme Fernanda, no es bonito, pero es mi nombre.
      — Si es el suyo, es el más bello para mí.
      — Coma, coma. —Halagada, le servía un poco más.

      La cena discurrió tranquila. Le habló de sus hijos y de su difunto marido. Él la escuchaba empapándose de toda aquella vida. Después de cenar le ofreció una copita de anís, — a su marido le gustaba; de vez en cuando, no hacía daño— y él la aceptó, mientras le enseñaba fotos de su familia, de sus viajes, de su juventud en que fue esbelta y de cara agraciada.

      —Los años no perdonan.
      —Pues yo la encuentro muy favorecida.
      —Es usted un galán.

      Al día siguiente, se levantó de buen humor y preparó la mesa con tostadas, mantequilla, mermelada, embutido, café y leche para dos. Contempló la mesa de lejos y decidió cambiar las tazas de cristal ahumado por unas de porcelana pero él salía en ese momento de la habitación.

      —¿Ha dormido bien?
      —Sí. Estupendamente.

      Ella disfrutaba de aquella nueva compañía de la que no se quería desprender.

      —Sabe… Como no sé su nombre, le llamaré Ricardo, es un nombre precioso. ¿Le gusta?

      Él sólo sonrió.

      —Pues entonces, Ricardo, lo que le quería decir es que iremos a la comisaría mañana. Me parece que va a llover. Mejor se queda usted en casa. A nuestra edad es mejor evitar un catarro. ¿No le parece?

      Él asintió con un gesto. Ella, después de recoger las tazas y los platos, se sentó a su lado con agujas y lana y comenzó a tejerle un jersey para el invierno.

martes, 1 de septiembre de 2009

Pesadilla

Sara

      —No, no, ¡No!
      Me levanté de un salto, asustada con mis propios gritos. Las gotas de sudor frío empapaban todo mi cuerpo, y resbalaban por mi frente y mis mejillas, para continuar su carrera por el resto de mis extremidades.
      Los rayos del Sol comenzaban a dar señales de su existencia, colándose disimuladamente entre los huecos de la persiana entrecerrada. Miré el reloj. Las nueve en punto. Ni un minuto más, ni uno menos.
      “Ya debería estar aquí”, pensé en mi fuero interno. Deseaba con ansia que estuviera de nuevo aquí. Volver a acariciar su piel, a oler el aroma de su cuerpo, a besar hasta el último rincón de su existencia de vida. Llevaba ya mucho tiempo esperando, mucho tiempo de búsqueda en el que poco me faltó para perder la cordura. Mucho tiempo de negociaciones, de llamadas inesperadas, de voces de ultratumba que no decían nada...
      El teléfono sonó, y el leve titileo de la melodía de llamada resonó en mi cabeza con más intensidad de lo que lo había hecho nunca antes. Ellos me habían enseñado a temer cualquier sonido, movimiento o cosa inesperada, cualquier señal que, una vez más, afirmara que mi vida no seguía un plan, no se movía en círculos concéntricos, sino que lo hacía por senderos sin asfaltar y repletos de baches en los cuales no había ningún puesto de socorro, ni un alma caritativa dispuesta a ayudarte.
      Caminé pesadamente hacia el salón y descolgué el viejo teléfono negro que temblaba casi imperceptiblemente sobre el soporte.
      —Diga —sonó mi voz, lejana, propia más de otra persona ajena a mí, que de mi propio cuerpo.
      Silencio.
      —¿Qué ha pasado? —espeté, afianzando mi voz a medida que pasaban los segundos.
      Silencio.
      Al fin sonó el timbre exacto de voz que yo estaba esperando. Pero el mensaje que transmitió no se parecía en nada a lo que estaba pensando oír.
      —Necesitamos más dinero. A las dos del mediodía, en el mismo lugar de siempre. Ya sabes lo que te hemos dicho sobre llamar a la policía.
      La voz ronca y fría me dejó paralizada. Como si se tratara de un veneno mortal, se extendió por mis brazos y mis piernas, que no pudieron sostenerme y se doblaron agotadas. Caí al suelo de rodillas y mi rostro, seco de las lágrimas del sueño, volvió a empaparse de nuevo.
      Alcancé a coger el teléfono, que se había separado de mi mano justo en el momento en que mis piernas se flexionaron. Pero ya no había nadie en el otro lado.
      En mi sueño, la banda criminal que hacía dos meses había secuestrado a mi marido, lo asesinaba impasiblemente delante de mí, sin que pudiera hacer nada al respecto.
      En la realidad, no sabía aún lo que ocurriría, pero deseaba con todas mis fuerzas que esta vez ni superara ni llegara a la altura de mi imaginación. Deseaba tener un final feliz, de los que están repletos los cuentos de hadas que nos leían de pequeños. Era tan sencilla la vida cuando no llegábamos al metro de altura...
      Mi marido era un hombre de negocios. Un gran hombre de negocios. Desde que creó la empresa, no había experimentado pérdida alguna de dinero, más bien al contrario. Nuestros ingresos se multiplicaban extraordinariamente cada año. Tanto era así, que en poco tiempo teníamos ya nuestro imperio. Dos casas en la playa, un dúplex en pleno centro de Madrid, cuatro áticos en varias ciudades emblemáticas de Europa, y nuestra última adquisición: una maravillosa finca en Miami, con toda clase de lujos a nuestra entera disposición. Había sido un regalo de un cliente de mi marido, por la profesionalidad con la que se tomaba éste su trabajo.
      Era tan bonito todo aquello que decidimos instalarnos a vivir allí.
      Si lo hubiera sabido... Si hubiera sido por un momento consciente de todo lo que nos esperaba... Nuestro camino era perfecto, envidiable. Tan envidiable que algunos matarían para conseguir lo que teníamos.
      Pensé por un momento en llamar a la policía. Pero el miedo se apoderaba de mí con tal intensidad que casi ni podía pensar por mi cuenta.
      De repente, una idea escalofriante cruzó por mi cabeza. En otro momento, habría sentido miedo de mí misma por pensar aquello. Pero entonces sentí valor.
      Me vestí a toda prisa, desayuné y cogí todo el dinero que pude adquirir en aquel momento. Salí de casa y conducí mi BMV rojo descapotable hacia el centro de la ciudad. En una esquina, un local viejo anunciaba tenuemente: “Venta de armas”.
      Paré el coche en doble fila y me aventuré a entrar en aquel local. El vendedor alzó la vista y su visión de sorpresa se extendió rápidamente por su rostro:
      —Buenos días, señorita. —dijo al fin— ¿Quería algo en especial?
      —Hola. Quiero el arma más potente del mercado. Le entregaré todo el dinero que haga falta, con dos condiciones: que sea rápido y sin una sola pregunta – pronuncié mis palabras con lentitud y con una voz tan fría que por un momento sentí que no era la mía.
      El vendedor pareció titubear ante mi solicitud. No estaba seguro de cumplir mis órdenes así como así. Un fajo de billetes apareció encima del mostrador. Como si se le hubiera aparecido la virgen, su rostro se iluminó y dijo:
      —Por supuesto. Ahora mismo le traigo lo que me pide.
      Se alejó y dos segundos más tarde tenía el arma entre las manos. Rápidamente, y haciendo caso a la primera condición que le había impuesto, me explicó cómo utilizarla y la guardó en la caja, ya cargada para su uso. Me la entregó en una bolsa que a mí me pareció la cara externa de una granada a punto de estallar.
      Cogí la bolsa y le miré.
      —Gracias –pronuncié, al tiempo que me alejaba hacia la puerta.
      El motor de mi coche pareció advertirme que aquello no iba a terminar bien. Que yo no era nadie enfrentada a una banda tan peligrosa como la que había secuestrado a mi marido. Pero mi razón funcionaba a base de impulsos, como si de repente hubiera dejado de ser humana para convertirme en un animal. Y mi corazón clamaba a gritos el mismo mensaje de hacía dos meses: “¡Te quiero, cariño!”.
      Ya casi había llegado al lugar de nuestro encuentro. Un enorme desierto se alzaba ante mis ojos. La pistola se escondía disimuladamente bajo el trasero de mis pantalones Levi Strauss, y mi camisa negra acariciaba suavemente el gatillo, preparándole para la acción.
      Recordé cuando, de pequeña, mi abuelo me explicaba cómo utilizar la escopeta de caza. Me situaba a varios metros de varias latas vacías de refresco y me instaba a “matarlas” a todas. Mi puntería era bastante buena, y mi abuelo decía constantemente que no había nada más peligroso que una mujer con puntería y un arma bajo el brazo. Era el momento de demostrar aquella frase con hechos.
      El Land Rover negro con cristales ahumados apareció en la lejanía. Mi mirada observó impasible el vehículo acercarse, mientras mi cuerpo se apoyaba tranquilo en el morro del reluciente coche rojo sangre.
      El motor del Land Rover dejó de oírse, y cuatro pies con zapatos de cuero negro brillantes bajaron a tierra. Llevaban los rostros al descubierto, y aquello me descentró por un momento. Ahora más que nunca, debía controlarme como fuera. Estaba claro que no pretendían dejarnos con vida.
      Y yo no pretendía dejarles con vida a ellos.
      —Tienes el dinero —dijo un hombre increíblemente atractivo. Reconocí su voz al instante. Era el mismo que había protagonizado todas las llamadas a casa.
      —¿Tienes a mi marido? —inquirí impasible.
      El hombre soltó una risa altiva:
      —Increíble. Esta mujer tiene agallas —dijo al fin.
      —Respóndeme —insistí, haciendo caso omiso a su intento de ponerme nerviosa.
      —Sí, sí, mujer. Sacádlo —ordenó.
      El otro hombre que le había acompañado caminó decidido hacia los asientos traseros del todo terreno, y la figura que tanto había deseado los últimos dos meses, apareció en unos segundos frente a mí. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al observarle. Presentaba señales de violencia en todas las zonas visibles de su cuerpo, sus párpados casi ni podían mantenerse abiertos, y si no fuera porque el hombre le mantenía sujeto de los hombros, estoy segura que habría caído al suelo.
      Nuestras miradas se encontraron unos segundos. Intenté transmitirle tranquilidad, confianza, seguridad. Pero su mirada pareció no leer entre lineas mi mensaje.
      Cogí el maletín con el dinero del asiento del copiloto de mi coche rojo sangre y avancé unos pasos hacia aquellos asesinos. Le extendí el botín al tipo atractivo, que parecía encantado con su increíble poder.
      Él abrió el maletín y comenzó a contar el dinero. Alzó la vista hacia su compañero y le hizo una señal para que se acercara. Éste soltó los hombros de mi marido, que cayó de bruces al suelo.
      Mientras ambos contaban el dinero, mi cerebro me dio la órden de actuar. Rápidamente, deslicé el arma y disparé a uno de los hombres. Un tiro perfecto en la frente terminó con su vida en un instante y puso a su compañero en guardia.
      Había transcurrido menos de un segundo y el otro hombre sostenía dos pistolas, una en cada mano, aferradas con fuerza, apuntando a sus dos objetivos. Mi marido aún no era consciente de que una pistola apuntaba su cabeza, pero yo podía ver nítidamente la figura de la otra pistola apuntando hacia mi pecho.
      Aquello se estaba complicando. A cámara lenta, observé cómo su dedo apretaba fuertemente el gatillo de la pistola que me apuntaba, y oí perfectamente el disparo. Un disparo que me pareció mucho más fuerte y ruidoso que el que había acabado con la vida del otro asesino.
      Pensé que había muerto. Dos segundos más tarde pude abrir de nuevo los ojos. La figura de mi asesino yacía doblada en el suelo, mientras mi marido sostenía con una fuerza increíble el mango de la pistola que había pertenecido en su momento al hombre atractivo.
      Todo había acabado. Corrí rápidamente hacia mi marido y le besé con la pasión de quien acaba de empezar una nueva vida.
      —Cariño, ¿qué ocurre? —la voz de mi marido, sorprendido, me condujo de nuevo a la realidad.
      Abrí los ojos y le vi, a menos de tres centímetros de distancia, con un gesto de sorpresa en el rostro. Las paredes de nuestra habitación parecían estar sorprendidas también. Sonreí. Todo había sido una pesadilla. Pero había sido tan real...
      Le besé de nuevo, de forma apasionada.
      Bajo la almohada, una pistola ya descargada, descansaba plácidamente.

Homo

César Gómez

      Su vergüenza es llevada en volandas por una algarabía de salves, insultos y escupitajos. En el trayecto de su pasión, levanta un instante la vista con la intuición del que se siente observado, y pierde una mirada buscando algo de recíproca compasión. Con la mente tan cosida como su vagina, permanece inmóvil tapada con una tela de saco cara al terror, hasta que un estruendo la revienta la sien abriéndole la cabeza en dos como a un coco.
      Esperaba las noticias de la bolsa en el canal de noticias y se coló la historia de Jadiya. Le dedicó un breve instante de indiferencia y, más molesta por la ausencia de información bursátil que por la lapidación, apagó el televisor. Al hacerlo, el dedo se impregnó de polvo haciéndole caer en la cuenta que necesitaba otra asistenta. Se enfundó en el abrigo rojo que le confería distinción, y tras un último vistazo al espejo de la entrada, enfiló el camino a la empresa proyectando seguridad en sí misma.
      En el proceso de selección solo se discrimina cuando optan a cargos directivos. Jamás había pensado en ello hasta que Beatriz, su secretaria y única amiga, le puso en alerta. Su autosuficiencia hereditaria le alejaba de cualquier preocupación; para ella era una suerte de trámites que habrían de sucederse, sabía que era la mejor preparada y que el Consejo de Dirección se tendría que rendir a la evidencia de los resultados. Educada desde pequeña para prescindir de los asuntos superfluos, su vida, regida por una moral estoica, era consecuencia de una desmedida ambición que hacía que su mente fuera cruzada constantemente por diagramas de flujo y gráficas en tiempo real.
      Avanzaba con paso resuelto y casi chulesco, tiñendo de carmín el gris de la ciudad. Absorta en un mundo de índices, valores y cotizaciones aterrizó forzosamente al toparse de cara con el olor a henna de una chica con rastas que le animaba a unirse a una espontanea manifestación pro derechos humanos. Una mirada desdeñosa y un despectivo balbuceo es lo que dio a cambio, mientras cruzaba a la otra acera pensando que no hacía falta un perfume exclusivo como el suyo, sino que bastaba con uno de supermercado para que aquella chica no resultara tan nauseabunda. Se giró para contemplar el tumulto con perspectiva, y se sintió despreciable por unos segundos al reconocer la foto de Jadiya en una pancarta.
      El forzado silencio que salía de la mesa ovalada le puso en alerta. Un par de miradas huidizas, y el hecho de llegar la última a la reunión, le hicieron darse cuenta que allí se estaba fraguando su sacrificio. Apenas unas cuantas frases que salían de la cabecera corroboraron su intuición; el Consejo de Administración en pleno había decidido que el puesto no iba a ser para ella: Juan de Gil, iba a ser el nuevo y flamante directivo. Le imaginó delante de los amigos de empresa, presumiendo con su fina ironía al igual que cuando se acostó con ella y tuvo que hacer un esfuerzo para contener su vómito. Se excusó con una risa de catálogo y tomó conciencia de la situación cuando Beatriz la encontró con la cabeza metida en el wáter purgando su odio.
      Al entierro de Yolanda Leis no asistió ningún ser querido. Dos semanas más tarde de la espantada de la reunión fue encontrada tendida en el suelo del salón de su casa. Su secretaria había dado la voz de alerta al no poder comunicarse con ella. A Yolanda se le paró el corazón un lunes por la mañana tras haber ingerido una mezcla de antidepresivos y helado de stracciatella. Ni siquiera Beatriz, que contemplaba la ceremonia en la distancia por miedo a las represalias, acudió aquella tarde; solo algún vecino y la mayor parte del Consejo de Administración entre los que se encontraba su recién nombrado Director Ejecutivo, aún con las secuelas del desprecio en el rostro.
      Por lo menos tuvo una muerte dulce, fue lo último coherente que pronunció Juan de Gil aquella mañana antes de que le café hirviendo le abrasara la cara.

El verano aplazado

Pedro Conde

      Sabíamos que era el último verano. Los padres de Jesús estaban preparando su traslado a la capital. A Manolo le habían aceptado la solicitud en el Colegio de los Salesianos y yo iría al instituto público de Antequera. Nos pesaba el cercano desarraigo como el calor plomizo del verano que empezaba. Huíamos del sol en el salón del bar de la calle siete y evitábamos el futuro no hablando de él, como si el hacerlo lo conjurara. A veces, cuando la sombra de la separación era muy oscura, en lugar de decirnos lo que nos echaríamos de menos y ayudados por la testosterona que hervía en nuestras venas, iniciábamos peleas por lo más nimio y nos gritábamos tensando los cuellos.
      —Eres un estúpido inútil —chillaba Manolo y me empujaba quitándome los mandos de la portería del futbolín—, déjame a mí, que tú no sabes —parecía que le iba la vida en la partida y yo me apartaba esperando ansioso que le metieran un gol para reparar mi orgullo herido.
      Descubrimos en ese tiempo el ajedrez y los refrescos de manzana para las tardes largas. Y cuando el Sol se acercaba al horizonte y las nubes confiadas se quemaban entre todos los rojos posibles, íbamos a buscar nidos y a comernos las almendras tardías que no habían madurado. Algunas noches poníamos mantas sobre la paja de la era y hablábamos hasta la madrugada mirando hipnotizados el cielo.
      —El lunes nos vamos a Málaga y no volvemos hasta el viernes —anunció Jesús aquella noche de final de Julio—, dice mi padre que tenemos que ayudar todos a arreglar el piso.
      —Yo también me voy, a Teba, a pasar unos días en casa de mi tía —dije yo—, vuelvo el sábado, creo.
      —¿Y yo? —se quejaba Manolo— ¿Tengo que aguantar solo los chistes de Jorge? ¡Dios me odia! —Jorge inició una risa de hiena que se le escapó por entre los labios apretados y que acabamos coreando a pleno pulmón entre una batalla de manojos de paja.
      La semana se me hizo larga conviviendo entre primos mayores. Y lo peor era que para evitar posibles males y ahogada por la responsabilidad de cuidarme de todo daño, mi tía me trataba como si fuera un prisionero. Pero la condena se acabó y por fin llegó el sábado. Tras un cansado viaje, apretado en la parte de atrás de un ochocientos cincuenta, la ansiedad comenzó a invadirme el estómago al reconocer los lugares de nuestras tropelías y las primeras calles del pueblo.
      En mi casa me recibieron con miradas expectantes y con caras de cera cuya intención no lograba adivinar. Se murmuraba en la cocina, y en el salón y en cualquier lugar en el que yo no estuviera.
      —¿Qué pasa? —pregunté. Mi madre lloró y mi padre bajando hasta la altura de mis ojos me dijo lo más incomprensible que se le puede decir a un chaval de catorce años.
      —Jesús ha muerto.
      Corrí a su casa para decirle la estupidez de mi padre, y desde el principio de la calle, el tremendo gentío que se agolpaba en la puerta frenó mi marcha con el peso de la tragedia que se hacía consistente. Cuando quise entrar un adulto me lo impidió, me empujó "¡Vete a casa", dijo. Por entre los hombros alcancé a ver que sacaban un cuerpo desnudo de la piscina del patio. "Los están lavando" comentó alguien.
      Por primera vez el sueño se llevó las pesadillas y al día siguiente mi madre preguntó:
      —¿Quieres ir al entierro? —asentí y puso sobre mi cama ropa limpia.
      Me acompañaba hasta la iglesia de la mano, como si fuera un niño chico, y no solo no la solté si no que me aferraba a ella con aterradora fuerza. Los vi de lejos, a Jorge, a Manolo, y a muchos de los compañeros de clase, limpios y con el pelo engominado, todos con gesto de amortajados. Aflojé el paso y ella volvió a preguntarme:
      —¿Estás seguro?
      —No —dije, y huí. Me perdí entre callejuelas y luego, corriendo sin rumbo, entre los olivos. Solté como pude la rabia que me abrasaba el pecho y empecé a odiar a Dios sin ningún tipo de pudor. Asistí al entierro desde lo alto del cerro de La Villeta. Desde allí se domina el valle. La carretera que baja al cementerio, el arroyo que a trozos se esconde entre cañaverales, los huertos con sus construcciones de cañas y los olivos que alfombran las suaves lomas hasta el lejano horizonte donde el Sol, antes de ponerse, quema a las nubes confiadas en una orgía de tonos rojos.

domingo, 9 de agosto de 2009

Naftalina

César Gómez

      La llamada de Marta solía producirse todos los días a esa misma hora. Alrededor del mediodía, Javier contestaba sumido en el sopor que le causaba su rutinaria faena. Ni siquiera el tono jovial de su novia parecía rescatarle del hastío. Ese día, al descolgar, tardó unos segundos en sentir el calor que el auricular desprendía.
      ‒Hola cariño.
      ‒Hola Marta... ¡Ah...mierda!
      ‒¿Te pasa algo? ‒durante unos instantes Marta solo podía oír quejas lejanas.
      ‒El teléfono… estaba al sol y al cogerlo me quemé... ‒contestó con desgana al tiempo que parecía recuperar la compostura.
      ‒Es increíble, en Mayo y con este calor. Aquí en la oficina estamos todas asfixiadas, no puedo creer que ayer estuviéramos con chaqueta. ¿Salimos a desayunar? –hizo la pregunta con tono retórico.
      ‒No puedo –Javier sostenía el teléfono en el cuello mientras se soplaba la mano‒, hoy tengo jaleo.
      ‒Vale, salgo con éstas. Te veo a la salida cariño.
      ‒Hasta luego, Marta ‒respondió sin energía a la vez que ocultaba el anhelo de que no se alargara la conversación.

      Unas horas más tarde Javier dejó de la oficina despidiéndose del vigilante con un bostezo disimulado. Al salir del edificio, un aire cálido hizo que al instante de sus axilas brotaran unas pegajosas manchas de humedad, y como todos los días se encaminaba, buscando la sombra con resignación, al trabajo de Marta unas manzanas más abajo. Allí siempre le tocaba esperar en la acera de enfrente a que ella terminara su rueda de despedidas (detestaba esas formalidades).
      Ese día el camino a casa fue una procesión. La llegada repentina de un sofocante calor impropio en estas fechas hacía que la pareja caminara por la calle como dos extraños. El cuerpo, en proceso de adaptación, ahorraba energías intentando refrigerarse. Más que humanos parecían peces dando bocanadas fuera del agua.
      Un largo suspiro de alivio salió a coro de sus bocas cuando notaron el frescor del mármol del portal; y como por arte de magia, Marta recuperó su tono jovial.

      La tarde se presentaba tan trivial como de costumbre. Marta absorta en sus lecturas sólo interrumpidas por sus retornos a la tierra entre capítulo y capítulo, y Javier conectado a su portátil, salvando e invadiendo mundos a partes iguales. De repente, un grito les hizo converger en la terraza. En el balcón de enfrente avistaban estupefactos una escena grotesca: un niño en el suelo pidiendo clemencia al padre que sostenía en alto el puño con un cinturón enrollado, y en una esquina, la madre agazapada, llorando temblorosa sobre lo que parecía ser un charco de orina. En el momento de asestar el golpe, el padre alzó la mirada que se clavó en la de Javier y Marta, cuyo acto reflejo fue el de guarecerse detrás de la pared.
      ‒Dios! ¿Qué hacemos? ‒contestó Javier mientras hacía un repaso mental de sus principios de cómic de superhéroes.
      ‒Llama a la policía.
      ‒¿Y qué digo?
      ‒Deja, yo lo haré ‒contestó Marta con determinación a la vez que intentaba marcar sin poder dominar el temblor de su mano.
      Tras unos segundos de espera, Javier volvió a asomarse
      ‒Espera, no se ve nada ‒ahora las cortinas de enfrente estaban plegadas‒ ¡Mira! Él se va ‒Javier vio como el vecino salía del portal con paso firme‒ ¿Les habrá...? ‒hizo una pausa indagadora inapropiada para el momento.
      ‒¿Qué hacen ahora?
      ‒¡No sé! ¡Venga, llama ya!
      Marta continuaba intentando marcar, cuando, de repente, la cortina del balcón de enfrente se abrió y delante de ellos apareció la mujer de pie, mirándoles fijamente. Enmudecidos por su cambio de actitud y esperando alguna señal de auxilio, la mirada fue tornando en incómoda. Casi de seguido, la mujer cerró la cortina de un tirón con un gesto de furia.
      ‒Buff... ¿Qué coño está pasando? –fue la expresión de Javier para decir que esto le estaba superando.
      ‒No sé...es muy extraño. ¿Viste como nos miró?
      ‒Sí, será mejor que no llames a nadie, no me huele bien este asunto.

      No volvieron a hablar del tema durante toda la tarde. De vez en cuando Javier echaba un vistazo por la ventana intentando aparentar tranquilidad. Marta pronto se recogió de sus lecturas y se dispuso a pasar una noche de escalofríos y sudores.
      Javier terminaría como últimamente solía, desnudo, con dolor de cuello y con la tele encendida sin poder llegar a ver por cuarta vez el final de It came from the desert.
      A la mañana siguiente Marta se levantó como de costumbre a preparar el desayuno. No pudo reprimir su mal humor al ver a Javier tirado en el sillón en bolas y con el televisor encendido y empezó a maldecir a las películas de serie B. Tras despertar entre quejidos a su «media naranja» fue a la cocina a preparar el desayuno con resignación. A medio camino entre el mundo de los sueños y la vida real se disponía a cortar una rodaja de sandía, cuando una visión horrenda hizo que a su garganta acudiera súbitamente un desgarrador chillido. Javier salió del letargo de un salto. Corrió a la cocina mientras suplicaba por encontrarse algo menos grave que lo que el grito presagiaba. La escena que encontró era una imagen de lo más bizarra: Marta con las manos en la boca como queriendo apagar sus voces y a unos metros lo que parecía ser una tostada siendo devorada por una manada de polillas…

      Recostó a Marta en la cama mientras ésta se agitaba entre temblores.
      ‒¡Espera no te vayas, no me dejes sola! ‒dijo entre sollozos.
      ‒Tranquila, ahora vuelvo. Voy a matarlas… No pasa nada, es el calor.

      Javier se dirigía a la cocina intentando aunar fuerzas. Los insectos le producían una repulsión en el límite de lo soportable y ahora debía enfrentarse a cientos de ellos. Se armó con un trapo que fue enrollando durante el trayecto a modo de látigo cuando para su sorpresa, «las invitadas» habían desaparecido. Parpadeó con más fuerza y lentitud de la habitual para asegurarse de que no lo había soñado y empezó a examinar el área. No había rastro de lo que allí había sucedido. Solo pudo ver lo que quedaba de la tostada. Parecían los restos de una presa dejados inesperadamente por la llegada de un depredador más grande. Javier se dio por vencido mientras pensaba lo que diría para serenar a Marta.

      ‒Ya está niña, se fueron. Ya pasó… es el calor… Ha venido tan de repente que los insectos están aturdidos.
      ‒¡¿Aturdidos?! Nunca vi una polilla comportarse como un pitbull ‒no había terminado de decirlo cuando las voces de ambos se unieron en una risa histérica que pareció hacerles olvidar los recientes acontecimientos.
      ‒Hoy te quedas en casa, no vayas a trabajar. Descansa, yo aviso a tu compañera.
      ‒Vale, estoy muy nerviosa. Di que pasé una mala noche.
      ‒Eso, ahora duerme. No te preocupes de la comida, ya traeré algo.

      El día de Javier en el trabajo fue igual de alienante que los demás. Cuando echó de menos la llamada de su novia se dio cuenta de que debía comunicar a su compañera que Marta estaba indispuesta. Y rogando para que no le preguntaran por los detalles, simuló estar muy ocupado para no ser sometido al previsible interrogatorio.
      Cuando terminó de ordenar los papeles se despidió del vigilante con un bostezo y se dirigió a casa jactándose de haberse acordado de comprar algo para comer. Ya en el portal recuperó el resuello al tiempo que parecía que las ideas volvían a afluir a su cabeza.
      Al abrir la puerta de casa le extrañó la quietud, pero lo achacó a la falta de costumbre de volver solo del trabajo. Se dispuso a calentar la comida mientras ingeniaba algo romántico para despertar a su bella durmiente; y quitándose la ropa sigilosamente, pretendió sorprenderla con un despertar lujurioso. Entró en la habitación distinguiendo la silueta de Marta cubierta por las mantas, y cuando se disponía a desarroparla con sensualidad, lanzó las sabanas bruscamente al tiempo que se tambaleaba hacia el suelo a unos metros de la cama. Con el corazón intentando salirse del pecho y respirando como una parturienta, pudo ver horrorizado como de la cama se erguía la figura vibrante de lo que podía ser Marta formada por miles de polillas que aleteaban de un modo frenético.

jueves, 6 de agosto de 2009

Efemérides

César Gómez

      Esa mañana una fina lluvia teñía de gris a los recuerdos de la gente. El tráfico, más pesado que de costumbre, era esquivado por chubasqueros y paraguas. La capota de nubes entristecía una cuidad donde solo destacaba el sonido de las bocinas y el rojo de las luces de freno reflejadas en los incipientes charcos que empezaban a formarse.
      Como todos los días Ernesto acudía a coger el tranvía que le reencontraba con su mujer. Al salir del portal se detuvo para calarse la gorra y empezó a notar, mientras asentía al cielo, como su recuerdo se volvía melancolía.
La parada más cercana al cementerio aún distaba unas cuantas manzanas. Ernesto se congratulaba que así fuera, pues le daba el tiempo necesario para recomponerse y pensar algo que hiciera el día más agradable a su esposa. Y aunque, precisamente ese día se le estaba haciendo difícil, en seguida recobró el ánimo necesario para fingir normalidad.
      Miró la lápida y se reprendió por no haber traído algún útil para limpiarla. Sacó un pañuelo doblado en cuatro partes y empezó a intentar secar la piedra sin éxito; solo consiguió llenar el mármol de una mezcla de polvo y agua que le confería un aspecto emborronado. Dando una vuelta al pañuelo, concentró sus esfuerzos en el epitafio; y cuando el oro empezaba a resurgir entre el gris, una sonrisa comenzó a dulcificar su ceño encogido: Mara Peña Hidalgo (1927-1988) Tu esposo no te olvidará jamás.
      -¿Qué tal estás hoy? -Mientras esperaba la contestación, miró en rededor esperando no encontrar ningún curioso- ¿Sabes que día es?-. Esperó la contestación unos segundos hasta que tuvo que girar la cabeza dando la espalda a la lápida incapaz de contener el torrente. No quería que ella le viera llorando.
      Ernesto vio ese día, pero cuarenta años atrás, a Mara vestida de blanco. Su traje y su aura radiante le hacían asociar ese recuerdo a un cometa. Radiante como un cometa –, pensó mientras se relamía.
Entonces su recuerdo fue más cercano en el tiempo; vio, ahora en color, como ese mismo día pero veinte años más tarde, Mara era arrollada por un camión que manejaba un borracho. Él siempre supo que fue el puro azar; nunca le importó lo que se rumoreó en el barrio por aquel entonces. Este recuerdo sucio lo había asociado a la gente.
      -¿Sabes Mara? Vamos a estar juntos dentro de poco…dicen que tengo cáncer y me queda poco. Pero no quiero esperar…
      Se echó a un lado de la tumba y empezó a morir. Con el ansia de un náufrago por la vida, Ernesto buscó la muerte. Permaneció allí tumbado enlazando la mano de Mara en su mente hasta que su cuerpo fue hallado por un sepulturero unos días más tarde.