De tapas
En mayo fui a ver a
mi tío al pueblo. Le habían estirpado un tumor hacía unas semanas. Tenía mejor
color de cara que el que esperaba tras la quimioterapia, supongo que gracias a
trabajar en el campo, aunque la sombra de la enfermedad seguía presente. Ni
siquiera el médico consiguió que dejara de hacer ninguna tarea. ¿Quién
atendería los animales y el huerto?
Era un viernes por
la noche, juntos fuimos al paseo, perfilado por una hilera de mesas a cada
lado, todas llenas, no se sabía dónde empezaba una terraza y comenzaba la
siguiente. Mi tío sí. Él se movía como Pedro por su casa. Andaba saludando a
unos y otros y, en cuanto se alejaban, nos contaba su historia. Así, entre tapa
y tapa supimos que al cuñado del alcalde, que tenía una empresa de construcción,
le habían empapelado, que al dueño del bar le había robado su propio hermano,
que el del bar de enfrente había dejado a su mujer por una camarera. Hablaba
encadenando ideas y nombraba a los protagonistas por un mote, lo que complicaba
la comprensión. Su mujer le seguía y apostillaba con algún comentario del tipo:
“¿Has visto cómo va vestido, maño? La camarera sabrá servir cervezas pero no
debe saber planchar” o “¿Has visto que ha pasado su hermano por delante y ni se
han saludao?”.
Me enterneció esa
complicidad que solo se rompió cuando ella fué a pagar y él, tras asegurarse de
que no le veia, me pidió una calada.
“No le digas nada, que luego se mosquea.” Sus ojos brillaban por la
travesura. Creo que era feliz, o al menos, su vida le parecía menos mala que
las de los otros.
Montse Villares