sábado, 16 de febrero de 2008

Dorso de mano

Marta Iris Díaz Gioffrè

      Lo que paso a narrar fue referido por una persona de mi máxima confianza durante nuestra trigésima reunión de exalumnas y nada me hace dudar de la veracidad de la relatora y su relato. Jamás había terminado una velada sin que interrogáramos a María Pía sobre algún caso famoso relacionado con su profesión. Como médica forense de la Morgue Judicial su memoria abundaba en anécdotas: el caso García Belsunce, el asesinato de Carlitos Junior, las manos de Perón. Aquella noche convino en relatarnos un hecho que, según dijo, conservaba para ella un valor enigmático. Nos acomodamos a su alrededor dispuestas a escucharla y a pedir detalles.
      –– En 1968 ––arrancó con su voz doctoral–– Anatomía tenía anotados para la primera fecha de exámenes más de cien alumnos. Sin miramientos nos dejaban esperar en las escaleras oscuras, horas, y hasta días. Agotados nos sentábamos en aquellos escalones lóbregos, releyendo en la media luz. Desde hacía meses una extraña alumna buscaba mi cercanía. Entretenida en mis problemas jamás le di pie para charlas y menos para confesiones, además, en su proximidad el tufo hediondo de los preparados cadavéricos se multiplicaba y producía el alejamiento de todos.
      María Pía se silenció unos instantes, parecía clasificar sus recuerdos. La promoción logró contener un murmullo de interrogación, el carácter de nuestra amiga, la “estudiosa” del grupo, permitía creer que era capaz de eludir a cualquiera. Con esfuerzo la dejamos reanudar su relato.
      –– En esos días de espera todo parecía tenso y la atmósfera se prestaba al secreteo, el miedo a fracasar nos producía cólicos. Sentíamos terror de olvidarnos las cajas de disecciones, los guantes de látex, o de perder las hojas de repuesto del bisturí. Yo hubiera escuchado cualquier cosa que me distrajera de la repetición de los pares craneanos o las ramas de la arteria maxilar superior. Todo contribuyó a que le prestara atención aunque me parecía francamente desagradable, noté que sus labios, delgados, se crispaban y los colmillos superiores, demasiado grandes para su boca, quedaban expuestos cuando la cerraba.
      Debo reconocer que mis compañeras y yo, impactadas por la descripción, hervíamos colmadas de preguntas, la misma curiosidad nos obligó a mantenernos calladas. María Pía continuó.
      –– La muchacha extraña se acercó hasta que su barbilla rozó mi hombro y dijo en voz baja: «hace meses que deseo hablarte». Yo retrocedí un paso y la miré de frente, con el rabillo del ojo vi el brillo de la caja de disecciones, tintineaba en el bolsillo derecho de su delantal. Ella acortó el paso que yo había alargado y volvió a cuchichear en mi oído: «sé que pasaste con buenas notas el período de disecciones, no es mi caso, aunque no por falta de estudio».
      La muchacha rara comenzó a tener para nosotras la consistencia tirante de lo temible.
      –– No me quedaba otro remedio que preguntarle qué había ocurrido ––expresó nuestra amiga levantando la voz––, ella, entonces, se acercó más al rincón donde yo repasaba los textos. El hedor fétido del formaldehído que emanaba se incrustó en mi nariz. «Habrás aprobado de cualquier modo o no estarías acá», la interrumpí casi sofocada, pero se desentendió de mi brusquedad y siguió: «como primera tarea me tocó disecar dorso de mano derecha en el cadáver de un N. N. recién traído, como éramos tantos debí compartir un campo tan pequeño con Daniel Garra» « ¡Justo con Don Tembleque!» Se me escapó esta exclamación porque nuestro compañero padecía un parkinsonismo congénito que no lo dejaba parar. «Exacto, creo que fue mala voluntad del Ayudante de Cátedra, sin embargo terminábamos bien nuestro trabajo cuando pasó lo inevitable: su bisturí atravesó mi guante». «¡Eso es grave!», le grité sorprendida, había despertado mi interés. «Mucho, aunque no en el sentido que estás pensando. Enseguida me atendieron y la misma cátedra me proporcionó lo necesario, antibióticos y la vacuna antitetánica; dos semanas después terminó la infección y comenzaron mis desgracias».
      María Pía detuvo su relato y sacudió la cabeza, no sé qué le molestaba. Nosotras queríamos que siguiera y en adelante nuestra amiga no volvió a interrumpirse, como si lo que expresaba poseyera un ritmo interior apresurado.
      –– Me chocaron sus palabras, me pareció que trataba con displicencia a su accidente, pero no llegué a decir nada, ella se pegó a mí y continuó: «al principio creí que me había contagiado los temblores de Daniel, no podía sostener el bisturí y las pinzas, ni siquiera lograba sujetar los cubiertos». «Pero los temblores de Daniel son congénitos, ¿cómo podrías contagiarte?», argumenté pensando que iniciaba una discusión. «No terminó allí la cosa, mis padres me llevaron a un especialista que adjudicó el problema a mis nervios y me medicó». Mientras ella seguía hablando observé su caja de disecciones, se movía con sacudidas tan fuertes que el barullo de los instrumentos que guardaba reunía la atención de los alumnos cercanos. Quise consolarla pero me dirigió una mirada atormentada: el olor mefítico de los preparados cadavéricos se instaló con densidad entre nosotras. « Nada de esto es comparable con lo que voy a mostrarte y te ruego que no me rechaces».
      Aquí nuestra amiga bajó la vista y el tono de voz, nosotras pendíamos de sus labios:
      –– Sacó despacio la mano derecha del bolsillo de su guardapolvo y vi que a pesar del verano la llevaba enguantada, no pude evitar un gesto de sorpresa, ella insistió: « no te asombres por lo que vas a ver». Con suma delicadeza se quitó el guante con la mano izquierda y me mostró el dorso de su mano derecha, monstruosamente enrojecido y perfectamente disecado. En ese momento escuché mi nombre, pegué un salto y entré en el salón de exámenes. Cuando salí la busqué por todos lados, pero no volví a saber de ella.
      Nuestra amiga suspiró y entornó los ojos, ensimismada. Esa noche concluyó entre cuchicheos sigilosos sin que nadie se atreviera a pedirle detalles como en otras reuniones, no tanto por la extravagancia del relato como por la turbidez de su mirada, por lo general despejada e inteligente. Por su parte ella se sentó en un rincón y no volvió a despegar los labios. En los años siguientes no concurrió a las reuniones de exalumnas, sus evasivas no me engañaron, pero tampoco supe descifrar la verdad.

2 comentarios:

  1. Hay una narradora que nos relata cómo una amiga, en una reunión de ex alumnas, les contó el caso de una compañera a quien el corte de un bisturí le había producido en una mano un fenómeno parecido a la momificación. El cuento de Marta viene a propósito del ejercicio de la quincena de Febrero (una historia dentro de otra), y sí, hay una historia principal, la de la muchacha de los colmillos grandes y la mano momificada, y otra historia que cabalga sobre ella, y es la de la reunión de ex alumnas.

    Para empezar, y antes de que se me olvide, tengo que recordar a Marta que la palabra “exalumna” está mal escrita, de la misma manera que estaría mal escrito exmarido, exnovio, exalcalde o exboxeador. “Ex” no es un prefijo en esta palabra, sino un adjetivo. Se escribe, según las normas de la Real Academia, en dos palabras separadas. Hay dos excepciones muy caprichosas en esas normas, dos excepciones que no voy a citar precisamente por arbitrarias, de manera que yo creo que acertaremos siempre si siempre lo escribimos separado. De manera que lo correcto es escribir “ex alumnas”.

    Volviendo al tema que nos ocupa, el cuento me parece interesante y bien escrito. De todos modos es verdad que ambas historias se cierran de un modo un poco precipitado, pero habrá que atribuirlo a la falta de tiempo de Marta para presentar el cuento.

    Digo precipitado porque, revelado el siniestro detalle de la mano, las amigas de la historia anfitriona pierden el interés meteóricamente y la narradora mucho más; la narradora parece que no vuelve a ser la misma nunca, cosa que no sé si entiendo cabalmente, si pienso que probablemente había pasado mucho tiempo desde 1968 y la narración del hecho, y que hasta ese momento la narradora se había comportado normalmente; es decir, parece haber sido más traumático el relato de los hechos que los hechos mismos. En cuanto a la historia huésped, la muchacha de la mano roja, que ha esperado, según ella, durante meses el momento de hablar con María Pía, y ha mostrado un interés casi morboso en referirle el hecho, también desaparece instantáneamente una vez enseñada la mano, cosa bastante inexplicable desde el punto de vista de la realidad y aun de la ficción.

    Me parecen logrados la intriga, los silencios, las esperas, la expectación del auditorio femenino; todo eso crea interés en el lector por conocer el desenlace.

    Hay tres alusiones al olor muy similares; en cuatro folios me parecen demasiadas: «el tufo hediondo de los preparados cadavéricos», «El hedor fétido del formaldehído» y «el olor mefítico de los preparados cadavéricos». El lector ya ha comprendido el ambiente, me parece inapropiado insistir en ello tanto.

    También hay un error tonto, que se ve que es un puro olvido, pero que repite Marta con frecuencia, y es hacer un espacio entre el cierre de las comillas españolas y la primera palabra del texto entrecomillado; o entre el guión de diálogo y la primera palabra de la intervención del personaje. Tanto rayas como comillas van pegadas al texto que señalan.

    Como resumen, me gusta el ambiente de intriga que refiere la autora y la narradora, el extraño caso de la mano momificada. Por cierto que hay una indolencia dolosa en la narradora en favor de esa intriga; como doctora, echamos de menos su opinión acerca de si es posible que un cuerpo hospede a un miembro muerto sin rechazo o infección. ¿Qué dicen nuestras dos doctoras (Marta y Pilar) a esto?

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  2. Aquí encuentro una narración con un planteo que, al principio, se me vuelve confuso.
    Hay una narradora que cuenta algo que le cuenta una ex compañera de estudios, María Pía, quien a su vez cuenta lo que le narró otra antigua alumna, quien también pasa a narrarle una situación vivida por ella en esa misma facultad.
    Se vuelven necesarias la relecturas para ubicarse, a mí particularmente no me molestan las relecturas, pero en este caso siento que si se cambiara el planteo, el cuento se simplificaría y pasaría a ser más importante el episodio narrado, que la forma en que se lo narra.
    Por ejemplo, anulando el personaje intermedio de María Pía, que se confunde tanto con aquella otra extraña ex alumna, al punto de que también termina despareciendo de las reuniones anuales, como aquella otra. Igualmente cumpliría la consigna de una historia dentro de otra.

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