viernes, 1 de febrero de 2008

Sanel

Carlos

      Sanel anda remolón, hace diez minutos que comenzó a atarse las zapatillas blancas de deporte y aún no termina. Abre un paréntesis para hacer bailar una vez más su perindola sobre la mesa del comedor, otro para llevar rodando con la mano un cochecito por el suelo a lo largo de las líneas de las baldosas. «¡Sanel!» (al final se enfadó Tatjana; siempre hay un momento en que las mamás se enfadan) «¡Termina de vestirte de una vez!» Ahora sí, qué remedio, el niño pone una rodilla en tierra y amarra de un modo algo torpe los cordones de su zapatilla izquierda. No sabe tensar el cordón antes de hacer la gaza y rodearla con el otro cabo; por eso siempre le quedan algo sueltas; repite las instrucciones de su padre en voz baja, esa regla nemotécnica para enseñarle a atarse los zapatos: «la serpiente sale del lago, rodea el árbol y se vuelve a meter al agua». Pero el árbol no consigue esa rigidez que tiene cuando lo amarra papá, y la serpiente da una vuelta amplia, desganada, alrededor del árbol, antes de volver a zambullirse. Bah (sonríe), una calamidad. Luego se ata la derecha. Igual de mal.
      Los dos hombres bajan de un todo terreno de la Romanija, se despiden del conductor, caminan por la acera. El más alto lleva un gorro de lana negro y un chaleco grueso sobre la guerrera parda muy gastada. El otro una gorra con la visera hacia atrás y un tres cuartos sin insignias. Caminan en silencio. Por la parte baja de la calle dobla un blindado ligero blanco, luego otro, comienzan a subir despacio. Son vehículos franceses del FORPRONU, vienen a los barrios serbios a comprobar que se respeta el alto el fuego; les preocupa, sobre todo, la artillería y los morteros. Cuando llegan a su altura hombres y vehículos se detienen. Un teniente francés, vestido de azul marino y con chaleco antibalas, baja del primer blindado y saluda llevándose dos dedos al casco celeste. Los serbios simplemente le miran. El teniente observa a los dos hombres parados en la acera, luego, lentamente, saca de un bolsillo un paquete de tabaco y les ofrece. «Dragunov», dice, señalando el fusil que el más alto lleva en la mano, un fusil ruso con mira telescópica, culata y guardamanos de madera; un fusil por tanto antiguo, pero con un prestigio legendario en el Este de Europa. El serbio ni asiente ni niega ni toma un cigarro. «Parlez-vous français?» pregunta el teniente. El serbio dice no con la cabeza, su compañero sonríe.
      Para entonces un pelotón de franceses ha descendido del primer vehículo, estiran las piernas, miran hacia los tejados, ponen buen cuidado en no parecer un enemigo. Los serbios se sienten incómodos contra la pared, miran hacia el todo terreno de la Romanija. Allí han desplegado una antena, hablan por radio. El teniente hace movimientos lentos, que no provoquen equívocos. Lleva las dos manos a la altura de su cara, «¡Pum!», dice un poco en broma. El serbio del Dragunov niega con la cabeza nuevamente, se lleva un índice al ojo y se estira el párpado inferior hacia abajo. El teniente observa ahora a su compañero. Lleva colgado del hombro un AK47 y unos prismáticos. Un batidor. No le cabe duda de que los dos tipos estarán dentro de un cuarto de hora apostados en un tejado, o en un edificio alto abandonado, buscando un blanco al que disparar. Sabe que se ha firmado un alto el fuego pero que las violaciones son continuas; sabe que las cosas no son como creía en casa, ni como cuentan las televisiones occidentales. Sabe que en una guerra todos mienten. Todos.
      Los chetniks han recibido refuerzos. Llega un camión. Vienen ahora caminando una treintena de hombres con su comandante. Rodean a los franceses despacio con una severa curiosidad. Los galos reculan hacia su blindado. En el segundo vehículo el ametrallador toma posiciones, todo ello suavemente, con una fingida desgana. Se saludan teniente y comandante, intercambian en francés unas frases que parecen un ejercicio de cortesía, miran al cielo, alzan los hombros, se despiden: el francés se lleva con marcialidad la mano al casco, el chetnik se levanta teatralmente el gorro de pico, sus hombres ríen, procaces; uno de ellos se lleva la mano a los testículos, silba al ametrallador. Ven partir al convoy blanco.
      La mamá cierra la puerta y empiezan a bajar las escaleras. Serán tres pisos hasta el portal, una escalera empinada de madera: es un edificio antiguo. Cuando pasan junto a la puerta del primero izquierda, la cotilla Ikanovic abre inesperadamente: «Buenos días, señora Dokic —dice—. ¿Qué? ¿Al mercado?» Y la buena Tatjana, con su paciencia de siempre, le responde que sí, que se lleva al niño a ver qué pueden comprar, en lugar de mandarla directamente a la porra por estar vigilando de continuo la escalera.
      El francotirador y su ayudante retoman el camino, tuercen por una calle estrecha, luego por otra, se van acercando al río amparados por las edificaciones. El más alto entra en un edificio abandonado. «Reporta el puesto uno», le dice a Milomir mientras apoya con mimo la culata en el suelo y se empieza a calzar unos mitones negros. «Pero éste no es el número uno», advierte el batidor. «No, no lo es». «No te fías de nadie, ¡eh, Dragan!»
      El alto no contesta, cede el paso al batidor. Milomir retira el seguro y comienza a subir la escalera, cauto como un gato; trata de oír algún ruido distinto de sus propias pisadas. Las plantas superiores se asoman sobre el río Miljacka, el Bulevar Mese Selimovica, el centro de Sarajevo. Es una zona batida por los tiradores bosnios y a veces por su artillería; la mayoría de las puertas están arrancadas, los cristales rotos, las habitaciones vacías, el suelo salpicado de escombros. Inspecciona toda la planta y elige una habitación que tiene dentro dos palés de madera medio quemados, apoyados contra la pared. Los muros están renegridos, alguien, quién sabe hace cuánto, pasaba las noches aquí y, para calentarse encendía una fogata. Un mendigo seguramente, pero eso fue entes de que los edificios altos se convirtieran en atalayas para los tiradores. La ventana no tiene cristales y un jirón de cortina se ondula lúgubre, movido por la corriente de aire. Dragan no tarda en entrar, evita pasar delante de la ventana, se sienta en el suelo junto al palé, quita la tapa al visor, se mete los tapones en los oídos; con el silencio parece abismarse mirando el rectángulo de cielo gris y el vaho de su respiración que escapa hacia la calle. Luego toma las plataformas de madera y las arrastra hasta situarlas cerca de la ventana, acaricia la parte quemada, se tizna la cara. Milomir se acerca al amparo precario de la cortina, dirige sus prismáticos hacia la ciudad. El bulevar está medio desierto, sobrevolado por la tela de araña de los cables del tranvía. Enfrente, a unos mil metros, ese esqueleto renegrido de veinte pisos en que se ha convertido el edificio del Parlamento. Apenas pasan coches, y los que pasan lo hacen velozmente, como si la rapidez pudiera librarles de la muerte. Hace una semana, desde este mismo edificio, Dragan abatió a un policía bosnio unas bocacalles detrás del que los periodistas occidentales llaman el Bulevar de los Francotiradores, el Sniper Alley. De alguna manera, Milomir lo consideró un cobro a cuenta: hace tres meses que la artillería bosnia, rompiendo el alto el fuego, mató a su mujer, durante un bombardeo al pueblo serbio de Ilijas, muy próximo a la ciudad.
      Pronto será la una de la tarde.
      Es un día tristón y frío de Noviembre. Tenemos un cielo gris muy uniforme, de esos que no permiten soñar con el sol en toda la jornada. La calle, estrecha, baja hacia el mercado. Tatjana lleva al niño a su lado, le ha pasado el brazo sobre el hombro. Él ya está advertido, conoce el peligro de la calle en estos días, pero es un niño al fin y al cabo, nunca puede descartarse que eche a correr por su cuenta; no está de más extremar las precauciones.
      Dragan apoya su cuerpo contra la pared y el fusil en los palés, apunta hacia el exterior sin que el cañón sobrepase el alféizar, mimetizando así su ropa y su cara oscura contra la negrura de la pared. Enfoca la ciudad allá abajo. Una sombra naranja atraviesa de derecha a izquierda, la sigue, la centra: es un tranvía. Su mirada sobrevuela los tejados a través de la mira telescópica, las ventanas de los edificios, muchas de ellas cegadas con ladrillos, con planchas de hierro o madera. Apacigua su respiración hasta hacerla casi imperceptible, juega a acompasar con ella los latidos del corazón para conseguir segundos valle en los que la presión de su mano sobre el fusil es mínima. Apenas se mueve, repasa tan solo minuciosamente una geografía grisácea de cemento, tejas, ventajas, asfalto.
      «Mira el tipo en el Selimovica», advierte Milomir. Dragan recorre lentamente el bulevar, junto a un contenedor metálico situado en medio de la calle hay un hombre. Camina seguro de que alguien le observa desde las colinas, o desde un edificio alto, alguien armado en cuyo dedo índice en estos momentos está el poder sobre su vida; pero también sabe, o parece saber, que hoy no es su día, por esa manera chulesca de cruzar la calle. Dragan centra el pecho del tipo, calcula que estará a seiscientos metros, sabe que dispone de tiempo de sobra para matar al peatón arrogante. Lleva una mochila a la espalda, viste con un abrigo gris. «Míralo —ríe Milomir— ese turco parece un matador de toros, dando la espalda a la muerte». Dragan apunta la cabeza del hombre; desde luego a esa distancia y con este fusil acertar en el cráneo sería una cuestión de suerte. En el tórax es otra cosa, en el tórax, que ahora sigue con el punto de mira, acertaría con toda seguridad. El peatón sale de foco, ahora la retícula recorre suavemente la acera de enfrente, allí hay un blindado francés detenido. «Cuidado con los blancos», dice sin apenas mover los labios, «en la tronera más cercana al puesto del conductor hay un fusil pesado que te busca, Milomir, un Hécate de 12 milímetros». Milomir corrige con suavidad su posición, se pega más al jirón de cortina, enfoca el edificio del parlamento bosnio, ahora abandonado, escruta sus pisos de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, sin prisas.
      Antes de llegar a la intersección con la calle Franje Rackog se detiene junto a un grupito que espera en la esquina. La gente mira hacia las colinas por la ancha avenida, busca la evidencia de algún destello en los edificios altos del otro lado del río, allá por los barrios serbios de Dobrinja o Grbavica. Son un buen número de peatones que no se anima a pasar. Hay un cartel de cartón pegado a la pared, y otro amarillo metálico en medio de la acera que advierten de que la esquina es zona batida por los francotiradores: «Pazi Snajper!!» Aquí, hace una semana, un tirador mató a un policía. Tatjana, agarra al niño por la manga del chaquetón. Luego, sin soltar esa manga busca la mano del crío. Se asegura de que le tiene bien agarrado. Dos chicas jóvenes cruzan ahora con un trote algo encorvado, sonríen con alivio a los transeúntes de este lado del parapeto, continúan el camino, charlando de sus cosas. En seguida cruza un hombre con un portafolios; como sabe que todos le miran adopta un aire bastante digno, dentro de sus naturales prisas. Luego, en vista de que no suena ningún disparo, el grupito resuelve cruzar, así es la vida, uno se acostumbra a todo y, además, la ciudad es grande y los tiros esporádicos. Tatjana prefiere esperar un poco para asegurarse. «Ya sabes —repasa las instrucciones de todos los días—: no te entretengas hasta llegar a la otra esquina. Corre a mi lado, sin adelantarte ni atrasarte, pegado a mi costado. Si por alguna razón yo tropezara, echa a correr tú solo y espera en la esquina a que me reúna contigo». Sanel se sabe de memoria esos consejos, los ha escuchado demasiadas veces para tener que memorizarlos ahora. Mete la mano en el bolsillo del vaquero y encuentra allí el tacto familiar de la perindola. Asiente, asiente, sonríe, espera la orden de correr. Tiene siete años, el pelo castaño claro y un chaquetón de dos colores, azul marino y morado.
      Dragan, ha encontrado una esquina en la que hay peatones que esperan armarse de valor antes de cruzar. Aguardan que lleguen los franceses para proteger con sus blindados el flanco, pero los franceses no llegan, así que, como la vida no espera, se animan a cruzar. Pasan unas muchachas a la carrera, al rato un tipo con un maletín cruza por el paso cebra; enseguida más gente. Mira con curiosidad esa manera de reanudarse la rutina allá abajo. Chasquea la lengua. Esos turcos quieren la independencia. La mayoría de los que claman en Occidente contra la actuación del ejército yugoslavo no permitirían una secesión en sus países. Y precisamente aquellos que más condenan ese monstruoso crimen contra la población civil que son los francotiradores serbios perpetraron los bombardeos de Dresde, Berlín, las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Dragan sonríe amargado. Qué cosa caprichosa es la verdad. A través del visor ve ahora cómo cruza una mujer con un niño a su lado, Milomir ve un destello en una ventana del edificio del parlamento, grita, suena un disparo lejos, la mujer cae, también el niño. Han abatido a la madre y al hijo sobre el paso cebra. Milomir explica que un francotirador bosnio ha disparado desde los últimos pisos. Dragan mira por el visor cómo de la cabeza del crío chorrea un surco de sangre oscura. Un solo disparo. La bala ha debido de atravesar a la madre y ha matado al crío. La mujer mueve una mano, luego trata de arrastrarse, se afana por tumbarse sobre el cuerpo del niño para protegerlo. Ahora la gente de las esquinas asoma tímidamente, pero no se atreve a exponerse al fuego. «Dragan —dice Milomir—, a ver si lo encuentras: de arriba abajo y desde la arista de la derecha, el cuarto piso, la sexta ventana hacia la izquierda». Pero Dragan sigue mirando esa madre para quien hoy ha cambiado la vida, luego el cartel amarillo que advierte de los francotiradores, el adoquinado del bulevar Mese Selimovica. «¿Para qué, chico, sabes que ya se ha ido». Enfoca el cartel amarillo, en la Sniper Alley, centra la palabra Snajper, apunta sobre el punto de la jota, contiene la respiración, espera un latido, dispara.

5 comentarios:

  1. Se me hace difícil comentar este relato, quizá porque el tema es duro, no se trata de la muerte o de la guerra, sino de la muerte de un niño. Y no es que en este puto mundo no mueran niños todos los días, sino que Carlos pinta para nosotros, un Sanel próximo, con el ademán tierno de aprender a atarse los cordones de las zapatillas. Me imagino un Sanel como de cinco o seis años.

    En realidad no es que este sea el tema del cuento, en tal caso sería la confusión, la inutilidad de la guerra.

    No evité que viniera a mi mente la conocida canción de León Gieco, (conocida para los argentinos), de la que sólo transcribo una parte, el párrafo que me llega al alma.





    "Sólo le pido a Dios"
    León Gieco / León Gieco.


    Sólo le pido a Dios
    que la guerra no me sea indiferente,
    es un monstruo grande y pisa fuerte
    toda la pobre inocencia de la gente.





    No puedo remediar identificarme con la cotilla Ikanovic (“chusma”, para nosotros). –– ¡Pero era tan necesario que saliera, y encima que llevara al niño! Y sí, seguramente, porque la vida continúa, con guerra o sin ella.

    Te hago algunas críticas menores, me parece excesivo las tres marcas de rifles, en lo personal me distraen. Es posible que ayuden a situar la escena, tengo mis dudas, es un exceso.

    Me parece bien que marques las críticas a una guerra de secesión que en otro lugar no aguantarían. En mi fuero íntimo pienso que España es un modelo de “tira y afloja”, el arte de negociar para mantener unidas a tantas individualidades. Lo mismo que las fuerzas de paz, en fin, paz ahí y guerra en otro lado. Pienso que los autores tenemos todos los derechos de echar fuera lo que sentimos. La humanidad no sabe que hacer consigo misma y con la agresividad que lleva en sus entrañas, y eso viene desde que Caín mató a Abel. Pero volvamos al cuento, hay dos frases que no entiendo, las transcribo:



    1) “Es un día tristón y frío de Noviembre. Tenemos un cielo gris muy uniforme, de esos que no permiten soñar con el sol en toda la jornada”.



    Ese tenemos, “nosotros tenemos”, no me va, el narrador se instala junto a Milomir y Dragan, cuando desde el principio y hasta el final permanece afuera de la escena, describiéndola. Recuerdo el ejercicio de Norberto Zuretti, con su “…él, ella, yo,…” , pero aquí el narrador, que ha venido largando los bofes entre sus dos personajes, merece por lo menos un pronombre.



    2)…”los latidos del corazón para conseguir segundos valle en los que la presión de su mano sobre el fusil es mínima”.



    Supongo que te olvidaste una coma entre “segundos” y “valle”. En cuanto a la presión de su mano, me parece que llama al subjuntivo, “la presión de su mano sobre el fusil sería mínima”. (En ese momento ¡PUM!).



    Conclusión, me parece un cuento demasiado cargado de calles y nombre, como para que el lector no se olvide de lo que le costó en su momento entender esta guerra, este estallido en mil pedazos de una parte del globo terráqueo.

    Y nos quedamos sin saber, morbo al fin, si los servios se cobraron esas muertes, y la de la esposa, y la de etc.

    BASTA PARA MI.

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  2. No puedo más que decirte que si querías que se respirara tragedia desde el principio, lo lograste. Tal vez un día logre tomar distancia, este mes se vino mortuorio. Eres un Horacio Quiroga en Europa, más urbano, desde luego.

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  3. Malditas guerras. Lo peor de estas historias es que uno sabe que ocurren de veras. Que en este mismo momento hay más de un Sanel en la línea de fuego y quién sabe cuántas madres tratando de cubrirlos. La verdad es que no se trata de un tipo de lectura que yo elegiría. De puro cobarde. Porque sé que me crece una piedra en el estómago y durante horas no puedo ni siquiera tragarme las lágrimas. Así que lloro sin disimulo.
    Y para qué, si no hay solución.

    Por el mismo motivo me resistí durante meses a ver “El laberinto del fauno”. Hasta que alguien me dijo que no podía perderme esa película.
    Y el otro día cuando leí en un comentario —no recuerdo bien si fue Norberto o Marta quien se refirió al cuento de Carlos— que un niño moría en el cuento, me dije “ni en pedo lo leo”. Pero bueno, me animé a espiar el principio y cuando me quise dar cuenta, no lo pude dejar. Habilidad del autor, sí, sí.

    A ver.
    El narrador instala su ojo en un lugar donde blind ados, francotiradores y armas de diverso calibre forman parte del paisaje. La gente se acostumbró: “así es la vida, uno se acostumbra a todo y, además, la ciudad es grande y los tiros esporádicos”. Yo quisiera que alguien me diga que no es cierto, aunque en el fondo, de alguna manera también me acostumbré. Pero si hay algo que no deja de sorprenderme es esa capacidad de los más chiquitos para adaptarse absolutamente a todo sin dejar de jugar ni sonreír.
    Esa perinola. El detalle de la perinola bailando sobre la mesa, el cochecito que rueda sobre las baldosas, los cordones de las zapatillas que desafían a la motricidad torpe de la infancia, son detalles para destacar. En todo el texto hay detalles tan magníficamente descriptos que uno no puede dejar de estremecerse, pero los que se refieren al accionar del niño me parecen geniales. ¿Ven lo que hace Carlos? El narrador no dice en ningún momento que el chiquito vive su mundo inocente ajeno al peligro de las balas bla, bla, bla. No, no. Nos muestra su actitud, lo muestra haciendo: “Mete la mano en el bolsillo del vaquero y encuentra allí el tacto familiar de la perindola. Asiente, asiente, sonríe, espera la orden de correr”.
    Lo mismo ocurre con los demás personajes. No se nos dice el horror. Se nos muestra. Vemos a una mamá que “mueve una mano, luego trata de arrastrarse, se afana por tumbarse sobre el cuerpo del niño para protegerlo”. Excelente. Hay mucho para aprender, aquí.

    Ya quisiera escribir yo de esta manera:

    “Milomir se acerca al amparo precario de la cortina” ;
    “sobrevolado por la tela de araña de los cables del tranvía” ;
    “ese esqueleto renegrido de veinte pisos en que se ha convertido el edificio del Parlamento”
    “Qué cosa caprichosa es la verdad” ;
    por citar algunas pinceladas perfectas; pero podría transcribir casi todo el texto.

    Encuentro dos cosillas insignificantes para señalar:
    “... el niño pone una rodilla en tierra y...” Supongo que lo de poner la rodilla en tierra vale para las baldosas, pero yo me pregunté si estábamos en un lugar con piso de tierra.
    “Tenemos un cielo gris muy uniforme...” Ese “tenemos” fue como abrupto. ¿Tenemos?, me pregunté. No sé, me recuerda a la chica de TV cuando explica alguna receta: “aquí tenemos un kilo de harina...” será por eso que me choca un poco.

    Conclusión:
    Mis aplausos. Mi envidia. Mi admiración.
    Me queda la piedra en el estómago pero ya va a pasar. Quedará la impotencia. El querer hacer y no saber qué hacer. O no poder. No sé.
    Un beso,

    Tere

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  4. Kosovo ha declarado la independencia, así que el cuento ha quedado desactualizado. Je. Aunque, a decir verdad, la historia es aplicable a cualquier escenografía bélica.

    Sanel trata de atarse los cordones de la zapatilla, se distrae, agarra un cochecito y lo hace rodar sobre las baldosas. Me gusta este comienzo minucioso, la cámara enfocada en la ejecución de un acto nimio, cotidiano, que se contrapone a la devastación y la muerte (que en la atmósfera del cuento vienen a ser la misma cosa). En ese primer párrafo se percibe un dejo de ternura, parece despenderse de la voz del narrador pero en realidad nace de la situación misma, ya que Sanel es un chico querible, que se hace querer.

    Luego pasamos a otro escenario, o al mismo, pero enfocado desde un ángulo diferente, soldados que vienen y van, descriptos con frases cortas. El narrador se mantiene a distancia, como los francotiradores. Me parece bien. Es muy fácil caer en la tentación de criticar la guerra, es decir, de soltar una estampida de emociones, lo que por aquí denominamos “bajada de línea”. Pero no, el narrador no se entromete, sino que se limita a contar. En todo caso, son los personajes lo que hacen carburar el cerebro: “Esos turcos quieren la independencia. La mayoría de los que claman en Occidente contra la actuación del ejército yugoslavo no permitirían una secesión en sus países”.

    No creo haber perdido el hilo de la historia en ningún momento, a pesar de que se ponen en juego varios puntos de vista, el de Sanel, el de la madre, el de Dragan, el de Milomir.

    No me queda claro cuál es el significado de esta acción: “se lleva un índice al ojo y se estira el párpado inferior hacia abajo”. ¿Quiere decir “ojito”? Ojito viene a ser una advertencia, al menos por estos pagos, y como yo no he viajado mucho, no tengo idea de lo que significa del otro lado del charco. Tal vez simplemente se estaba rascando el párpado.

    ¿Dragan apunta la cabeza o apunta a la cabeza?

    “pero eso fue entes (antes) de que los edificios…”

    “un jirón de cortina se ondula lúgubre”. Quitaría el “se”: ondula lúgubre. Aunque suena cacofónico. Podríamos cambiar por: se mece lúgubre.

    La mejor descripción: “El bulevar está medio desierto, sobrevolado por la tela de araña de los cables del tranvía. Enfrente, a unos mil metros, ese esqueleto renegrido de veinte pisos en que se ha convertido el edificio del Parlamento. Apenas pasan coches, y los que pasan lo hacen velozmente, como si la rapidez pudiera librarles de la muerte”.

    El final es la fatalidad que se venía presintiendo desde el principio. Todo el cuento es como la disección de una de las tantas caras de la guerra. La escena primera de los cordones viene a ablandar el corazón del lector, de modo que no se le enfríe como el de los soldados, y de modo que no simpatice con ellos, que no se mimetice. No es lo mismo matar a un peatón, algo que se mueve allá abajo, que asesinar a Sanel. El narrador habla de un crío, de una mujer que extiende una mano, de un surco de sangre oscura, pero el crío tiene un nombre, y también la madre, al lector ya le fueron presentados esos personajes, y su muerte es como un trago amargo, el sabor de lo inevitable.

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  5. Sanel anda remolón, ya lleva diez minutos atándose las zapatillas y aún no termina, casi nada comparado conmigo, ésta es como la décima vez que me siento para iniciar el comentario, pero siempre me enredo en alguna vuelta del cordón, en un ojal esquivo, el mismo nudo en el estómago.
    Sería demasiado fácil decir que está bien escrito, otra pérdida de tiempo en la intención de comentar el cuento, un nuevo rodeo al árbol.

    Pasa un día, pasa otro, y llega Tere que se atreve, y me quita muchas palabras de la boca. Malditas guerras, sobre todo, malditas despiadadas guerras. Y al rato es Daniel, y enseguida Marta, y yo continúo deshojando incertidumbres, poniendo la mejilla a las mismas cachetadas.
    Y no hay caso. No puedo con este cuento, duro, violento.
    Realista y sangriento testimonio de la locura que padecemos, del sinsentido. Me supera totalmente.< o>
    Así que le pido disculpas a Carlos, me quedo ahí tirado, desangrándome como Sanel y la madre, con retorcijones.

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