sábado, 16 de febrero de 2008

Telescópico

Carlos


A Julio Ramón Ribeyro


      En el dormitorio de mis padres, a la izquierda de la mesilla de noche, había un rincón con varios anaqueles superpuestos que utilizábamos para guardar un universo de cosas, planchas, zapatos, juguetes, ropa. Estaba tapado por una cortina en la que predominaba el color ocre, con motivos estampados que tardé en descifrar, tal vez porque las figuras se repetían, pero cambiando de posición, de manera que unas fueron impresas verticales, otras horizontales, otras invertidas; así que unas veces parecían seres malignos y lánguidos, como relojes blandos, y otras, islas de coral en un océano caprichoso. Como fui un niño de salud quebradiza falté al colegio más de lo aconsejable; mi madre, por ser el pequeño y el más débil, permitía que yo durmiera con ella en la cama de matrimonio, aprovechando la ausencia de mi padre, que estaba trabajando en el extranjero.

      Una de aquellas larguísimas y ociosas mañanas de gripe los planetas se alinearon inesperadamente y los dibujos cobraron un sentido preciso, como una fotografía en la cubeta del revelado, de modo que pude descubrir en aquel jeroglífico de tela que los motivos allí dibujados se correspondían con distintos pasajes de El Quijote, salpicados con hojas de roble caídas en desgracia, razón por la cual mi concepción de la novela de Cervantes, y tal vez de toda la literatura, ha tenido desde entonces como portada una cortina ocre detrás de la cual se oculta un mundo variopinto. Pegado a la estantería teníamos un armario de tres cuerpos en madera colonial, con grandes puertas convexas donde las vetas de la madera dibujaban también desmayadas sonrisas y ceños fruncidos.

      En casa vivían además mi hermana Olga, que era tres años mayor que yo, y mi abuelo Lucas, prejubilado por enfermedad, que se pasaba el día contándonos batallas de la república y de la guerra. Era viudo y se había quedado fondeado en el pasado, reviviendo una y otra vez los primeros veinticinco años de su vida. A veces nos hablaba de unos hijos que yo nunca conocí y de los que él también había perdido el rastro. El armario ropero de mi madre tenía una puerta que cerraba varias estanterías donde ella apilaba sábanas, toallas y jerseys. Las otras dos puertas permitían que un niño de mi estatura entrase de pie y, tras cerrar desde dentro, se quedase a oscuras acompañado por la inquietante y áspera presencia de los abrigos, escuchando la propia respiración como si fuera ajena y sintiendo zumbar clandestina la mórbida soledad de la adolescencia.

      Pasaron los años, A los dieciocho contraje la tuberculosis. Ocurrió que durante la convalecencia de mi larga enfermedad un día descubrí, sin moverme de la cama, que la trasera de aquel armario era una puerta corredera que daba a un solar donde brillaba un sol deslumbrante. Yo entraba al armario, salía por el lado del solar, doblaba la primera esquina y me perdía en una ciudad de provincias donde tuve ocasión de encontrar amigos, campos de fútbol con hierba, y hasta novia. Mi novia era una chica mayor que yo, culta, pálida, gafotas y obsesionada con el paso del tiempo. El día más hermoso fue aquel en que nos tomamos de la mano, nos sentamos en el pretil de granito del campo de fútbol y me besó mientras que el equipo de solteros goleaba sin asomo de piedad a la desastrosa formación de los casados. Era verano, lo sé porque recuerdo que mi chica llevaba un vestido con unos tirantes mínimos; sacó de su bolso un pintalabios de un rojo incendiario, un espejito con tapa lacada en negro, y se puso a pintar los labios con una coquetería que trazó una distancia insalvable entre nosotros, mientras decía:

      —Qué bonito sería si el tiempo se pudiera meter en un congelador. Los cuartos de hora comenzarían a hacerse deliciosamente largos, el fluido del que están hechos ganaría paulatinamente en consistencia, adensándose, solidificándose, hasta que cada minuto de su composición adquiriese una naturaleza pétrea de bordes definidos, pulida, grisácea. ¿Cómo que por qué grisácea? ¿Se te ocurre otro color para los minutos? Qué bonito sería, digo, que nos fuera posible parar de vez en cuando el caudal de arena en su caída, y conseguir que los pasos de la gente se fueran ralentizando, y todos adoptasen una actitud embebida, estática; y que los niños quedasen abrigados por el calor interminable de sus padres, y los amigos acodados felices en la mesa de un café, y los novios abrazados por muchísimo tiempo. ¿Sabes?, te parecerá pedante pero siento al tiempo como un enemigo implacable. Una vez preguntaron a El Viti en qué pensaba el torero cuando empezaba el paseíllo. ¿Imaginas lo qué contestó el diestro? «Pienso que ojalá no se acabara nunca». Pues así, también a mí me gustaría tener la potestad de alargar el tiempo a mi gusto, eternizar los momentos hermosos, arrebatar los malos ratos, gobernar las manillas del reloj con la mirada. ¿De qué te ríes? ¿Mis labios? ¿No te gustan? Bah, qué naturalidad ni naturalidad, una mujer siempre tiene que pintarse para sacar lo mejor de sí misma. No seas antiguo, flaco; esa es también una batalla que librar contra el tiempo. Una vez fuimos una amiga y yo a los Pirineos, alguien habló del Monte Perdido y nos gustó tanto el nombre que nos pusimos en camino. Costó lo indecible llegar al refugio de Goriz, pero una vez allí sentimos un placer casi místico porque el tiempo y el cansancio y el frío parecían haber desaparecido. Dejamos las mochilas en las taquillas y nos dimos el gustazo de tomar un café mirando por las ventanas cómo llegaban cansinos, doblados por el peso de la mochila, los últimos montañeros. Ya de noche cenamos en aquellas mesas alargadas donde los alpinistas ultimaban sus planes para el día siguiente. Ellos subirían al pico y nosotras nos daríamos por satisfechas fotografiándonos con él de fondo. Cuando los últimos comensales se fueron a dormir al piso de arriba los responsables del refugio nos apagaron las luces. Mi amiga y yo nos limitamos a encender las linternas y continuamos charlando de nuestras cosas, y fantaseando con el paso del tiempo, o con la inmovilidad del tiempo, que era más patente en aquellas circunstancias. A media noche se abrió la puerta y entró un soplo de aire helado. Y un montañero. Saludó, se quitó la chaqueta y ocupó nuestra misma mesa; se alumbraba con una lámpara ceñida en la frente. Tenía el pelo mojado, las manos delgadas y nerviosas, los dedos largos, una pulsera hecha con un cordón en la muñeca. Se presentó como guía de montaña y cenó una ensalada con lechuga, maíz, manzanas y nueces. Luego nos preguntó si deseábamos contratar sus servicios para el día siguiente, a lo que accedimos encantadas, pues había algo en la mirada de aquel chico que suscitaba más preguntas que respuestas, y algo en su sonrisa que convertía la conversación en una aventura sugestiva. A la mañana siguiente la verdad es que el guía misterioso había desaparecido, pero esa noche aún mi amiga le preguntó por las escaladas que había realizado, las cordilleras visitadas, los peligros afrontados, los paisajes divisados desde lo alto. El montañero hizo un resumen arrebatado de su prontuario; la frontal nos deslumbraba, pero en sus pupilas adivinábamos, como una cobra aturdida por la música, esa llama que vive en los ojos de los enamorados de su trabajo. Con el mismo raro entusiasmo reconoció haber pasado en ocasiones mucho miedo, por ejemplo un día en especial, ocurrió que en Austria…

      —Cada invierno hay varios días en los que la soledad del aparcamiento de Hagelbach a las seis de la mañana, da un sordo consejo al montañero que llega desde el valle aún de noche, y estaciona su coche junto a la estación cerrada del Standseilbahn. El consejo viene a decir aproximadamente vete a casa, chico, y es desoído invariablemente por los pocos montañeros solitarios que eligen días como esos para probarse. Aquella madrugada apagué las luces y, durante unos instantes, saboreé esa sensación dulzona que supone vencer el bienestar voluntariamente, para afrontar una marcha de más de siete horas en pésimas condiciones atmosféricas. El viento soplaba fuera con verdadera rabia y sacudía de vez en cuando el coche. Aquello era precisamente mi ideal de felicidad: estar tan de mañana solo en la montaña y tener que abrir la puerta. Alargué aquella inquieta sensación de sosiego un rato más, comprobé que mi altímetro marcaba la altitud conocida para la estación del funicular y, al abrir la portezuela, vi cómo el aire casi la arrancaba de cuajo. Con la niebla no servía de mucho la luz de la lámpara frontal, aunque subir por un camino evidente y ya tantas veces transitado no era tarea difícil. El camino discurría a la derecha de las vías, hasta la cota de 1.490 metros en que las cruzaba cerca de la colina de Hochegg, continuaba como un cuarto de hora por la izquierda, para volver a cruzar tres veces consecutivas en uno y otro sentido, acabando nuevamente en el lado derecho de la vía, hasta la estación de Rosshütte, donde moría el tren. De allí partían dos teleféricos, que nunca había tomado y que tampoco ese día estarían en servicio, hacia el Seefelder Joch y hacia el Härmeler. En la cabaña descansaría un rato, comería algo y reanudaría la marcha hacia el Reither, la parte más complicada de la marcha. Cuando la atención que había que prestar al suelo se hizo intensa, decidí que era el momento de calzarme los crampones. ¿Qué? Los crampones, una especie de plantilla metálica con pinchos que se pone debajo de las botas y sirve para no resbalar en el hielo. Al rato comenzó a empeorar aún el tiempo. El viento fue arreciando y estrellaba contra mi cara pequeños proyectiles de hielo. Así que la ascensión se hizo lenta, pesada. Dos horas después dejé a mi izquierda la Rosshüte; la estación parecía un paraje fantasmagórico, abandonado y borroso. Como treinta minutos más tarde paré a reflexionar; encorvado, mirando al suelo para evitar el golpeteo del hielo, pasé revista a mis fuerzas, comparé el panorama con otros similares que había vivido, y decidí que la situación estaba bajo control y que me sobraban fuerzas para acometer la subida al Reither, y para regresar dentro de unos parámetros de seguridad. Saqué de detrás de la espalda el pico, que iba atado a mi muñeca por una cinta plana, para iniciar la travesía del Reither Kar. En ese momento resbaló de mi mano y penduleó con tan mala fortuna que se clavó unos centímetros en mi pierna, junto a la tibia. Al flaquear la pierna derecha, la más cercana al valle, el peso de la mochila tiró de mí hacia el vacío y comencé a caer por la pendiente helada. Era espeluznante el ruido de mi chaqueta sobre el tobogán de hielo. Sentí que caía primero de espaldas, luego boca abajo. Me tapé la cara para evitar el golpe del piolet que, atado a mi muñeca por la dragonera, escuchaba chocar a derecha y a izquierda contra la nieve dura. En la caída me golpeé en un brazo contra una piedra, luego noté que me dañaba también en un pie, y que ese crampón se desprendía de la bota. Traté de agarrar el pico por el mango para usarlo como freno, y en ese momento sentí un fuerte golpe en la cabeza. Luego entré como un proyectil en una zona de nieve blanda donde finalmente quedé detenido. Respiraba con dificultad, con pánico. A causa de la niebla no podía apreciar dónde me encontraba, sólo podía ver la nieve manchada con mi sangre, una mano desnuda que había perdido su manopla, una pierna doblada de un modo anormal y una náusea que se iba apoderando del blanco sucio y frío de la nieve. Cuando recuperé el conocimiento supe que gritar era una pérdida de tiempo y que me congelaría si seguía quieto. Me incorporé como pude y comencé a caminar hacia el valle, aturdido, apoyándome en el piolet y arrastrando el pie derecho. Caminé así durante un tiempo que soy incapaz de precisar, hasta que al través de la niebla pude distinguir una luz, luego escuché ladrar a un perro, luego nada. Al despertar, no lo vais a creer, me encontraba en un salón cálido de algo que me pareció un hotel, me tenían tendido sobre un sofá; un individuo trajeado y una señora con sombrero limpiaban la sangre de mi cara con una esponja y una palangana. «No se preocupe —me dijo el hombre—, ya pasó lo peor». Y, como yo tratara de incorporarme, me mantuvo tumbado en el diván con un gesto no exento de suave autoridad mientras me explicaba:

      —Tranquilícese, soy el director de este hotel. Ha tenido usted un accidente, cosa nada extraña en estas montañas. ¿Caminaba usted solo? Oh, ya sabe que un montañero nunca debe salir solo a la montaña en invierno, es peligroso. En cualquier caso está en buenas manos, aquí tendrá ocasión de recuperarse de sus heridas. Disculpará usted que hayamos cometido la incorrección de mirar sus documentos de identidad cuando lo encontramos, pero era necesario para formalizar su ficha de entrada. Por su pasaporte veo que es usted español, lo que constituye una agradable casualidad pues tenemos aquí otro compatriota suyo, con quien no me cabe duda de que establecerá pronto una fraternal relación. Por mi parte le diré que me llamo Hans y ella es la señora Chauchat, una de nuestras más distinguidas residentes; puede contar con nosotros para todo cuanto necesite. Al principio necesitará probablemente nuestra ayuda hasta adaptarse a la vida del hotel. Este es, como usted irá comprendiendo a medida que le vaya tomando el pulso, un establecimiento... digamos peculiar en el que todos los clientes tienen en común su amor por la montaña. Algunos sufrieron como usted un accidente en ésta o en otras cordilleras, otros, como es mi caso, decidimos ya hace mucho que deseábamos llegar al final de nuestras vidas en un lugar así, apartado del ruido, ajeno al paso del tiempo. Por su cara veo que además de peculiar lo encuentra usted ¿decadente? Sí, tal vez sea esa la palabra, pero indudablemente yo estimo que el término que mejor define la naturaleza de nuestra pequeña patria en las montañas es la palabra «imposible». Un hotel imposible, eso es; parece el argumento de uno de esos cuentos donde se confunde la realidad con la ficción. Sin duda usted conoce alguno de esos relatos, y tendrá ocasión de familiarizarse con muchos otros, porque la convivencia en este hotel se basa en el cultivo de la oralidad. Disponemos de todo el tiempo del mundo, los inviernos son eternos aquí arriba, la niebla con frecuencia difumina el paisaje durante meses, pero el coñac es bueno y el ambiente seco y cálido; las habitaciones, los comedores, los distintos salones son confortables dentro de la sobriedad montañesa. ¿Escucha usted ese piano? Wagner, naturalmente. De modo que hemos creado un ambiente que se presta a la conversación, es nuestro vicio nacional, y permita que utilice un término tan grandilocuente para definir a nuestra pequeña comunidad. Como le decía, saboreamos cada tarde a estas horas el placer de escuchar una buena historia. Hoy es el turno de su compatriota, el señor Jauralde, ese caballero de barba blanca. Por ponerle en antecedentes le diré que el señor Jauralde combatió en el ejército republicano con el grado de capitán durante la desgraciada guerra civil que devastó su país en 1936. Cuando se hundió el frente del Ebro hubo de pasar a Francia, con la esperanza de poder ingresar nuevamente en España por levante. Contra todo pronóstico las tropas españolas fueron desarmadas al cruzar la frontera y recluidas en campos de concentración franceses. El señor Jauralde pasó varios meses prisionero en el de Argelès-sur-Mer, y de esa estancia nos ha referido algunas anécdotas en las que se alternan la decepción, la miseria y, por qué no, también el humor negro. Cuando fue liberado optó por quedarse en Francia y fijó su residencia en Bretaña. Pero las desgracias nunca vienen solas y pronto fue detenido por la Gestapo. Su condición de oficial combatiente al servicio de la República Española le hizo acreedor de un viaje con un destino bastante sombrío: el tristemente famoso K.Z. Mauthausen. Superviviente nato, hombre de una autodisciplina envidiable y de una indudable suerte, consiguió mantenerse vivo hasta la llegada de las tropas norteamericanas que liberaron el campo, y decidió quedarse a vivir el resto de sus días en Austria. En esa inesperada decisión de permanecer en nuestro país intervino sin lugar a dudas su amor por las montañas, y también por determinada joven tirolesa que conoció en los días siguientes a su puesta en libertad. Más tarde, a la hora de la cena, tendré ocasión de presentárselo, pero ahora escuchemos su historia, que promete ser, como siempre, apasionante:

      —Señoras, caballeros, ayer el señor Kauffman dejó muy alto el listón con su excitante relato. ¿Cómo? ¿No se oye? Disculpen. Les decía que el relato que hizo ayer el señor Kauffman, acerca de la vida en esa perdida aldea bávara, nos obligará en adelante a superarnos para tratar de estar a su altura, cosa que se revela como una inútil tarea. Por cierto, estimado señor, no llegó usted a aclararnos ayer si se trataba de un hecho real o nos encontramos una vez más ante un bello producto de su imaginación. ¿Perdón? ¿La diferencia? Pues sí, tiene usted razón, bien mirado la respuesta a mi pregunta carece de importancia. Bien, esta tarde yo les referiré una historia de la que sí deseo adelantarles que es rigurosamente verídica. Es la historia de un camarada de armas; eran los tiempos previos a la guerra civil española, una época caracterizada por una omnipresente tensión social. Aquel hombre se llamaba Lucas Satrústegui y se había afiliado durante la dictadura de Primo de Rivera al recién creado Partido Comunista. Lucas tenía por aquel entonces veinticinco años y dirigía una troika de las MAOC, una organización de autodefensa armada del Partido. Era lo que llamaríamos un hombre de acción. A pesar de su juventud, Lucas tenía ya tres hijos y una mujer de salud delicada que nunca comulgó con sus ideas políticas, pero se entregó con fervor a la causa de sacar adelante a la prole, y simular para su hogar un orden y un sosiego del que no pudo gozar su familia, ni muchas otras que se encontraban en parecidas circunstancias. La guerra comenzó, y obedientes al fragor de pulsiones cainitas, las tropas rebeldes se situaron a la entrada de Madrid; permanecerían allí tres años. Comenzaron los bombardeos de la aviación a la población civil para quebrar la moral de los sitiados; un gran número de niños fueron evacuados de la capital. Para dar ejemplo, los dos mayores de Lucas, quien para entonces era comisario político del Quinto Regimiento, fueron enviados a la Unión Soviética, y la más pequeña, junto con su madre, partió hacia la frontera francesa. Los hombres quedaron en Madrid, dispuestos a resistir fieramente. Una tarde, por la calle, Lucas conoció a una farmacéutica llamada Olga, que pertenecía a una familia de la pequeña burguesía y vivía con sus padres en el barrio de Argüelles, justo encima de una farmacia de la que era titular. Nuestro hombre era un joven arrogante, alto, bien parecido, acostumbrado al mando; ella una mujer que iniciaba la veintena, pálida, femenina, miope, Bien, digamos sin más dilación que se enamoraron. La vida se había convertido en un programa incierto —el frente de batalla estaba tan próximo que los milicianos acudían en tranvía— y la población se acostumbró a vivir como si cada día fuera a representarse la última función: hubo un pacto tácito para no hablar del pasado, no existía sino el presente. Siguieron unos meses en los que aquel amor se hizo un hueco entre el ulular de las sirenas. Con frecuencia Lucas salía con su unidad a otros frentes, estuvo en el Jarama, El Pingarrón, Guadalajara, Brunete, el Ebro... hubo un silencio que se prolongó por varios meses: al regreso de una de aquellas operaciones no volvió a llamarla. Olga supo por algún compañero de milicia que Lucas no había sido herido, consideró suficiente la información, no lo buscó. En los últimos meses de 1938 la situación de la capital era muy comprometida, el final de la guerra podía predecirse sin temor a equivocación, los franquistas acabarían por imponerse en poco tiempo. Sonó el teléfono en casa de Olga, era él, pedía una cita urgente. Se vieron en la calle San Bernardo, ella acudió con zapatos altos y una triste sonrisa miedosa en los labios rojos; él sombrío, buscando en el suelo las palabras justas. Estaba casado, su mujer había regresado muy enferma de Francia, con la hija menor; tenía una infección y necesitaba urgentemente sulfanilamida, el médico de su unidad, amigo y camarada del Partido disponía de la justa para los combatientes, Olga era su única esperanza. La farmacéutica negó con la cabeza, contempló mucho rato los ojos huidizos de Lucas, tragó saliva:

      —Vaya, esta vida se vuelve cada día más sorprendente. Te quedarás viudo si no te ayudo. Sí, ya sé: es la madre de tus hijos. Patético. Cuánto daría por escuchar esa frase refiriéndose a mí. Bien, chico, vamos, ¿cómo detener el curso de las cosas?, la vida continuará a pesar de todos nosotros; en mi farmacia tampoco hay sulfamidas, la guerra arrambla con todo, pero tengo un pequeño almacén en Moncloa donde seguramente encontraremos lo que necesitas. Está en una zona batida por francotiradores, pero si tú me acompañas nos jugamos ambos la vida por tu mujer, de este modo pongo mi granito de locura en este absurdo. Ya, alegra esa cara, palurdo, has conseguido lo que querías: tener dos mujeres tiene sus ventajas. Es una pena que yo no sirva para hacer colección como tú aunque, desengáñate, la vida me lo pone fácil también a mí. ¿Recuerdas el teniente que me presentaste en Atocha? Sí, hombre, aquel que se lamentaba de estar destinado en retaguardia y te pidió que hicieras valer tu influencia para que lo enviaran al frente. Pues resulta que me lo volví a encontrar hace cosa de un mes, estaba contento, le había llegado un nuevo destino. No sé qué influencias tienes tú, evidentemente son importantes si consigues que un hombre cambie a voluntad en medio de la guerra el lugar donde quiere morir. Pero no lo suficientemente importantes para conseguir que conserve la vida tu mujer. En fin, esa es otra historia, un verdadero comunista no tiene familia, su familia son sus camaradas, su familia es la revolución. No tiene familia, pero sí tiene dos mujeres. Ja. ¿Un coche? No, hombre, vamos caminando, pronto empezarán los tiros, la Ciudad Universitaria está cerca y abundan los pacos. Como te decía, me encontré al teniente y era su cara la de un niño tan feliz como asustado; la guerra, el peligro constante, os vuelve críos que necesitáis protección. Me invitó a un café y luego vagamos por la ciudad. Sí, perdona, chico, sí que hace falta que te cuente esto, tómalo como el precio del antibiótico, como un peaje que tienes que pagar por mi ayuda; y también como una pequeña venganza para sentirme mejor. Se le veía agotado, me llevó a su casa. Ajá, ya ves, esto podría ser el comienzo de una traición, pero no, no temas, te fui fiel; qué estupidez. Me llevó a su casa, se derrumbó sobre un sillón y me habló de sus miedos. Te estaba agradecido: le enviaban a la Sierra, a luchar en las montañas; tenía mucho miedo, pero se sentía bien. Me dijo que no tenía aquí a nadie, cosa que probablemente era mentira, y que le haría ilusión que yo fuera su madrina de guerra. ¿Imaginas? Un hombre que puede morir la semana que viene tiene a una hembra en su casa y lo que le pide no es que sea su mujer, sino que sea su madrina. ¿Ves? A veces, sólo a veces, hay algo en los hombres que merece la pena. Me dio la llave de su casa y me dijo que, si me comunicaban su muerte, volviera allí y me llevara todo lo que quisiera de sus pocas pertenencias. Anocheció mientras me hablaba de su madre, de su infancia en Palencia; poco a poco sus recuerdos se hacían más difíciles de evocar, más lejanos, más inabarcables, se quedó dormido en el sillón. En sueños hablaba vagamente de un armario, de un armario que daba a un gran patio con sol. Permanecí mucho tiempo a oscuras, en silencio, viéndole dormir, pensando en ti, en mí, en España, en tantas cosas. ¿Sabes?, aquel teniente era un escritor. Sí, supuse que tú no lo sabrías, ¿por qué habrías de saberlo?, para la guerra eso carece de importancia y de aplicación. Tenía una vieja máquina de escribir sobre la mesa del comedor, con una hoja de papel metida en el carro y otras puestas boca abajo sobre la mesa: había comenzado lo que parecía un cuento. Volví a mi casa y no tuve más noticias de él hasta hace cuatro días. Recibí una carta de un compañero de su regimiento: había muerto en combate. Regresé con la llave que él me había dado y lo encontré todo como lo dejé, salvo que en la mesa, junto a la máquina de escribir había ahora un álbum de fotos; es probable que antes de salir para el frente se sentara a ver por última vez las fotografías. En la papelera había varios folios arrugados. Hojeé su álbum con la lejanía de quien contempla la luz de una estrella que ya se extinguió hace años. No quise llevarme ninguna de sus fotos, ninguna otra cosa de aquella casa. Sólo tomé los folios, los alisé como pude y los metí en el bolso. Era un cuento, aún lo llevo conmigo. He leído el comienzo tantas veces que ya casi me lo sé de memoria: «En el dormitorio de mis padres, a la izquierda de la mesilla de noche, había un rincón con varios anaqueles superpuestos que utilizábamos para guardar un universo de cosas, planchas, zapatos, juguetes, ropa. Estaba tapado por una cortina en la que predominaba el color ocre, con motivos estampados que tardé en descifrar, tal vez porque las figuras se repetían, pero cambiando de posición, de manera que unas fueron impresas verticales, otras horizontales, otras invertidas, así que unas veces parecían seres malignos y lánguidos, como relojes blandos, y otras, islas de coral en un océano caprichoso».

1 comentario:

  1. Comentario

    1—Donde el narrador habla del rincón con anaqueles, (y que vive con su hermana Olga y su abuelo Lucas, “que se pasaba el día contándonos batallas de la república y de la guerra”.)

    2—Donde la novia que tiene del otro lado del armario cuenta su excursión a los Pirineos y el encuentro con el montañero.

    3—Donde el montañero cuenta una aventura en Austria que terminó con él en un hotel “peculiar”.

    4–Donde el director del hotel habla del hotel y del compatriota español.

    5—Donde el compatriota español cuenta la historia de su camarada de armas Lucas Satrústegui y Olga, la farmacéutica.

    6—Donde Olga, la farmacéutica, cuenta la historia del teniente-escritor y como encontró el comienzo de este cuento.



    A grandes pinceladas este es el argumento de Telescopio.

    Las dos primeras son de pluma ágil, fantasiosa, un gusto leerlo.

    Cuando el montañero inicia su ascensión el relato comienza a empastarse, el lector, o por lo menos a esta lectora, comienza a boquear, con la altura el aire se enrarece, hay exceso de nombres propios y explicaciones; por fin el montañero se cae y aparece en el hotel, y el cuento retoma vuelo y el lector aliento. Una puede pensar: ¡qué bueno ese hotel!, ¡lo pasaría bomba!, la caída del montañero, buen recurso.

    En el relato del compatriota español y de la farmacéutica Olga, cartas donde el autor, además de mostrar que es español, demuestra que está dispuesto a jugar la mejor gota de su esfuerzo, (porque hay que meter, una detrás de otra, seis historias). Un mérito que no es obligatorio repetir.

    Lucas, Olga, el final es el comienzo, bien.

    Recordaba algunos detalles de este cuento, por haberlo leído en el 2005 en el taller 05, el detalle de la cortina cuyos dibujos cambian según se los mire, la búsqueda del monte Perdido, etc.

    ¿Para quién está escrito este cuento?

    Retomo esta pregunta, de un comentario anterior de Carlos.

    No me parece mal escribir pensando en un lector definido, creo que es un derecho que le cabe al autor, escribir para niños, para adolescentes, etc, aunque no quiero excusar a las editoriales que hacen de esto un exceso y un negocio. Pero si el autor puede tener el derecho de ejercerlo, también puede tener el derecho de no hacerlo. Y que la cosa salga para donde sea.

    Ignoro sobre este tema las indicaciones de “los que saben”.

    Recuerdo a Alicia en el país de las maravillas, que leí de pequeña, como un libro más, y debí releer, de mayor, como un tratado de lógica.

    Y sobre el círculo de Telescopio, (¿un telescopio circular?), creo que es un relato muy cuidado, demasiado ambicioso, lo que lo hace denso. Me gustó mucho, pero no en forma pareja.

    Un abrazo de MartaLeer mas...

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