sábado, 1 de marzo de 2008

El corazón delator

Juan Abril


      Este cuento es una conjunción de mis pasiones favoritas: los conciertos de rock, la estética gore de los jóvenes directores europeos y norteamericanos, la prosa eficaz de Clive Barker… y mi teoría (más bien fe) de que es posible estructurar un cuento como una sucesión de viñetas o imágenes cinematográficas. Al final, el acto de escribir, es como un delicado y persistente cercenar de figuras retóricas en aras de una pobre invención cosmética; un exótico “cadáver exquisito”, vomitando sobre el espacio en blanco, párrafos y párrafos aparentemente conexos, que nos conmueven, que nos vuelven seres superiores o infames, pero ya nunca iguales.

      Así, EL CORAZON DELATOR, quizás sólo forme parte de un pastiche experimental, o sea el intento abstruso de concebir una historia, pretenciosa hasta el absurdo, que aspire permanecer en la mentalidad del lector; aunque sólo sea la rimbombante metáfora de una vanidad castigada, aunque sólo desee unas limosnas de aprobación. Sin embargo, algunas tardes rojizas de otoño Limeño, o ciertas sombras reflejadas a través de mi ventana, hacen innegable la posibilidad de que mis palabras no formen parte de una verdad oculta. Carezco de falsa modestia; al fin y al cabo, un escritor no puede desdeñar sus propias excrecencias; tampoco existen críticas lo suficientemente poderosas o inteligentes que le puedan persuadir de que no haga lo que considera el único propósito, digno y justificable, que mantiene alerta su pureza creativa, pese a estar rodeado de un universo retorcido y soporífero. Por ahora, esta fábula formará parte de aquellas aborrecibles historias de aparecidos y de monstruos, que la crítica recibe siempre con burla y sin prestarle mucha atención. En cierto modo, persistir en empresas absurdas es una cualidad estorbosa y a veces fatal, de aquel que sabe muy poco y que juzga con ingenuidad una situación. La inocencia, bien decía Baudelaire, es una característica inherente a todo escritor. Negarnos esta predisposición, sobre todo en la juventud (fuente de las más frenéticas ingenuidades) es una blasfemia y una insolencia, que nos podría condenar a ese infierno estéril y lúcido de los que ya saben demasiado y que, simples como son, mueren de certeza.
I

      Donde se transcribe un párrafo de la fábula llamada En tinieblas, de León Bloy, como marco de fondo y principio para El corazón delator.


      “El Génesis es la advertencia escrita de un Dios que pretende ocultar cuánto sabe. El árbol prohibido fue la vía del conocimiento y de la vergüenza; pero cuando Adán es increpado a delatar, comete la estupidez de culpar (con su nueva y virginal comprensión) a su mujer, por haberle persuadido a que comiese y desobedeciese al arquitecto del universo. Esto me hace inferir, de manera muy directa, que la mujer comió mucho más de aquel fruto, y que por ello su género ha heredado mucha más inteligencia que el hombre, sobre todo para mentir; así como para otras cosas igual de vitales. Género delicioso, fémina natura est terribilis ut castrorum acies ordinata, la mujer también ha heredado la fea predisposición a chismorrear con serpientes intrigantes. Aun así, no olvidemos nunca a la primera mujer, Lilith, que fue hecha de lodo y que no pecó.
Dans les Ténèbres . Leon Bloy (escrito en el año tenebroso de1914)

II

      Aquí empieza la fantástica, hiperbólica y rimbombante aventura de Cerati, en medio de aplausos y luces segadoras.


      La historia comienza en Buenos aires o Dublín; para mayor economía imaginaria, digamos, Buenos aires, el teatro Colón; un telón bellísimo que se abre y un divo surgido del vapor, mientras ronronea una orquesta sinfónica. El poeta, de mirada errática y frases oníricas, no es importante; hay suficiente artilugio en sus poses para dibujar cientos y cientos de bocetos gramaticales; dibujar una escena bulliciosa y recargada contribuiría a aliviar mi horror al vacío. Sus versos, que ya me son lo suficientemente molestos e inevitables, distraen, sin embargo, mi recientemente adquirida economía prosódica, embelesándola de giros arcaicos; vastas oraciones, recargadas de kenningar (simbolismos nórdicos que deforman con belleza la forma original de lo evocado) han cumplido satisfactoriamente su función —como antaño— de maquillar la violencia y la mutilación.

      "Hoy quiero bailar desnudo y drogado sobre la mesa más hermosa del Universo. Untaré mis pies de mantequilla y danzaré para ti, Cecile", decía Cerati, observando sus manos disolviéndose entre el humo azul del escenario: "Me comeré tus ojos en una copa de cristal. ¡Cómo es posible encontrar entre todas las butacas inocuas del teatro Colón, una definición tan morbosa y letal de finura y concupiscencia!"

      El director de orquesta observaba la pantalla del monitor. Los músicos seguían atentos la señal precisa. Cerati se acomodó un mechón que caía sobre su cutis nacarado, cubierto de gotas frías de sudor. Sonrió a una miríada de ojos que se fueron diluyendo con el vapor: "Tu sonrisa es como un ramo de flores exóticas, diosa mojada, flor salvaje, atardecer rojo, lluvia de verano, cordillera virginal hecha carne". La música dio comienzo, y sus mejillas se cubrieron de resplandores rojizos. El azul de su traje napoleónico resplandeció entre las luces anaranjadas del escenario, sus pasos lo aproximaron a un público extático que lo admiraba desde un abismo de butacas y oscuridad. La mirada de Cerati se hizo transparente, dichosa, cubierta de inteligencia y sensualidad atemporal.


      El fagote dibujó un breve susurro en el espacio; el cello se explayó con grave sensualidad; el oboe sonó como un lamento y su sonido fue como un canto que intentara rozar la cúspide del arrebato místico. Cerati sonreía dramáticamente, con los ojos cerrados; se llevaba la mano al pecho, moviendo la cabeza, siguiendo el ritmo de la canción. Al abrir los ojos, su expresión fue arrogante y feliz; sus labios segregaron un brillo matizado de rubores carmesíes:
      —Como un Mantra, de mis labios fluye todo lo que hay que conocer de ti –dijo—. Debes ser una forma compleja, un objeto de proporciones inconcebibles; una luz que emana simetría y perfección euclidiana. Podría concentrar en ti las imágenes más repugnantes, pero tu pureza no disminuiría un ápice. Todos los malvados de la Tierra deben poseer un símbolo perfecto como tú, que los redima y les otorgue esperanza; en este mundo, todo mal debería poseer y recibir la redención a través de la belleza".

      La mujer a quien iban dirigidas estas palabras, sonrió, mientras que la punta de su lengua aparecía juguetona, entre sus labios oscuros.

      Algún espectador silbó desde el refugio negro donde se encontraba la dama, pero su acción no fue capaz de romper, con su vulgaridad, la pureza musical que se deslizaba por todo el teatro, bajo la bruma de los cuernos listos para la batalla, alrededor de los tiernos jadeos de un violín, entre la conjunción orgásmica del oboe viril y del travieso clarinete.


      Los aplausos llovieron sobre el silencio de Cerati, que extendió sus brazos para recibir a la inmensidad vertiginosa que le aplaudía sin piedad; el bullicio se volvió tan poderoso que le hizo estremecer y apretar sus párpados.
      —¿Eres una hieródula?— le interrogó Cerati a través del micrófono— ¿una bacante que ha venido a devorarme, o es al revés? ¿Cómo es que conozco tu nombre, Cecile, si es la primera vez que mis ojos se encuentran contigo?"

      El director de orquesta gesticuló en medio de una batalla que era sólo suya y que no compartía con nadie, excepto con los que comprendían el lenguaje de su negra batuta, que refulgía, como una espada moderna diseñada para lidiar con el alfabeto caprichoso reflejado en su pantalla de cristal.

      Cerati respiró muy despacio. Ahora observaba sin temor, con un desprecio total, a esa criatura con miles de ojos, bocas y gritos que le aplaudía con frenesí:
      —El amor es la conjunción de todas las delicias de este mundo. Pero las delicias de este mundo, no podrán disfrutarse a plenitud si nuestra conciencia no está preparada para sentir el mismo placer ante la muerte. Así como nos enorgullecemos cuando inventamos frases sorprendentes, también debemos enorgullecernos cuando nuestra vileza aniquila lo irremplazable. ¡Fragilidad, pecado, oscuridad y jadeos irresistibles es lo que yo quiero en mi vida! Hoy mi corazón se siente delator.
      “Hoy Cecile, no me vas a decepcionar”.


      El poeta recogió las rosas que habían sido arrojadas a sus pies. Luego se dirigió hacia su camerino, donde una mujer cubierta con pieles de gamuza le aguardaba.
      Detrás del escenario los técnicos permanecían concentradísimos en la sincronía de luces y efectos de sonido. Cerati cruzó desapercibido toda esa barahúnda de seres anónimos y entró en el camerino. Al cerrar la puerta se hizo un silencio absoluto; agradeció al equipo de logística por haberle provisto un refugio a prueba de ruidos.
Al costado de un biombo cubierto de toallas, una mujer le observaba con devoción. Cerati sintió como una especie de hechizo sensual, que le embriagaba; no intuyó otro impulso que el de correr hacia esa imagen y cogerla entre sus brazos. Pensó: “Esa actitud es la decisión más perfecta, la travesura más sublime que haré esta noche”.

      ―¿Sientes mi corazón Cecile? ―, atinó a susurrar el poeta, mientras que sus dedos acariciaban una cabellera hirsuta y muy blanca. El rostro de la mujer era pálido, como un cadáver, a Cerati le pareció que flirteaba con una escultura de alabastro.

      Dos bocas chocaron con presión; una danza de lenguas y unas manos hambrientas se apretaron, detrás de un biombo pintado de dragones y guerreros medievales.

      La boca de Cerati se abría juguetona y lujuriosa mientras sus uñas, cortantes como navajas, se hundían debajo de un pelaje humedecido y caliente; los ojos de la mujer se contrajeron; los besos se habían vuelto opresivos hasta la asfixia; no era nada extraño este paisaje erótico, en donde la sorpresa y la fugacidad actuaban como un poderoso y excitante alucinógeno. Pero Cerati se sentía ahora muy lejos de ese ensueño amatorio de fin de semana, porque, en un paréntesis del tiempo y de la común realidad, unas pinzas de aspecto infame le abrieron el tórax. Provenientes de un espacio inconexo, de una infernal dimensión, racimos de tentáculos inmundos, observaron atentos, provistos de babosas membranas oculares, los labios de Cerati. Un dolor quemante, sorpresivo, terrible, empezó a crecer hasta dejarlo paralizado. El miedo más brutal, la locura y el dolor se apoderaron de sus sentidos. Las orbitas de sus ojos sangraban, cegándolo, impidiéndole ver a un ser de anatomía perversa, que estaba muy lejos de pertenecer a este mundo; de dimensiones contradictorias en donde la perspectiva ha muerto y en su lugar la fisiología y la geometría han construido formas perversas y malignas, la abominación escarbaba en su carne. Cerati trató de sujetarse del biombo que los cubría, pero un apéndice o tentáculo nauseabundo se lo impidió, mientras que, otras “extremidades” igual de repugnantes, se hundieron poderosamente, una y otra vez, en su cuerpo paralizado de terror. Enormes garfios, fríos como el hielo, traspasaron con facilidad la suave costura de su piel.

      Los dedos del poeta palparon la candente humedad rojiza brotando de su vientre. Entonces, convertida en una perversión mucosa, Cecile introdujo un bulbo que remedaba en su disformidad a una cabeza humana, a través de un agujero sanguinolento hasta ubicar el corazón aun palpitante del poeta.

      ―¿Qué eres? ―gemía Cerati, resistente aún a los estertores de la muerte. El tiempo desaparece en los momentos más dolorosos; la agonía transforma el universo en una especie de eternidad monstruosa, en donde todos los suplicios se conjugan para quebrar nuestra lógica, nuestros sueños de razón y coherencia. Con ojos agotados ya de vida, Cerati vio que la anterior y pálida figura de Cecile le revelaba ahora su plasticidad oculta, una estructura invertebrada y rebelde a toda ley física, una despiadada sorna de forma humana; una especie de sanguijuela cruel cuyas proporciones contradictorias habían reemplazado a esa anterior imagen de alabastro llamada Cecile.

      ―¡Te amamos! ―dijo el monstruo antes de arrancar sin esfuerzo una madeja de arterias desordenadas y sangrientas.

      El poeta se desplomó en el piso.

      La criatura, ahora rodeada de un halo y un frenesí que la hacían infernalmente magnifica y extravagante, hacía gala de sus formas imposibles, dejando intuir en su caos, una manufactura deliberadamente perversa y corrupta, propia de un escultor que odiaba la simetría; se deslizó airosa en su desorden, por los sótanos del teatro; cada vez más en conflicto con las formas distinguibles que la rodeaban (arriba y abajo, atrás y adelante) sus estertores trataban de insinuar acaso una especie de organización insólita, similar a un desorden cuya esencia evocara alguna inicua y milenaria belleza, fruto del eco, de gritos y de aplausos interminables. Cecile sólo atinó a pensar que el corazón de ese hombre la había llamado desde hacía mucho tiempo. Una invocación tan poderosa (en estos tiempos en donde el poder de las estrellas y el resplandor de la magia casi están extintos) era algo que ella supo agradecer con respeto, pero también con irremediable voracidad. Los siglos y las batallas no habían modificado un ápice la esencia de sus victimas; esa búsqueda infranqueable de respeto y admiración, esos gritos desgarradores y extáticos que preceden a la gloria, la habían construido y la volverían a llamar. Esta certeza interior la llenó de gozo; una profunda convicción religiosa surgió en los sucios confines de su alma. El mundo le había dado un propósito a su increíble existencia. Después de todo, ella también era una representación emergente (y una víctima) del bullicio… y de la indiferencia moderna.
      La sombra del monstruo se tornó en una silueta perfecta de mujer. Salió del teatro y desapareció entre los confines de Buenos Aires.

      A Carlos Argentino.

2 comentarios:

  1. Juan Abril

    Honestamente: a pesar de que se nota tu manejo conceptual del idioma, “el corazón delator” se me hizo un ejercicio penoso de cumplir para justificar mi participación en el taller.

    Me queda la duda, si debería leerlo otra vez para entender qué quisiste decir, o qué dijiste.

    Creo que por el momento me absolveré de esta obligación minuciosa.

    Dejaré a Cerati desangrándose y al monstruo Cecile, (hieródula mezcla de calamar, mujer, humo de marihuana y fantasma de la ópera), correteando a su antojo por Buenos Aires.

    Por el bien del Teatro Colón, espero que su público y sus artistas no convoquen desvaríos tan voraces.

    Saludos

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  2. Antrosible, ignoto, producto de efluvios cannatròsicos o ácidos eslavios. ¿Alguien le suminará algún incormidón a Juan para almenorarle los estrudnios, apaciguar las desmóngolas? Me parece harto glafebo, seguramente Juan vive ánicramente por Juan superfonio y ya es así, un arviolo de aquellos que se reforzan y se mastrulan hasta el mortazgo. Pobrecito el surrealismo si los mardinos se esfrulacen y estragacen, como en este texto artroide y remículo, imposible de artumarlo, ni siquiera de zarqueirlo, que se displaya y se engurfia, como un contrapiloso tampón de arnafa, tromundo, imberlado de las arañas moprosas y fulgrentes.
    Eso sí, por ahí habla mágnicamente del oboe viril y del travieso clarinete, ínfulas demoníacas, verisiondas carmiletas, el sexo de los instrumentos arfilentos por sobre el intramuro del soponcio, la fuerza mesiánica, el soplido merulagio, inderme o irrecluso. Y sobre todo, la gurcamiola de un final de ópera a todo mastrupo, con asesinos prelugios, con contramoles y sulfatos.
    Lástima este teatro Colón, tan remilado y prinlefuo, que parece frenodino, hasta apático.
    Después, si es un cuento urlítico o improbio, sólo Juan lo sarpula. Juan por Juan, inmolabio de tresusmos.

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