sábado, 15 de marzo de 2008

La caja roja (ejercicio)

Norberto Zuretti

      En una esquina oscura, mirando hacia la fachada de una casa relativamente moderna que se encuentra a pocos metros sobre la vereda de enfrene, están Amilcar, Imelda y el Chapulín. Amilcar balancea en sus manos un manojo de llaves. Los tres espían a los alrededores, no hay nadie, no pasan vehículos, no se escucha nada, el barrio parece una tumba desolada apenas lamida por el aliento impreciso de la luna.
      —Entremos —dice el Chapulín—, nos queda poco tiempo.
      —Pero… —protesta Amilcar—, nos dijeron que debíamos estar seguros antes de…
      —Venga —lo interrumpe Imelda—, que no nos vamos a quedar toda la noche debatiendo sobre el sexo de los ángeles, no es una casa demasiado grande, no ha de llevarnos mucho tiempo.
      Amilcar prueba con la primera llave que, por supuesto, resulta incorrecta. La segunda no entra en el orificio, la tercera sí, pero no alcanza a girar.
      —Anda, préstame ese llavero, que tú eres incapaz de acomodar un libro en un estante, mucho menos podrás con estas minúsculas llaves -Imelda se hace cargo del manojo, y en un par de intentos consigue abrir la puerta.
      —Coños, tío, ¿qué dónde nos vamos a meter? —pregunta el Chapulín, mientras busca el interruptor y consigue encender las luces. Acceden a un hall distribuidor, a la izquierda hay una arcada que da a un living comedor totalmente amoblado. Van encendiendo luces a medida que ingresan a los ambientes. Todo se encuentra muy limpio, evidentemente la vivienda está habitada, a pesar de padecer una mala ventilación, se huele a encierro. Al fondo una escalera sube hacia la planta alta, a un costado dos puertas, una da a la cocina, la otra al sótano.
      —Parece que no hay nadie —opina el Chapulín.
      —Pero claro, hombre —Amilcar se ufana, como si acaso supiera—, ya nos avisaron que la casa estaría vacía, ¿tú qué te esperabas?
      —Joder con este asunto —se defiende el Chapulín—, para mí ésta es la primera vez, ¿qué voy a saber yo de qué va esto?
      —Pues estamos igual, tío —dice Amilcar y luego se vuelve hacia Imelda—, ¿y tú, mujer, también es tu primera vez?
      Pero ella acaba de dar un paseo por el living, se detiene frente a ellos, y dice:
      —No tenemos demasiado tiempo, ya van a ser las tres, nos quedan menos de cuarenta minutos para encontrar la caja y mucho espacio para revisar, ¿por dónde empezamos, no creen que deberíamos separarnos, cada uno a una planta?
      —Claro —objeta el Chapulín, muy mordaz y nervioso—, que así vamos a cometer las estupideces de las películas, para que nos vayan matando de a uno por vez. Que no, que yo solo no voy a ningún lado, los tres juntos o nada.
      —No nos alcanzará el tiempo, yo insisto en separarnos —se mantiene Imelda en su postura—, esta casa está llena de muebles y estantes y roperos, tenemos mucho que revisar, seguro que la caja no va a estar a la vista, que ese debe ser el intríngulis de este juego.
      — ¿Juego, pero tú le llamas a ésto un juego? –también Amilcar parece nervioso.
      —Pues que no tengo idea de qué va —responde ella—, pero lo cierto es que mientras nos la pasamos charlando el tiempo se acaba. Anda, si sois unos cojonudos, me voy yo a revisar la planta alta y quédense ustedes por aquí y con el sótano —y, absolutamente decidida, sube por la escalera.




      En la planta alta hay un estar íntimo, al que dan dos dormitorios y un baño. Imelda entra al baño, un baño común, una cortina de plástico transparente sobre el lateral de la bañera, una toalla abandonada sobre el bidet, cremas, cepillos de dientes, peines, jabones, perfumes y potes amontonados en la repisa del lavatorio. Ninguna caja roja. Pasa al primer dormitorio, hay dos camas individuales, una de ellas con las sábanas y la colcha revueltas, el pijama de un niño, la almohada en el piso, un placard. Revisa debajo de las camas, los cajones y los estantes hurgando entre la ropa y los sacos colgados, tratando de dejar todo tal como estaba, pero no encuentra nada. Ni en el pequeño escritorio que hay contra la ventana y que está plagado de avioncitos y tebeos. Tampoco en las puertas superiores del ropero.
      En el segundo dormitorio el panorama parece más complicado. Una cama matrimonial desordenada, un placard de cuatro puertas atiborrado de ropas de hombre y de mujer que va desplazando inútilmente, acerca un banquito y revisa los estantes superiores con idéntico resultado. Abre una caja de cartón, está llena de sobres de correspondencia, de facturas y folletos y fotos familiares, seguramente el matrimonio con el hijo, los ausentes habitantes de la casa. Ellos son muy jóvenes, alrededor de treinta o treinta y cinco años, el niño tiene unos diez u once. Estuvieron en alguna playa de la costa, y en las montañas. Abre dos valijas y un bolso y todos los cajones de las dos cajoneras, pero tampoco encuentra la caja que busca. El último intento es debajo de la cama, donde solamente hay pantuflas y pelusas y un collar con cuentas de plástico.
      Se está levantando, cuando siente que comienza a sonar un teléfono en la planta baja. Mira su reloj pulsera, que marca las tres y diez y siete.




      Imelda se aleja decidida por la escalera, el Chapulín se queda mirándolo a Amilcar, quien le dice con cierto enojo:
      —Anda, tío, que esta tiene razón y se nos va a acabar el tiempo, empecemos por la sala, tú revisa el modular, que está lleno de puertas y estantes.
      Y así van abriendo puertas y corriendo almohadones, también ellos intentan mantener el orden de las cosas que tocan. Buscan detrás y debajo de los sillones y de los muebles, pasan de largo por los estantes llenos de libros y adornos, una colección de brujas de cerámica, estuches de anteojos, varias revistas. Se les iluminan los ojos ante una pila de cajas amontonadas en un rincón, evidentemente de artículos de computación, que terminan descubriendo vacías o llenas de catálogos, manuales y publicidades.
      En la cocina, a pesar de la cantidad de puertas del mueble bajo mesada y la ala-cena, las consecuencias son similares. Ninguna caja roja, ni dentro del horno, ni en la heladera abarrotada de comestibles, ni en el micro-ondas, ni en el lavarropas, ni en el escobero, ni en el tacho de residuos, ni en la bolsa del pan, ni en la lata de las galletas.
      El Chapulín le cede el paso a Amilcar para bajar al sótano. El sótano es un cuarto muy pequeño, frío, de poca altura, con estantes atiborrados de paquetes y objetos en desuso. Todo cubierto de un polvo muy fino y etéreo que se les va pegoteando en la piel y les reseca las gargantas.
      —Están jugando con nosotros —protesta el Chapulín mientras vuelve a colocar en uno de los estantes una caja inmensa llena de cables, alambres, interruptores y artefactos de luz desarmados —, por aquí no hay ninguna caja roja, ¿de qué se tratará todo esto, acaso tú sabes, te han dicho algo más, porque lo que es a mí me han largado duro?
      —Tú sólo cállate, y busca, que es lo que debemos hacer, tío.
      —Pues a mí este asunto ya me tiene harto, tal vez la ha encontrado ella allí arriba y nosotros aquí tan, ¿tú qué crees, querrá jugárnosla?
      Entonces, amortiguado por la distancia, comienza a sonar un teléfono. Se miran sorprendidos. El Chapulín sube corriendo por la escalera.




      Imelda sortea de un salto los cuatro últimos escalones, gira hacia el living, y casi tropieza con el Chapulín, quien está sosteniendo el teléfono junto a su oreja.
      —Sí, oigo…, diga… —la ve a ella llegar, y detrás a Amilcar—, que no hay caso, no responde nadie…—les asegura—, nos están tomando el pelo estos demonios…, ¿de qué se trata todo esto, qué quieren de nosotros?
      Imelda le quita bruscamente el auricular y cuelga.
      —Pero, cabrón —le grita furiosa al Chapu—, ¿quién te ha dicho a ti que atiendas?, no deberíamos haber atendido de ninguna manera. Imbécil. Tú sí que no estás preparado para estas cosas, eres un gilipollas. ¿Y si ahora nos dejan fuera?
      —Es que el teléfono sonaba, mujer, y como no hemos encontrado nada…, por lo visto tú tampoco…, en una de esas se trataba de nuevas instrucciones, cómo voy yo a saber, ¿y tú, cómo estás tan segura de que no había que atender, eh, dinos, acaso te indicaron algo que no sabemos?
      —Mejor te callas, fanfarrón —lo mira a Amilcar—, ¿entonces, no han encontrado nada?
      —Pues sí —responde Amilcar, dudando y con poca paciencia—, montones de cajas, hay azules, verdes, pero ninguna roja, ninguna condenada caja roja. Y se nos acaba el tiempo, fijaos la hora.
      —Para mí ya se ha acabado del todo —protesta el Chapulín, nervioso, mientras se dirige a la puerta de entrada—, que ya no quiero saber más nada de nada, y aquí los dejo, me voy, y hasta nunca, quedaos vosotros con este misterio.
      Ni siquiera da un portazo, queda la puerta abierta para que la noche se cuele en un llamado silencioso de vetas plateadas. Imelda y Amilcar se miran.
      —Así que no han encontrado nada —dice ella desilusionada.
      —Nada —responde él—, ¿y ahora, qué hacemos?
      Ella se encoge de hombros, los dos miran hacia la puerta abierta.




      Se han despedido en la esquina, nada tenían para decirse, y cada uno se va por lados distintos, con las cabezas gachas y la cola entre las piernas. Imelda no puede olvidar. Repasa mentalmente las imágenes del baño y de los dos dormitorios. Nada se le ha pasado por alto, ha sido suficientemente prolija. No ha dejado un solo rincón sin explorar, ni un hueco ni un estante ni un cajón. Confía en que sus compañeros han hecho bien su trabajo. ¿Tan escondida iba a estar la maldita caja? Está por llegar a la parada del colectivo y dispuesta a una larga espera, cuando ve un inodoro partido, abandonado contra un árbol. Se detiene repentinamente. Un inodoro roto. El inodoro de la planta alta. Ella había revisado el inodoro, sí, pero no se fijó en el depósito, lo recuerda bien, se trataba de uno de esos depósitos a mochila que se aplican como respaldo contra la pared, con una tapa superior de losa que permite acceder a su recito y al mecanismo. Mira la hora, son las tres y treinta y seis. Resopla con furia contra sí misma. La orden había sido clara, tenían tiempo únicamente hasta las tres y treinta, luego debían marcharse de inmediato, sin excusas. Se lo habían repetido, irse sin excusas. Corre las tres cuadras y al llegar a la esquina descubre un vehículo estacionado frente a la casa, tiene encendidas las luces de posición, el motor en marcha, los vidrios polarizados no le permiten ver en su interior. Duda. Hay luz dentro de la vivienda, pero ahora se apaga. Sale un individuo, le parece que carga algo en sus manos, se mete en el coche. Ella corre, el auto arranca cuando lo alcanza. Está al lado de la ventanilla trasera, le parece distinguir el vidrio que desciende, pero finalmente el vehículo se aleja, dejándola inmensamente sola en medio de la calle y de la noche, con las manos vacías, y la duda creciendo.

4 comentarios:

  1. Norberto nos trae un cuento de suspenso. Tres personajes, donde destaca una mujer más decidida y más avispada que los otros dos, revisan una casa buscando una caja roja. A mi entender la sospecha que se despierta al final tiene que ver con la llamada y con los que dieron las instrucciones al grupo; instrucciones que no nos permiten saber mucha cosa…Creo que buena parte del misterio está allí, en que no sabemos casi nada y hay que imaginar las circunstancias. Suponemos que los muchachos tampoco saben qué buscan: sólo que es una caja roja, pero ignoran el contenido.Por otra parte, parece entreverse también que han sido utilizados por otros… lo que no es fácil de entender es para qué han sido utilizados, puesto que al final, pareciera que “los otros” se quedan con la caja.

    Bueno, en resumen, que tanta incertidumbres me dejan perpleja.

    Detalles:

    alrededores, no hay nadie, no pasan vehículos, no se escucha nada, el barrio parece una tumba desolada apenas lamida por el aliento impreciso de la luna.

    ventilación, se huele a encierro. Esto no marcha; creo que debería ser “huele a encierro” o “se huele el encierro”



    baja. Mira su reloj pulsera, que marca las tres y diez y siete diecisiete.

    En la cocina, a pesar de la cantidad de puertas del mueble bajo mesada y la alacena, esto esta raro…



    acaso tú sabes, te han dicho algo más? porque lo que es a mí me han largado duro. ?

    responde nadie…—les asegura—, nos están tomando el pelo estos demonios…, ¿de qué


    —Es que el teléfono sonaba, mujer, y como no hemos encontrado nada…,

    por lo visto tú tampoco…,

    respaldo contra la pared, con una tapa superior de losa que permite acceder a su recito??

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  2. El ejercicio está cumplido; no como algunos que hace tanto que remoloneamos de lo lindo.
    Responde al título. ¡Bien, Norberto!
    Ahora debo decir qué me pareció. Y no sé. La verdad es que no sé. No sé qué es la caja roja, si los personajes que la buscan son adolescentes o qué, por qué la están buscando, de quién es la casa donde se busca, cómo consiguieron las llaves, por qué son minúsculas, qué tiene que ver el sexo de los ángeles, por qué hablan en ese español casi caricaturesco, qué es lo que hacen por primera vez, si se trata de un juego o de qué cosa se trata. No sé. Y lo leí buscando saber, conste. Dos veces, lo leí. Hasta me llegué a preguntar si el Chapulín no será el Chapulín Colorado que perdió el adjetivo porque no encuentra la caja roja.
    La verdad, no me seducen los textos que no entiendo. Por ahí mañana me despierto lúcida y me cae la ficha y digo, mientras me doy con la palma de la mano en la frente:
    —¡Ya sé, entendí! ¡Entendí el cuento de Norberto! ¡Pero cómo no me di cuenta antes, pero qué tarada!—
    O alguien lo comente y lo explique un poquito y la cosa se aclare.
    Sin embargo, creo que la confusión atenta contra el placer de leer.
    En cuanto a la forma:
    “da a un living comedor totalmente amoblado” Creo que sobra decir “totalmente amoblado”. Si no estuviese amoblado, sí habría que aclarar lo. Pero con decir living comedor, el lector ya lo imagina con muebles. Ahora, si querés agregar detalles de los muebles, estilo, colores, es otra cosa. Me parece, ¿no?
    “...a pesar de padecer una mala ventilación, se huele a encierro”. Acá falla algo: la puntuación. O es contradictorio. Justamente por padecer una mala ventilación es que huele a encierro.
    Ya te lo dijimos otras veces: hasta treinta se escribe todo junto. Diecisiete. Dieciocho. Bla, bla, bla, veinticuatro. Y así. A partir de treinta es separado: treinta y uno, treinta y dos...
    Encuentro frases hechas, demasiados adverbios terminados en mente, algunos muy cercanos. Cómo afean esos adverbios. Hay que tratar de extirparlos.
    Y sobreabundancia de peros, también.
    Algún “debe” que debiera ser “debe de”.
    Y otras cosas, pero me cansé.
    En fin, que al final me identifico con la muchacha: en medio de la calle y de la noche, con las manos vacías, y la duda creciendo.
    Un beso,

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  3. Reconozco de antemano que no soy partidaria de los cuentos con final abierto, pero éste me parece más bien un cuento inacabado. Me he imaginado que se trataba de un juego de rol donde ni siquiera los protagonistas conocen las reglas ¿? No responde a las expectativas que se crean. Supongo, Norberto, que las prisas te han traicionado.



    Hay un par de retazos poéticos que contrastan con el tono restante. Señalo uno:

    el barrio parece una tumba desolada apenas lamida por el aliento impreciso de la luna

    ¿Lamida de lamer? Eso se hace con la lengua no con el aliento ¿no?



    En cuanto a la abundancia de adverbios que alguien ha apuntado, te recomiendo leer “La conjura de los necios” de John Kennedy Toole, un maestro en el buen uso de los adverbios.

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  4. Pues sí, ya lo han dicho, nos quedamos sin saber nada, y eso resulta un poco desagradable. Me recuerda el cuento de la pareja que trataba de entrar a una fiesta, para la que parecían no valer las invitaciones que traían. Sin embargo, hay que reconocer una cosa: en los otros dos ejercicios de Marzo, tanto Pilar como yo hemos citado la caja roja por los pelos; pero Norberto ha convertido la dichosa caja en la verdadera protagonista de la historia. Una protagonista que no llega a hacer su aparición, pero que todo el mundo, incluso el lector, busca como loco.

    Hay tres personas que entran a una casa cumpliendo un misterioso encargo. Se trata de encontrar una caja roja antes de una hora determinada. El tiempo pasa y la caja no aparece. Pasada la hora límite, una cuarta persona entra en la casa y saca algo que podría ser lo que todos buscaron.

    Bueno, como historia sirve, aunque se podría haber aprovechado el registro para mostrarnos algo, un crimen, un horrendo secreto, el comienzo de otra cosa, una trampa para incriminar a los ladrones en algo. Sin duda un registro puede dar bastante juego, en la vida real y en la literaria.

    La manera de narrar me gusta, mantiene la tensión, el interés. Hay un personaje que apunta maneras: es un gilipollas que descuelga el teléfono. Parece como si ese detalle hiciera que el lector espere más cosas de ese tipo, pero la historia se termina y nada se concreta.

    Lo más llamativo de todo es el lenguaje. El lenguaje de los personajes no es ni argentino ni castellano; en ambos lugares (en todo el mundo, por lo tanto) suena pintoresco, por no decir imposible. El lector del 05 no sabe qué pensar. ¿Será que Norberto ha tratado de imitar la manera de hablar de los españoles? ¿Para qué? La verdad es que imitar el argot de un colectivo es siempre difícil. Incluso si uno ha pertenecido en el pasado a ese grupo y ha hablado esa jerga, llega el día en que se queda atrás, su vocabulario se hace rancio y sus expresiones inoportunas. Un español nunca diría las palabras “placard”, “lavatorio”, “estar íntimo”, “sacos”; un español nunca dice la interjección “coño” en plural, ni simultanea en la misma frase el tratamiento de usted y de tú («si sois unos cojonudos, me voy yo a revisar la planta alta y quédense ustedes por aquí», o bien « aquí los dejo, me voy, y hasta nunca, quedaos vosotros con este misterio». A los amigos, a la gente de la misma edad, a los compañeros de trabajo o de partido se la llama de tú, y por lo tanto el verbo en plural sería “sois”. Algunos andaluces podrían pedir a los amigos “quédense”, pero no les habrían dicho antes “sois”, sino “son ustedes”. El uso de la palabra “cojonudos” también llama la atención. Aquí esa palabra significa generalmente “muy buenos”, aunque también se puede usar para decir irónicamente lo contrario: “anda, que la has armado cojonuda”. Tiene uso de adjetivo calificativo, no de sustantivo, como en el texto de Norberto.

    Algunas otras cosas que se podrían resaltar:

    Hay un error de tipeo en «sobre la vereda de enfrene»

    «Amilcar prueba con la primera llave que, por supuesto, resulta inco-rrecta» [no entiendo por qué resulta incorrecta “por supuesto”. Aparte de que una llave lo más probable es que no resulte incorrecta, sino inapropiada].

    «los cajones de las dos cajoneras, pero tampoco en-cuentra la caja que busca».

    « mueble bajo mesada y la ala-cena» No entiendo esto.

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