sábado, 15 de marzo de 2008

Roja (ejercicio)

Pilar Dublé

      Quita el papel protector a los circulitos de plástico negro y los pega en el borde de la mesa. Hoy sí, hoy siente que los dedos le vibran. No durmió anoche, pensando en el pote, que es de varios millones. Son las tres; sus amigas, viejas indomables excesivamente maquilladas, de uñas brillantes y bañadas en perfume, aún no han cerrado sus negocios para venir a jugar. Tardarán un par de horas más, pero Diana espera y sonríe mientras se toma el primer trago de la tarde.

      Gabriel se sienta ante el panel de números. Deja pasar dos rondas mientras respira hondo con la boca abierta, hasta que siente la fuerza de la fortuna y marca uno, el de siempre, con los ojos cerrados. La pelotita brillante, que luce y suena como el cristal, gira dando brincos en su rueda vertiginosa… ¡El cinco!
      ¡El siete! ¡El catorce! ¡El veintidós!
      Nunca le sale su número de la suerte. Él aprieta el puño, insiste y vuelve a apostar, bajando en escalones rudos: quinientos, doscientos, cien, veinte. Dos horas después sale del casino, mareado; aún no es medianoche pero la zona roja bulle y el olor a marisma que trae el viento lo despeja. Dos prostitutas de pocos años, con ropa translúcida y ojos donde se aplicó demasiada pintura se le acercan, pero él las esquiva. “¿Con qué?”.

      Las amigas de Diana la miran de soslayo cuando se retira callada de la mesa de bingo, a las once de la noche. Lleva esa boca fruncida que han visto muchas veces, donde parece que huyó el labio inferior: acaba de gastarse un dinero, el último. El que era para pagar la luz y hacer mercado… ¿y ahora?
      Abre la puerta de su casa con cuidado, como si aún hubiera alguien a quien despertar. “Ojalá fuera una translúcida esmeralda”, piensa, pero no es así. Apenas una espinela violeta. “Pero es perfecta” –o al menos eso escuchó siempre- “y grande”. En la casa polvorienta, donde campea la dejadez, su habitación parece iluminada por un fulgor que sale por las hendijas del joyero. Es una caja muy manoseada, de cartón y terciopelo rojo. La abre, y la alhaja que siempre estuvo en los sitiales más dignos de sus tías solteronas parece pensativa. Ahora es la última joya, un pendentif que parece abandonado ante la ausencia de la cadenita de plata -ya negociada- con la que alguien, décadas antes, la lució en el cuello. Diana la contempla mientras un suspiro le dice que el pote aún estará allí mañana, en el casino, esperándola, cuando salga de la joyería. Y que lo ganará.

      Se echa a andar por la acera, sin fijarse mucho a dónde lleva la calle. El ruido de voces y cornetazos, carcajadas y músicas va quedando atrás. La brisa revuelve en un remolino los papeles contra las escaleras de un edificio. Gabriel se queda mirándolos y una luz intermitente lo baña. Es una farmacia de turno. Al atravesar la puerta suena el sistema sensor con una burda imitación de campanilleo. Espera un rato, dos minutos o menos, hasta que un farmaceuta moreno y somnoliento asoma, poniéndose la bata blanca, inmaculada y tiesa. No ve la pistola hasta que llega al mostrador. Gabriel la usa sin mirarlo y sin hablar, y hay un estallido. El cuerpo rebota hacia atrás y queda sentado contra una estantería, que se balancea y le deja caer tres cajas de ansiolíticos sobre el regazo. Gabriel abre tranquilamente la caja registradora cubierta de rojo y astillas de hueso; pulsa la tecla con el nudillo para no dejar pistas, toma el dinero y se lo pone en el bolsillo de atrás del pantalón. Arrebata un chocolate del mostrador, le quita el papel, se lo lleva a la boca, sale y desanda las calles para volver al casino.

5 comentarios:

  1. “Hoy sí, hoy siente que los dedos le vibran”.

    Ya en el primer párrafo Pilar nos aclara de qué se trata y nos deja entrever que va a contar con nuestra complicidad, es decir la del lector.

    Y pasa a describir con pluma sugerente una especie archiconocida, la de las viejas jugadoras del bingo. Una especie que no le hace asco a jugarse lo que sea, aún la alcancía del nieto.

    Y pasa a mostrarnos otra especie, la del clásico ruletero. Una frase crucial: Nunca le sale su número de la suerte. ¿Cómo puede ser el número de la suerte, si nunca le sale?

    Precisamente por eso, porque ese número es la cristalización y el testimonio de los vericuetos de una lucha privada contra el azar, donde la lealtad a un número, a una cábala, muestra su aspecto desesperado.

    En el contrapunto de estos dos personajes, Diana y Gabriel, sin gastar ni una palabra de más en explicaciones, Pilar muestra los abismos de la adicción al juego.

    Un relato corto y muy bueno

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  2. Dos escenas de jugadores presentadas con habilidad narrativa (“la pelotita brillante, que luce y suena como el cristal”, “hoy siente que los dedos le vibran”.

    Diana y Gabriel se ven, se palpan: la vieja Diana, el joven Gabriel.

    Diana se juega la comida y la luz ( ¡le huye el labio inferior!)

    Sola, sueña con una esmeralda ya apostada. Del alhajero rojo la espinela violeta piensa(es una piedra contra la melancolía)). Su última joya, un colgante ya sin cadena de plata será, luego del empeño, su soñada salvación.

    Extraviado, Gabriel camina. Todo un asesino profesional, con una frialdad admirable, vuelve sobre sus pasos por la revancha.

    Dos historias dos, que nos hablan de la perdición sin moralejas. Podrían ser más, pero alcanzan, abarcan el espectro social que sucumbe ante estas máquinas abominables.

    Pilar no pierde ocasión para describirnos a las prostitutas, a las amigas, al farmacéutico y su bata, con trazos suficientes.

    Una caja roja que palidece ante su vaciamiento

    Una caja metálica que enrojece de muerte.

    Si esto es un ejercicio…

    Bueno, Pilar.

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  3. Pilar nos entrega en su relato dos historias con un tema común, el juego, o la adicción al juego, y además también con otro elemento en común, el rojo en una caja registradora y el rojo en la caja de terciopelo. El rojo como alerta por el vicio, el rojo de la sangre del dependiente asesinado. Datos que, más que al cuento en sí, le sirven para cumplimentar la consigna de la caja roja.
    Otra vez, qué decirle a Pilar, me encuentro con un cuento que está bien narrado, carente aquí de la adjetivación pilariana que le da esos olores y sabores tan característicos. Pero siento que hay algo que no me cierra. Como un desequilibrio entre las dos historias, como que pesa mucho más, asesinato mediante, los acontecimientos de Gabriel, que las idas y vueltas de Diana. No veo necesario que Diana mate a alguien, no, pero le faltaría un toque dramático a esta mujer para que la balanza no quede tan inclinada hacia la otra historia.
    Por lo demás, el planteo es correcto, dos jugadores compulsivos con un método para poder continuar jugando. Probablemente ella, ahora sin nada más para empeñar, alcance su límite y tenga posibilidad de cambiar la historia. Difícil él, quien seguramente encontrará otro farmacéutico o kiosquero para conseguir su pasaje a otra vuelta.
    Por ahí alguien mencionó lo del número de la suerte, si bien se entiende, me parece que quedaría mejor decir su número preferido. Difícil que estos personajes cuenten con un poco de suerte.

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  5. El juego, tremenda cosa. El personaje de Pilar se juega en el bingo el dinero que tenía para hacer la compra y pagar la luz. Yo sé de un bar, junto a un polígono industrial, donde media docena de amas de casa aceptan por la mañana interesados donativos. Los donativos sirven para reponer, en la medida de lo posible y antes de que se enteren sus maridos, lo que esas mujeres han perdido en las máquinas tragaperras o en el bingo. Los donantes son jefecillos de medio pelo de las pequeñas y medianas empresas del polígono. Unos angelitos.

    Mi bisabuelo era un jugador empedernido. Más de una vez se jugó el negocio del que (y la casa donde) vivía la familia. Por ejemplo, cuando mi abuelo nació, la familia estaba en la ruina más absoluta. Tanto era así que, como mi bisabuela no podía darle de mamar, por no sé qué circunstancia, ni desde luego pagar una ama de cría, la Beneficencia le asignó una cabra para que pudiera el bebé sobrevivir con su leche. La cabra andaba suelta por la calle, según contaba él todo socarrón, con un cartel amarrado al cuello donde decía el nombre del niño, para que los vecinos no fueran a abusar del caritativo y socializado animal. Naturalmente, la vida de aquella familia vio muchos altibajos, pero aquello marcó para siempre a los descendientes, entre los que el juego pasó a ser algo prohibido. En nuestras reuniones familiares nunca hemos permitido ningún juego de azar, ni siquiera de capones. Algún día les haré llegar una foto de mi abuelito, cuando tenía unos doce años. Y una pedrá.

    El cuento de Pilar, y vuelvo a lo nuestro, está bien escrito, como no podía ser menos, aunque —Norberto lo ha notado antes que yo—, carece del colorido y del vocabulario habitual en la venezolana. Pero eso no me parece mal, porque siempre tiene la chica que explorar nuevos caminos, nuevas maneras. Y esta no le ha salido nada mal. Tiene detalles deliciosos, como ese labio inferior que huye con la derrota, la joya que parece pensativa en su caja roja, esos papeles que el viento arremolina en las escaleras de un edificio, los ansiolíticos que caen en el regazo del muerto… bellos detalles que delatan la mano que los creó, y que dibujan un ambiente que nos convence. Esos dos personajes, Diana y Gabriel, están quemando los últimos cartuchos (nunca mejor dicho con el segundo). Norberto ya ha resaltado que Gabriel no podrá matar todos los días a un farmacéutico; pero tampoco Diana podrá volver a vender la última joya de la familia. Están tocando fondo. A Diana, después de la última joya le queda el último bar, ese del polígono industrial. Gabriel, sin duda, se cuidará mucho de jugarse el revólver y, desde luego, la última bala.

    Repasando el cuento no hay nada que me parezca mal. Si tengo que citar algo, dándole muchas vueltas, diría que se puede (tal vez se debe) cambiar ese adverbio de lugar en la frase: «Se echa a andar por la acera, sin fijarse mucho a dónde [adónde] lleva la calle». "Dónde" tiene un sentido más bien estático. Si le damos una dirección, es mejor decir "adónde".

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