domingo, 1 de junio de 2008

Nubarrones

Daniel

      Hacía tiempo —¿cinco, diez años?— que Salerno no viajaba para esos lados. Iba a General Rodríguez, un territorio que no había visitado nunca y que poco le importaba descubrir. Había subido al tren a las tres y pico de la tarde, en la terminal del Once. Desde entonces estuvo mirando por la ventanilla sin prestar verdadera atención a esos paisajes del oeste, barrios que sin duda habían ido creciendo con los años y que él, atraído hacia su interior por una serie de recuerdos, dejaba resbalar ante sus ojos. Retenía, eso sí, una escena, la misma que veía repetirse en cada estación, cuando la formación se detenía y él le daba una tregua a sus recuerdos: gente arracimada al borde del andén, forcejeando en su intento por subir, y el choque inevitable con los que bajaban.
      En el pasillo del vagón, envueltos en una ola de hastío, hombres y mujeres se mecían con el vaivén del tren. Pensó en su cara, en los rastros indelebles de su propia cara. Huellas que tal vez serían confundidas con el tedio o la apatía. “El dolor —se dijo—, verdadero cartógrafo de la fisonomía”. Sintió una vaga culpa. Irene había fallecido el mes anterior, y él ya se aprovechaba literariamente de esa circunstancia, de esa desgracia que lo atenazaba y que, por lo visto, no le impedía hacerse el artista. Lo que más se reprochaba era el hecho de no haber podido llorarla. Ni una sola lágrima había soltado. Eso lo mortificaba, como si uno fuera responsable del control de los arduos mecanismos que se agitan en el alma, del encendido y apagado de ciertas piezas clave.
      —Lo que pasa —se descubrió diciendo en voz baja— es que estoy seco por dentro.
      La mujer a su derecha bajó el diario y le echó una mirada desdeñosa por encima de los anteojos, para confirmar que no le habían dirigido la palabra, y para darse cuenta, acaso, de que su vecino de asiento era uno de esos tipos que tienen la costumbre de hablar solos. Salerno decidió que no era para nada extraño que uno hablase solo. “Al fin y al cabo vivimos en un mundo signado por el desdén y la crueldad, entre otros males”.
      De Tonietti, jefe y viejo amigo, había sido la idea de que abandonara, al menos por un tiempo, las tareas dentro de la Redacción, de que saliera a investigar, a palpar la calle. Tras el fallecimiento de su esposa, Salerno se había desmoronado. Era necesario que se apartara del clima opresivo de la oficina, el barullo, las urgencias, los techos bajos, las paredes grises. Como primera misión se esperaba que redactase un artículo acerca de un niño que, según los rumores, era capaz de obrar milagros. El niño se llamaba Lumba. No le dieron más detalles. Salerno debía viajar hasta la casa del chico, presenciar las prácticas rituales, estudiar el contexto. Era martes, la nota debía ser entregada a más tardar el jueves para que saliera publicada el sábado. “Ya está todo arreglado —le había asegurado Tonietti—, andá las veces que sea necesario. La madre te va a dejar pasar”.
      En la adolescencia, durante sus estudios de Comunicación, Salerno debió realizar numerosos trabajos prácticos. Esos trabajos lo llevaron a visitar hospicios, villas de emergencia, cementerios, santuarios, sociedades de fomentos. Y en cada uno de esos lugares supo entrevistar a la gente con el entusiasmo propio de quien se lanza a la aventura. Eso le faltaba ahora, entusiasmo, y también una gota de candor, atributo que se le había ido disipando a medida que la vida fue metiéndole palos en la rueda. Se acordó de una canción: La vida empieza a los cuarenta, decía uno de sus versos. A poco de cumplir cuarenta y tres, Salerno no podía evitar la certidumbre de que nada nuevo había bajo el sol. Sin embargo, estaba dispuesto a darse una oportunidad. Precisamente por eso había aceptado la propuesta de Tonietti, la de salir a redescubrir el mundo. En el fondo, anhelaba ser capaz de superar no sólo la aflicción sino también el escepticismo.
      Dos años atrás, con las manos sembradas de verrugas, había visitado a un curandero. Claro que antes de llegar hasta esa instancia se había estado tratando con un dermatólogo que le recetó una pomada costosísima. Durante días se aplicó la pomada sobre las protuberancias, sin resultado. Fue su hermano quien lo convenció para ir a lo de un anciano que atendía por Constitución. Un terapeuta milagroso, le había asegurado. Salerno accedió a las cansadas. Parado contra la pared de la sala de espera, hojeaba una revista cuando entró la policía: Todos a la comisaría, incluido el sanador, cuyos poderes curativos él nunca pudo comprobar. “Dónde me trajiste”, le reprochó al hermano, con la picazón hostigándolo más que nunca. Al cabo de un mes las verrugas desaparecieron así como habían brotado.
      En la terminal de Moreno, abordó la formación que lo conduciría hasta Rodríguez. Volvió a sentarse del lado de la ventanilla. Ya no viajaba nadie parado en el pasillo. Salerno levantó el portafolios flanqueado por sus zapatos, lo apoyó sobre los muslos y sacó el anotador. Durante la noche, con el fin de ir empapándose en el tema, había estado revisando algunos ensayos sobre mitos populares. Abrió el anotador, trabajó una frase mentalmente y escribió:
      Las mitologías de barrio, que en muchos casos no pasan de ser meras supersticiones, han ido mermando con el tiempo, diluyéndose en los arrabales como pueden disolverse viejas costumbres. Pero no han sido abolidas por completo.
      Luego se quedó observando la espiral del anotador. Días después del entierro de Irene, se había puesto a ordenar sus cosas. En el cajón de la mesita de noche, entre píldoras, estampitas y monedas, había descubierto una libretita de tapa verde, también con un eje de alambre en espiral. Las primeras páginas contenían nombres, números de teléfono y algunos recordatorios. Las demás permanecían en blanco, excepto una, por la mitad de la libreta, donde ella había escrito una cita, con su letra prolija y redondeada. “Por mucho que proteste, soy responsable de la realidad”. Recién ahora Salerno parecía comprender el significado de esas palabras. Como si hubiera sido necesaria la distancia —en el tiempo, en el espacio— para ver con claridad. Tal vez la frase era de Irene, tal vez la habría escuchado en la radio. Como fuese, ella se sentía responsable de esa realidad que la había condenado a cargar consigo misma, con su cuerpo enfermo. Solía pasarse horas —en el sanatorio y después en la casa— con los auriculares en los oídos y el aparato diminuto entre los dedos o sobre la almohada. Prefería la radio a la televisión. Los programas de la tele le resultaban estridentes: un desfile de chabacanería. En cuestión de segundos se pasaba de lo trágico a lo ridículo, de lo torpe a lo sublime, como si todo diera lo mismo, y eso Irene no lo soportaba. No lo soportaba porque lo miraba todo desde otra perspectiva, desde su cerco de sombras, esa zona habitada por aquellos que presienten la inminencia del final. El mundo de la tele era ajeno a su realidad. En cambio, disfrutaba de cerrar los ojos y escuchar música suave o algún tema de Piazzolla, que tanto le gustaba.
      “Tengo que pensar en otra cosa”, se dijo Salerno mordisqueando el capuchón de la lapicera. Lo cierto es que el recuerdo le oprimía el pecho. Releyó lo escrito y meneó la cabeza con aprobación. Esbozó otro párrafo:
      Estas “creencias” son una necesidad colectiva, un residuo ancestral que persiste entre la gente. Algunas sufrieron transformaciones drásticas y quedaron reducidas a meros relatos infantiles.
      En el andén, con el mapa desplegado entre las manos, anduvo preguntando cómo llegar a determinada dirección. El gordo del puesto de diarios le indicó un colectivo que lo dejaba bastante cerca, a cinco o seis cuadras.
      El barrio metía miedo. Por las calles de tierra, minadas de pozos y cascotes, flanqueadas por pastizales, resultaba imposible la circulación de los autos. El aire tibio y sosegado de esos primeros días del otoño era lo único amable en la topografía hostil. A metros de la casa, en medio de ese paraje de ranchos dispersos y lodazales, Salerno tuvo la ocurrencia de que a Lumba le iría mejor, económicamente mejor, si se instalaba, como el curandero que no había llegado a curarlo, en un departamento de la capital.
      En la vereda de la casa aguardaban algunas personas. Averiguó que el niño tenía nueve años y que recibía a la gente por las tardes, tres veces a la semana. Preguntó si ya había empezado a atender.
      —Todavía no —le respondió una chica con una sonrisa introvertida.
      —Tengo entendido que es un sanador —aventuró Salerno.
      La mujer desvió la mirada hacia los demás, como si esperase que otro le respondiera. Un viejo de barba dio unos pasos hacia él. Antes de pronunciar palabra, extrajo un paquete de Camel del bolsillo del saco, un saco de lana demasiado grande para ese cuerpo consumido, y dijo:
      —Raro que haya venido hasta acá sin saber de qué se trata el asunto.
      —A eso vengo —explicó Salerno—, para averiguarlo. Soy periodista.
      —Periodista, el hombre —dijo el viejo moviendo levemente la cabeza, como si pensara en voz alta. Prendió un cigarrillo, expulsó el humo hacia un costado y, alzando la mano con que sostenía el pucho, se golpeteó la sien—. Rellena la testa, Lumba. Eso es lo que hace.
      Adoptando una actitud comprensiva y paciente, Salerno siguió indagando hasta juntar varias declaraciones. Ninguno de los que se dignó responderle supo explicarle con claridad en qué consistía el prodigio. Excepto el viejo, los otros le hablaron en voz tenue, como si temieran ser sorprendidos, aunque bien podía tratarse de un respeto excesivo hacia la figura de Lumba o a lo que el niño representaba.
      Una mujer regordeta salió de la casa limpiándose las manos en el delantal. Caminó hasta la verj.
      —Pueden pasar —dijo acompañando las palabras con un ademán de bienvenida.
      Salerno mantuvo una charla con la mujer, que resultó ser la madre de Lumba. El niño era capaz volcar en la memoria de uno los recuerdos de una vida anterior. Una explicación sencilla. Pero Salerno no sólo estaba por adentrarse en el rito a través de cual se acrecentaba la memoria, sino también en el mito de la reencarnación y, tangencialmente, en el de la inmortalidad. Cuando tomó conciencia de la complejidad del fenómeno, algo en él se debilitó. El recelo desbarató su esperanza —endeble, pero esperanza al fin— de dar con algo que lo sorprendiera bien, de no cruzarse con un farsante.
      El grupo se había acomodado en los sillones del living-comedor. En tanto, Salerno permanecía de pie, observando las paredes adornadas con trapos multicolores, máscaras de madera, pájaros disecados. Un tótem de piedra entorpecía parte del pasillo que conducía a la sala donde Lumba recibía a los visitantes. Esos símbolos parecían no obedecer a una línea estética en particular ni pertenecer a una cultura determinada. Diseminados sin una disposición específica, en lugares poco estratégicos, Salerno no estaba seguro de que no respetaran un orden secreto que sólo el niño era capaz de justificar.
      Con el dinero que Lumba ganaba (ya que no atendía gratis, aunque aceptaba gallinas, tortas o bolsas de caramelos a cambio de sus servicios), la madre había ido arreglando la casa: hizo revocar las paredes y colocar la verja y el senderito de lajas de la entrada. El padre se había mandado a mudar cuando el chico tenía apenas cinco meses. A mitad del invierno anterior, lo encontraron tirado en el banco de una plaza, la mano aferrada a una botella vacía de ginebra. Salerno pensó que el tipo de alguna manera se había buscado ese final. En cambio Irene había sufrido más que un animal, injustamente, inesperadamente. Como un chispazo, a Salerno se le encendió el recuerdo en algún pliegue de la cabeza. Se vio en el patio del sanatorio. Irene caminaba con la manera torpe de desplazarse que mostraba por esos días, echando el torso hacia delante, mientras él la sostenía del brazo. Arrastraba las pantuflas, apenas si tenía fuerzas para caminar. Una bolsa de polietileno que venía bailoteando le envolvió un pie. Cada intento de Irene por desprenderse de ese plástico, cada pausado movimiento, hizo que se le enredara peor. Sin embargo, no perdió en ningún momento la paciencia. Paciencia era lo que le sobraba, aunque la muerte le pisara los talones. Sin soltar a su mujer, Salerno se agachó y le dijo que levantara apenas el pie. Cuando ella logró levantarlo, le arrancó la bolsita y la estrujó con fuerza para después arrojarla contra un cantero sin flores.
      Un grito. Un grito algo apagado, como si viniera de un galpón lindero. La madre de Lumba se asomó a la puerta del living-comedor.
      —Ahora sí —dijo—. Mi hijo los está esperando. Va a atenderlos a todos juntos, en una única sesión.
      Desde el centro del salón, Lumba les indicó que se sentaran. Salerno había sido el último en entrar. Cuaderno en mano, permanecía de pie, la espalda contra el marco de la puerta. El piso del salón —un salón espacioso anexado a la parte trasera de la casa— era de tierra, a diferencia de las otras piezas en la que habían colocado cerámicos. De pronto el niño cerró los ojos y lanzó una carcajada.
      Un amigo que padecía de sobrepeso, a quien Salerno consideraba un tipo bonachón y alegre, le había dicho una vez, con una determinación que lo desconcertó, que nunca había sido feliz, que la persona obesa, por su condición de tal, es desdichada aunque manifieste lo contrario. Lumba era un niño obeso, pero no parecía ser esa la causa de su desdicha. Tenía la piel oscura, la mirada soberbia. Su carcajada repentina y perturbadora, que había surgido sin motivo aparente, no hacía más que desenmascarar de alguna manera su sentimiento más hondo, la amargura, una amargura nacida acaso de la soledad.
      Desnudo de la cintura para arriba, el niño exhibía sin pudor toda su gordura, como si no fuese consciente de que habitaba un cuerpo que requería cierto cuidado. Además del aspecto salvaje, a Salerno lo sorprendió lo infantil de su actitud. En realidad Lumba actuaba conforme a su edad. Él se había imaginado que el niño debía comportarse como un adulto, quizá porque era coherente esperar cierta seriedad de una persona capaz de obrar milagros, aunque esa persona no hubiese alcanzado la madurez.
      Lumba se pasó un buen rato jugueteando con una flauta, examinándola como a una cosa que no acabara nunca de entender, tratando de sacarle alguna melodía. Evidentemente no le importaba que, delante de él, hombres y mujeres esperasen que se dignara atenderlos. Entretenido en lo suyo, los ignoraba, malhumorado. Hasta que finalmente se levantó de su sillón de mimbre, un sillón que crujía y se bamboleaba con cada brusco movimiento, señal de que ya estaría dispuesto a esgrimir su magia.
      Sin dejar de empuñar la flauta, a la que no logró arrancarle más que destemplados sonidos, dio unos pasos hacia esas personas que aguardaban formando un semicírculo dentro del salón, sentadas en banquitos sin respaldo. A medida que rozaba con los dedos la frente de los visitantes, pronunciaba frases que sólo tendrían sentido para él. La gente lo miraba con una especie de emoción, mezcla de pavor y asombro. Uno a uno los iba tocando Lumba, sin prestarles demasiada atención, enfrascado vaya uno a saber en qué cosas. Las personas le retribuían con un cabeceo y palabras halagüeñas. Un morocho, más expresivo que los demás, le besó la mano y repitió gracias, gracias. Lumba echó a reírse como si le divirtieran las respuestas o las voces, sin ser consciente, al parecer, de que los matices de su propia voz, cargados de una puerilidad caprichosa, eran no menos particulares que la de esos hombres y mujeres que arrastraban un pesar en su acento provinciano.
      Al final de la sesión, la madre aclaró que debían pasar unos días para que se advirtieran los cambios en la memoria. Si bien Salerno no se había sometido al prodigio, se planteó la posibilidad de que fuese auténtico el fenómeno, de estar realmente ante las puertas de un universo más vasto y misterioso del que había conocido hasta ese entonces. “El mundo es mucho más pobre para el que no cree”, se dijo. Pero, ¿cuál era el sentido de adquirir un pasado que uno no reconocía como suyo, aunque luego lograse asimilarlo? ¿Por qué entregarse a ese privilegio dudoso? Eso es lo que pretendía averiguar. En la calle, antes de que el grupo se dispersara, trató de retener a algunos. Sólo el morocho del agradecimiento efusivo se detuvo a hablarle.
      —Qué quiere que le diga —confesó el hombre—, vine para que Lumba me borrara el pasado, para que me diera nuevos recuerdos.
      No podía ser, no consistía en eso el milagro. La madre se lo había explicado bien a Salerno. Lumba agregaba a la memoria experiencias de una vida supuestamente ya vivida por uno. Antes de que Salerno le hiciera notar el malentendido, el morocho consultó el reloj.
      —Discúlpeme, se me hace tarde —dijo, y se fue sorteando charcos y cascotes.
      Salerno comprendió que cada uno tenía sus motivos, muy particulares, para atravesar esa prueba de fuego que consistía en ser tocado por el niño. Oyó que lo llamaban. La madre de Lumba.
      —¿Cuándo me dijo que va a salir la nota?
      —El sábado, doña —respondió Salerno—. Pero todavía hay cosas que no me cierran. ¿No hay modo de convencer a Lumba para que...?
      —Ya le dije que no habla con nadie.


      Al enterarse de que un escritor de la zona, de nombre Santiago Doval, había visitado a Lumba, supuso que, lo mismo que él, estuvo investigando el caso. Pero Doval, tal como le adelantó por teléfono, no había ido a investigar sino a experimentar el prodigio en carne propia. Quedaron en verse al otro día, en la casa del escritor.
      Sentados en los sillones del jardín trasero, de espaldas a la pared de la cocina, miraban hacia el fondo, hacia la fronda. Doval hablaba sosteniendo un vaso de whisky, en tanto que Salerno se limitaba a escucharlo. El cuaderno de apuntes descansaba sobre la mesita que los separaba, como una cosa inútil. Salerno podía retener sin dificultad las palabras del escritor. Redactaría la crónica más tarde o al día siguiente.
      La rosa china, el ligustro, el limonero y las demás plantas iban tomando, en el atardecer, un matiz oscuro, de un verde uniforme. Nubes grises y dispersas, de bordes encendidos, se desplazaban perezosas sobre el jardín. Doval soltaba su discurso como si le dictara al otro sus memorias, apenas si le permitía a Salerno introducir alguna acotación. De tanto en tanto, con aire de intelectual, pasaba el vaso de una mano a la otra.
      —El pasado —dijo, después de tragar un sorbo de whisky— no es una acumulación de acontecimientos vividos, no es sólo lo que antecede al presente. Es la fuente de la que un escritor nutre su escritura. Y yo ya había descendido a mi memoria, una y mil veces, hasta vaciarla como a un pozo de petróleo —se cruzó de piernas, el hielo tintineó contra la pared del vaso—. Claro que lo que le sucede a uno no tiene por qué ser interesante para los demás. Hablo de armar el relato de modo tal que el lector no se nos escape: tensiones, distensiones, intensidad, suspenso, etcétera. Usted me entiende, usted también escribe. A esta altura de mi vida creo haber aprendido la lección. Sucede que después de tres novelas, tres largas novelas que con justa razón la crítica ha desdeñado, me encontré vacío. Con cierto aprendizaje incorporado, pero vacío. El pozo del que le hablaba. Necesitaba nuevas ideas, nuevas anécdotas. El pasado es lo que me ha alimentado siempre. Lo contamino todo con retazos de mi propia biografía.
      Para evitar que divagara, Salerno le preguntó por los otros, los que iban a ver a Lumba por motivos distintos a los suyos. Doval lo miró como si reparase en él en ese instante, como si hubiera estado hablándose a sí mismo.
      —¿Los otros? Buscan evadirse, supongo —amagó con levantarse—. ¿Seguro que no quiere tomar nada? ¿Agua? ¿Cerveza?
      Salerno hizo un gesto negativo. Pensó que también él, de algún modo, necesitaba resbalar por algún pliegue hacia un nuevo camino, aunque ese camino resultase no menos tortuoso que el que había transitado hasta el momento.
      Casi sin que se dieran cuenta, las nubes habían encapotado el cielo. Se precipitó la noche. Salerno sintió que esa masa plomiza y compacta, ahí arriba, representaba el presente, y que horas después de descargar sus refucilos y su agua contra la tierra, cuando al otro día volviera a salir el sol, sería pasado. Un pasado que fatalmente se disolvería entre recuerdos de otros nubarrones y tormentas. Todas las lluvias —así lo creía entonces— estaban destinadas a quedar reducidas a una sola lluvia indivisible.
      Apoyó el codo sobre la mesa y se inclinó hacia el escritor.
      —¿Cómo es eso de poseer otra memoria? ¿Qué se pierde? ¿Qué se gana?
      Doval chasqueó la lengua y meneó la cabeza con aprobación.
      —Lo noto ansioso —dijo—. No me refiero al afán del periodista por dar con un caso excepcional, sino a otra cosa. Lo percibo en su cara, en sus pupilas. Usted anhela desprenderse de cierta pesadumbre, ¿me equivoco?
      Antes de que Salerno atinara a responder, Doval continuó:
      —Quiere entregarse al prodigio, pero tiene miedo. Tiene miedo porque no sabe qué se pierde, qué se gana. Se pierde la identidad, si es lo que le interesa saber. La memoria nueva es un tropel de voces, imágenes, sueños, en fin, un cóctel que viene a perturbar el pequeño universo de nuestra mente. Hasta que uno saca a flote nuevamente la memoria más genuina, la más íntima, la que ha venido construyendo en esta vida.
      —¿Qué se gana? —preguntó Salerno, esta vez con una voz indiferente y dura. Su deseo no pasaba tanto por perderse en otro o escapar de sí, como en camuflar el dolor, diluir la parte más amarga entre nuevos recuerdos de un pasado remoto.
      —Depende de lo que uno busque. Si busca la felicidad, no recurra a Lumba. Ese chico, en ese sentido, no es la salvación de nadie. Sin embargo a mí me sirvió, y mucho. De hecho estoy preparando una novela donde narro justamente esta experiencia, la de haber hurgado en los recuerdos de otro.
      —¿De otro?
      —Es que en un principio yo tenía la impresión de que me habían endilgado una memoria ajena. Me sentía un espía de las intimidades y temores y vergüenzas y pasiones de un desconocido, de ese tipo extraño e imposible que llevaba en mí, para decirlo con poesía. Y a la vez, ese extraño que anidaba en mí me martirizaba. Nos acechábamos mutuamente —probó otro sorbo y dejó el vaso sobre la mesa—. Los recuerdos no llegaban a mezclarse: a unos los sentía propios, vívidos, coloridos; a otros, incómodos y fríos. Poco a poco aquel pasado nuevo entró a amoldarse, a formar parte de mí, a tal punto que, como le venía diciendo, alteró durante un tiempo mi identidad. Un infierno, le juro. Había empezado una novela un tanto ambiciosa, pero tuve que abandonarla a los pocos días. Hoy la leo y no me reconozco en esas páginas llenas de incongruencias y torpezas gramaticales. Una noche casi le prendo fuego a mi biblioteca. Con lo que representan los libros para mí.
      La naturaleza los acorralaba con la densidad de las nubes y la vegetación. Se había levantado viento. El escritor hizo una pausa, la mirada hundida en los huecos de la espesura del fondo. De pronto, se percató de que estaban en la oscuridad. Caminó hasta la cocina y encendió el farol del jardín. Volvió al sillón con otra medida de whisky. Un cortejo de insectos empezó a agitarse en torno del farol: algunos chocaban contra el vidrio que protegía la lámpara y volvían a revolotear en círculos sin poder penetrar la luz ambarina, su centro incandescente, esa especie de dios acorazado que los mantenía fuera de su núcleo.
      —Menos mal que la memoria es porosa para el olvido —continuó Doval—. Sé que los recuerdos más recientes, es decir, los que he venido acumulando en mis cincuenta y cinco años, perdurarán en mí. Esos recuerdos, vívido pero a la vez gastados, se han ido devorando a los de la otra vida, los empujan hacia el fondo, al inconsciente. Me queda el sabor de haber vivido mucho, muchísimo. La memoria nueva es ahora un mejunje algodonoso y todavía me confunde el cruce de recuerdos y destinos y hay cosas que no sé si las he vivido o soñado.
      Se estrecharon las manos al despedirse.
      —¿Ya se decidió? —dijo Doval.
      Salerno asintió en silencio.


      Llegó a la estación cinco minutos antes de que partiera el último tren. Al acomodarse en el asiento, se desató la tormenta. Una tormenta atravesada de relámpagos.
      En poco menos de cuarenta y ocho horas, había conocido a personas tan extrañas como Lumba, la madre de Lumba, el escritor Santiago Doval. A pesar de todo, se dijo, valía la pena seguir sobre este mundo desalentador a causa de los hechos sorprendentes que aún le deparaba. Y por los amigos, los buenos amigos que no dejaban de alentarlo. De pronto se le cruzó por la cabeza la sospecha de que Tonietti, en el fondo, lo había sacado de la oficina para que se entregara a la magia del niño, a la mítica transformación. Pero de él, de Salerno, dependía al fin y al cabo la decisión de someterse o no al prodigio.
      El agua caía sin piedad. Salerno parecía descifrar el turbio paisaje a través de la ventana, aunque en realidad miraba hacia adentro, hacia la imagen que latía detrás de sus pupilas: Irene en terapia después de la operación, débil, inestable, la cara contraía. “¿Te duele?” le había preguntado él tomándola de la mano. Una pregunta obvia, torpe, que se le había escapado de los labios, que su propio miedo —miedo a perderla— le había hecho pronunciar. Ella apretó los párpados y asintió apenas con la cabeza.
      El vagón desierto y mal iluminado. La lluvia descargando su furia contra el vidrio. La espesa oscuridad trepando hasta los ojos de Salerno. ¿A qué evadir el dolor? Pretender eludirlo significaba olvidar a Irene, negar su ausencia, torcer la marcha implacable y natural de las cosas.
      Otro relámpago.
      Salerno vio en el vidrio el reflejo de su cara: una cara salpicada de gotas escurriéndose por la velocidad del tren, desgarrándose hasta la desintegración.
      El afuera —esa borrosa geografía de calles anegadas y ramas rotas— era la expresión magnificada de lo que Salerno reprimía en su interior. Se le humedecieron los ojos. Hacía tanto que no lloraba.
      Se limpió con el dorso de la mano y pensó que no era cierto que todas las lluvias fuesen la misma lluvia indivisible. Nunca olvidaría esa tormenta.

5 comentarios:

  1. Era hora, otro cuento de Dani, tal como él acostumbra.
    Cuidado, prolijo, justo, cerrado, con su particular moñito y con sus clásicas e inevitables alusiones a Borges.
    Hay un afuera de la ventanilla por el que discurren barrios, casas, ramas y barro y un otoño gris y húmedo.
    Hay un adentro, de Salerno, donde la a gonía de una esposa está reclamando un duelo al que Salerno aún no es capaz de acceder.
    Hay un vidrio entre el afuera y el adentro, la ventanilla, en el que Salerno encuentra su propia imagen transparente reflejada a caballito de los dos mundos.
    Y hay finalmente una sucesión de hechos de lo más cotidianos y hasta prescindibles que sirven para extender la historia y conformar el cuento, bien ubicados, sobre todo por la justeza en su cantidad, ni demasiados para que pesen, ni escasos como para que no se sientan. Apenas los suficientes para darle tiempo a Salerno a ir y volver en tren y acomodar sus penas.
    Porque también, durante esta exposición de situación, hay un proceso interno que lleva al personaje hacia el final del relato, a una apertura, probablemente a una salida que necesita mucho más que una nueva memoria.
    En el medio, la anécdota, las anécdotas. Un viaje en tren con trasbordo incluido. El paisaje casi agreste del conurbano. Los forcejeos en cada estación para subir y bajar. El repaso de la historia personal de Salerno para ubicar a esta otra historia. La de Lumba y sus supuestos poderes. Lumba y su madre. Lumba y sus visitantes. Lumba y Doval. Doval y su falta de memoria. Doval como una bisagra en la vida de Salerno. La nota, excusa, que pretende escribir Salerno. Y la lluvia, y las lágrimas.
    Todas ellas no más que piezas que se nos presentan ordenadas para provocar el cambio en Salerno. Sutil, solitario cambio que se lleva a cabo a pesar del accionar de estas piezas, lográndose rescatar de estas mismas piezas, de los tentáculos de estas situaciones que se extienden como redes.
    Una crítica. Doval, el escritor. Aparece en el relato luego de un blanco activo. Me parece muy forzada esta aparición. Distinto resultaría si se lo hubiera mencionado en párrafos anteriores y el lector tuviera prevista su aparición. Así como está, pareciera como que hubo un bache en la narración, un quiebre, y surge entonces mágicamente este tipo de la nada, para salvarla.
    A pesar de las nombradas y premeditadas alusiones a Borges, este relato me hace recordar mucho más a Bioy Casares, sobre todo por el tipo de historia, y esa sensación de un tiempo blando que se estira, y de esas distancias a las que tanto se tarda en recorrer.

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  2. Subjetividades

    Un relato prolífico en pormenores superfluos que enlentecen la acción hasta transformarla en las íntimas reflexiones del personaje principal. Descripciones que a veces sirven para situar las escenas y otras para alargar innecesariamente el relato. La obra parece avanzar reptando entre la agonía y el aburrimiento. ¿Una excusa para reflexionar o una exposición flemática, casi fría? Prolija, eso sí, muy prolija, para describir detalles inútiles. ¿Qué importancia tienen los pájaros disecados, la obesidad de Lumba, una medida de whisky, etc? El autor crea climas que no conducen a ningún lado. Detalles prescindibles. Y mientras este fárrago de inutilidades trascurre frente a los ojos del lector, se malogra la médula, las preguntas metafísicas que el autor se hace a través de los personajes. Salerno y Doval, periodista y escritor, respectivamente, (¿o esclavos de las letras?), que más allá de cualquier relato conmueven al colega, como se conmueve el duelo de Salerno o el pasado vacío de Doval.

    El autor debería proponerse divagar menos y mantener la línea. No es obligatorio alargar, alargar…





    Marta Iris Díaz Gioffré

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  3. Un hombre –Salerno- se traslada en tren hasta un poblado donde un chico obra milagros. El hombre debe investigar, rescatar impresiones para luego escribir un artículo sobre el niño. Ya en el lugar, conoce a un escritor que ha experimentado el prodigio.

    Parece ser que el prodigio consiste en incorporar a la memoria, una memoria nueva.



    Tal viene a ser, en síntesis, el hilo conductor de “Nubarrones”. Pero hay mucho más y acá es donde voy a empezar con el divague al que me ha llevado tu cuento, Dani.



    Yo, lectora, veo a un hombre que sube a un tren. Un duelo hondo lo acompaña. Es un tipo racional, piensa en su dolor, reflexiona sobre ello, hasta siente culpa porque se “aprovecha literariamente de esa circunstancia, de esa desgracia que lo atenaza y que, por lo visto, no le impide hacerse el artista.”

    Su mayor culpa es no haber podido llorar a Irene, su esposa, que había fallecido el mes anterior.



    Yo, lectora, que al igual que cada lector, en cada texto transito mi propia historia, presiento que Salerno se rebela a ese llanto no porque esté seco por dentro, sino porque no se resigna a ese no estar de Irene. Es que llorar es aceptar la ausencia, el nunca más. Quiero decir, la mente de uno sabe que no volveremos a ver a esa persona tan querida; uno racionaliza el certificado de defunción, cumplimenta trámites, puede hablar sobre la enfermedad y hasta describir el momento final; pero sólo cuando el corazón acepta lo inevitable, eso que ya ha aceptado la mente, es cuando el desgarro se hace visible. Y uno empieza a entender que no sirve guardar zapatillas inútiles o pulóveres con su perfume. Ya no. El llanto es inexorable síntoma de aceptación real de la pérdida.

    Salerno, en este viaje, transita precisamente el momento en que el desgarro se hace visible. Cada uno de nosotros necesita distintos tiempos y/o disparadores para que nos caiga la ficha; el protagonista de Nubarrones necesitó este viaje y Dani, prolijo, meticuloso, hábil, nos introduce en ese itinerario que acumula nubarrones y rompe en lluvia-llanto.

    Qué querés que te diga, Dani, un placer volver a leer algo tuyo.

    Creo que habría que corregir algunas cositas, mínimas. A ver:



    “La mujer a su derecha bajó el diario y le echó una mirada desdeñosa por encima de los anteojos, para confirmar que no le habían dirigido la palabra, y para darse cuenta, acaso, (este acaso opaca al omnisciente, pregunto si conviene; pregunto; no sé...) de que su vecino de asiento era uno de esos tipos que tienen la costumbre de hablar solos. Salerno decidió que no era para nada extraño que uno hablase solo.”



    “...como si todo diera lo mismo, y eso Irene no lo soportaba. No lo soportaba porque lo miraba todo desde otra perspectiva...”



    “Caminó hasta la verj.” (¿verja?)



    “El niño era capaz volcar en ...” (...capaz de volcar en)



    “...en el rito a través de cual se acrecentaba la memoria...” (a través del cual...)

    “El padre se había mandado a mudar cuando el chico tenía apenas cinco meses. A mitad del invierno anterior, lo encontraron tirado en el banco de una plaza, la mano aferrada a una...” (Acá voy a preguntar, porque tengo dudas. ¿No conviene el pluscuamperfecto en lugar de “lo encontraron tirado”. Supongo que hay que evitar la repetición con “había mandado mudar”, pero me parece más apropiado. Pregunto, ¿qué se hace en estos casos? ¿Alguien sabe?)

    Lugares comunes: “metiéndole palos en la rueda” ; “nada nuevo había bajo el sol”

    Por último, no me quedó claro cuántos días estuvo Salerno en el pueblo. Yo pensé que iba y volvía, pero resulta que ...“Quedaron en verse al otro día, en la casa del escritor.” Así que no sé dónde durmió el protagonista, si había hoteles, si descansó bien o pasó una noche de insomnio preguntándose sobre la memoria y sus vericuetos, esas cosas. Hay tal meticulosidad de detalles en todo el relato, que extraña la ausencia de esa información. O quizá fue y volvió, pero no parece. Al final dice que “Llegó a la estación cinco minutos antes de que partiera el último tren.” ¿Esto ocurrió al otro día, entonces?

    Norberto habla de una intromisión brusca, forzada, de Doval. Coincido. Quizá convenga introducir al principio, que además de ver al niño, Salerno había planificado entrevistar al escritor que se había sometido al prodigio. No sé.



    Joyitas hay a raudales, señalo algunas:



    “Eso lo mortificaba, como si uno fuera responsable del control de los arduos mecanismos que se agitan en el alma, del encendido y apagado de ciertas piezas clave.”



    “En el fondo, anhelaba ser capaz de superar no sólo la aflicción sino también el escepticismo.”



    “Las mitologías de barrio, que en muchos casos no pasan de ser meras supersticiones, han ido mermando con el tiempo, diluyéndose en los arrabales como pueden disolverse viejas costumbres. Pero no han sido abolidas por completo.”



    “Por mucho que proteste, soy responsable de la realidad”.



    “El pozo del que le hablaba. Necesitaba nuevas ideas, nuevas anécdotas. El pasado es lo que me ha alimentado siempre. Lo contamino todo con retazos de mi propia biografía.”



    “Salerno sintió que esa masa plomiza y compacta, ahí arriba, representaba el presente, y que horas después de descargar sus refucilos y su agua contra la tierra, cuando al otro día volviera a salir el sol, sería pasado. Un pasado que fatalmente se disolvería entre recuerdos de otros nubarrones y tormentas. Todas las lluvias —así lo creía entonces— estaban destinadas a quedar reducidas a una sola lluvia indivisible.” (¡Brillante!)



    “Pretender eludirlo significaba olvidar a Irene, negar su ausencia, torcer la marcha implacable y natural de las cosas.”





    ¡Gracias, Dani!

    Un beso.

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  4. Hola Dani, leí una vez tu cuento, tenía, como siempre, una página en blanco en el procesador para hacer anotaciones. Pero hice el viaje con Salerno sin paradas, sin pausa, con ese ritmo ligeramente melancólico, hasta el final. Es por eso que hoy me he vuelto a poner y empecé a leerlo de nuevo. Y otra vez lo leí del tirón. No es que no haya encontrado algo que se pueda mejorar, no. Es que me dejo llevar por el ritmo, me abandono, disfruto, gozo. Algún compañero ha dicho algo de detalles que no vienen a cuento. No es por quitarle la razón, son sólo pareceres o gustos. Yo creo que no le sobra nada.
    Hay una cosa que no…me gusta. Si obvio el detalle de la edad de Salerno, por el resto del cuento me da la impresión de que tanto él como Irene son mayores, ancianos. Y claro, cuando tengo el dato de su edad (que es casi la mía) no me veo reflejado en Salerno. Tal vez, y digo sólo tal vez, (casi con miedo), deberías, o ponerle más años, o hacer hincapié alguna que otra vez, no sólo con un dato numérico, que ese estado en el que se encuentra no solo está creado por la muerte de su mujer, si no que es impropio de un hombre de su edad.
    Pero no me hagas mucho caso, es que me come la envidia.
    Ha sido un gustazo leerlo.

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  5. Esto que nos manda Dani puede ser un fragmento de una novela que prepara, pero termina de un modo que realmente sirve como cuento, cierra bien como relato independiente. La historia de un hombre que por fin se echa a llorar, Tere lo explicó muy bien, yo no sabría hacerlo ni siquiera parecido, de manera que ni lo intento.
    Muy bueno Dani, como siempre. Lo vemos todo descrito de una manera minuciosa, solvente. En realidad, como en la propia vida, casi todo lo que le ocurre a Salerno puede resumirse en muy poco: su mujer ya no está y la atmósfera se ha vuelto de pronto opresiva. Para llegar a ese resumen un mundo de sensaciones, encuentros, sonidos, detalles. Muy bueno.
    Y, como siempre pasa con Dani, todo es tan suave, está tan bien escrito que apetecería seguir leyendo, saber más del niño sanador, más sobre la experiencia de Doval, más sobre esa memoria que se pega a la que vino de fábrica, como un disco extraíble. La prosa, la prosa realista y elegante de Dani, un bello ejercicio para la lectura.
    Hay una reflexión sobre el jodido recuerdo, la capacidad para recordar. Quien ha perdido a alguien sabe que en algún momento el que queda anhelaría perder su memoria, sustituirla por otra en la que no existan esas fotografías, esas voces, esos recuerdos que ahora duelen tanto. Salerno va a cubrir una información, pero tantea la posibilidad de hacerse con otra memoria, gracias al niño Lumba. Pide opinión a Santiago Doval, y ya no sabe bien si lo hace como periodista o como posible cliente del niño. Finalmente, de vuelta en el tren, decide que olvidar equivaldría a traicionar a su mujer, así que se encuentra a sí mismo, reflejado en la ventanilla del tren; y con su imagen pareciera que salda cuentas pendientes, queda en paz consigo.
    Norberto estima que queda abrupta la irrupción en el cuento de Doval. Sí, estoy de acuerdo. Eso se salvaría si ya De Tonietti le hablara a Salerno de él, cuando le encarga el reportaje.
    Tere decía que había cierta indefinición en cuanto al tiempo. Yo no lo noté. Me parece que Salerno no recorre mucha distancia en sus desplazamientos. No conozco los nombres que cita, pero parecen barrios o, incluso, estaciones de metro o de tren de cercanías. He supuesto que Salerno va un día a ver al niño, luego vuelve a su casa, llama por teléfono a Doval y queda en verle al día siguiente. Y que todas las citas se resuelven en el área metropolitana de una gran ciudad, pero lo suficientemente cerca como para volver a dormir a casa de Salerno. Es verdad —ahora que leo lo que dice Tere— que puede predisponer a pensar en un viaje a provincias el plazo de dos días que le da el jefe y algunas expresiones, como “viajar”, “Al enterarse”. Y, claro, si uno piensa en un viaje largo ahí falta el hotel y se nos haría un hueco sin rellenar en la acción, un hueco que podemos suponer con tantas horas de vida como las que hemos presenciado. Ya digo que yo no eché de menos el hotel, pero que valore Dani si merece la pena resaltar algo.
    Algunas cosas.
    Parecen contradictorias estas dos frases: «Hacía tiempo que Salerno no viajaba para esos lados» y «un territorio que no había visitado nunca». ¿En qué quedamos? ¿Nunca o hacía tiempo que no?
    El participio “envueltos” me parece pedestre para una figura tan bella como es una ola de hastío. Habría que buscar otro verbo, arrullados, atontados, alienados, yo qué sé.
    Cuando Salerno autojustifica eso de hablar solo, lo hace con una frase cuya relación con la cuestión se me escapa: «Al fin y al cabo vivimos en un mundo signado por el desdén y la crueldad, entre otros males», ¿Y qué? ¿Qué tiene que ver la crueldad con hablar solo?
    Generalmente, después de dos puntos se escribe minúscula, a no ser que lo que venga luego forme parte de una cita textual. Ese caso no se da en «…hojeaba una revista cuando entró la policía: Todos a la comisaría, incluido el sanador, cuyos poderes curativos él nunca pudo comprobar». A mí me parece que “Todos” iría mejor en minúscula, porque no es un grito, sino una conclusión.
    Encuentro dos veces la palabra “todo” muy juntas, ahí donde dice «de lo torpe a lo sublime, como si todo diera lo mismo…» El segundo “todo” que hay un poco después, podría desaparecer sin dejar huella, y todo sería mejor.
    Falta una letra a en la palabra “verja”: «Caminó hasta la verj».
    Hay dos ideas muy similares y muy cerca, lo que puede sugerir redundancia: «tratando de sacarle alguna melodía» y «no logró arrancarle más que destemplados sonidos».
    Falta una ese en la palabra “vívido” («Esos recuerdos, vívido, pero a la vez gastados».
    (Estas letras que faltan y que yo señalo, lo digo para los nuevos, no sirven para fastidiar a Dani tontamente, sino para que él las corrija de inmediato, si es que piensa presentar el cuento a algún concurso).

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