viernes, 2 de enero de 2009

Talgo a Lisboa

Carlos

      Besote, cosita al oído, manotazo escandalizadito de ella, subir rápido al tren porque ya parte, mirar desde la puerta cómo se va despacito la estación, y subida en el andén viaja hacia atrás la nena macizota, con una mano en alto en medio de la noche. Y —cuando Monti le dice que halapadentro, a ver si te vas a caer— dejar que él cierre la puerta y avanzar hasta el departamento con la maletita y el periódico debajo del brazo. Así que la rutina de tantos domingos por la noche: cerrar la puerta, subir el equipaje al maletero que hay sobre ella, colgar el abrigo junto a la ventana, correr las cortinas y sentarse en la cama a terminar de leer el dominical. Tren, dulce tren.
      Luego de un buen rato, había dado por terminada la lectura, y corregido dos veces la climatización del cuartito, cuando el enésimo cambio de agujas le recordó que tenía hambre. Serían las once y cuarto. Se lavó las manos, salió al pasillo y caminó en dirección al vagón restaurante.
      —Monti, echa un ojo a mi cuarto, que me voy a comer un animal.
      —Total, para lo que te pueden robar —bromeó el revisor.
      Al abrir la puerta del vagón lo encontró inusualmente lleno de viajeros. Todavía estaba buscando con la vista una mesa libre cuando se le acercó el camarero.
      —Hoy está difícil, Ernestito, ¿no ves que todos estos se van de vacaciones de Semana Santa?
      —Se podían ir a Benidorm —pensó en voz alta, Ernesto— ¿Y ahora qué hago yo?
      —Si quieres le pido a alguien que te soporte un rato.
      Se fue el camarero por entre las mesas, bajó la cabeza un par de veces para evacuar consultas y a la tercera le miró con una sonrisa amplia desde el fondo del vagón, mientras le llamaba con la mano. La mesa hospitalaria estaba en la fila de la izquierda. La ocupaban lo que parecía un matrimonio que superaba la treintena y una su amiga que quedaba de espaldas. Las dos chicas estaban sentadas junto a la ventanilla, la supuesta casada tocada por un sombrero rosa, y frente al tipo había, efectivamente, un lugar vacío. Ernesto avanzó por el pasillo, saludó a la pareja, les dio las gracias y, mientras se sentaba, sonrió a la chica que quedaba a su izquierda. Ambos tornaron al mismo tiempo su sonrisa por un gesto más serio y Ernesto creyó percibir que los ojos grises de la rubia se agrandaban como los de un gato ante el peligro. Hubo un momento de incertidumbre que interrumpió con una carcajada la chica de enfrente:
      —¡Vaya flechazo! ¡Tendríais que ver vuestras caras! —dijo.
      —Perdón, —se excusó la rubia, bajando la mirada— así de pronto me pareció un antiguo amigo.
      —Ya, ya —interrumpió la del sombrerito—, un antiguo amigo.
      Se hicieron rápidamente las presentaciones, hubo apretones de mano solamente, para no comprometer la estabilidad de los platos. La del sombrero se llamaba Claudia, la rubia, Blanca. Y el tipo, a quien evidentemente no le hacía gracia el dudoso sentido del humor de su mujer, Luis. Volvió Tinín a preguntar qué era lo que quería cenar el recién llegado y Ernesto bromeó con un tono que dejaba ver que era un cliente asiduo de aquel restaurante rodante.
      —Pues tomaré sopa de tortuga y pichón con salsa de trufas.
      —O sea —tradujo el camarero— el plato número cuatro, filete con patatas. Y para beber, vino tinto y gaseosa.
      Tinín se alejó, con una servilleta colgando del brazo y llegó el turno de los porqués. La pareja viajaba con una compañera de trabajo del marido. Iban, como pronosticó el camarero, a pasar la Semana Santa a Lisboa, como tantos españoles por esas fechas. Por su parte Ernesto era un empleado de una multinacional, a quien su empresa había destinado temporalmente a su sucursal en la capital portuguesa. Pasaba en Madrid algunos fines de semana, uno o dos al mes, y se reincorporaba al trabajo los lunes en Lisboa.
      De la conversación se deducía que las dos mujeres se conocían desde hacía poco tiempo y que el marido había insistido a su mujer para viajar con Blanca que, casualidades de la vida, también quería conocer Lisboa aquella primavera. Claudia era una mujer guapa, flaca, vivaz, parlanchina e indiscreta, que desde el principio tomó la iniciativa de la charla, más por vocación que por hospitalidad, allí donde sus dos compañeros callaban casi siempre, puede que molestos con la presencia del recién llegado. Con el oscilar suave del vino en la copa por el movimiento del tren, Ernesto tuvo la revelación de que allí había tomate.
      —¿Y nunca te acompaña tu mujer a Lisboa? —preguntó una vez más la indiscreta. Ernesto negó con la cabeza mientras dejaba la copa de vino sobre la mesa y miraba de reojo el efecto que causaba su respuesta en Blanca.
      —Estoy divorciado —dijo.
      —¡Qué casualidad, Blanca también es divorciada! —celebró la celestina del sombrero—. Estáis hechos el uno para el otro.
      Blanca se veía algo molesta por la pícara insistencia de su amiga, pero sonreía con cansada urbanidad. Aprovechó una nueva pregunta de Claudia a Ernesto para lanzar una rápida mirada a Luis que sólo pasó desapercibida a la del sombrero. Ernesto pensó que se le amontonaba el trabajo y que descifrar aquella mirada y la cara seria del tipo que tenía enfrente no le había dejado escuchar.
      —¿Me puedes repetir la pregunta? —dijo.
      —Preguntaba si te divorciaste hace mucho tiempo —repitió Claudia.
      —Hará tres años.
      —¿Y desde entonces vives solo?
      —Solo y abandonado.
      El tren avanzaba sin ninguna prisa y el restaurante se iba desocupando poco a poco. Claudia era una mujer muy extrovertida, no cabía duda. Y algo ingenua porque parecía desconocer algo que Ernesto ya sabía desde los primeros minutos de la cena: que Luis y Blanca se profesaban algo más que sano compañerismo. Probablemente el chico serio era un marido infiel aquejado de celos patológicos, y estaba introduciendo a su amante en el círculo de amistades de la mujer, para viajar con todas sus pertenencias incorporadas. Tan celoso debía de ser que miraba a Ernesto con unos ojos desconfiados, considerándolo un probable rival, ahora que las bromas de Claudia habían animado a Ernesto a decir un par de galanterías a la chica rubia. Tan celoso que durante toda la cena casi no había hablado para demostrar su disgusto con el desarrollo de la conversación y, de un momento a otro, aún en medio de la cena, pareciera que iba a decir algo así como bueno, pronto nos tendremos que marchar a dormir.
      —Bueno, pronto nos tendremos que marchar a dormir —dijo Luis.
      —¿A dormir? —se burló la inefable Claudia— la noche es jóven, Koldito. ¿Cómo vamos a irnos a dormir si estamos en un lugar sagrado, en un vagón restaurante? Y dirigiéndose animadísima a Ernesto le preguntó: ¿tú también prefieres el tren al avión, verdad?
      —Claro. Mil veces —dijo Ernesto— el avión es una especie de salchichón hortera, un autocar con ventanillas de lavadora, del que bajas dudando si te habrás ido. El tren, sin embargo, es un mundo, un viaje en sí mismo, el Transiberiano, el Orient-Express, un universo de pasillos, asientos, puertas, camas, bares, restaurantes, paisajes, viajeros, que a su vez viajan por dentro...
      —Desde luego es más romántico —terció Blanca, y Ernesto no quiso ni mirar el careto del tipo de enfrente.
      —Nosotros querríamos viajar este verano en el Transcantábrico, ¿verdad Luis? —dijo Claudia—, pero creo que cuesta un ojo de la cara.
      —Vosotros dos, más de tres mil euros; cuatro quinientos si viajáis los tres —cuantificó Ernesto, con malicia.
      El ruido del tren, el leve movimiento de las copas, la noche viajando al otro lado de las ventanillas, el ruido de las voces y los tenedores.
      —¿Tienes niños, Ernesto? —preguntó la preguntona.
      —No —respondió gravemente Ernesto— Yo soy impotente.
      Hubo un silencio, una huelga de tenedores, una cara sorprendida de Luis y una carcajada de Blanca, puntualmente amonestada por la mirada censora de sus amigos. El silencio dio paso a otro tema, precipitadamente suscitado por Claudia.
      Puede que a partir de ese momento la charla fuera por derroteros más cálidos, que Blanca se mostrase más accesible y que Luis rejuveneciera cinco años. Puede que Claudia se sintiera cada vez más simpática y hasta maternal, y, puestos a imaginar, puede que el pisotón que notó Ernesto en su pie izquierdo no fuera un error de Blanca, sino una señal de Cupido.
      Mecidos los viajeros por el ruido deliciosamente monótono del tren, las ventanas comenzaron a poblarse de gotas de agua. El viento las untaba por el cristal y las llevaba para atrás, a recorrer probablemente todos los vagones, todos los kilómetros. Y las gotas se incendiaban por orden riguroso, cuando el tren atravesaba una zona poblada, o una carretera con farolas, o una casa en medio del campo, con su luz encendida en la puerta. En medio del confort, del aire seco, del ambiente cálido e iluminado del vagón restaurante, Ernesto dio en pensar en esa casa, en el camino de tierra que a ella conduce, donde puede que hubiera un hombre en bicicleta dando los últimos pedales, tapándose a duras penas con un plástico. Y los charcos en medio de los pastos, y las montañas, lejanas, recortándose en ese cuadro mudable de noche y lluvia. Los compañeros de mesa probablemente también estaban absortos en pensamientos semejantes, mirando por la ventana cómo la tierra gira a oscuras y un pequeño mundo de hierro y ventanas corre iluminado hacia la mañana siguiente.
      Ya sólo quedaban dos mesas ocupadas en el vagón y el silencio había dado paso a un callado ejercicio de nostalgia. Todos las miradas estaban fijas en la ventana por donde escurría el agua y regresaba la noche, cuando Ernesto dijo que se iba a dormir. Saludó a los muchachos, pagó a Tinín, que estaba en la puerta, y salió a la plataforma. De allí pasó a su vagón y avanzó despacio e impreciso por el pasillo de moqueta, que estaba desierto, hasta la puerta de su departamento. Pero no entró. Pensó que era agradable quedarse un ratito en el pasillo, mirando por la ventana cómo el destino se cumple kilómetro a kilómetro, y cómo los trenes parecen una alegoría de la vida. Apoyó los codos en la ventana y se quedó un rato pensando en su vida, que era como pensar en nada.
      Pasado un rato se volvió a abrir la puerta que venía del vagón restaurante y se escuchó la risa de Claudia llegar por el pasillo. Venían los tres amigos buscando sus departamentos y llegaron junto a Ernesto, que les saludó una vez más, les deseó un feliz descanso y, pegándose todo lo que pudo a la ventana, les franqueó el paso. Sintió junto a su nuca pasar la última respiración y en la espalda el roce de algo que sin duda era lo que parecía. Se volvió a mirar cómo se alejaba por el pasillo el magnífico trasero de Blanca, que se había quedado la última. Junto al trasero vio su mano, con la palma vuelta hacia atrás. Ernesto habría jurado que aquello significaba espera. Alcanzaron los turistas la siguiente plataforma y cambiaron de vagón.
      Pasaron unos veinte minutos y algunos kilómetros. Pasaron también muchos recuerdos por la ventanilla del pasillo. Tantos recuerdos que la noche se hizo un poco triste de a poquitos. Aquel tipo de las gafas había tenido delante tantos pasillos y tantas puertas en la vida. Y en cada uno de ellos la obligada necesidad de elegir uno, y desestimar los demás. Y continuar un rumbo que no le deparaba otra cosa que no fueran pasillos. Y puertas. A veces, aunque sólo sea en momentos de debilidad y lluvia, le asaltaba la inquietante duda de haber elegido los peores.
      —Hola —escuchó a su lado la voz de Blanca— ¿qué hace un rojazo como tú viajando en clase preferente?
      —La empresa paga.
      —¿Qué ha sido de tu vida? —volvió a preguntar ella.
      —Ya lo ves. Estoy solo. El mundo sin ti es un desastre.
      —Entonces ¿quién era la negrita que te despedía en el andén?
      —No la conozco. Me preguntaba por una calle.
      —Sigues siendo un embustero.
      —¿Así que me habías visto antes de la cena? —preguntó Ernesto, socarrón—. ¿Entonces por qué tanta sorpresa al sentarme en vuestra mesa?
      —Te vi por la ventanilla cuando te despedías. Pero nunca pensé que fuéramos a encontrarnos.
      —¿Por qué aquella cara de alarma? ¿Por qué fingir que no me conocías?
      —Alguna vez les hablé bien de ti. Ahora iban a pensar que les había mentido —dijo Blanca.
      —Recuérdame más tarde que te dé una hostia —replicó Ernesto, con un tono cansado.
      Se habían mirado un largo rato mientras hablaban. Repasaban la cara del otro y trataban de encontrar huellas del paso del tiempo, evidencias de que ya eran otros. Luego miraron su reflejo en la ventana y permanecieron un buen rato mirando al través.
      —Estás muy guapa —dijo finalmente Ernesto.
      —Y tú eres un mierdudo, un payaso sin amor propio. ¿Por qué dijiste en la cena que eres impotente? Nunca te entenderé.
      —Por tranquilizar a tu amante. Daba pena verlo.
      —Creo que ningún hombre haría esas bromas.
      —Yo no soy un hombre. Sabes que soy un niño. ¿Y tú qué haces con un tipo que engaña a su mujer? —se puso serio Ernesto—. Me dejaste por una cosa como ésa.
      —Esta vez yo no soy la mujer del tipo, Ernestico. Todo cambia.
      —¿Quieres que sigamos hablando en mi cuarto? Aquí hace ya un poco de frío.
      —No —declinó Blanca—, tengo sueño, sólo he venido a decirte adios. ¿Sabes? —continuó— soy una nostálgica empedernida: durante la cena he estado recordando el día en que te conocí. En aquella asamblea universitaria, con los ánimos tan caldeados. Y tú, pequeño patán, tomando la palabra para decir, en medio de la expectación general , aquella idiotez de que nunca conseguiríamos nada hasta que contásemos con nuestra propia caballería, como la tiene la policía.
      —Yo te recuerdo en otros momentos, más íntimos e interesantes.
      Blanca sonrió con una nostalgia tristona, le sacó la lengua y se dio media vuelta. Unos pocos pasos y desapareció del pasillo por donde había venido. Ernesto regresó a su reflejo en la ventana. La lluvia no cesaba, la vida tampoco, aunque a veces —es difícil explicarlo— apetecería descansar. Cuídate, dijo sin saber a quién, y volvió a sumergirse en la noche, en los olivares encharcados y en las gotas de lluvia que se incendian por momentos.

7 comentarios:

  1. Una vez recuperada de la impresión de leer a Carlos, me preparo para dejar mis comentarios. Como Carlos escribe muy bien y eso ya debéis saberlo todos, que le conocéis desde hace más tiempo, me iré a aspectos que me han chirriado:

    1/ El principio: bonito principio, muy visual, muy de película de cine, pero que no tiene nada que ver con el narrador que se utiliza después para el resto del relato. A mi me ha inducido a confusión. Yo lo cambiaría, a costa de perder semejante párrafo estupendo. Seguro que puedes alojarlo en un micro donde luzca más.

    2/ Los nombres: yo soy partidaria de que, si los relatos son breves, sólo se mencionen los nombres que merece la pena retener. Antes de llegar a la mesa crucial, hemos oído tres nombres de varón: Monti, Ernestito y Tinín. Aunque sea el recurso que el autor ha encontrado para justificar que el pasajero es muy conocido por los empleados, intentaría hacerlo de otro modo.

    3/El encuentro: cuando llegamos a la mesa, llegan los nombres verdaderamente importantes: Claudia, Blanca y Luis. Reconozco que me costó separar a Claudia y a Blanca, a la rubia, a la del sombrero, a la esposa, a la amiga. Cuando se relee el cuento, ese problema desaparece, pero lo que hay que conseguir es que ese problema no exista.

    Poco más que objetar, y sí que subrayar y aplaudir del autor:

    4/ Un párrafo que me parece precioso: “Mecidos los viajeros por el ruido deliciosamente monótono del tren, las ventanas comenzaron a poblarse de gotas de agua. El viento las untaba por el cristal y las llevaba para atrás, a recorrer probablemente todos los vagones, todos los kilómetros. Y las gotas se incendiaban por orden riguroso, cuando el tren atravesaba una zona poblada, o una carretera con farolas, o una casa en medio del campo, con su luz encendida en la puerta. En medio del confort, del aire seco, del ambiente cálido e iluminado del vagón restaurante, Ernesto dio en pensar en esa casa, en el camino de tierra que a ella conduce, donde puede que hubiera un hombre en bicicleta dando los últimos pedales, tapándose a duras penas con un plástico. Y los charcos en medio de los pastos, y las montañas, lejanas, recortándose en ese cuadro mudable de noche y lluvia. Los compañeros de mesa probablemente también estaban absortos en pensamientos semejantes, mirando por la ventana cómo la tierra gira a oscuras y un pequeño mundo de hierro y ventanas corre iluminado hacia la mañana siguiente”.

    5/ Un final adecuado, y magistral: “Ernesto regresó a su reflejo en la ventana. La lluvia no cesaba, la vida tampoco, aunque a veces —es difícil explicarlo— apetecería descansar. Cuídate, dijo sin saber a quién, y volvió a sumergirse en la noche, en los olivares encharcados y en las gotas de lluvia que se incendian por momentos".

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  2. Desmoraliza que no premiaran este cuento. A mí me ha entusiasmado (ya sé que es un pobre consuelo). Precisamente porque me gusta tanto, he señalado algunas pequeñeces que me parece que deslucen un texto tan bueno. Aquí te las dejo:


    Besote, cosita al oído, manotazo escandalizadito esta palabra larga, tan al principio, se me trabó, sobre todo teniendo en cuenta la acumulación de diminutivosde ella, subir rápido al tren porque ya parte, mirar desde la puerta cómo se va despacito la estación, y me parece que aquí haría falta repetir el "cómo", me costó entender la frase.A Cortázar estas cosas le funcionan, esa manera de forzar la sintaxis, pero no sé si en esta frase en concreto está del todo logradosubida en el andéncoma viaja hacia atrás la nena macizota, con una mano en alto en medio de la noche. Y —cuando Montitampoco entendí quién era Monti, pensaba que la chica, pero no cuadraba, y al revisor aún no se le ha visto llegar; acaso un nombre más inequívocamente masculino facilitaría la comprensión le dice que halapadentro, a ver si te vas a caer— dejar que él cierre la puerta y avanzar hasta el departamento con la maletita y el periódico debajo del brazo. Así que la rutina de tantos domingos por la noche: cerrar la puerta, subir el equipaje al maletero que hay sobre ellaeliminaría, colgar el abrigo junto a la ventana, correr las cortinas y sentarse en la cama a terminar de leer el dominical. Tren, dulce tren.
    Hay un cambio brusco del ritmo, pero no me desagrada. Veo lo anterior como un reflejo del arranque del tren, las sacudidas, la toma de carrerilla; a partir de aquí, el fluido discurrir sobre las víasLuego de un buen rato, había dado por terminada la lectura, sobra coma, de otro modo se entiende que concuerda con "climatización" y no con "había" y corregido dos veces la climatización del cuartito, cuando el enésimo cambio de agujas le recordó que tenía hambre. Serían las once y cuarto. Se lavó las manos, salió al pasillo y caminó en dirección al vagón restaurante.
    —Monti, echa un ojo a mi cuarto, que me voy a comer un animal.
    —Total, para lo que te pueden robar —bromeó el revisor.
    Al abrir la puerta del vagón lo encontró inusualmente lleno de viajeros. Todavía estaba buscando con la vista una mesa libre cuando se le acercó el camarero.
    —Hoy está difícil, Ernestito, ¿no ves que todos estos se van de vacaciones de Semana Santa?
    —Se podían ir a Benidorm —pensó en voz alta, Ernesto— punto¿Y ahora qué hago yo?
    —Si quieres le pido a alguien que te soporte un rato.
    Se fue el camarero por entre las mesas, bajó la cabeza un par de veces para evacuar consultas y a la tercera le miró con una sonrisa amplia desde el fondo del vagón, mientras le llamaba con la mano. La mesa hospitalaria estaba en la fila de la izquierda. La ocupaban lo que parecía un matrimonio que superaba la treintena y una su amigasupongo que está a propósito, pero me pareció raro: una amiga que quedaba de espaldas. Las dos chicas estaban sentadas junto a la ventanilla, la supuesta casada tocada por un sombrero rosa, y frente al tipo había, efectivamente, un lugar vacío. Ernesto avanzó por el pasillo, saludó a la pareja, les dio las gracias y, mientras se sentaba, sonrió a la chica que quedaba a su izquierda. Ambos tornaron al mismo tiempo su sonrisa por un gesto más serio y Ernesto creyó percibir que los ojos grises de la rubia se agrandaban como los de un gato ante el peligro. Hubo un momento de incertidumbre que interrumpió con una carcajada la chica de enfrente:
    —¡Vaya flechazo! ¡Tendríais que ver vuestras caras! —dijo.
    —Perdón,la coma, después del guión —se excusó la rubia, bajando la mirada— así de pronto me pareció un antiguo amigo.
    —Ya, ya —interrumpió la del sombrerito—, un antiguo amigo.
    Se hicieron rápidamente las presentaciones, hubo apretones de mano solamentelo pondría antes del verbo, creo que fluye mejor, para no comprometer la estabilidad de los platos. La del sombrero se llamaba Claudia, punto y comala rubia, Blanca. Y el tipo, a quien evidentemente no le hacía gracia el dudoso sentido del humor de su mujer, Luis. Volvió Tinínotro que aún no ha aparecido bajo ese nombre, basta con que Ernesto le hubiera dicho antes: "¿ahora qué hago yo, Tinín?" para que ya sepamos quién es, y no nos confundamos a preguntar qué era lo queeliminaría quería cenar el recién llegado y Ernesto bromeó con un tono que dejaba ver que era un cliente asiduo de aquel restaurante rodanteeliminaría.
    —Pues tomaré sopa de tortuga y pichón con salsa de trufas.
    —O sea —tradujo el camarero— dos puntosel plato número cuatro, filete con patatas. Y para beber, vino tinto y gaseosa.
    Tinín se alejó, con una servilleta colgando del brazo comay llegó el turno de los porqués. La pareja viajaba con una compañera de trabajo del marido. Iban, como pronosticó el camarero, a pasar la Semana Santa a Lisboa, como tantos españoles por esas fechas. Por su parte Ernesto era un empleado de una multinacional, a quien su empresa había destinado temporalmente a su sucursal en la capital portuguesa. Pasaba en Madrid algunos fines de semana, uno o dos al mes, y se reincorporaba al trabajo los lunes en Lisboa.
    De la conversación se deducía que las dos mujeres se conocían desde hacía poco tiempo y que el marido había insistido a su mujer para viajar con Blanca que, casualidades de la vida, también quería conocer Lisboa aquella primavera. Claudia era una mujer guapa, flaca, vivaz, parlanchina e indiscreta, que desde el principio tomó la iniciativa de la charla, más por vocación que por hospitalidad, allí donde sus dos compañeros callaban casi siempre, puede que molestos con la presencia del recién llegado. Con el oscilar suave del vino en la copa por el movimiento del tren, Ernesto tuvo la revelación de que allí había tomate.
    —¿Y nunca te acompaña tu mujer a Lisboa? —preguntó una vez más la indiscreta. Ernesto negó con la cabeza mientras dejaba la copa de vino sobre la mesa y miraba de reojo el efecto que causaba su respuestapequeña incongruencia: aún no ha respondido en Blanca.
    —Estoy divorciado —dijo.
    —¡Qué casualidad, Blanca también es divorciada! —celebró la celestina del sombrero—. Estáis hechos el uno para el otro.
    Blanca se veía algo molesta por la pícara insistencia de su amiga, pero sonreía con cansada urbanidad. Aprovechó una nueva pregunta de Claudia a Ernesto para lanzar una rápida mirada a Luis comaque sólo pasó desapercibida a la del sombrero. Ernesto pensó que se le amontonaba el trabajo y que descifrar aquella mirada y la cara seria del tipo que tenía enfrente no le había dejado escuchar.
    —¿Me puedes repetir la pregunta? —dijo.
    —Preguntaba si te divorciaste hace mucho tiempo —repitió Claudia.
    —Hará tres años.
    —¿Y desde entonces vives solo?
    —Solo y abandonado.
    El tren avanzaba sin ninguna prisa y el restaurante se iba desocupando poco a poco. Claudia era una mujer muy extrovertida, no cabía duda. Y algo ingenua porque parecía desconocer algo que Ernesto ya sabía desde los primeros minutos de la cena: que Luis y Blanca se profesaban algo más que sano compañerismo. Probablemente el chico serio era un marido infiel aquejado de celos patológicos, y estaba introduciendo a su amante en el círculo de amistades de la mujer, para viajar con todas sus pertenencias incorporadas. Tan celoso debía de ser que miraba a Ernesto con unos ojos desconfiados, considerándolo un probable rival, ahora que las bromas de Claudia habían animado a Ernesto a decir un par de galanterías a la chica rubia. Tan celoso que durante toda la cena casi no había hablado para demostrar su disgusto con el desarrollo de la conversación y, de un momento a otro, aún en medio de la cena, pareciera que iba a decir algo así como bueno, pronto nos tendremos que marchar a dormir.
    —Bueno, pronto nos tendremos que marchar a dormir —dijo Luis.
    —¿A dormir? —se burló la inefable Claudia—punto la noche es jóven, Koldito. ¿Cómo vamos a irnos a dormir si estamos en un lugar sagrado, en un vagón restaurante? Aquí faltan los guionesY dirigiéndose animadísima a Ernesto le preguntó: ¿tú también prefieres el tren al avión, verdad?
    —Claro. Mil veces —dijo Ernesto— puntoel avión es una especie de salchichón hortera, un autocar con ventanillas de lavadora, del que bajas dudando si te habrás ido. El tren, sin embargo, es un mundo, un viaje en sí mismo, el Transiberiano, el Orient-Express, un universo de pasillos, asientos, puertas, camas, bares, restaurantes, paisajes, viajeros,excesiva enumeración, y si no lo vas a presentar al concurso, rebajaría todo esto, que suena un poco a panfleto que a su vez viajan por dentro...
    —Desde luego es más romántico —terció Blanca, y Ernesto no quiso ni mirar el caretose me va del registro del tipo de enfrente.
    —Nosotros querríamos viajar este verano en el Transcantábrico, ¿verdad comaLuis? —dijo Claudia—, pero creo que cuesta un ojo de la cara.
    —Vosotros dos, más de tres mil euros; cuatro quinientos si viajáis los tres —cuantificó Ernesto, con malicia.
    El ruido del tren, el leve movimiento de las copas, la noche viajando al otro lado de las ventanillas, el ruido de las voces y los tenedores.
    —¿Tienes niños, Ernesto? —preguntó la preguntona.
    —No —respondió gravemente Ernesto— puntoYo soy impotente.
    Hubo un silencio, una huelga de tenedores, una cara sorprendida de Luis y una carcajada de Blanca, puntualmente amonestada por la mirada censora de sus amigos. El silencio dio paso a otro tema, precipitadamente suscitado por Claudia.
    Puede que a partir de ese momento la charla fuera por derroteros más cálidos, que Blanca se mostrase más accesible y que Luis rejuveneciera cinco años. Puede que Claudia se sintiera cada vez más simpática y hasta maternal, y, puestos a imaginar, puede que el pisotón que notó Ernesto en su pie izquierdo no fuera un error de Blanca, sino una señal de Cupido.
    Mecidos los viajeros por el ruido deliciosamente monótono del tren, las ventanas comenzaron a poblarse de gotas de agua. El viento las untaba por el cristal y las llevaba para¿hacia? atrás, a recorrer probablemente todos los vagones, todos los kilómetros. Y las gotas se incendiaban por orden riguroso, cuando el tren atravesaba una zona poblada, o una carretera con farolas, o una casa en medio del campo, con su luz encendida en la puerta. En medio del confort, del aire seco, del ambiente cálido e iluminado del vagón restaurante, Ernesto dio en pensar en esa casa, en el camino de tierra que a ella conduce, donde puede que hubiera un hombre en bicicleta dando los últimos pedales, tapándose a duras penas con un plástico. Y los charcos en medio de los pastos, y las montañas, lejanas, recortándose en ese cuadro mudable de noche y lluvia. Los compañeros de mesa probablemente también estaban absortos en pensamientos semejantes, mirando por la ventana cómo la tierra gira a oscuras y un pequeño mundo de hierro y ventanas corre iluminado hacia la mañana siguiente.
    Ya sólo quedaban dos mesas ocupadas en el vagón y el silencio había dado paso a un callado ejercicio de nostalgia. Todos las miradas estaban fijas en la ventana por donde escurría el agua y regresaba la noche, cuando Ernesto dijo que se iba a dormir. Saludó a los muchachos, pagó a Tinín, que estaba en la puerta, y salió a la plataforma. De allí pasó a su vagón y avanzó despacio e impreciso por el pasillo de moqueta, que estaba desierto, hasta la puerta de su departamento. Pero no entró. Pensó que era agradable quedarse un ratito en el pasillo, mirando por la ventana cómo el destino se cumple kilómetro a kilómetro, y cómo los trenes parecen una alegoría de la vida. Apoyó los codos en la ventana y se quedó un rato pensando en su vida, que era como pensar en nada.
    Pasado un rato se volvió a abrir la puerta que venía del vagón restaurante y se escuchó la risa de Claudia llegar por el pasillo. Venían los tres amigos buscando sus departamentos y llegaron junto a Ernesto, que les saludó una vez más, les deseó un feliz descanso y, pegándose todo lo que pudo a la ventana, les franqueó el paso. Sintió junto a su nuca pasar la última respiración alteraría el orden: sintió pasar junto a su nuca y en la espalda el roce de algo que sin duda era lo que parecía. Se volvió a mirar cómo se alejaba por el pasillo el magnífico trasero de Blanca, que se había quedado la última. Junto al trasero vio su mano, con la palma vuelta hacia atrás. Ernesto habría jurado que aquello significaba espera. Alcanzaron los turistas la siguiente plataforma y cambiaron de vagón.
    Pasaron unos veinte minutos y algunos kilómetros. Pasaron también muchos recuerdos por la ventanilla del pasillo. Tantos recuerdos que la noche se hizo un poco triste de a poquitos. Aquel tipo de las gafas había tenido delante tantos pasillos y tantas puertas en la vida. Y en cada uno de ellos la obligada necesidad de elegir uno, y desestimar los demás. Y continuar un rumbo que no le deparaba otra cosa que no fueran pasillos. Y puertas. A veces, aunque sólo sea en momentos de debilidad y lluvia, le asaltaba la inquietante duda de haber elegido los peores.
    —Hola —escuchó a su lado la voz de Blanca—coma ¿qué hace un rojazo como tú viajando en clase preferente?
    —La empresa paga.
    —¿Qué ha sido de tu vida? —volvió a preguntar ella.
    —Ya lo ves. Estoy solo. El mundo sin ti es un desastre.
    —Entonces coma¿quién era la negrita que te despedía en el andén?
    —No la conozco. Me preguntaba por una calle.
    —Sigues siendo un embustero.
    —¿Así que me habías visto antes de la cena? —preguntó Ernesto, socarrón—. ¿Entonces por qué tanta sorpresa al sentarme en vuestra mesa?
    —Te vi por la ventanilla cuando te despedías. Pero nunca pensé que fuéramos a encontrarnos.
    —¿Por qué aquella cara de alarma? ¿Por qué fingir que no me conocías?
    —Alguna vez les hablé bien de ti. Ahora iban a pensar que les había mentido —dijo Blanca.
    —Recuérdame más tarde que te dé una hostia —replicó Ernesto, con un tono cansado.
    Se habían mirado un largo rato mientras hablaban. Repasaban la cara del otro y trataban de encontrar huellas del paso del tiempo, evidencias de que ya eran otros. Luego miraron su reflejo en la ventana y permanecieron un buen rato mirando al través.
    —Estás muy guapa —dijo finalmente Ernesto.
    —Y tú eres un mierdudo, un payaso sin amor propio. ¿Por qué dijiste en la cena que eres impotente? Nunca te entenderé.
    —Por tranquilizar a tu amante. Daba pena verlo.
    —Creo que ningún hombre haría esas bromas.
    —Yo no soy un hombre. Sabes que soy un niño. ¿Y tú qué haces con un tipo que engaña a su mujer? —se puso serio Ernesto—. Me dejaste por una cosa como ésa.
    —Esta vez yo no soy la mujer del tipo, Ernestico. Todo cambia.
    —¿Quieres que sigamos hablando en mi cuarto? Aquí hace ya un poco de frío.
    —No —declinó Blanca—, tengo sueño, sólo he venido a decirte adios. ¿Sabes? —continuó— comasoy una nostálgica empedernida: durante la cena he estado recordando el día en que te conocí. En aquella asamblea universitaria, con los ánimos tan caldeados. Y tú, pequeño patán, tomando la palabra para decir, en medio de la expectación general sobra espacio, aquella idiotez de que nunca conseguiríamos nada hasta que contásemos con nuestra propia caballería, como la tiene la policía.
    —Yo te recuerdo en otros momentos, más íntimos e interesantes.
    Blanca sonrió con una nostalgia tristona, le sacó la lengua y se dio media vuelta. Unos pocos pasos y desapareció del pasillo por donde había venido. Ernesto regresó a su reflejo en la ventana. La lluvia no cesaba, la vida tampoco, aunque a veces —es difícil explicarlo— apetecería descansar. Cuídate, dijo sin saber a quién, y volvió a sumergirse en la noche, en los olivares encharcados y en las gotas de lluvia que se incendian por momentos.

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  3. Coincido con Elena, muy bueno el cuento, hay unas frases que le dan un
    toque de distinción, si lo comparamos con otros cuentos tuyos. Me
    refiero a imágenes y momentos que tienen que ver con la noche, con la
    lluvia y con la vida, cosa muy difícil de meter en una historia sin
    caer (y tú no caes) en el melodrama o el sentimentalismo.
    Noté varios estaba/estaban juntos. Te sugiero reemplazar algunos por
    otro verbo más decidor. También la palabra "algo" aparece varias veces
    en un mismo párrafo.
    "Nostalgia tristona" no me convence, el adjetivo queda apagado o
    absorbido por la palabra nostalgia.

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  4. Desde luego, opino también que hay que quitar un poco los diminutivos.

    "que superaba la treintena y una su amiga que quedaba de espaldas". Ayayay.

    "Ernesto pensó que se le amontonaba el trabajo y que descifrar aquella mirada y la cara seria del tipo que tenía enfrente no le había dejado escuchar." No entiendo esta frase.

    "el avión es una especie de salchichón hortera, un autocar con ventanillas de lavadora" Jajaja, muy bueno.

    "No —respondió gravemente Ernesto— Yo soy impotente" Hijo, vaya escopetazo.

    Muy bonito lo de las gotas que se incendian.

    Bien: creo que el mayor mérito del cuento es obviamente, que las complejas relaciones en el grupo se sienten perferctamente. Es más, yo diría ue Claudia es indiscreta precisamente para fastidiar al marido porque sabe de los cuernos.

    Pero luego todo resulta que Blanca y Ernesto se conocen de antes. Ello no es óbice para que Blanca sea amante de Luis, creo que ese hilo debería haber seguido como fue planteado.

    El final, impecable, con ese "cuídate" sin dirección definida.

    Le cambiaría el título.

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  5. Me gusta el comienzo con ese tono casi infantil, la alusión del título, las suposiciones casi ingenuas del personaje –a estas alturas supongo que se trata de un niño/a-, la imagen de que quien se retira es el andén, con la niña macizota que lo/la despide.

    El supervisor se llama Monti, y el presunto infante es Ernesto, adulto, y es reconocido en el tren, por ello le consiguen asiento en el comedor, con dos mujeres y un hombre. Blanca, Claudia y su esposo Luis. Y Tinín, el mozo, no me olvido. Como tampoco me olvido de los demás detalles que hay por ahí salpicados inocentemente, de las miradas que se cruzan, de las palabras veladas que van tejiendo el clima, un enredo tan bien esbozado que ya estamos dentro de una telaraña de telenovela. Una apelación a recursos del lenguaje del cine, cuando la cámara va rondando en círculos sobre los personajes, captando detalles, construyendo el suspenso a través de dosis ajustadas de pistas que se mezclan con el entorno.

    Una situación muy bien construida.

    Hasta que, de repente, el ritmo se corta. Como si la película que estaba viendo, ahora la estuviese dirigiendo otro director.

    Me chocó. Aunque después de otras relecturas, reconozco que no está mal el cambio, le resultaba necesario para pasar después a la siguiente escena del pasillo, en la que no debería ser predominte el diálogo, ahí valían los silencios.

    Pero igual siento que se estiró demasiado, que la conversación se corta de golpe, detrás de las palabras de Ernesto confesándose impotente, no importa que sepamos que no es cierto, es el corte el que lo revaloriza. Después vemos que sin motivo. Siento que hasta el narrador se sorprende e intenta justificar el cambio: Puede que a partir de ese momento la charla fuera por derroteros más cálidos.

    Bueno, humildemente, me parece que a este párrafo le falta diálogo, sobre todo porque es el estilo con que continúa desarrollándose el relato. La espera, el cruce en el pasillo, la mano de ella pidiéndole que la aguarde, el reencuentro de ambos, las cosas que se dicen, los reproches, las excusas, la nostalgia.

    Y otra vez, de repente, el adiós. El final. Chás, se acabó, sin anestesia, a pesar de la bonita imagen cinematográfica de su reflejo en el vidrio de la ventana, la lluvia, el resto que imaginamos.

    Pero me parece que daba para más, el planteo casi perfecto, aparentemente complejo pero creíble, totalmente sostenido por lo acertado de los diálogos. Me queda la sensación de que fue terminado de apuro.



    Y alguna otra cosa después de unas tres lecturas.

    No me convence ahora el principio, más exactamente, ese primer párrafo. Reconozco que está bien escrito, pero no entiendo por qué el tono sugiere que el personaje se trata de un niño, hasta corroborado por el revisor, que lo llama Ernestito. Pensé que este recurso luego serviría para remitirnos o aclararnos alguna próxima situación, pero no, entonces queda como descolgado.

    También, ahora, me quedo en babia con el título. Antes lo relacionaba con el primer párrafo. Un niño diciendo talgo en vez de salgo.

    Así que, resumiendo, veo en este relato flojedades en el inicio, el párrafo mudo del medio, y el final, escaso, rápido. Y esto me surge por contraste entre las propias partes de la historia. Unas muy logradas, las demás no las igualan en calidad.

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  6. El principio es confuso. Esa puede ser la causa de no ganar el concurso, creo yo.

    Traté de averiguar quien era el protagonista. Pensé en una niña, luego en un niño que viajaba con Monti, quizás su padre o madre, hasta que descubrí que era un adulto y Monti el revisor. Y me sorprende un inicio así proveniente de ti; aquél que nos ha sermoneado varias veces sobre la necesidad de revisar los inicios ¿recuerdas? je,je ;)

    Ya te han comentado lo de los diminutivos.

    Me gusta la imagen hacia atrás “y subida en el andén viaja hacia atrás la nena macizota” pero en ese momento de la lectura creo que es una niña algo gruesa ¿novia? ¿amiga? Además no entiendo lo de “subida al andén” . Entiendo que el andén es la acera desde donde se sube al tren, pero es plana ¿no?

    Me ha gustado “sonreía con cansada urbanidad”.

    No entiendo a qué se refiere con lugar sagrado “¿Cómo vamos a irnos a dormir si estamos en un lugar sagrado, en un vagón restaurante?”

    Tampoco queda aclarado los siguientes “Puede que“. Parece como si faltara algo o estuviera inacabado.

    Una pequeña inconcordancia “Todos las miradas”.

    Me ha resultado brusca la despedida de Ernesto en la mesa.

    Casi al final del relato nos enteramos que el protagonista lleva gafas “Aquel tipo de las gafas había tenido delante tantos pasillos y tantas puertas en la vida.” No es que sea importante, pero si no lo mencionas antes ¿lo necesitas mencionar ahora?

    Me quedo con tu habilidad para crear la atmósfera en el vagón del tren y con tus imágenes sobre la lluvia y la ventana.

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  7. Este comentario, como no añade nada nuevo, servirá sólo para decir que he leído el cuento y que me ha gustado bastante. Desde que Ernesto está en el pasillo hasta el final me parece poco menos que genial. En la escena del comedor, el tono que emplea el narrador no me gusta, lo noto un poco socarrón, sarcástico. Dejaría esos giros para los protagonistas que los usarían para mantener una conversación banal y frívola, típica de los que se acaban de conocer y saben que no es probable que se encuentren de nuevo.
    Creo que cuando Ernesto dice que es impotente, tras unos momentos de incómodo silencio, todos deberían darse cuenta de que es una broma y seguir con las risas. La introducción y los diminutivos sobran, afean al resto. Hay que reescribirlo desde otro ángulo.

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