domingo, 2 de agosto de 2009

Ejercicio: Escena Sed de mal contada por Carlos

Carlos

      Anocheció hace un par de horas. El tipo del traje abotonado y los calcetines blancos tiene una bomba en sus manos, una bomba casera con dinamita conectada a unas pilas eléctricas y a un temporizador, atado todo ello con esparadrapo. Programa el minutero con tres pasos y empieza a oír el siniestro tictac de su cuenta atrás. Se apresura: corre encorvado hacia el coche cuando oye la risa chillona de la rubia platino. La pareja se acerca caminando por los soportales; él fornido, maduro, prepotente dentro de su traje gris claro; ella con un vestido negro de noche y un chal sobre los hombros: joven, bonita, frívola.
      Ruidosa.
      El gángster de la bomba se acerca a la trasera del descapotable y abre el maletero. Mete el artefacto dentro y cierra con el tiempo justo para apartarse sin ser visto. La pareja llega hasta el Cadillac; han cenado bien y bebido más de la cuenta. Se sientan y cierran sus portezuelas casi al mismo tiempo. El coche arranca y empieza a deslizarse con la solemnidad de las grandes carrocerías.
      Ahora el automóvil sale del párking con su rodar majestuoso, traspasa la puerta de carros y sale a la avenida flanqueada por soportales dando un par de suaves botes. Aunque es invierno, en esta ciudad fronteriza la temperatura resulta suave; pocos transeúntes llevan abrigo. Hay más peatones que coches; caminan distraídos por el centro de la calzada, ajenos al tráfico.
      El descapotable avanza despacio por la avenida mal iluminada, con su carga de muerte en el maletero; el minutero sigue rumiando su avance inexorable. Un policía de tráfico le manda parar para que crucen los coches de una bocacalle perpendicular. Atraviesa un sedán blanco, algunos peatones, el carrito de un vendedor ambulante, una berlina negra. En cualquier momento el estallido de la bomba puede cambiar la existencia de todos. Luego ordena seguir.
      La calle está muy animada y el auto continúa avanzando. Un nuevo policía hace que se detenga en un stop. Por delante del coche cruza el matrimonio Vargas, ella lleva el bolso colgado del hombro izquierdo, y una rebeca sobre el derecho. No hace frío. Cruzan deprisa, para no hacer esperar al automóvil.
Nuevamente el Cadillac reanuda la marcha, gira suavemente a la derecha y enfila la calle de la aduana. Justo en ese momento pasa junto a Vargas y su esposa, que caminan ligeros por medio de la calle. Los rebasa y se detiene un poco más adelante, pues un rebaño de cabras están obstaculizando el paso junto a la garita que marca el límite de México. El minutero continúa implacable dentro del coche detenido.
      El matrimonio Vargas alcanza nuevamente al coche, y pasa pegado a su carrocería; lo deja atrás, junto a la garita de la aduana mexicana, y cruza la calle para llegar al control de Inmigración de Estados Unidos. Dos policías de azul marino les piden la documentación. En ese mismo momento el descapotable rebasa a una pareja de policías militares estadounidenses y se detiene junto al grupo.
      —¿Son ustedes ciudadanos norteamericanos? —pregunta el policía a los Vargas.
      —Yo sí —se apresura a contestar la esposa.
      —¿Dónde ha nacido, señorita? —vuelve a preguntar el policía.
      —¡Señora! —corrige un poco molesta. Su esposo mientras tanto entrega los pasaportes al aduanero.
      —En Filadelfia —responde por fin ella.
      —Nos llamamos Vargas —explica el esposo, sonriente, consciente de que su apellido no pasa desapercibido.
      El policía apenas ojea el pasaporte:
      —¡Eh, Jim! —llama a su compañero— ¿Sabes quién está aquí?
      —¡Claro! El señor Vargas —responde aquel. Y dirigiéndose ahora al esposo—: ¿Anda usted detrás de algún traficante?
      —Ando detrás… —toma los pasaportes de las manos del policía y hace, sonriente, ademán de irse— de un refresco para mi mujer.
      —¿Su mujer? —pregunta maravillado el aduanero.
      —Ha oído bien, agente —responde la esposa. Y sigue al marido, agarrada a su mano.
      En ese momento el gordo del descapotable, impaciente, se dirige al policía.
      —Oiga, ¿puedo pasar?
      —Cuentan que ha desarticulado la banda de los Grandi —le dice el policía al gordo, como quién resume una hazaña— ¡Y que atrapó al pez gordo!
      Vargas ha retrocedido unos pasos al oír la noticia, contada de un modo tan incompleto. Ahora él y su mujer están nuevamente pegados al Cadillac.
      —Sólo a uno de ellos: los Grandi son una gran familia —aclara con modestia, mientras se guarda el pasaporte en el bolsillo interior de la americana— Buenas noches —añade.
      —Buenas noches —responden todos.

1 comentario:

  1. Mira, Carlos que sos trabajador pero desconsiderado. Me agrada todo lo que dices que viste. Sos un vidente, un iluminado, sabes descubrirle el pelo al huevo. Yo sólo he visto una película antigua oscura con la que armaste toda una historia que no sé cómo termina porque cuando dice "ver más" no aparece el final. Si tengo que contar de qué se trata te diría que descubrí que era una bomba por tu comentario, que si íbamos a hablar de bombas hubieras puesto algo de mis parientes islámicos y no de estos norteamericanos mal traducidos. Vi columnas, muchas columnas. Entraban en competencia con los perros que no sé de qué color eran, más negros que blancos como todo el film.Este ejercicio es novedoso pero margina a miopes como yo.
    Te felicito por el escrito pero te olvidaste de la banda sonora que es lo único claro en esta secuencia.Me recuerda al Agente ese que mirábamos en algunas de espionaje.
    Más vale que los otros vean algo más que yo , de lo contrario te habrás roto el orto con tanta creatividad para nada. Es inútil tirarle margaritas a un cerdo. Este taller no es para mí

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