jueves, 15 de octubre de 2009

La carretera 109 (ejercicio)

Pedro Conde

      Cuando se dio cuenta de que equivocó la ruta eran las siete y media de la tarde y se encontraba casi a trescientos kilómetros de su destino. Tomó un sándwich en la gasolinera y compró un mapa actualizado. El empleado le indicó sobre él la ruta que debería de seguir desde allí. Incluso le dibujó con un lápiz un par de comarcales que no aparecían en el trazado dada su escasa importancia. Estiró las piernas un poco, fue al baño y acabó la parada con un café cargado. Tras el breve descanso se dirigió al coche sin reparar apenas en el cielo gris. Se sentía con fuerzas para hacer el resto del viaje de un tirón y así se propuso hacerlo.
      Empezó a llover unos minutos antes de las nueve, hasta ese momento sólo había caído un chirimiri que apenas mojó la calzada y la hizo resbaladiza en las interminables curvas de aquella carretera de montaña. La intensidad ahora era otra, la suficiente como para que los limpiaparabrisas actuaran de forma continua y el repiqueteo de las gotas en el techo tomara la consistencia de una aplastante amenaza a su cabeza. La oscuridad era total. Condujo mucho rato apretando con fuerza el volante, la rigidez subía por sus brazos, le llegaba hasta los hombros y se perdía en la espalda. Echaba la cabeza adelante y entornaba los ojos tratando de ver mejor la carretera que se perdía en la noche o en los brillos de los charcos iluminados por los faros. En el rato que condujo con tensión, gastó las energías que había repuesto hacía un rato. Cada tanto, maldecía en voz alta su mala suerte.
      Las curvas empezaron a suavizarse y a distanciarse. Llevaba media hora de ligera bajada cuando vio las luces del pueblo. Una sutil euforia le poseyó al comprobar en los carteles de la entrada del casco urbano que aquello era Renes, el sitio en el que el empleado de la gasolinera le dijo que estaba la carretera que le llevaría directo a su destino. El pueblo era pequeño y no se veía nadie en la calle. La lluvia volvía a ser apenas un exceso de humedad. Gotas tan pequeñas que se entretenían en los caprichos del aire. En algunos sitios del cielo se iban formando claros que destapaban la luz de la luna. Casi al final de la travesía un letrero anunciaba un bar-restaurante. Aparcó en el terreno de grava que había al lado y decidió que además de informarse, si tenían comida, cenaría allí.
      En el restaurante no vio nada fuera de lo común. Era un antro como tantos otros a los que su trabajo le había llevado. Las baldosas no hacían juego con las paredes y éstas, desentonaban con el mobiliario, el techo y las reproducciones de bucólicos paisajes al óleo que, enmarcados en un dorado viejo por la suciedad, colgaban ligeramente torcidos de enormes alcayatas. La luz era amarilla y pobre, y sobre todo lo que la vista alcanzaba, una capa, mezcla de polvo y grasa ocultaba sus colores y texturas originales.
      Detrás de la barra, un camarero desganado pasaba sobre las neveras un paño húmedo con el olor ácido de la inminente putrefacción. Acordó con él lo que sería su cena, le pidió permiso para sentarse en la mesa más próxima a la chimenea, cuyo fuego por estar desatendido, no pasaba de ser un montón pobre de ascuas grises. Atizó el fuego y la luz de la llama conseguida alivió un poco la penumbra.
      El camarero dejó caer el plato con la chuleta, los huevos fritos y las patatas sobre la mesa con la apatía de la noche avanzada, aprovechó ese momento y le preguntó:
      —Por aquí cerca se coge el desvío de la 109, ¿Verdad? Voy a Saint-Michael, y me han dicho que es el camino más corto.
      —Un poco más adelante, en el primer cruce al salir del pueblo, a la derecha. Es mas corto, pero nadie va por ahí. Como a cincuenta kilómetros más adelante puede coger la autovía —le contestó, y con las últimas palabras le dio la espalda y regresó por el mismo camino, seguramente a pasar el mugriento paño sobre las neveras.
      —Esa carretera está maldita —le sobresaltó la voz ajada del anciano que desde una mesa al otro lado de la chimenea, entre los espacios turbiamente iluminados, demostraba así su presencia.
      Con una sonrisa nerviosa se disculpó.
      —Perdone el sobresalto, no le había visto. ¿Cómo dice?
      —Esa carretera, la 109, está maldita. Por las noches suelen vagar por ella muchos espíritus.
      —Ya —dijo condescendiente ante lo que supuso otra superstición. No quiso parecer descortés y preguntó— ¿Y qué pasó allí?
      El viejo, con parsimonia, empezó a narrar.
      —Una simulación del infierno —dijo—. Fue durante la guerra. La carretera cruza el valle casi en línea recta. El resto de los caminos son de montaña, demasiado angostos o empinados para hacerlos útiles en el transporte pesado o movimientos de tropa. Por eso, los jefes —revistió estas últimas palabras con un deje entre desprecio y burla—, decidieron que por su alto valor estratégico deberíamos tomar la 109. Pero los alemanes pensaron lo mismo, y parece que al mismo tiempo. El resultado es que nos tropezamos frente a frente con la carretera haciendo de frontera. Los alemanes a un lado, nosotros al otro. No había planes concretos para ese paso, su posesión era para un posible uso futuro. No merecía la pena un enfrentamiento abierto, nos limitamos a mantener las posiciones. Si bien la carretera no era nuestra, tampoco la podía utilizar el enemigo. Con eso ya era bastante.
      —Dice siempre nosotros ¿Estuvo usted allí? —preguntó algo interesado.
      —Sí, allí estuve. Era muy joven entonces. Como lo éramos todos. Jóvenes con ideales, con ganas de luchar contra los alemanes y salvar al mundo de la plaga de los nazis —levantó las cejas y habló como quien exalta unos ideales sin creer en ellos, con un poquito de sorna—. Jóvenes llenos de la poesía de la lucha por la libertad, investidos prematuramente con los laureles del éxito, pues creíamos que con una causa justa, la victoria sería nuestra sin duda. Inocentes —movió la cabeza de lado a lado como si no pudiera admitir tanta ingenuidad. Siguió contando—. Tomamos posesión del lado norte y empezamos a cavar las trincheras. El verano acababa de empezar y el calor era cada día más intenso. Trabajábamos de noche, al alba o al ocaso. Manteníamos la posición, nada más. Por eso, en un par de semanas vivíamos con cierta relajación en nuestro mundo por debajo del ras del suelo. Jugábamos a las cartas o las escribíamos —sonrió el juego de palabras—, hacíamos planes para el futuro… Y lo mismo que llegó, el verano se fue, despacio, sin que tuviéramos conciencia de ello. Las noches se hicieron largas, frías y una de ellas a mediados de septiembre, nos visitó la lluvia. Los primeros días a ratos y luego de forma continua. No recuerdo otro año más lluvioso que aquel año. La tierra se saturó en menos de una semana y ya no podía tragar más agua, en las trincheras empezamos a caminar siempre sobre un par de palmos de un barro clarito. Todo se humedeció: El pelo, la ropa, las camas…
      Llegó la orden de avanzar. Pero era imposible, el terreno era tan llano… y había que pasar sobre el asfalto, allí, hasta reptando eras un blanco perfecto. Los disparos se hicieron dueños del aire y lo sacudían con desacompasada locura a todas horas. Luego fueron los morteros. Tanto ellos como nosotros nos dedicamos a castigar, a ciegas, el campo enemigo con nuestras granadas. Y seguía lloviendo. El nivel del agua ascendía y como el fuego nos amenazaba las cabezas, caminábamos agachados, sin poder sentarnos. El barro se nos metía por todos sitios. El que no salpicaba lo llevábamos nosotros con las manos a los ojos, a la boca, a la comida. Ya no jugábamos ni escribíamos. Hasta dejamos de fumar, el tabaco estaba mojado y era imposible liar un cigarrillo.
      En cada incursión descendía nuestro número, aunque seguían llegando soldados nuevos a nuestro eterno mundo marrón. Poco más tarde llegaron las sanguijuelas, y trajeron todo tipo de infecciones. Empezaron a escasear las provisiones. Se rumoreaba sobre cientos de supuestos que hacían que a la intendencia le fuera imposible atendernos. ″Se han olvidado de nosotros″ era una sentencia que todos repetíamos a diario. Adelgazábamos y pasamos a ser cuerpos hambrientos y doloridos. El agua se llevó la alegría. Y como todos éramos rivales para el trozo de pan duro que a días era lo único que teníamos para comer, el hambre se llevó la amistad. La humedad constante empezó a disolver nuestra piel, que se arrugó y cambió al color blanco azulado. El olor a podrido invadió las trincheras y no hubo forma de acabar con él. Algunos cortes de las sanguijuelas se infectaron y gangrenaron. Hubo quien perdió así un pie —exclamó, como si quisiera transmitir una sorpresa antigua—. La disentería espesó el barro con sus deshechos. Y los muertos aumentaron en número. Ya era difícil recordar una vida anterior, algunas palabras rescatadas de la memoria: Sol, novia, risas… pasaron a ser sonidos sin significado alguno. Los llantos escondidos aumentaron el nivel del agua. Los gritos de dolor de los heridos crecían en el vano intento de llamar la atención de alguien que pudiera calmarlo. Dejó de haber días y noches, el marrón del barro lo ocupó todo. Algunos de los que no perdieron la memoria de una vida anterior, desertaron. Otros, que no tenían arraigados recuerdos, sueños, fotos u objetos que utilizar como salvavidas, cayeron derrotados por las balas de sus propios fusiles. Y nosotros, los más, aprendimos a sobrevivir en un mundo subterráneo, caminando sobre cadáveres con la frialdad del que ya no siente. La lluvia se lo había llevado todo.
      La carretera no llegó a utilizarse nunca, habían encontrado caminos alternativos, y conscientemente nos olvidaron, nos convirtieron en un señuelo, una simple distracción para el enemigo.
      Es por la inutilidad de tanto sufrimiento, que los muertos se levantan en las noches húmedas y claras, preguntando a los viajeros con voz cavernosa por el camino de vuelta a casa, mientras muestran las encías desnudas y las lenguas supurantes y podridas. Vagan, algunos buscando sus miembros cercenados, otros deseando encontrar su vida o respuestas a su muerte. Muchos se arrastran por el suelo en su ataque eterno a las trincheras enemigas. No son pocos los que siguen llorando escondidos tras los troncos de los escasos árboles, al abrigo de los matorrales o en las sombras de las piedras. Varias noches al año, sin saber por qué, se escuchan los cantos guerreros y el ritmo acompasado de las botas sobre el asfalto en un macabro desfile que se disuelve en el círculo de luz de las farolas a la entrada del pueblo.
      Hay noches en las que se oyen con toda claridad la respiración asustada de los que eran jóvenes para morir y las retahílas monótonas de los que perdieron la cordura. Y de vez en cuando una ráfaga de metralleta o un solitario disparo de fusil rasga la noche, pero los fogonazos de las balas pierden la batalla por acabar con la negrura. Sea lo que sea, la gente ya no quiere utilizar esa carretera. Huye de ella y de sus fantasmas.
      —Debió ser duro, lo siento mucho. Las guerras son terribles —contestó con empatía hacia el viejo—. Pero yo no creo en fantasmas, y tengo mucha prisa como para dar un rodeo tan grande por la autopista. Ha sido un placer hablar con usted. Buenas noches.
      Abandonó la mesa y se dirigió a la barra, pidió la cuenta y como gesto de buena voluntad, le dijo al camarero.
      —Si no lo ha pagado, cóbrese del vaso de vino del anciano.
      — ¿Cómo dice?
      — Sí, digo que…— y se volvió a señalar las sillas vacías de al lado de la chimenea.

      Cuando cogió el desvío había escampado, y por los cada vez más abundantes claros que dejaban las nubes, una inmensa luna llena iluminaba con su luz las gotas de agua que lo cubrían todo convirtiendo el paisaje en un entorno irreal, frío e inhóspito. La niebla que empezaba a hacer su aparición en pequeños jirones, iba haciendo desaparecer el suelo a la vez que creaba en él la sensación de un suave vértigo, una promesa difusa de una caída libre a una zanja o trinchera abandonada. Las sombras de las piedras, de los matorrales que se movían con la brisa, quizá por la fuerza de su imaginación tomaron la forma de cuerpos emboscados que se arrastraban. La noche se llenó de ojos escrutadores, y el viento le trajo olores de cieno, moho y de corrupción. La carretera se hizo larga, casi infinita. La luz que se reflejaba en la bruma, hacía su mundo más pequeño y le acercaba cada vez más a los fantasmas que esperaban justo ahí detrás y que se deshacían por la magia de los faros del coche. Mantuvo su mirada fija en la carretera y no la desvió, temió encontrarse cara a cara con la muerte, ni siquiera miró por el espejo retrovisor, no quiso confirmar la sospecha de que un hombre, casi un niño de ojos amarillos y perdidos le miraban suplicantes, haciendo mudas preguntas, pues sintió con toda seguridad cómo su aliento le erizaba el bello de la nuca.
       No escuchó los disparos, sus oídos fueron durante muchos kilómetros sordos a otra cosa que no fuera el fuerte y rápido golpear en el pecho de los latidos de su corazón.


4 comentarios:

  1. Me pareció un buen relato, Pedro, bastante logrado y con detalles muy acertados.
    Un poco recargado a ratos.
    El parrafo donde llueve y todo cambia em parece lo mejor de todo.

    Algunas cosas; en azul lo que me gusta:

    hasta ese momento sólo había caído un chirimiri (jeje) que apenas mojó la calzada y la hizo resbaladiza en las interminables curvas de aquella carretera de montaña.

    El pueblo era pequeño y no se veía nadie en la calle. La lluvia volvía a ser apenas un exceso de humedad. Gotas tan pequeñas que se entretenían en los caprichos del aire.

    reproducciones de bucólicos paisajes al óleo que, enmarcados en un dorado viejo por la suciedad confuso, ésto: además, viejo y sucio no van necesariamente de la mano colgaban ligeramente torcidos de enormes alcayatas.

    El viejo, con parsimonia, empezó a narrar. Mejora la cosa.

    . Los llantos escondidos aumentaron el nivel del agua. Desentona esto, tan exagerado en una descripción tan realista. Los gritos de dolor de los heridos

    — ¿Cómo dice?
    — Sí, digo que…— y se volvió a señalar las sillas vacías de al lado de la chimenea.

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  2. Conde, muy bueno el cuento, pero debo confesar que el final me parece inconcluso, se me terminó la carretera y me encontré de pronto con el abismo. No es el cierre que esperaba. No sé qué cierre esperaba, a decir verdad, pero sé que no era ese precisamente. Aquí hay más de una historia, y no sé (hoy ando bastante inseguro) si está bien lograda la fusión, o el entramado. Me gustó mucho el discurso del viejo, logró hacerme entrar en el clima húmedo de la guerra, pero no puedo dejar de verlo como un parche, un saco de otro costal, digamos. Es como si el viejo prometiese demasiado (más que el viejo, el autor) y me parece que el desenlace no está a la altura de lo prometido, se queda corto. Sabemos que aparecerán los soldados fantasmas, y cuando eso sucede, uno como lector espera que la cosa vaya por otro lado. Es un dilema, porque si los soldados no aparecen, no se cumple lo que se promete. Hay que trabajar un poco más el desenlace, me parece, no hablo de generar sorpresa, de un final detonante, sino de encontrar otra combinación de palabras y de imágenes que tengan un efecto final. Bueno, tampoco deberíamos descartar la idea de que el tipo reciba un balazo y termine en un zanjón, para quedar atrapado en la dimensión de la guerra y convertirse así, sin comerla ni beberla, en un soldado herido. Es una idea.

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  3. Una historia de lo más clara, y con fantasmas.

    Con algunos méritos.

    Hay una transición lenta para pasar del mundo real al de los fantasmas, que se va llenando con descripciones muy naturales y creíbles. Este tratamiento pausado permite captar el clima, sin apremios, tal como el ambiente al que aluden las palabras del narrador. Fácil imaginarnos en una situación similar, el coche, la ruta, horas manejando, la distracción en algún cruce, la lluvia, el cansancio y por fin, una estación de servicio.

    Lúgubre, polvoriento, solitario. Un cantinero de lo más parco. Los leños en el hogar que lo invitan a acercarse. Y ahí está de repente el viejo –después podremos pensar que apareció de la nada, pero no es el narrador quien lo dice-, hablándole desde las sombras. Y le cuenta una historia.

    Durante la narración del viejo, hay un cambio de narrador, no sé si será necesario, pero da para pensarlo un poco. La historia que cuenta el viejo, por un lado, se me hace extensa, pero por otro siento que el final precisa de esta extensión. En el aspecto dramático, es una curva que sube lentamente, y se queda ahí, no cae, y uno de este lado conteniendo la respiración.

    El final parece previsible. Pero, afortunadamente. el relato va más allá, me cae bien que avance todavía un poco, ese suficientemente poco para percibir la inquietud del autor de no narrar sólamente una historia de fantasmas. A pesar de que puede quedar la duda sobre el estado humano o fantasmal del viejo. También me parece acertado todo el recorrido final del personaje por la carretera, y las presencias –algo reales, otro tanto oníricas- de esos fantasmas que se deshacían por la magia de los faros del coche.

    Y con algunos desaciertos.

    Me da la sensación de que no hubo mucho trabajo de corrección. Que al texto le falta el manoseo de relecturas y retoques. Y siento que la historia se lo merece. Marqué sobre el texto las repeticiones muy seguidas, deslucen, distraen, son como pozos que se van pisando a medida que uno avanza. Y resultan fácilmente corregibles.



    Pedro habla siempre de nuestros regionalismos, lo entiendo porque a mí me sucede parecido con los del otro lado del charco. Tomó un sándwich, por comió un…, aquí tomar es beber, a menos que se trate de tomar algo de un estante, por ejemplo, pero no es este caso ya que no lo tomó de la gasolinera, si no en.



    el repiqueteo de las gotas en el techo tomara la consistencia de una aplastante amenaza a su cabeza

    Para mí sobra a su cabeza.

    No me suena -¿cacofonía, no?- bien el cuando se dio cuenta de que, como que se repite mucho d-q.

    También le pongo reparos al el sitio en el que el

    revistió estas últimas palabras con un deje entre desprecio y burla

    ¿No debe ser…?

    revistió estas últimas palabras con un deje de entre desprecio y burla

    o…

    con un deje entre despreciativo y burlón



    Pedro, leyendo tu cuento me imaginé toda una película con esta historia, con la densidad descriptiva de Herzog, las escenas del enfrentamiento dibujadas en acuarelas, todo en blanco y negro, con el sonido de la lluvia que machaca el techo del coche.

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  4. Una carretera siempre es un camino que recorrer, algo que se parece a la propia vida. Pero, ¿y si ese camino estuviera tomado por fuerzas sobrenaturales? ¿Qué ocurriría con el viaje? Eso es lo que parecen haber pensado Pedro y Norberto al plantearse sus cuentos.
    Pedro nos presenta a un tipo que se ha confundido de carretera. Iba a Saint-Michael (me pregunto si será Saint-Michel), pero se ha pasado de largo un cruce y ahora está a desmano y muy lejos todavía de su destino El camino se le empieza a hacer duro. Todos sabemos lo que cambia un viaje una vez que el conductor está cansado, se hace de noche y empieza a llover. Yo, al menos, tengo dos momentos como este entre los recuerdos más peligrosos de mi vida. Así que nuestro protagonista para en un pueblo y entra en un restaurante de mala muerte, a cenar un poco y reparar su sentido de la orientación.
    En el restaurante un viejo, a quien sólo ve nuestro hombre, le dice que la carretera que tiene que coger está maldita. Y le cuenta una historia de la guerra (imaginamos que esto es Francia y la guerra es una de las mundiales) y de un grupo de soldados que pasaron varios meses atrincherados a un lado de la carretera, mientras al otro estaban los alemanes.
    Bueno, no les voy a contar más, porque ustedes ya habrán leído el cuento, así que diré directamente lo que me parece.
    El cuento está bien escrito, bien ambientado. Pedro lo hace muy bien. Si yo tuviera que poner una pega sería con respecto al final: después de amontonar el autor mucha munición en el relato, yo esperaba más de ese momento en que el protagonista cruza por el tramo de carretera embrujado. Como al final no pasa nada, vuelvo la mirada hacia el viejo y me parece que se excedió en su mensaje, y lo juzgo, ahora a posteriori, un mensaje demasiado largo y farragoso para tan poca sustancia. Me parece que el viejo me crea unas expectativas que finalmente son defraudadas.
    Algunas sugerencias tontas:
    “El empleado le indicó sobre él (mapa)” El pronombre personal aleja al lector del mapa. Creo que es mejor decir: «El empleado marcó la ruta».
    Me suena cacofónico eso de “Ahora era otra”.
    Me parece que sobra un como (hay que vigilar los comos, porque con frecuencia sobran) en “la suficiente como para que los limpiaparabrisas”.
    Me parece desafortunada la frase “en algunos sitios del cielo se iban formando claros”. Sitios del cielo… hum.
    “El camarero dejó caer el plato con la chuleta, los huevos fritos y las patatas sobre la mesa con la apatía de la noche avanzada, aprovechó ese momento y le preguntó”. La coma que va delante de “aprovechó” parece sugerir que el sujeto (el camarero) no ha cambiado, pues es de él de quién se está hablando desde que comenzó el párrafo. Pienso que hace falta ahí un punto, o al menos un punto y coma, para cortar mínimamente la frase y permitir que el lector piense en que ahora el sujeto es el protagonista.
    Hay algún lugar común, como “alto valor estratégico” o “vano intento”. Los lugares comunes están feos en boca del narrador, pero aún más en boca de un personaje.
    Hay una exageración que me disgusta en “Los llantos escondidos aumentaron el nivel del agua”.
    Aunque hay mucha gente (incluso buenos escritores) que no lo observan, “deber” cuando es una posibilidad, lleva la preposición “de”. Así, “Debe ser” es una obligación, pero “debe de ser” es una posibilidad.
    Y ya. Agradecer a Pedro que haya tomado parte en este ejercicio. He leído con mucho gusto su cuento. Imagino y agradezco también el esfuerzo de escribirlo en tercera persona.
    Un abrazo.

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