viernes, 22 de abril de 2011

Procuración

por Lila








       La vejez, esa decrepitud. El olor permanente a orina, olor a gato.

       Ella amaba a su gato, se lo acomodaba entre los pechos blancos y él ronroneaba allí junto al escote de terciopelo verde. Yo sentía odio por él pero nunca lo dije y ella, con un mohín fruncido de los labios pintados murmuraba: “mi astuto felino, minino, pantera” mientras los dedos de uñas granates ligeramente sucias hacían caricias circulares sobre la cabeza del animal.
       Yo la amaba, eterna y raídamente como mi único traje negro. Me atraían su perfume, sus muslos suaves sin vello, el sabor a chocolate de la boca y hasta esa leve acritud de las axilas.
       Nos conocimos en la oficina en donde ella, Amanda, trabajaba. Creo que la impresioné la primera vez con mi pelo engominado y la corbata oscura. Tengo la certeza de que pensó que yo era algo más de lo que soy.
       Me presentaron como “nuestro joven procurador, una promesa jurídica…” y a partir de ahí aceptó riendo la rosa que le llevé una mañana. La esperé a la tarde de ese mismo día y con naturalidad se tomó de mi brazo. Su blusa blanca contra mi manga oscura.
       A veces hablábamos. Hablaba ella de su madre, del gato, de la veneración que los “egipcios” tenían de ese noble animal. Yo asentía, parco como siempre porque las palabras no me brotan rápidamente.
       La invité a cenar en mi departamento. Ninguna mujer había entrado antes y esa noche lo vi a través de sus ojos. Decepción ante la vajilla despareja, indiferencia frente a las fotos familiares en la pared y a las carpetas de crochet tejidas por mi madre, una ligera mueca de desagrado frente a los muebles oscuros y las sillas tapizadas de gobelino. El péndulo del reloj marcó las dos horas que duró la cena: entrada de jamón con palmitos, pollo al horno con papas ―que cociné yo mismo― y masas finas de postre. Ella trajo una botella de vino y dejó la marca de los labios pintados en el borde de las copas.
       Volvió otra tarde y la amé; fui torpe pero a ella pareció no importarle demasiado. Me preguntó después mientras se calzaba las medias por los asuntos de la escribanía. De la procuración, quise decirle, pero qué sentido tenía aclarar la confusión en ese momento de humedad agria, sábanas revueltas y mi ineficaz desempeño.
       ―Ahí van ―dije―. Muchos trabajos. Mucha gente que muere.
       Después de unas semanas me presentó a su madre y no le gusté. A mí tampoco me agradó pensar que Amanda se parecería a ella, que las mejillas le caerían flojamente sobre los labios endurecidos y que el olor a gato perfumaría sus polleras.
       Nuestra relación se parecía a los expedientes que yo fatigadamente arrastraba por oscuras secretarías de juzgados. No prosperaba.
       Un día, casi al pasar, como un roce felino entre las piernas, me dijo que había conocido a un abogado, un hombre ya mayor, y que se iba con él. Vivirían fuera de la capital y ella iba a ser secretaria en el estudio jurídico.
       No le reproché nada; tampoco me había hecho promesas de amor eterno ni yo supe retenerla. ¿Para qué servirían las palabras? Más bien, después me recriminé a mí mismo por ser así, tan tímido, tan poca cosa. Sufrí, sí, pero seguí viviendo.

       Permanezco en el mismo lugar, un poco mejor. Me he deshecho de las carpetas de crochet, otras láminas adornan las paredes, reemplacé las sillas y el sofá por muebles más modernos y he encontrado una compañera silenciosa a la que no sé si quiero o aborrezco.

       Me sorprendí al oír el timbre y al abrir la puerta la vi: Amanda, más voluminosa.
Al entrar los ojos azules recorrieron el lugar al que sentía extraño. Noté que su pelo sin brillo necesitaba un retoque de tintura, que había perdido un diente y que los dedos que jugaban nerviosos con el collar estaban amarillos de nicotina.
       Habló como si se hubiera ido el día anterior y yo no podía entenderla ni escuchar sus razones. Oía, sí, el tiempo latir en el reloj de péndulo.
       Le hice un gesto con la mano, un gesto de despedida, sin palabras. Pero me di cuenta de su asombro cuando vio sentada entre almohadones a la gata rayada.
       Cerré la puerta cuando se fue, una silueta pesada y torpe. Me encaminé luego acomodándome los anteojos hasta el espejo de azogue manchado y me vi, triste procurador de oficios pendientes.

       Nada que contar. Un papel blanco en el archivo. Un inconfundible olor a gato.

5 comentarios:

  1. La historia está contada de manera clara, lo cual no significa que haya logrado entenderla del todo. No hay historias sencillas, cada una encierra una complejidad. En la primera línea, que al parecer sirve como epígrafe, hay una referencia a la vejez que me desconcierta, ya que me figuro al narrador como un hombre joven, no lo veo pisando los umbrales de la vejez. A menos que se haga referencia al otro, al amante.
    Su relación con Amanda no ha prosperado, dice en términos burocráticos nuestro narrador. Se separan. El hombre se ha conseguido una gata, la ha encontrado, no se sabe dónde, y esa gata, que él a veces quiere y a veces odia (en realidad no sabe si la ama o la odia) viene a aplacar un poco su soledad. ¿Es el mismo gato que tenía Amanda? La distinción de género, o sea de sexo, entre uno y otro animalito, me lleva a pensar que no.
    Amanda vuelve una noche, él no la esperaba. Como dice el tango. Y ella descubre que en cierta forma ha sido reemplazada por la gata rayada. Fiera venganza la del tiempo, que nos hace ver deshecho lo que uno amó. Amanda ha cambiado mucho. Lo que más me alarmó de este cambio, más que el pelo desteñido y los dedos amarillos de nicotina, es que le faltaba un diente. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Un mes, un año? Y el tango sigue sonando en mi cabeza: “Mentira, mentira, yo quise decirle, las horas que pasan ya no vuelven más”. Amanda se va en silencio, sin un reproche, desilusionada. Ella, que le hizo tanto mal. Primero le dio celos jugueteando con el gato entre sus pechos blancos, hospitalarios, supongamos que fue involuntariamente, pero luego viene la otra jugarreta, difícil de perdonar: lo deja por “un hombre ya mayor”.
    Amanda tiene algo de felino, es como si se hubiera mimetizado, como si hubiera adquirido ciertos rasgos de este animalejo insulso llamado gato, lo cual me parece un detalle o indicio que no logro desentrañar. También vislumbro cierta perversión erótica en este cuento, entre humanos y gatos, pero seguramente son fantasmas de mi enferma cabeza.
    El narrador, que vive solo, nunca antes había llevado a una chica a su departamento. Este es un dato curioso, por no decir inverosímil. Convendría aclarar que el departamento es nuevo, o que acostumbra llevar a las chicas a los hoteles pero que esta vez algo le dijo, una corazonada, que esta relación sería distinta y que ella no sería una del montón. El amor lo llevó a cambiar de estrategia. Ah, es tímido. Bueno, en este caso habría que enfatizar eso. Aunque la timidez no significa celibato, alguna vez habrá ido de putas. Pero no ha sido tímido para entregarle personalmente una rosa ni para esperarla a la salida del trabajo.
    El hombre cocina y ella llega con el vino, invirtiéndose así cierta convención de roles. Ella deja la marca de los labios en las copas. ¿Cuántas copas ha usado esta chica de actitud felina?
    “el olor a gato perfuma” es un oxímoron.
    Bien, Lila, bien.

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  2. Después comento el cuento.
    No quiero ser insoportable pero me parece que el comentario desnuda a un Daniel...no encuentro el adejetivo ¿intolerante? con la condición humana. Si todo te suena a tango es porque el tango es como la biblia, toca todos los temas. Es universal.Estoy asombrada de tu enciclopedia tanguera. Te faltaron las letras que tienen gatos: "el gato en el roper..."
    Si sobre timideces hablamos,masculinas o femeninas, no todos se van de putas. El mundo es ancho y ajeno y tiene montones de ofertas alternativas.
    Me parece que el crítico también debe despojarse de arquetipos, estereotipos, tipos.
    No debería abrir la boca porque no tengo autoridad moral debido a mi muy menguada participación en este espacio, pero...admitamos que el mundo es más coplejo y hay todo tipo de gatos.

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  3. El principio nos sitúa en la vejez de alguien que explica cuánto ama a una mujer y cómo la conoció. Aunque no lo diga expresamente, entiendo que se trata de su pareja y esa acritud de las axilas, me la pinta con una cierta edad. Con esos datos imaginaba que vivían juntos pero pasada la mitad del cuento me sorprendo de que ella le deja. No creo que la intención de la autora fuera sorprender al final, sino que no ha presentado suficientemente claro el inicio.

    Según avanza el cuento, creo que el tono y el ritmo van mejorando. Me ha gustado el contraste de ella antes y después, la frase del reloj y el paso del tiempo, y cómo nos muestra su apartamento con los ojos de ella.

    En contra de lo que comentaba Dani, yo sí que he visto a ese hombre, parco en palabras y en relaciones. Me creo que no haya tenido pareja antes o que no la haya llevado a su apartamento ya que en realidad es ella la que lleva el timón de la pareja. Lo que me cuesta de creer es que se atreviera a llevarle una rosa o a esperarla para verla al salir. Eso, no encaja mucho en el perfil del personaje. Sería más fácil que ella se hiciera la encontradiza... Tampoco me encaja que le cierre la puerta si, como expone al principio, tanto la quería...
    Me ha sorprendido que él tuviera un gato ya que la frase inicial sugiere aversión hacia los gatos.

    Una tontería: egipcios no necesita comillas.

    ¡Ah! y como ya te han apuntado... que un personaje así nos explique el mismo toda esta historia... Es posible que esto te haya condicionado el tono. Probablemente si la redactaras en 3ª persona podrías distanciarte de él y presentar la historia más libremente.

    Espero que te sea de utilidad.

    Un abrazo,
    Montse

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  4. Bienvenida al taller, Lila.
    Un texto con aires de Gogol y compases gardelianos. Un oscuro procurador y una
    mujer a quien le regala una rosa y ella lo deja por otro, sin siquiera poder
    hablar de traición.
    “Volvió una noche/ no la esperaba/ …Que tuve miedo de aquel espectro/ que fue
    locura de mi juventud…/ se fue en silencio/ sin un reproche…/Busqué un espejo/ y
    me quise mirar”
    Odia a su gato y al fin, será una gata rayada la única compañía de su vejez.
    La fugaz aparición de esta mujer en la vida de nuestro hombre alcanzó para
    descolgar los viejos cuadros y cambiar los gobelinos de su departamento de
    soltero, pero su vida oscura, chata, peregrino de oficinas tramitariles, apenas
    si soportará la presencia de un gato sobre los almohadones de los modernos
    sillones.
    Está bueno el cuento, tiene atmósfera. Cuando un cuento dispara la imaginación
    del lector se ha dado un paso seguro. Los personajes tienen carnadura. Al hombre
    uno se lo imagina, hasta en su performance sexual, en su timidez y en sus pocos
    actos audaces. Ella es así, al salto por un bizcocho: salir de empleaducha.¡Qué
    mejor que este joven prometedor!
    ¿Y la escribanía? ¡Qué desilusión! Qué importan los años del abogado. El después
    es el previsible y tanguero después.
    Se nota la intención de pulir las frases, de mostrar más que contar, una prosa a
    propósito contaminada de poesía.
    No me parece acertada la frase que encabeza el texto. Está escrita por otro
    narrador.
    En el primer párrafo hay una sobrecarga de adjetivos: “mohín fruncido de labios
    pintados/ uñas granates ligeramente sucias”.
    No alcanzo a entender: “Yo la amaba, eterna y raídamente como mi único traje
    negro”, creo que raídamente nos refiere a manera gastada y no advierto el
    complemento con eternidad.
    “y a partir de ahí, aceptó…” No sería mejor: días después o al poco tiempo?
    “Dejó la marca de los labios pintados en el borde de las copas”. Voraz esta
    chica, hay que sacarle una copa, que tome de la suya, caramba.
    La palabra: fatigadamente está de más.
    Tampoco me cierra la frase final, una voz distinta.
    Bueno, esto por ahora.
    Rubén, de Río Cuarto, Córdoba

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  5. De entrada me llama la atención el nombre del cuento. Procurador, profesional del derecho que, en virtud de apoderamiento, ejerce ante juzgados y tribunales la representación procesal de cada parte. La procuración será la acción del procurador, o su oficina. Me suena muy complejo como título.

    Comienza con una alusión a la vejez, hecha por el narrador en primera persona. No se sabe a qué viene, me imagino escenas a partir de esta primera frase. Pero esta alusión queda descolgada en el resto del relato. No agrega nada. Sobra.

    El narrador nos cuenta sobre una mujer a la que amaba. Amanda, que amaba a su gato y se lo acomodaba entre los pechos blancos. No sé bien cuánto tiempo dura esta historia, pero aparenta ser poco tiempo, tres o cuatro semanas como máximo de acuerdo al texto. En todo el relato no se menciona que él haya ido a la casa de ella, lugar en dónde debería haber visto a ese gato que describe acomodándose entre sus pechos.

    A este narrador lo capto muy estereotipado, con un lenguaje formal, a veces demasiado formal, todo lo que vive es insípido, como si él mismo no pudiera ser nada más que testigo de las cosas que pasan. Acepta que ella se vaya sin una palabra, la recibe años después, le cierra la puerta cuando ella se va, sin una palabra. Nada más se engaña hablándose a sí mismo, convenciéndose de que no hay nada que contar. Y un olor a gato, lo siento como en tono despectivo, ¿por qué, si en todo lo anterior no se sugería ésto? Y, además, el narrador en la actualidad vive con un gato.

    Me parece que si el relato se hubiera volcado más abiertamente hacia el drama, o la comedia, esta historia podría haber funcionado. Y el narrador no es el procurador de oficios pendientes a causa de esta mujer que estuvo, se fue, regresó y se volvió a ir. El narrador es un inútil procurador de sí mismo. Incapaz de sentir al otro, ella nada más cuenta o dice o hace o acaricia al gato, no piensa, no discute, no alaba, no pide, nada más es un espejo en dónde él se refleja, yo no podía entenderla ni escuchar sus razones

    Aparecen dos gatos en el texto, el de Amanda al principio, y el de él al final. La gata de él, el gato de ella. El narrador se habrá propuesto querer decir algo con todo ésto, seguramente. Confieso que no pude entender el significado, si acaso lo tiene.

    Un papel blanco en el archivo Un archivo en blanco.

    dejó la marca de los labios pintados en el borde de las copas

    ¿Qué, bebió de las copas de ambos, tuvieron tanta intimidad esa noche en que no pasó nada?



    Volvió otra tarde y la amé; fui torpe pero a ella pareció no importarle demasiado

    Por momentos, el texto parece telegráfico, exageradamente sintético.



    El péndulo del reloj marcó las dos horas que duró la cena

    ¿Tanto demoraron sólamente para comer unos palmitos el pollo y las masitas? ¿Importa realmente si fueron quince minutos u hora y cinco?



    Un día, casi al pasar, como un roce felino entre las piernas

    A estas alturas hay tanto gato que mejor buscar un sinónimo a esta imagen.

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