jueves, 7 de septiembre de 2017

Cuento extraído del libro "El bazar de los malos sueños"


Escribí «Premium Harmony» poco después de leer más de veinte relatos de Carver, y no debería sorprender que tenga cierto sabor a Carver. Si lo hubiese escrito a los veinte años, no habría sido, creo, más que una imitación desdibujada de la obra de un autor mucho mejor. Como lo escribí a los sesenta y dos, se filtra mi propio estilo, para bien o para mal. Como muchos grandes autores estadounidenses (me vienen a la cabeza Philip Roth y Jonathan Franzen), Carver parecía tener poco sentido del humor. Yo, en cambio, veo humor en casi todo. Aquí el humor es negro, pero a menudo, en mi opinión, ese es el mejor. Porque —entiéndelo—, en lo tocante a la muerte, ¿qué puede uno hacer sino reírse?

Stephen King
Premium Harmony


Llevan diez años casados, y durante mucho tiempo todo fue bien —como una seda—, pero ahora discuten. Ahora discuten y no poco. En realidad la discusión es siempre la misma. Tiene carácter circular. Es, piensa Ray a veces, como un canódromo. Cuando discuten, son como galgos tras el conejo mecánico. Uno pasa por el mismo lugar pero no ve el paisaje. Ve el conejo.
Piensa que quizá sería distinto si tuvieran hijos, pero ella no podía quedarse embarazada. Al final se sometieron a unas pruebas, y eso fue lo que dijo el médico. El problema estaba en ella. Algo le pasaba a ella. Después de eso, más o menos al cabo de un año, él le compró un perro, un jack russell al que puso de nombre Biznezz. Mary se lo deletrea a quienes preguntan. Quiere que todos participen de la broma. Ella adora al perro, pero ahora de todos modos discuten.
Van a Walmart a comprar semillas de césped. Han decidido vender la casa —ya no pueden mantenerla—, pero Mary sostiene que no llegarán muy lejos a menos que hagan algo con las cañerías y adecenten el jardín. Sostiene que, con esas calvas en el césped, la casa parece una chabola irlandesa de mala muerte. Ha sido un verano caluroso, prácticamente sin lluvia. Ray replica que sin lluvia el césped no saldrá por buenas que sean las semillas. Insiste en que deberían esperar.
—Entonces pasará otro año, y ahí seguiremos —contesta ella—. No podemos esperar otro año, Ray. A esas alturas estaremos en la ruina.
Cuando Mary habla, Biz la mira desde su sitio en el asiento trasero. A veces mira a Ray cuando habla él, pero no siempre. Sobre todo mira a Mary.
—¿Qué crees? —dice Ray—. ¿Que va a llover para que tú dejes de preocuparte por si acabamos en la ruina?
—Estamos metidos en esto juntos, por si te has olvidado —responde ella.
Ahora atraviesan Castle Rock. Se ve poca actividad. Lo que Ray llama «la economía» ha desaparecido de esta parte de Maine. El Walmart está al otro lado del pueblo, cerca del instituto donde Ray trabaja de conserje. El Walmart tiene su propio semáforo. La gente bromea con eso.
—Ahorrar no es solo guardar sino saber gastar —afirma él—. ¿Has oído alguna vez ese dicho?
—Un millón de veces, a ti.
Ray deja escapar un gruñido. Ve al perro por el retrovisor, observándola. En algunos momentos le disgusta esa manera que tiene Biz de mirarla. Le da la impresión de que ninguno de ellos sabe de qué hablan. Es una idea deprimente.
—Y para en el Quik-Pik —indica ella—. Quiero comprar un balón de futbéisbol para regalarle a Tallie en su cumpleaños.
Tallie es la hija pequeña de su hermano, una niña de corta edad. Ray supone que eso la convierte también en su propia sobrina, pero no lo ve del todo claro, porque solo es pariente consanguínea de Mary.
—En el Walmart hay balones —dice Ray—, y en el Mundo de Wally todo sale más barato.
—Los del Quik-Pik son de color morado. El morado es su color preferido. No estoy segura de que en el Walmart tengan.
—Si no tienen, ya pararemos en el Quik-Pik a la vuelta.
Siente como si un gran peso le oprimiera la cabeza. Ella se saldrá con la suya. En cuestiones como esa, siempre lo consigue. El matrimonio es como un partido de fútbol, y él es el quaterback del equipo modesto. Tiene que buscar espacios. Hacer pases en corto.
—A la vuelta nos quedará a trasmano —aduce ella, como si se hallaran atrapados en un río de tráfico urbano y no en un pueblo casi vacío donde la mayoría de los locales comerciales están en venta—. Entraré como un rayo, compraré el balón y volveré como un rayo.
Con tus noventa kilos, piensa Ray, tus días de correr han terminado, cielo.
—Cuestan solo noventa y nueve centavos —insiste ella—. No seas tan tacaño.
Y tú aprende a gastar, piensa él, pero dice:
—Ya que entras, cómprame un paquete de tabaco. Se me ha acabado.
—Si lo dejaras, tendríamos cuarenta dólares más a la semana.
Ray ahorra y paga a un amigo de Carolina del Sur para que le mande por correo una docena de cartones cada vez. En Carolina del Sur el cartón sale veinte dólares más barato. Eso es mucho dinero, incluso en estos tiempos. No puede decirse que no se esfuerce en economizar. Se lo ha dicho a ella ya antes, y volverá a decírselo, pero ¿de qué sirve? Le entra por un oído y le sale por otro. No tiene nada en medio para aminorar la marcha de las palabras que él pronuncia.
—Antes fumaba dos paquetes al día —alega—. Ahora fumo menos de medio.
En realidad la mayoría de los días fuma más. Ella lo sabe, y Ray sabe que lo sabe. Al fin y al cabo en eso consiste el matrimonio. El peso que le oprime la cabeza aumenta un poco. Además ve que Biz todavía la mira. Él da de comer al condenado animal y gana el dinero con el que se paga esa comida, pero es a ella a quien mira. Y eso que los jack rusells son listos, se supone.
Dobla por el acceso a Quik-Pick.
—Deberías comprarlo, si no hay más remedio, en Indian Island —sugiere ella.
—En la reserva hace diez años que no venden tabaco libre de impuestos —contesta él—. Eso también te lo he dicho. Es que no escuchas.
Deja atrás los surtidores de gasolina y aparca junto a la tienda. No hay sombra. Tienen el sol justo encima. El aire acondicionado del coche solo funciona a baja potencia. Los dos están sudando. En el asiento trasero, Biz jadea. Al hacerlo, parece que sonríe.
—Pues deberías dejarlo —dice Mary.
—Y tú deberías dejar esas Little Debbies —replica él. No era su intención decirlo, sabe lo susceptible que es ella con el tema del peso, pero se le escapa. No puede contenerse. Es un misterio.
—No me he comido ni una desde hace un año —declara ella.
—Mary, la caja está en el último estante. Un paquete de veinticuatro. Detrás de la harina.
—¿Has estado fisgoneando? —exclama ella. El rubor asoma a sus mejillas, y él la ve tal como era cuando aún era guapa. O al menos mona. Todo el mundo decía que Mary era muy mona, incluso la madre de Ray, a quien por lo demás no le caía bien.
—Estaba buscando el abrebotellas —dice él—. Iba a tomarme un refresco de vainilla, de esos con chapa antigua.
—¡Y buscabas un puñetero abrebotellas en el último estante del armario!
—Entra a comprar el balón —contesta él—. Y tráeme unos pitillos. Sé buena chica.
—¿No puedes esperar hasta que lleguemos a casa? ¿No puedes esperar ni eso?
—Puedes comprar de los baratos —dice él—. Los de esa marca desconocida. Premium Harmony se llaman. —Saben a bosta de vaca seca, pero da igual. Ojalá así Mary cierre la boca. Hace demasiado calor para discutir.
—Además, ¿dónde vas a fumar? En el coche, supongo, para que yo tenga que respirarlo.
—Abriré la ventanilla, como siempre.
—Compraré el balón y volveré. Si consideras que tienes que gastar cuatro dólares y cincuenta centavos en ensuciarte los pulmones, entra  mismo. Yo me quedaré esperando con el chiquitín.
Ray detesta que llame «chiquitín» a Biz. Es un perro, y quizá sea tan listo como Mary se complace en alardear, pero aun así caga fuera de casa y se lame allí donde antes tenía las bolas.
—Compra unos bollos, ya que estás —dice él—. Unos Twinkies, o a lo mejor los Ho Hos están de oferta.
—Eso es crueldad —reprocha ella. Sale del coche y cierra de un portazo.
Ray ha aparcado muy cerca del edificio, un cubo de hormigón, y a Mary no le queda más remedio que caminar de costado hasta rebasar el maletero del coche, y él sabe que ella sabe que la está mirando, viendo que ahora, con lo grandota que está, tiene que caminar de costado. Sabe que ella piensa que ha aparcado cerca del edificio adrede, para obligarla a caminar de costado, y quizá sea así.
Le apetece un cigarrillo.
—Bueno, Biz, viejo amigo, tú y yo solos.
Biz se tiende en el asiento de atrás y cierra los ojos. Es capaz de erguirse sobre las patas traseras y pasearse durante unos segundos cuando Mary pone un disco y le pide que baile, y si le dice (en tono alegre) que es mal chico, él se va a un rincón y se queda de cara a la pared, pero aun así caga fuera de casa.
Pasa el tiempo, y Mary no sale. Ray abre la guantera. Escarba entre el revoltijo de papeles, por si se ha dejado olvidado algún paquete de tabaco, pero no hay ninguno. Sí encuentra un pastelito, un Hostess Sno Ball, todavía en su envoltorio. Hinca el dedo en él. Está tieso como un cadáver. Debe de llevar ahí mil años. Quizá más. Quizá llegó con el Arca de Noé.
—Todo el mundo tiene su vicio —comenta Ray. Desenvuelve el Sno Ball y lo lanza al asiento de atrás—. ¿Te apetece esto, Biz? Venga, date un capricho.
Biz se zampa el Sno Ball en dos bocados. Luego empieza a lamer trozos de coco del asiento. Mary se subiría por las paredes, pero Mary no está.
Ray echa un vistazo al indicador de gasolina y ve que queda medio depósito. Podría apagar el motor y bajar los cristales de las ventanillas, pero entonces se asaría de verdad. Estar allí sentado bajo el sol, esperando a que ella compre un balón de futbéisbol de plástico de color morado por noventa y nueve centavos, cuando él sabe que podría conseguir uno por sesenta y nueve centavos en Walmart. Solo que ese tal vez fuera amarillo o rojo. No valdría para Tallie. Para la princesa solo el morado.
Sigue ahí sentado, y Mary no regresa.
—¡El poncho de Cristo! —exclama. El aire frío le acaricia la cara. Se plantea nuevamente apagar el motor, para ahorrar un poco de gasolina, luego piensa: Al carajo. Total, ella no va a llevarle el tabaco. Ni siquiera de ese barato de marca desconocida. Lo sabe. Tenía que lanzar la pulla sobre las Little Debbies.
Ve a una mujer joven por el retrovisor. Se dirige al trote hacia el coche. Es aún más obesa que Mary; unas tetas enormes se bambolean bajo una bata de trabajo azul. Biz la ve acercarse y empieza a ladrar.
Ray baja el cristal de la ventanilla.
—¿Su mujer es rubia? —Intercala las palabras entre resuellos—. ¿Rubia, con zapatillas? —Su cara brilla por el sudor.
—Sí. Quería un balón para nuestra sobrina.
—Pues le ha pasado algo. Se ha caído. Está inconsciente. Según el señor Ghosh, podría ser un infarto. Ha avisado al nueve uno uno. Mejor será que venga.
Ray cierra el coche y la sigue al interior de la tienda. Dentro hace frío en comparación con el coche. Mary está tendida en el suelo, despatarrada, los brazos a los lados. Se encuentra junto a un cilindro de alambre lleno de balones de futbéisbol. En el letrero colocado sobre el cilindro se lee LA DIVERSIÓN MÁS CANDENTE DE ESTE VERANO. Mary tiene los ojos cerrados. Podría estar dormida allí en el suelo de linóleo. Hay tres personas de pie a su lado. Una es un hombre de piel oscura con pantalón caqui y camisa blanca. Una placa prendida en el bolsillo de la camisa lo identifica como SR. GHOSH, ENCARGADO. Las otras dos son clientes. Uno es un anciano delgado de cabello ralo. Ronda los setenta como mínimo. La otra es una mujer gorda. Más gorda que Mary. Más gorda también que la chica de la bata azul. Ray piensa con razón que es ella quien debería estar tendida en el suelo.
—Caballero, ¿es usted el marido de esta mujer? —pregunta el señor Ghosh.
—Sí —contesta Ray. Eso no parece bastar—. Claro que lo soy.
—Podría ser que estuviera muerta, lamento decir —añade el señor Ghosh—. Le he hecho la respiración artificial, el boca a boca, pero… —Se encoge de hombros.
Ray piensa en ese hombre moreno uniendo sus labios a los de Mary. Dándole un beso francés, por llamarlo de alguna forma. Echando aire por su garganta allí, al lado del cilindro de alambre lleno de balones de plástico de futbéisbol. De pronto se arrodilla.
—Mary —dice—. ¡Mary! —Como si intentara despertarla después de una mala noche.
Da la impresión de que no respira, pero eso no siempre está claro. Acerca el oído a su boca y no oye nada. Nota una corriente de aire en la piel, pero seguramente procede del sistema de ventilación.
—Este caballero ha avisado al nueve uno uno —dice la gorda. Tiene en la mano una bolsa de Bugles.
—¡Mary! —exclama Ray. Esta vez levanta más la voz, pero no se anima a gritar, no allí de rodillas entre varias personas, una de ellas un hombre de piel oscura. Alza la vista y, como disculpándose, añade—: Nunca se pone enferma. Tiene una salud de hierro.
—Nunca se sabe —comenta el anciano. Menea la cabeza.
—Se ha caído de repente, así sin más —explica la joven de la bata azul—. No ha articulado palabra.
—¿Se ha llevado la mano al pecho? —pregunta la gorda de los Bugles.
—No lo sé —responde la joven—. Diría que no. O yo no la he visto. Se ha caído de repente, así sin más.
Cerca de los balones de futbéisbol hay un colgador con camisetas de recuerdo. En ellas se leen cosas como: A MIS PADRES LOS TRATARON COMO A REYES EN CASTLE ROCK Y YO SOLO HE SACADO ESTA TRISTE CAMISETA. El señor Ghosh coge una y pregunta:
—¿Quiere que le tape la cara, caballero?
—¡No, por Dios! —contesta Ray, sobresaltado—. Puede que solo haya perdido el conocimiento. No somos médicos. —Más allá del señor Ghosh, ve a tres chicos, adolescentes, que curiosean a través de la cristalera. Uno de ellos toma fotos con el teléfono móvil.
El señor Ghosh sigue la mirada de Ray y, haciendo aspavientos, corre hacia la puerta.
—¡Largo de aquí, chavales! ¡Largo!
Los adolescentes, entre risas, reculan con parsimonia. Luego dan media vuelta y, al trote, dejan atrás los surtidores de gasolina en dirección a la acera. Más allá de ellos el centro del pueblo, casi desierto, reverbera con resplandor trémulo. Pasa un coche acompañado de un palpitante rap. Ray oye los graves y se le antojan los latidos robados al corazón de Mary.
—¿Dónde está la ambulancia? —pregunta el anciano—. ¿Cómo es que aún no ha llegado?
Ray permanece arrodillado junto a su mujer mientras transcurre el tiempo. Le duele la espalda y le duelen las rodillas, pero si se pone en pie, parecerá un espectador.
La ambulancia resulta ser una Chevrolet Suburban blanca con listas de color naranja. Las intensas luces rojas destellan. Lleva el rótulo SERVICIO DE URGENCIAS DEL CONDADO DE CASTLE pintado en la parte delantera, solo que del revés. Así es posible leerlo por el retrovisor. Ray lo considera una idea de lo más ingeniosa.
Los dos hombres que entran visten de blanco. Parecen camareros. Uno empuja una carretilla con una botella de oxígeno. Es una bombona verde con una calcomanía de la bandera estadounidense.
—Lo siento —se disculpa uno—. Acabamos de trasladar a los heridos de un accidente de coche que ha habido en Oxford.
El otro ve a Mary tendida en el suelo, despatarrada, los brazos a los lados.
—¡Jo! —dice.
Ray, incrédulo, pregunta:
—¿Todavía vive? ¿Solo ha perdido el conocimiento? Si es así, mejor será que le pongan el oxígeno o sufrirá daños cerebrales.
El señor Ghosh mueve la cabeza en un gesto de negación. La joven de la bata azul rompe a llorar. Ray desearía preguntarle por qué llora, pero de pronto cae en la cuenta. Ella se ha imaginado toda una historia a partir de lo que él acaba de decir. Vamos, que si volviera al cabo de una semana y jugara bien sus cartas, quizá ella se prestara a echar un polvo por compasión. No es que tenga intención de volver, pero concibe la posibilidad. Si quisiera aprovecharla.
Los ojos de Mary no reaccionan a la luz de una linterna. Un auxiliar clínico escucha los inexistentes latidos de su corazón, y el otro le toma la inexistente presión arterial. Eso se prolonga durante un rato. Los adolescentes regresan con unos amigos. Aparece más gente. Ray supone que los atraen los destellos de las luces rojas en lo alto de la Suburban del servicio de urgencias, tal como la luz de un porche atrae a los mosquitos. El señor Ghosh corre otra vez en dirección a ellos haciendo aspavientos. Los chicos retroceden de nuevo. Después, cuando el señor Ghosh regresa al corrillo en torno a Mary y Ray, avanzan y vuelven a curiosear.
Uno de los auxiliares dice a Ray:
—¿Era su mujer?
—Sí.
—En fin, caballero, lamento comunicarle que ha muerto.
—Oh. —Ray se levanta. Le crujen las rodillas—. Me lo habían dicho, pero yo no estaba seguro.
—Santa María madre de Dios, apiádate de su alma —dice la gorda de los Bugles. Se santigua.
El señor Ghosh ofrece a uno de los auxiliares la camiseta turística para que cubra el rostro de Mary, pero el auxiliar niega con la cabeza y sale. Dice al reducido grupo de gente que no hay nada que ver, como si alguien fuese a creer que una mujer muerta en el Quik-Pik no tiene interés.
El auxiliar saca una camilla de la parte de atrás del vehículo de emergencia. Lo hace con un simple y rápido golpe de muñeca. Las patas se despliegan por sí solas. El anciano del cabello ralo mantiene abierta la puerta de la tienda, y el auxiliar entra con su lecho mortuorio rodante.
—¡Qué calor! —comenta el auxiliar a la vez que se enjuga la frente.
—Quizá prefiera no ver esta parte —dice a Ray el otro, pero él se queda observando mientras levantan el cuerpo y lo colocan en la camilla. Hay una sábana bien plegada en el extremo de la camilla. La extienden completamente hasta que le cubre la cara. Ahora Mary parece el cadáver de una película. La sacan al calor. En esta ocasión es la gorda de los Bugles quien aguanta la puerta. La gente se ha apartado hacia la acera. Deben de haberse congregado más de treinta personas, allí de pie bajo el implacable sol de agosto.
Después de dejar a Mary en la ambulancia, los auxiliares regresan. Uno sostiene una tablilla sujetapapeles. Formula a Ray unas veinticinco preguntas. Ray conoce la respuesta a todas menos la referente a la edad. De pronto se acuerda de que ella es tres años más joven que él y dice treinta y cuatro.
—Vamos a llevarla al St. Stevie —informa el auxiliar del sujetapapeles—. Puede seguirnos si no sabe el camino.
—Sí lo sé —contesta Ray—. ¿Qué? ¿Quieren hacerle la autopsia? ¿Van a abrirla?
La chica de la bata azul ahoga un gemido. El señor Ghosh la rodea con el brazo, y ella apoya la cara en su camisa blanca. Ray se pregunta si el señor Ghosh se la tira. Espera que no sea así. No por la piel oscura del señor Ghosh —a Ray esas cosas le traen sin cuidado—, sino porque debe de doblarle la edad. Un hombre mayor puede aprovecharse, sobre todo cuando es el jefe.
—Verá, esa decisión no nos corresponde a nosotros —responde el auxiliar—, pero probablemente no. No ha muerto sin atención…
—Y que lo diga —interviene la mujer de los Bugles.
—… y está bastante claro que se trata de un infarto. Seguramente entregarán los restos a la funeraria casi de inmediato.
¿La funeraria? Hace una hora estaban dentro del coche, discutiendo.
—No tengo prevista una funeraria —dice—. Ni funeraria, ni tumba, nada. ¿Cómo demonios iba yo a preverlo? Tiene treinta y cuatro años.
Los dos auxiliares cruzan una mirada.
—Señor Burkett, en el St. Stevie ya lo ayudará alguien con todo eso. No se preocupe.
—¿Que no me preocupe? ¡Qué demonios!


La ambulancia del servicio de urgencias arranca con las luces encendidas pero con la sirena apagada. En la acera el gentío empieza a dispersarse. La dependienta, el anciano, la gorda y el señor Ghosh miran a Ray como si fuera especial. Una persona famosa.
—Mi mujer quería un balón de futbéisbol morado para nuestra sobrina —dice—. Pronto cumple años. Ocho. Se llama Tallie. Le pusieron ese nombre por una actriz.
El señor Ghosh saca un balón morado del cilindro de alambre y se lo tiende a Ray con las dos manos.
—A cuenta de la casa —dice.
—Gracias —contesta Ray.
La mujer de los Bugles se echa a llorar.
—Santa María madre de Dios —exclama.
Se quedan todos allí un rato, de charla. El señor Ghosh va a buscar unos refrescos al frigorífico. Son también a cuenta de la casa. Beben sus refrescos y Ray les habla un poco de Mary, omitiendo las discusiones. Les explica que en la feria del condado de Castle obtuvo el tercer premio con una colcha de retazos. Eso fue en 2002. O quizá 2003.
—Qué lástima —comenta la mujer de los Bugles. Ha abierto la bolsa y los comparte. Comen y beben.
—Mi mujer murió mientras dormía —cuenta el anciano del cabello ralo—. Se tumbó en el sofá y ya no se despertó. Estuvimos casados treinta y siete años. Siempre pensé que me iría yo antes, pero Dios no lo quiso así. Todavía la veo allí tendida en el sofá. —Menea la cabeza—. No me lo podía creer.
Finalmente Ray no tiene nada más que contar, y ellos no tienen nada más que contarle a él. Vuelven a entrar clientes. El señor Ghosh atiende a unos, y la mujer de la bata azul atiende a otros. Al cabo de un rato la gorda anuncia que es hora de irse. Antes da un beso a Ray en la mejilla.
—Conviene que se ocupe de sus asuntos, señor Burkett —le aconseja. Emplea un tono sermoneador y a la par coqueto.
Ray piensa que tal vez ahí surja otro posible polvo por compasión.
Consulta el reloj situado encima del mostrador. Es de esos con un anuncio de cerveza en la esfera. Han pasado casi dos horas desde que Mary pasó caminando de costado entre el coche y la fachada lateral de hormigón del Quik-Pik. Y por primera vez se acuerda de Biz.


Cuando abre la puerta, sale una bocanada de calor, y cuando apoya la mano en el volante para inclinarse a mirar, la retira en el acto con un grito. Ahí dentro debe de haber sesenta y cinco grados. Biz está muerto boca arriba. Tiene los ojos lechosos. La lengua le asoma por un lado de la boca. Ray ve el brillo de sus dientes. Le han quedado pequeñas porciones de coco prendidas de los bigotes. Eso no debería ser gracioso, pero lo es. No tan gracioso como para echarse a reír, pero sí gracioso como lo es una palabra rara que no consigue recordar.
—Biz, viejo amigo —dice—. Lo siento. Me había olvidado de ti.
Lo invade una sensación de gran tristeza y regocijo mientras contempla al jack russell asado. Que algo tan triste resulte gracioso es una auténtica vergüenza.
—Bueno, ahora estás con ella, ¿no? —añade, y la idea es tan triste y a la vez tan tierna que se echa a llorar. Es un arrebato. Mientras llora se le ocurre que ahora puede fumar tanto como quiera, y en cualquier parte de la casa. Puede fumar en la mismísima mesa del comedor de Mary.
—Ahora estás con ella, Biz, viejo amigo —dice entre lágrimas. Tiene la voz empañada y ronca. Es un alivio ofrecer la imagen acorde con la situación—. Pobre Mary, pobre Biz. ¡Maldita sea!
Todavía llorando, y con el balón de futbéisbol morado aún bajo el brazo, vuelve a entrar en el Quik-Pik. Dice al señor Ghosh que se ha olvidado de comprar tabaco. Piensa que tal vez el señor Ghosh le dé también un paquete de Premium Harmony a cuenta de la casa, pero su generosidad no llega a tanto. Ray fuma a lo largo de todo el camino hasta el hospital con las ventanas cerradas, Biz en el asiento trasero y el aire acondicionado a tope.




En recuerdo de Raymond Carver

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