lunes, 1 de octubre de 2007

Legión




Carles

      Somos muchos. Incluso diría que demasiados.
      No se trata de un problema de espacio, para nada. Aquí la capacidad no es una cuestión de importancia, ya que el espíritu no ocupa lugar, y es propio de ángeles, incluso caídos, el estar tejidos con materias tan sutiles que por muy poco no entran en la categoría de la inmaterialidad. Hay capacidad para miles de millones de demonios, de posesores, y esa semilla dentro del cerebro en la que está contenida el alma no se ve afectada. Incluso, como ocurre en el cuerpo que ahora habito, puede ser que dicha alma no exista como tal, sea una huella de algo que un día existió. Pero aunque el espacio no existe para nosotros, tenemos problemas de otra índole.
      Y es que, pese a compartir todos la materia con la que se entrelazan los sueños, con la que se trenzaron ángeles y demonios (que ángeles fuimos, y seguimos siéndolo, aunque hubiera desplome al tártaro), y compartir los que participamos en la trama de Luzbel una inclinación en grado sumo a la maldad y la perversión, así como un talante pernicioso, todos tenemos formas distintas de percibir, de entender esa maldad y los actos para llegar a ella, y, claro, las decisiones no son fáciles.

      Están los que se inclinan a alguno de los pecados capitales, a los que llamamos capitalinos. Entre estos también hay facciones: los que se pavonean de su habilidad para tentar, y creen que la tentación consiste en ser como ellos son, que siempre reciben la oposición frontal de los que afirman que lo importante es no hacer nada uno y aspirar a lo de los demás, que no se lo merecen como uno; otros incitan a quedarse sin hacer nada, sobre todo en estos tiempos que un invento llamado televisión les ayuda con su cometido, facción que casi siempre tiene como aliada a los que animan a pasar a buscar unas chuches o unas latas de cerveza; pero los que buscan el confrontar el sudor propio con el del otro, en arrebatos sin mesura, y los que sólo quieren pelea y lucha, siempre se conjuran en contra de estos grupos, y buscan que tras la perversión y la tentación, a ser posible de una mujer casada o moza virgen que fue que ya no lo es, aparezcan padres, hermanos, maridos, y navajas o pistolas o puños y pies, y que la honra se llene de sangre y de muerte; los que solo piensan en acaparar no tienen aliados, pero los buscan, ahora apoyo para unos, a veces apoyo para los otros, siempre con el poseer como meta.
      También están los tradicionalistas, asimismo llamados conservadores. Entre nosotros hay muchos que estuvimos cuando el asunto de la piara de cerdos, y muchos piensan que si desde hace cuatro mil años un endemoniado ha escupido, balbuceado, dejado rastros de espuma bucal y asustado a los transeúntes, por qué no va a ser bueno ahora lo mismo. No entienden que el mundo ha cambiado, no les preocupa ni Internet ni la televisión ni los periódicos, para ellos con la Biblia es suficiente, ¿acaso no son protagonistas ellos de algunos de sus mejores pasajes? Pero no creáis que son un bloque monolítico, ya que se encuentran los que defienden que girar la cabeza es mejor que hablar lenguas desconocidas, los que discuten por el color de las exudaciones, y las posturas a tomar ante un hijo de Dios también son fruto de eternas, interminables discusiones que tampoco aportan mucho, ya que hace dos mil años que no se da esa casuística.
      Otro bando está formado por los incitadores. Estos creen que la gracia no está en pecar, ni mucho menos en endemoniarse. No, ellos dicen que el demonio ha de tentar no sólo al cuerpo que habita, cosa fácil, sino al resto de la humanidad, sobre todo aquellos que aún no son pasto de los diablos. Ah, pero también les ocurre lo de siempre, lo que nos ocurre a todos, que unos piensan que se ha de tentar vestido de rojo con tridente y perilla achivada, otros que nada de carnavales, que con chaqueta y corbata se trabaja mejor, otros que si zarzas ardientes, animales o usar las nuevas tecnologías, o los que afirman que la mejor forma de propagar la tentación es mediante mensajes que sólo se oigan al girar al revés determinados discos de rock.
      Finalmente restamos los veletas, entre los que me incluyo, que nos inclinamos para un lado u otro de acuerdo con nuestras apetencias, o los sobornos, o las promesas que sabemos se incumplirán en lo que las facciones llaman, supongo que irónicamente, programas electorales. Hay que ver nuestras asambleas, qué caos y confusión y algarabía, que a veces se llegaría a las manos si no fuera porque carecemos de tales extremidades. Hemos de votar siete, ocho o nueve veces antes de alcanzar la mayoría necesaria, un tercio más un voto.
      Igual si existiera un censo, o algo parecido, serían las cosas más fáciles. Pero eso es imposible en nuestra sociedad de ángeles caídos. Nunca se sabe exactamente cuántos de nosotros conviven en un cuerpo, ya que saltamos de uno a otro con facilidad, con apetencia, no solo cuando el corazón se detiene, que toca éxodo, sino por simples motivos de deseo de cambios, de buscarse la vida en otro sitio. Cada día parten y llegan demonios, en constante vaivén, y todos usamos esta ausencia de orden y de lugar fijo para intentar, y muchas veces conseguir, votar tres o cuatro veces en el mismo sufragio.
      Ayer, por ejemplo, yo me uní con los tentadores y los capitalinos iracundos para votar a favor de la gestación de una guerra, ya que poseemos un cuerpo bastante influyente en estos aspectos. Pero pese a buscar apoyos en los soberbios y en algunos sectores muy influyentes de los veletas, y votar un servidor hasta quince veces, nos venció una extraña alianza de lujuriosos, guladictos, perezosos y tradicionalistas, que provocaron que ayer nuestro cuerpo fuera con otros miembros del congreso a una casa de perversión, donde se emborrachó y disfrutó tanto de cuerpos jóvenes que hoy se ha quedado en la cama, con vómitos y resaca, balbuceando entre sueños palabras en lengua extraña. Y la falta del voto de nuestro cuerpo ha evitado una guerra.
      En estos casos es cuando me gustaría ser ángel, pero no de los caídos, de los que votamos a favor de los sufragios, sino de los que votaron en contra tanto tiempo atrás. Ellos están en el cielo, cantan y tocan liras y flautas y marimbas y matracas en honor a Dios, y de cuando en cuando, cuando el Señor se lo indica, ocupan uno o dos un cuerpo específico como ángeles de la guardia, para cumplir con exactitud lo que el señor les mande. Ah, no más malestares, ni discusiones ni votaciones. Pero Luzbel nos tentó, nos engañó, y como no nos obligaba creímos que la libertad de elegir destino era buena, que decidir entre todos lo que hay que hacer sin imposiciones ni órdenes era mejor. Votamos a favor de decidir de forma democrática la mayoría de los asuntos, y perdimos, eran más los ángeles que preferían que les dijeran qué hacer, es más simple, tiene menos complicaciones, y ahora, tras perder en el inicio de los tiempos la votación y caer al abismo al que nos arrojó un Dios iracundo que no quería perder ni un ápice de poder, empiezo a pensar que tenían razón.
      En el cielo está Dios, con sus ángeles, amo y señor de todos sus dominios. En el infierno Lucifer, solo casi siempre, ya que no obliga a nada, cada demonio es libre de sus destino, y supongo que entenderán que ningún ángel caído en sus cabales preferiría el helado y ardiente infierno, junto al causante de sus desgracias, que quizás lo hizo movido por sentimientos de justicia e igualdad, pero en el fracaso se hundió en la desesperación, y ahora es un pobre loco al que nadie hace caso, digo que quien preferiría el infierno a vagar, aunque sea en esta algarabía y caos anárquico, por la faz de la tierra en el ejercicio del noble oficio de la posesión demoníaca. Yo no, por lo menos.


Lucas (8-27 a 8-33)

1 comentario:

  1. No entiendo hacia dónde me quiere llevar este texto, ni siquiera sé si llega a ser un cuento.
    Me encuentro con una especie de clasificación de ángeles o algo así. Bastante caótica, por cierto, sobre todo porque el mismo relato me indica que tal clasificación no es tal, ya que un mismo individuo cambia de categorías.
    Puedo aceptarla o no, pero me quedo ahí, no sé qué me están contando.
    Disculpas, Carles, pero este mundo de ángeles y demonios, en el que no creo, no es para mí.

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