miércoles, 21 de noviembre de 2007

Desencuentro (Ejercicio)

Anays Rodriguez


I si l'atzar et porta lluny
que els déus et guardin pel camí
que t'acompanyin els ocells,
que t'acaronin els estels,
i en un racó d'aquesta veu
mentre la pugui fer sentir
hi haurà amagat sempre el teu so, Laura.
Lluis Llach



      Dormitaba frente a un concurso que la aburría, pero no se atrevía a apagar el televisor. El silencio le parecía más triste que aquel magnetismo tirano del que ya no pensaba escapar.

      Un temblor la sacó del letargo y le desató una ráfaga de alarmas ¿el corazón? ¿la apéndice? ¿una rana? No: el teléfono móvil. Siempre el mismo susto, siempre pensar en desactivarle la opción de vibración al aparato, siempre Bruno para avisarle que había llegado bien al servicentro. Buen chico, pensó mientras abría el mensaje escrito. No era Bruno.
      "Tengo, principalmente, ganas de estar contigo"

      Al leerlo sintió otra sacudida, ésta mejor localizada: un tirón desde adentro, justo entre los pechos pero medio suspiro más abajo. De pie, inclinada sobre la mesa, apoyó los codos y releyó una vez y otra, sintiéndose el calor trepar hasta la cara y el cansancio marcharse de sus piernas.
      Nadie en el mundo, más que Fernando, podría provocarle tal desasosiego. Le tembló el pulgar sobre el botón de contestar y, sin atreverse a tocarlo, dejó el teléfono sobre la mesa y corrió a su dormitorio. Se agachó junto a la cama y, con la sensación seca de una rémora en la garganta, atrajo hacia sí una lustrosa caja de cedro tirando de ella por la llave: una aleación formidable de cobre y acero. La arrastró con la eficacia involuntaria de un acto repetido durante media vida. Sentada en el suelo, descalza y con un viso de culpa en la mirada, pasó el dorso de la mano por la tapa de madera, apartando invisibles motas de polvo, como si comprobara de pronto que, tal como había concebido, aquello podría ocurrir un día cualquiera y sorprenderla desavisada.
      Cuando por fin la abrió se le iluminó el rostro. Allí estaban, decenas de cartas en riguroso orden, declarando horas de dedicación. "Una historia concebida sólo para ti" reconoció. Manida y amarillenta, la primera carta se opuso con fragilidad a los dedos de Laura que sólo con tocarla, sintió el vaho lejano y testarudo del recuerdo.
      Le había escuchado en un recoveco del metro, perdido en una melodía serena que le servía para afinar su destartalada guitarra. Arrastraba una voz cálida que la detuvo en seco y le arruinó los planes de aquella mañana, olvidándolos para siempre. La voz tiró de ella hasta hacerla girar en una esquina, y se encontró entonces frente al rostro pálido de Fernando, dibujado entre una maraña de mechas rojizas que le resbalaban por la espalda. Tenía los ojos azules más vivos que Laura había visto, los labios tristes y cuatro pecas salpicándole de gracia el gesto.
      Se acercó a él como si junto a ella se tratara del único sobreviviente de una catástrofe, como si cientos de hombres y mujeres no abarrotaran aquellos pasillos imponiendo sus prisas, se acercó con la boca llena de preguntas:
      -Laura- ofreció.
      El asintió sonriendo, como si ya lo hubiese sabido:
      -Fernando.
      Se comieron a besos y a deseo, se devoraron en la opacidad de una pensión de la calle Montcada. Consolaron el hambre que les dio el amor en un bar de la estación de Francia y en la noche, sin más dinero para pagar la pensión, Fernando volvió a cantar al metro, y Laura regresó a su casa en el barrio de Gracia. Tenían veintidós años y el mundo era de sol.
      Cuando volvió la siguiente mañana, no escuchó más que los ecos ramplones que poblaban el metro y el taconeo irritante de las oficinistas. Se detuvo en el rincón donde había encontrado a Fernando y le necesitó tanto que tuvo que buscar una salida a la luz donde poder respirar sin tanta dificultad. Esa tarde, bajo el halo zumbón de un flexo descascarado, le escribió la primera carta: omitió realidades y maquilló las tristezas de su mundo: decoró el escenario de su nuevo universo.
      A veces le buscaba en las mañanas, y en las tardes se lamía la incertidumbre reinventando su historia. De ese modo, nunca le contó que los años le espesaron el cuerpo que el amó, ligero y elástico. Ni que se casó con un comerciante de rústico talante y economía próspera cuya muerte no le causó dolor. Que tan sólo dejó de escribirle en los tiempos en que nació su hijo Bruno, a quien permitió la entrada en su mundo postal únicamente ataviado con una inteligencia asombrosa y unos dedos que acariciaban la guitarra "como sólo lo hacías tú, Fernando".
      Los años no la conmovieron porque no los vio pasar. Se le arrugó la frente debajo del mismo cerquillo con que le conoció, y mantuvo el coral de los labios y una voz afectada que dotaron a su madurez de un aire ridículo. Nunca envió las cartas porque no tenía a dónde hacerlo. Así que adquirió la caja de cedro donde atesoró su historia, ilesa y palpitante, protegida por la llave que mandó hacer en un tugurio del barrio gótico.
      Ahora lo de menos era imaginar de dónde habría sacado él su número de teléfono. Recordaba que una mañana, deambulando por los pasillos del metro, se había acercado a un vendedor de pendientes que en ocasiones veía instalarse en el rincón de Fernando, tan sólo por guarecerse en lo que quizá había sido su vida. Sin saber qué decirle, le había contado que buscaba trabajo y el hombre, encogiéndose de hombros, le ofreció que le dejara su teléfono por si se enteraba de alguna oferta. Ella lo escribió en un trozo de papel y se lo extendió como un puente hacia Fernando. Lo que no lograba recordar era si aquel episodio había ocurrido realmente o lo había imaginado ella en sus cartas.
      El pequeño recuadro del teléfono mostró un nuevo mensaje: "Ya llegué, duérmete" le avisaba Bruno como cada noche, antes de iniciar su jornada nocturna repostando combustible.
      Laura marcó el número de Fernando y al otro lado le contestó una vacilante voz femenina:
      -Sí, oiga, perdone...
      -¿Y Fernando?- preguntó Laura sin pensar.
      -Sí, mire, Don Fernando está dormido, soy la enfermera de guardia. No sabía si contestar, pero por si podía ayudarle en algo, no sé...
      -¿Qué hospital?- solicitó con la voz en vilo.
      -Clínica del Remei- reveló la enfermera, preguntándose al instante si había hecho bien.
      Los rasgos curativos de aquel diálogo no tardaron en desplegarse a su alrededor: los viejos muebles adquirieron un brillo arcano, y las fotografías en sepia colgadas en las paredes ganaron sentido. Laura apagó el televisor y así le llegó, llovido del cielo, un jazz que la sedujo, rodeándola por la cintura y bailando con ella, en un comedor que pareció poblarse de mariposas.
Eran más de las diez de la noche y habían pasado más de treinta años cuando Laura encontró a Fernando. Dormitaba en un sillón de mimbre, mecido quedamente por un viento prestado. Sus manos de largos dedos, blancas, transparentes, languidecían posadas sobre sus rodillas, como si alguien las hubiese colocado en aquella posición y la voluntad no le alcanzara para moverlas. Tenía los labios húmedos de saliva y la mirada vencida. No advirtió la llegada de Laura, no advertía nada.
      -Alzheimer, probable y prematuro- aclaró una enfermera, acercándose al enfermo con un vaso de agua en la mano y observando con recelo a Laura, que tentaba un informe médico colgado a los pies de la cama.
      -Perdone, mi nombre es Cecilia Díaz -mintió Laura al reconocer la voz del teléfono- soy periodista y estoy encargada de un artículo sobre esta enfermedad. Quería observar un poco. Me ha autorizado una hermana en recepción.
      La enfermera miró el reloj, pero como su rostro aún no mostraba queja ni consentimiento, Laura se apresuró a preguntar, señalando a Fernando con un ladeo de la cabeza.
      -¿Hace mucho...?
      -Más de cinco años- concedió la chica con una sonrisa en retirada, como si así, sólo de vez en cuando, le sorprendiera la conciencia del paso del tiempo -El mismo tiempo que yo en este hospital- pensó en voz alta, mientras con un gesto tierno y cotidiano, apartaba una mecha blanquecina de la frente de Fernando.
      Laura permaneció rígida por miedo a que, al moverse, se revolviera en la estancia el aliento amargo de sus celos.
      -¿La reconoce?- preguntó sin levantar la mirada de un punto extraviado entre la pared y el suelo -A usted, quiero decir-
      La enfermera continuaba la rutina de su ronda, lenta pero con la precisión intacta.
      -Hay treguas, sí, intervalos de lucidez, aunque cada vez son más esporádicos. En algunos me cuenta historias, pero se le agolpan las imágenes. En otros llora su deterioro con una compasión que parte la mañana en dos.
      Llovía con rabia cuando Laura volvió a la calle. Un instante antes había deslizado, entre las sábanas almidonadas de la cama, la primera de sus cartas.

1 comentario:

  1. Lindo cuento, corto (lo bueno si breve…), bien redactado y lleno de imágenes evocadoras. Lo he disfrutado.



    Releo lo que acabo de escribir y parece un telegrama. Me doy cuenta de que no he expresado la belleza que tú has trasmitido, pese a ser un pequeño drama la vida de la protagonista, está bellamente elaborado.



    Este trozo me encanta:

    “…omitió realidades y maquilló las tristezas de su mundo: decoró el escenario de su nuevo universo.
    A veces le buscaba en las mañanas, y en las tardes se lamía la incertidumbre reinventando su historia.”



    Sólo tonterías :

    ¿cómo supo al leer un mensaje de un número desconocido que era él? Me he imaginado que por el “principalmente”… quizás debería haber alguna frase suya diciéndola.



    Y… ¿porqué “ probable” cuando ya hacía cinco años que tenía Alzeimer?

    -Alzheimer, probable y prematuro- aclaró una enfermera



    Ésta imagen también me gusta aunque me sobra el “olvidándolos para siempre”, el “para siempre” le da una importancia excesiva a los planes de aquélla mañana que ni siquiera se relatan.

    “Arrastraba una voz cálida que la detuvo en seco y le arruinó los planes de aquella mañana, olvidándolos para siempre. La voz tiró de ella hasta hacerla girar en una esquina”



    No me hagas demasiado caso, soy muy cuadriculada y la verdad que aún me queda mucho para llegar a hacerlo la mitad de bien que tú.



    Tengo ganas de leer tu próximo cuento.



    Un abrazo,

    Montse Villares

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