jueves, 1 de noviembre de 2007

La vergüenza




Anays Rodríguez

Si me dijeran pide un deseo,
preferiría un rabo de nube,
un torbellino en el suelo
y una gran ira que sube.
Un barredor de tristezas,
un aguacero en venganza
que cuando escampe parezca
nuestra esperanza.
Silvio Rodríguez. (Rabo de nube)

      Quería oler mi Habana, por eso volví, porque abrigaba la onírica esperanza de recuperar mi auténtica habanidad, como el hijo adoptado que con los años va idealizando el fantasma de los padres biológicos, que sabe que ya no son suyos desde que le dejaron, pero sabe también que le duela o no, él pertenece a ellos como una rama a un viejo árbol, y que allí, junto a las preguntas sin contestar y la frente lisa de besos no dados y la asepsia de ternura, guarda por ellos un jirón de amor sobrio y una factura impagada de culpa por lo que de malo debió haber en él para que no le conservaran.
      En mi Habana, los hijos de la Revolución iban a la plaza a gritar Viva Fidel, y luego en casa, sudando bajo la penumbra de un quinqué, fabricaban collares de coral negro de contrabando, vigilando los juegos de sus hijos, desoladores renacuajos nietos de la Revolución. Mal aprendían ruso por el día, pero de madrugada se les montaba un muerto africano, marxistas de día, espiritistas de noche.

      Los hijos de la Revolución estaban provistos de un bate horrendamente lícito, prestos a atajar de un tanganazo la manifestación más improbable, talión furtivo y oportuno de causas personales, la ley del odio, las brigadas de respuesta rápida, tan rápidas, sin tiempo ni cerebro para interpretar motivos o reconocer amigos.
      Entonces, cuando volví, quise abrazar la Habana con la sensibilidad que me había concedido el exilio, olerla desde mis nuevos olores, quise poseerla con mi noción adquirida de patria, quise dormir luego con ella, mojarme de ella 21 días, los 21 días que me visó el monito enjuto del consulado dentro de su guayabera almidonada oliendo aún a colonia Moscú, aroma indeleble de los hijos de la Revolución pese a la caída del muro... pero no fue lo escaso del tiempo lo que me lo impidió, fue la vergüenza.
      Una mañana en la que no quise ir con nadie para poder habanear más a fondo, para escuchar y disfrutar sin pautas mi tambor, caminé por el muro del Malecón, me quité los zapatos, y al pisar la piedra húmeda y ennegrecida, recordé la vez que fuimos al teatro Karl Marx, mis hermanas y yo, pese a la convicción del regreso más que incierto, imposible. Incapaces de presentarnos en bambas, nos armamos con nuestros mejores, únicos y más altos tacones, ávidas de garbo, adolescentemente femeninas, pletóricas de justa vanidad.
      Llegamos al teatro dejando atrás insólitas escenas para lograr alcanzar las entradas, y un camión prehistórico que nos vapuleó, violó y ahogó en sus entrañas durante media hora, para esputarnos luego, agradecidas y cartereadas, a unas casi 15 calles del teatro, calles que completamos corriendo para llegar casi a tiempo, nosotras y otros cientos.
      Pero una vez bajo las luces del vestíbulo, volvíamos todos a ser dignos, así, los primates del camión de hacía cinco minutos, se trocaban en altivos, un tanto desdeñosos incluso, imitábamos casi sin esfuerzo los hábitos y vicios burgueses que no sé donde aprendimos... ¡Que víctimas tan crueles éramos entonces!
      Nos criticábamos a fondo unos a otros, sin tregua, nos acercábamos a los carteles con grave y esmerada curiosidad, fingiendo intelectual recogimiento; recorríamos el portal simulando prisas, buscando algún conocido furtivo que en caso de aparecer, pensara a su vez que buscábamos a otro; masacrábamos a aquella en “bajichupa y pitusa”... ¡que chea!, decíamos, sin advertir que lo que le reprochábamos realmente era el dejarnos tan desamparadas en nuestros tacones... ¡que chea!, decíamos, pero sin embargo nos hacíamos cómplices de la mancha de grasa de camión en su espalda, se la respetábamos, la ignorábamos sin esfuerzo, no queríamos vernos, indulgentes inconscientes... ¡Que víctimas crueles tan entrañables éramos entonces!
      Y al fin, dentro, la consagración, la oscuridad testigo de que lo logramos a fin de cuentas, relajar los pies en la oscuridad, liberarlos de los altos verdugos y consolarnos, consolarnos con las cortinas granates y fastuosas, con la murmurada música de cámara, con el aire acondicionado, con los comentarios susurrados de los eufóricos más cercanos en trance igual de consolación, súbitamente inspirados, comentarios ingeniosos, nerviosos, agudísimos, ideológicamente desviados, sublimes...
      ¡Que víctimas crueles y entrañables tan felices éramos entonces!
      ¿Quién dijo que el sol de la patria no quema? Con los años resultaba aún más violento; arañé el muro con la planta del pie para regodearme en el contacto, y el resultado fue agridulce, no porque me doliera, sino por la conciencia de que me dolía porque mis pies se habían ablandado, y eso me avergonzaba; intenté disfrutar la piedra como una caricia merecida, pero me dolió recordar que aquella vez del Karl Marx, anduvimos más de dos horas por el mismo muro, las mismas piedras húmedas y ennegrecidas, y ni las disfrutamos ni nos dolieron tanto.
      Hacia el final del concierto, en cuanto sonaba el último acorde musical resurgía la zozobra, y entonces los gritos de otra y otra a los músicos eran una súplica delirante para que nos dilataran cinco minutos más aquel armisticio, ellos consentían, tocaban otro éxito y era la gloria, la euforia, todas las manos entrelazadas y alzadas, unidas en la letra de memoria, y en esa misma letra descifrando designios, adivinando denuncias en lo mítico, endosando ambigüedad premeditada a una declaración de amor, casi conspiradores... “ojalá se te acabe la mirada constante, la palabra precisa, la sonrisa perfecta, ojalá pase algo que te borre de pronto, una luz cegadora, un disparo de nieve, ojalá por lo menos que te lleve la muerte, para no verte tanto, para no verte siempre, en todos los segundos, en todas las visiones, ojalá que no pueda tocarte ni en canciones”... por un instante el milagro...pero volvían a terminar, y entonces sí sabíamos que ya teníamos que salir... graves y cabizbajos... como los autómatas virginales de “La máquina del tiempo”, rehuyendo mirar la palabra lumínica que nos toreaba desde lo alto de la puerta del fondo; valiéndonos de nuestro arte más eficaz y cultivado: el disimulo, nos escamoteábamos las miradas por miedo a que se nos viera el miedo, con las luces encendidas veíamos a pesar nuestro las hileras de butacas vacías y eso era el desamparo, éramos entonces nuestros propios agentes, dispuestos a preservarnos los minutos pasados de gloria con virtud maternal.
      Dilatando la ilusión, burlábamos la salida entrando en los baños, donde una cola de féminas agonizantes simulaba conservar la musical catarsis pese a la mitad de los servicios clausurados; la ausencia total de agua hacía casi razonable que aquellos artefactos empotrados en la pared no nos soplaran las manos.
      Ahora, sentada en el muro del Malecón, me abroché las sandalias bajo la mirada quemante del sol y de una negrita brillosa de unos nueve años que, sentada junto a mi, me castigó con su más encantadora, amarilla, y servil sonrisa... sonrisa fabricada en industrias locales especialmente para la obtención de divisa, y eso lo sé yo, pero, ¿y ella?, ¿cuántas sonrisas tiene una niña de nueve años?. Me escurrí mirando a la calle y me encontré con el monumento de un Maceo de piedra sobre su caballo a galope... ¿de qué color era el caballo blanco de Maceo?... alguna vez me confundió algún mayor con eso... aquí, si, en mi casa de cartón tabla, quizás más desvencijada que la tuya, muchacha... pero la complicidad se desvaneció antes de nacer y no la miré, con estas sandalias le dará igual que yo sea de donde sea... y ella ya no está para caballos blancos de Maceo, está en la lucha... su cada vez más amplia y apremiante sonrisa me seguía machacando las vísceras; levantando las rodillas hasta su barbilla, se las arregló para hacerme ver sus pies desnudos, cenizos, sus uñas como garritas pintadas de rojo tomate, sus calcañares de nogal... especializada en inspirar lástima... y no una lástima cualquiera, no, una lástima original... que me da todavía más vergüenza... ¿darte mis sandalias?... ¿cambiártelas por mi vergüenza?... si es que tampoco es eso.
      Sí, dinero, le servirá más o menos igual que mis sandalias a tu sonrisa, tu no te irás mejor ni yo tampoco, en el fondo creo que las dos perdemos, tu sumarás otra victoria a tu derrota, yo sumaré cinco dólares a mi vergüenza, pero negarme no te hará a ti más digna ni a mi menos cómplice... y ya tienen que dolerte las comisuras de los labios, te has convertido en una mueca rígida.
      A unos 200 metros se acercaba una bici taxi, desde allá me cegaron sus colores fosforescentes, calculé el tiempo... abrí el bolso, no la miré pero la sentí estremecerse, saqué una Cuba tallada en ácana que acababa de comprar en una feria surrealista... por cinco dólares sería un evocador pisapapeles en mi oficina... con ella en mi mano hurgué en los bolsillos de mi bolso sin sacar la cartera, tuve miedo y se agravó mi vergüenza, ella atisbó la talla y yo le atisbé la decepción, no estaba ella para tallas... sin saber si gritar taxi o bicicleta, levanté un brazo aturdido en el aire, y mientras aquello se detenía saqué de mi cartera la cabeza de un Lincoln impasible y la dejé sobre el muro, sostenida bajo la Cuba de ácana para no ponerla en su mano... me bajé del muro y arrastré mis sandalias hasta la calle... no hablamos, apenas nos miramos, me encaramé en el híbrido escacharrado sin volver la mirada... a la altura del monumento a Antonio Maceo.

Anays Rodríguez
Noviembre. 2002

1 comentario:

  1. ¿Que quieres que te diga? Me parece un relato de maravillosa lectura,
    que te transporta sin ninguna dificultad a La Habana, impregnandote de
    sus olores, llevando hasta tus pies la aspereza húmeda de la roca en
    las plantas de los pies y haciéndote partícipe de la vergüenza al
    rebuscar en el bolsillo algún dinero con que pagar lo que no tiene
    precio. Me ha encantado y llegado bien dentro.
    Un abrazo.

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