jueves, 1 de mayo de 2008

Culpables

Marta Iris

      Formábamos un grupo de diez alumnos que solía reunirse para estudiar juntos. Ese día, 29 de julio de 1966, próximo a los exámenes parciales de mitad de año, habíamos quedado en reunirnos en la biblioteca pero varios estaban retrasados. Los que concurrimos a la cita, incansables, comenzamos a estudiar por separado ya que en la biblioteca no se podía hablar. Promediaba un invierno de temperatura moderada y política calurosa. El Gral. Juan Carlos Onganía presidía, “de facto”, el destino de la patria y el de sus habitantes.
      A mi izquierda, arrinconados, Jorge Garalloa y Martín Esquivel discutían a media voz la conveniencia de solicitar postergación en el servicio militar. De ese modo perdían la posibilidad del sorteo, de salvarse, pero terminarían de cursar la carrera sin interrupciones. Martín pidió la postergación y terminó haciéndola en el sur. Jorge no la pidió, y en el sorteo le tocaron dos años en la marina, pero falleció su padre y se salvó porque era hijo único de madre viuda. El destino de cada uno.
      Ese día, yo permanecía metida en el Atlas de Embriología, procuraba recordar las características del embrión de ocho semanas. No podía evitar bostezar, hacía horas que leía y ya no encontraba una posición cómoda en el sillón ni en mi cerebro. En el escritorio de enfrente Edith Bulstein dormía con la cabeza apoyada en el Manual de Histología, cursaba el sexto mes de su primer embarazo. A media tarde llegó Susana Carbajal, traía las mejillas enrojecidas y una mirada sobresaltada que en ese momento no supe interpretar. Se desparramó al lado de Edith, agitada.
      —¿Por qué llegás tan tarde? —la interrogué, molesta, porque habíamos quedado en encontrarnos al mediodía.
      —Intervinieron la universidad. El hall está lleno de canas.
      —¡Estás en pedo! —exclamó Jorge desde su rincón.
      Los muchachos se acercaron. Después de permanecer tantas horas encerrados perdíamos el contacto con la calle, con las noticias. Las bibliotecarias, que solían soportar algún murmullo perdido, chistaron enojadas para recuperar el silencio. Susana levantó una mano, como pidiendo tiempo. Agachamos las cabezas, con las caras en los libros, y escuchamos, paralizados, que Onganía había intervenido todas las universidades.
      Cinco minutos después se abrieron de par en par las puertas de la biblioteca. Fue un estampido ronco, brutal. Lo que vi en ese momento fue difícil de creer y es duro de recordar.
      Con paso fiero entró un grupo de policías, los bastones en la diestra, los rostros desfigurados por un resentimiento atávico e inocultable, y otros a caballo, que ocupaban lo ancho y lo alto de las dos hojas de la puerta. A partir de ese momento se adueñaron definitivamente de mi concepto de represión.
      Dejé de ver, de pensar. ¿Cómo era posible que hubieran subido a caballo hasta el quinto piso, donde funcionaba la biblioteca? Sí, fue posible, fue cierto y fue aterrador.
      Esa tarde no sentimos arder los ojos ni picar la garganta, no habían tirado gases lacrimógenos, no pretendían desalojar la facultad, pretendían apresarnos como a ratas, como a delincuentes peligrosos. Nuestro crimen: ser estudiantes.
      No sé por donde huimos, apenas recuerdo a Martín que procuraba ayudar a Edith. Yo me pegué a la espalda de Jorge y supongo que nos guiaba algún bibliotecario que conocía espacios vedados a los alumnos. No gritábamos. No hubo más ruido en esa huida que el sigilo del temor bajando por escaleras interiores que jamás volví a usar. Los gritos de la represión tronaban a nuestras espaldas, se escuchaba el trote de los caballos tirando escritorios, sillones, y estrellando las lámparas individuales de los escritorios. Destrozaron todo pero se ensañaron con los libros, como si pudieran hablar y criticarles su conducta canallesca.
      ¿Qué puedo decir del hall? Los caballos, los recuerdo con fidelidad fotográfica. Yo no sabía que existían argentinos tan altos y que montaban potros tan descomunales. Desde abajo, mezclada con la confusión de patas salvajes, aprendí cuál sería para mí, desde entonces, la encarnación del miedo: la policía montada.
      Adherida a las paredes, en medio del griterío y el desorden, alcancé la salida de la calle Uriburu, después corrí evitando un camión Neptuno hasta dejar atrás el edificio de la Facultad de Medicina.
      Al día siguiente supe que a Martín se lo habían llevado y estuvo una semana en la cárcel de Devoto junto a presos comunes. Edith salió muy lastimada porque se cayó en la corrida pero no perdió su embarazo. El resto del grupo salió magullado en el cuerpo y en el alma, pero entero. Otros no tuvieron tanta suerte. En la Facultad de Ciencias Exactas, dos filas de policías con sus bastones más largos que los comunes, hicieron desfilar, entre ellas, a alumnos y profesores, incluyendo al decano y vicedecano, y los molieron a bastonazos. Cuarenta años más tarde el director Bauer hizo una película conmemorando estos fatídicos hechos: “La noche de los bastones largos”. Y lo peor, la autonomía universitaria quedó marcada para siempre.
      Pocos días después junté fuerzas y le conté a mi padre lo sucedido, Me miró con sus ojos de haberlo visto todo, él había peleado en la guerra civil de su país, y me dijo: —Esa gente desayuna con un litro de vino y un kilo de asado. Unos minutos después me recomendó que me cuidara y lo mantuviera al tanto,
      —Querida hija, todos los estudiantes, por ser estudiantes, están fichados por el Servicio de Inteligencia del Estado. No lo olvides. Y no dijo nada más.
      La Universidad perdió cuatrocientos científicos de todas las áreas que debieron exilarse. Y además de la independencia perdimos gran parte del nivel académico, a pesar del esfuerzo de los que quedamos.

Marta

5 comentarios:

  1. Onganía derrocó a Illía con un golpe de estado y acabó, entre otras cosas, con la autonomía universitaria. Un mes después del golpe, la policía federal desalojó a palos Filosofía y Ciencias Exactas. Ese desalojo, la Noche de los Bastones Largos, es lo que nos cuenta Marta en su relato.
    Marta nos hace una crónica del desalojo, visto por la narradora; una instantánea del momento en que aparece la policía, y un resumen final del daño que hizo esa intervención en la vida cultural de Argentina.
    Objetivamente la cosa no me parece especialmente brutal, comparado con lo que pasó en ese mismo país años después. Onganía quedará, digo yo, como un tipo malo que trató en cuatro años de encauzar la marcha de la nación hacia esquemas que a él le parecían más apropiados. Pero le faltó estilo y raza para alcanzar el virtuosismo de los genocidas uniformados que vinieron después. Si lo pensamos bien, en términos de brutalidad, el desalojo de una facultad a palo limpio no es más grave que el desalojo de una fábrica. Pero siempre encontrará más eco, más indignación entre los cronistas, el apaleamiento de un profesor que el de un obrero con su ropa de faena, aunque para el policía y para la mamá del apaleado sean una misma cosa.
    El daño cultural es otra cuestión. Y, efectivamente, parece que aquella agresión a la autonomía universitaria tuvo un efecto de diáspora para los enseñantes, que dejó en bragas a Argentina por muchos años. Algo parecido ocurrió en España, pero mucho más brutal, al acabar la Guerra Civil. Parte de nuestra intelectualidad fue asesinada, se le impidió el derecho a la docencia, o pudo, en el mejor de los casos, huir al exilio. Recuerden los versos de León Felipe a Franco:

    Tuya es la hacienda,
    la casa,
    el caballo
    y la pistola.
    Mía es la voz antigua de la tierra.
    Tú te quedas con todo
    y me dejas desnudo y errante por el mundo...
    mas yo te dejo mudo... ¡Mudo!
    ¿Y cómo vas a recoger el trigo
    y a alimentar el fuego
    si yo me llevo la canción?


    El cuento de Marta, de dos folios, sabe a poco porque hay muchas cosas que contar. Tantos personajes como ha introducido pueden dar mucho más juego, amueblar mejor la acción del desalojo. Así, como lo ha dejado, parece la retransmisión de una foto. Yo tengo la impresión de que la cosa quedaría más literaria si deja el aspecto histórico para el final (tan para el final que la aclaración de las circunstancias históricas de lo que estamos leyendo podría confiarse a un post scriptum, a una nota a final de página), y se centra en el aspecto humano de la historia. La imagen de la policía a caballo en el quinto piso de la Facultad es poderosa; no sé si es fidedigna, pero es poderosísima (la verdad es que no sé cómo pudieron bajar luego esos caballos por la escalera, sin el tranquilizador tope de la contrahuella en cada escalón). Ahí hay tajo, porque las herraduras de los caballos tenían que hacer un ruido desarmante en el piso, y las cagadas de los animales en los pasillos retratarían mejor que cualquier bastonazo la brutalidad contra la cultura.
    La impresión que tiene el lector es que Marta Iris ha vivido esa experiencia y la está contando, que se trata de algo autobiográfico. Pero la narrativa puede apoyarse en los recuerdos a condición de que luego vuele por sí misma, porque (y aquí, perdonen que me repita como las historias del Abuelo Cebolleta, recordaré una cita de Vargas Llosa) «la vida no tiene obligación de ser interesante, pero la novela sí».
    Otra cosa que merecería la pena limar es la contundencia de los insultos que la narradora propina a los policías: «rostros desfigurados por un resentimiento atávico», «su conducta canallesca», «patas salvajes». A mí me parecería más eficaz que nos contase fríamente la historia y dejase al lector el juicio de los hechos y la administración de los adjetivos.
    El cuento me gusta, hechas esas salvedades, y me enseña cosas. Por terminar, señalaría un par de detalles:
    Me parece que queda feo abreviar la palabra “general”. Las palabras y los números es preferible escribirlos con todas sus letras.
    Me suena raro encontrar el adjetivo “varios” aislado, sin el sustantivo al que se refiere. No sé si algún otro compañero compartirá esta impresión. No me atrevo a decir que sea incorrecto.
    Falta un acento en la palabra “donde” de «No sé por donde huimos».
    En ese mismo párrafo se repite la palabra “escritorios”.

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  2. Hola Marta, el relato está muy bien escrito. Y para acortar, pues no tengo nada que añadir a lo ya expuesto, te diré que creo que Carlos tiene razón. El cuento se queda corto (últimamente no digo otra cosa). Es cierto que al escribirlo en primera persona y al tratar de ser fiel a tu recuerdo, no consigues transmitir toda la barbarie que significó ese acto, todos los miedos, las ansiedades, los golpes, ni siquiera, y seguro que la hubo, la parte humana escondida en algún forzado represor y la represora en algunos civiles. Todo eso hubiera enriquecido el relato. Creo que la mejor forma de hacerlo hubiera sido escribirlo con un narrador omnipresente. Pero como soy un enamorado de escribir en primera persona, ya que creo que esa forma ayuda a conectar con el lector, te diría que mintieras, que inventaras, que añadieras a tu experiencia otras que escuchaste o que imaginas.
    De todas formas me gustó como está escrito.

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  3. Comienzo la ronda de mayo muy tarde, con Culpables, de Marta Iris.

    A mí esto no me parece un cuento: me parece más bien una Crónica Urbana. Es innegable que las escenas y que los hechos son reales.

    Por otra parte, hay una cierta poesía en los recuerdos, en esos caballos enormes montados por jinetes descomunales que ocupan toda una puerta con sus facciones que reflejan resentimientos atávicos, y en esas escaleras que nunca más se volvieron a cruzar.

    "Esa gente desayuna con un litro de vino y un kilo de asado". La frase imagino que es una metáfora para lo sanguinario.

    Terrible la revelación del padre, acerca de los estudiantes fichados sólo por serlo. Por aquí tenemos un fachito que cree que de la Revolución Francesa para acá, todo ha sido libertinaje, que no libertad. Es de la clase de bestias que agreden a los libros.

    Lo que me falta es el miedo: a lo mejorr no lo sintieron en el momento, y por eso no está, porque la conseja que reza que los valientes se cagan después es rigurosamente cierta.

    Desde abajo, mezclada con la confusión de patas salvajes, aprendí cuál sería para mí, desde entonces, la encarnación del miedo: la policía montada. Sí, son esos detalles los que marcan y definen los símbolos.

    No tengo objeciones acerca de la escritura en sí.



    PS: me encanta que firmes "médica y escritora"

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  4. Se me hace difícil analizar este texto como si se tratara de un cuento. Para mí no lo es, creo que más bien se trata de una especie de crónica, y si la intención de Marta hubiera sido -no lo creo- que integre un relato más extenso, ahí quizá se hubiera armado el cuento.
    Por otro lado, también dificulta el análisis el saber que narra uno de los episodios simbólicos de aquella época de plomo, que incluso recibió el título de La noche de los bastones largos, y también le dio el nombre a la película de Bauer.
    La anécdota la encuentro bien narrada, incluso para aquellos a los que no les ha tocado vivirla de cerca. Se nota el dolor en las cuidadas palabras de Marta, sentimiento inevitable, sobre todo para aquellos testigos directos de estas atrocidades a que nos tenían acostumbrados los militares.

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  5. Marta, pasaste por una experiencia difícil y a la vez valiosa y trascendente, una experiencia que más de un escritor hubiera deseado atravesar. Yo no viví nada por el estilo, aunque me marcó mucho el desastre económico y social del 2001, a tal punto que las ficciones que escribí por ese entonces estaban contaminadas de incertidumbre, rabia, escepticismo, cualidades que, dicho sea de paso, todavía laten en mí. Los escritores, en el fondo, anhelamos que nos sucedan cosas. No me refiero a cosas malas, sino a cualquier eventualidad de la que se pueda sacar provecho literariamente.

    Volviendo al relato, es evidente que se trata de un fragmento autobiográfico que viene a describir, y un poco a denunciar, lo que ocurrió el día 29 de julio del 66 en la biblioteca de la Facultad de Medicina. El tema da para mucho, da para un cuento, quiero decir. La imagen de los caballos trepando las escaleras, irrumpiendo en la biblioteca, es memorable, una belleza, si se puede hablar de belleza en este caso.


    El título es muy buchón, y acusador.


    Del comienzo eliminaría la palabra “juntos”. Reunirse para estudiar juntos es una redundancia, ¿no?

    Eliminaría la acotación, ya que se sobreentiende por contexto, es explicativa: “—¿Por qué llegás tan tarde? —la interrogué, molesta, porque habíamos quedado en encontrarnos al mediodía”.

    No me gusta la pregunta algo retórica de cómo podía ser que un caballo subiera al quinto piso. Tampoco me gusta esta frase: “Sí, fue posible, fue cierto y fue aterrador”. La irracionalidad de los actos tiene tanta fuerza que nadie duda de que las cosas hayan sucedido así, y toda búsqueda de respuesta, a través de las palabras, es como un clamor en el desierto.

    “Pretendían apresarnos como a ratas, como a delincuentes peligrosos. Nuestro crimen: ser estudiantes”. Marta, no caigas en el efectismo sensiblero, no dramatices más de lo necesario: los acontecimientos hablan por sí solos. El lector ya sabe quiénes son los malos y quiénes los buenos.
    “Los gritos de la represión tronaban a nuestras espaldas” Evitaría la palabra represión, me parece que sin pronunciarla se entiende clarito que se trata de eso, de represión. Es que dicha palabra tiene tanto peso en este país que el texto se transforma en denuncia, en descarga emotiva, etc.

    Destrozaron todo pero se ensañaron con los libros, como si pudieran hablar y criticarles su conducta canallesca. Lo mismo con canallesca. Pareciera que es el autor el que juzga, no el narrador, aunque en este cuento están tan pegados que es muy difícil saber de quién es la voz.





    Dani

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