domingo, 1 de junio de 2008

Cuadro con trío artístico

Norberto Zuretti


      O también podría ser Amigos de los viernes, intento, pero a ella le gusta más el título de Cuadro con trío porque le suena a trabalenguas y tiene ese aire cómico difícil de tres tigres que comen trigo en tres platos de trigo, sólo que esta pierna es con espectadora, voz y guitarra. La del erre con erre, me dice Andrea. Síclaro, le contesto porque no me queda otra y sé que desde el borde opuesto de la mesa sus ojos claros de mar amaneciendo sacuden las pestañas festejando el uso exacto y justo de las palabras, como si jamás existiera en ella la posibilidad de equivocarse, que erre con erre no fuera barril ni tres tigres ni cuadro con trigo o con trío, aunque mejor Amigos de los viernes, pero eso es demasiado banal, demasiado mundano.
      Andrea se ríe y es puro dientes, puro ojitos transparentes y contentos distinguiéndose de esa voz anónima que por teléfono responde durante el resto de la semana a su nombre y arregla o promete que el viernes y como siempre. Un viernes en el taller literario de Silvia Plager, otro en el Redon, a veces el Café de la Calle del Comercio con Cuento Abierto, o ahora últimamente escuchando flamenco en el Rincón de las Brujas, porque por supuesto mucho mejor Almagro que San Telmo, el café a mitad de precio y ese alivio hondo por no sentirse turista en la propia ciudad, en los propios barrios, como estafado en el mismo idioma y sin remedio.
      ¿Avanzaste con el cuento?, me pregunta con su picardía de siempre y en voz baja porque ya bate palmas la gitana, asa moreno, a ve ese salero, y el guitarrista tiene una mirada asesina que no te cuento y ya miró dos o tres veces a nuestra mesa con sus ojos enormes recuadrados por tupidas cejas negras.
      Muy poco, le contesto pensando por qué me llama tanto la atención el guitarrista. ¿Te recuerda a alguien?, le pregunto a Andrea. ¿Quién? El de la guitarra. No, me dice, no me hace acordar de nadie, y vuelve a la carga con lo del cuento, con que no puede ser que no te impongas un plan de trabajo, así nunca vas a ser un escritor y cuando se da cuenta de que está levantando la voz se achica en la silla y calla sin dejar de mirarme y leyendo en mis pensamientos lo que ya sabe, que en realidad a mí me importa un pito ser reconocido como escritor o astronauta, y le da mucha bronca y en la pausa de los músicos me lo hace saber y me reitera lo del trabajo, lo de las páginas mínimas que escribía diariamente Bradbury, el rígido método de producción de Asimov, sus propios sistemas de fichas y notas. En algún momento de debilidad o de cansancio me dejo envolver en sus argumentos y le doy la razón, al menos en parte porque nunca me agrada ceder del todo, a excepción de las veces que jugamos al Packman —jugamos es un decir—, y me gana alevosamente juego tras juego mientras los ojos le brillan desmesurados y me pide que no la haga reír porque puede equivocarse. Es tan igualita mientras se zambulle en la pantalla perseguida por Pinky, Inky y los demás, que cuando se esfuerza en explicar todo por medio del predestino, haciéndole perder al azar su cuota de asombro, de respiración cortada y aparición fugaz. De esas imágenes debe haber nacido Narade, de la crítica suave de sus gestos y de la alegría de todos los niños que subsisten en Andrea, a los que se les escapa la risa cuando ella se distrae en la pantalla comiendo y sumando puntos, huyendo en zig zag de los monstruos que se acercan velozmente, abriendo y cerrando las bocas. Porque estoy seguro de que Narade no es, como piensa Andrea, un émulo o alter ego de la misma Andrea. Así entonces en el cuento una no copia a la otra ni la complementa, quizá ni siquiera sea ya una característica de la mujer de carne y hueso, la siento más como una expresión paralela que parte de un rasgo de la primera y se independiza, se convierte realmente en Narade o Ardane, alejándose cada vez más de la idea original que tenía tantos visos de broma o de ironía al abusar del empleo de nombres semejantes, entornos cotidianos. También debe de ser cierto, como dice ella, que cada uno de nuestros personajes somos en definitiva nosotros mismos, pero creo que hay matices que van mucho mas allá de las relaciones psicológicas, de las causas y los efectos y de la eterna vanidad, de la omnipotencia de los escritores que creen que erre con erre es guitarra, y siempre.
      Cuando en la creación artística uno adopta un sistema de trabajo, la ecuación generalmente se revierte y el método pasa a adoptarlo a uno, transformándolo en un simple periodista, en un operario de la técnica que desvirtúa los objetivos estéticos.
      Andrea, tan al borde de teorías propias y ajenas, está a punto de quedar atrapada en la maraña de sus propios postulados. Eso es por establecer como dogma el principio de la creación artística, cuando verdaderamente no existe un proceso creativo a excepción del manual o artesanal, sino una secuencia cultural de captación, interpretación y recreación del hecho en que nos sentimos reflejados. Y el resultado no tiene por qué ser la imagen repetida en un espejo, puede ser el resto del conjunto sin la imagen, Narade morocha y de pelo largo, una gitana llamada Lucía, cualquier cosa menos la cosa misma. A veces tardamos en descubrir que dos más dos aparte de cualquier número también suele ser cuatro.
      Cuando Andrea se cansa de insistir con las ventajas de un ritmo de trabajo, la gitana se encuentra sobre una mesa bailando flamenco con sus aros inmensos, las castañuelas, el clavel en la oreja, increpando al guitarrista con sus arrastrados vamos gitano, muestra tu gracia, bendita sea la madre que te ha parido. Ahora es el guitarrista de las cejas unidas el que me llama la atención, sobre todo porque no deja de vigilarnos.
      Reconozco que desde las primeras veces se comporta igual y es como si nos odiara, como si nos odiara mucho y quisiera a toda costa que lo sepamos, que no nos quede ninguna sombra de duda. De alguna forma, así como ellos y Narade dieron origen al título del relato, sé que continúo registrando ese odio en algún rincón de mi memoria y que en cualquier pasaje lo incorporaré a mi ficción. No se lo comento a ella porque seguramente dirá que nada tiene que ver el guitarrista con Narade, así como ahora me comenta que Narade no debería ser tan fría, y que tendría que esforzarme en profundizar su descripción porque no es posible tirar al papel un personaje tan anónimo, tan vago, del que se sepa tan poco.
      Pero Andrea, quiero objetarle y ella me retruca que yo no puedo violar determinadas reglas, que la literatura no es un juego —cosa con la que obviamente disiento— y que patatín y blablabla, hasta que nos volvemos a sentir vigilados por el trío, en realidad el dúo ya que Narade aún es un bosquejo de personaje, y entonces nos aislamos en el silencio dorado de su Criadores o la oscuridad densa de mi cerveza. Ella tiene a mano su libretita y cada tanto realiza alguna anotación, durante esos instantes la siento muy lejos, muy falsa. Cuando retorna, toda la transparencia de esos ojos desmiente la ausencia y es como si nunca se hubiera ido a refugiar en sus relatos o en sus apuntes. Se lo digo, y ella me dice que lo lamenta pero que ser escritor es eso, asumir el compromiso con la escritura y no transgredirlo. El problema tuyo, Andrea, es que vos te pensás que el del escritor es un rol como cualquier otro, pero no es así, ser escritor es el producto de una búsqueda individual a través de la comunicación por la palabra, donde lo fundamental es la búsqueda y entonces convertirse en escritor no es el fin sino una consecuencia circunstancial y secundaria. Pero no, me discute porfiada, vos con esos conceptos no vas a llegar a ningún lado, y así vuelve a esgrimir su retórica y echarme en cara diversas teorías y frases de críticos o especialistas. Entonces le repito una vez más que la crítica es posterior a la literatura e incapaz de definirla, y ella se enfurece y no es tan linda o es linda de otra forma, de la misma forma en que Narade afea su aspecto viernes tras viernes para parecerse a Lucía, no sé si verdaderamente la gitana se llama Lucía pero en mi relato usa ese nombre y también canta en el Rincón de las Brujas, acompañada por el mismo guitarrista de aspecto siniestro que no deja de mirarla mientras ella canta y mira que mira mira, y mira que anda y anda, taconea, hace un paso de baile para quedar de espaldas con la pollera enroscándosele lentamente, quisiera tú que no quiera, harás lo que yo te diga, sonríe, ella sí sonríe, él nunca. Días atrás, noches atrás en la narración, ese individuo le había hecho insinuaciones concretas a Narade, pero Andrea estuvo acertada al proponerme que mejor no y que anulara el párrafo prolongando el suspenso de esa relación. Estuve de acuerdo porque la intriga generaba un nuevo brote de interés y mi idea gira siempre sobre esto, el clima agobiante en el que se plantean las distintas expectativas y la no resolución de las mismas para provocar la participación directa del lector, al menos del lector interesado, del lector cómplice y protagonista.
      El guitarrista y Lucía, si acaso es Lucía, se alejan a un rincón a descansar. Veo en Andrea sus intenciones de volver a la carga y entonces le pregunto si quiere oír lo último que escribí en la semana. No me gusta anticipar algo que no está terminado, pero ahora siento que es una buena forma de hacerla callar, de distraerla. El párrafo que le leo es totalmente retórico y recursivo, aunque a ella no le parezca lo mismo. Narade no entiende por qué visita asiduamente el boliche ni qué la atrae de la pareja de músicos ni del flamenco, por más flamenco que fuera ella se mantiene en conflicto permanente con su propio cuerpo y apenas es capaz de seguir el ritmo con la mente, ya que con manos y pies se pierde en movimientos desacordes, como si la música no estuviese hecha para ella.
      Sos un hijo de puta, eso lo decís para quitarte un peso de encima, es a vos a quien no le gusta la música, no a mí. Te equivocás, Andrea, no hablo de vos, hablo de Narade. Pero si me usás a mí para crear a Narade... ¿Ah sí, quién te dijo...?.
      Sigo leyendo mientras la siento bufar, imagino los cambios en su rostro, la presión interna. Durante un monólogo interior, Narade retoma sus sospechas sobre la edad indefinida de la pareja, sospechas iniciadas noches atrás al descubrir en viejas fotos pegadas sobre la pared del local —como las que hay a mi derecha— a una mujer de rasgos idénticos a Lucía. Pero lo que más la sorprendió fue la fecha impresa durante el proceso de revelado, enero del 48. En otro sector de esa especie de cartelera encontró los restos de un amarillento recorte de diario, con otra foto que le agotó cualquier duda, era Lucía, esta vez sí, bailando en un escenario. Al correr otros recortes que se le superponían, quedó totalmente visible la fecha de un Noticias Gráficas del 9 de octubre del 40. Y hubo otras páginas de revistas y fotografías, la fecha más antigua se remontaba al mes de mayo del año 37. Cuando Narade regresó un par de noches después a preguntar a los dueños, los recortes ya no estaban y nadie los recordaba. A partir de ahí, Lucía y el guitarrista la miraban con odio, ese mismo odio con que ahora nos miran —¿o me miran?— y trato de recrear por más que Andrea insista con que tendría que cambiar el proyecto porque a ella le suena muy confuso, incluso me dice que le parece reiterativo recalcar esos hechos que ya había contado páginas atrás y no me hace caso cuando le nombro la angustia de Narade y que para mí la reiteración implica un buceo escabroso en esa misma angustia, en el vicioso sabor del delirio. Es abusivo, me objeta, sobre todo porque el nudo de la cosa no pasa por ahí sino por el destino inevitable de Narade que se está buscando a sí misma, pero yo le repito que sí, que el crecimiento del conflicto es simultáneo al de esa angustia y la tensión del relato se da a través del caos que atraviesa Narade en su duelo de miradas con Lucía y en el terror encubierto que se le va instalando al comenzar a comprender que ellos sí son esa pareja que se mantiene igual sin envejecer desde hace más de cincuenta años. Estás en un error, me acusa con estallidos de bronca que le arrugan la cara sin permitirle perder su picardía, vos querés recalcar este asunto por tu propia paranoia, no somos ni Narade ni yo las observadas por Lucía sino que sos vos el que tiene la persecuta con el guitarrista, hace tiempo me di cuenta que te produce pánico. Como Andrea me hace acordar del tipo lo busco con la vista y lo sorprendo espiándome, sí, con un odio comprimido, desde el rincón casi en sombras por el fondo del local. No le puedo explicar a ella lo que siento, así que retorno al cuento con el argumento de que la angustia progresiva de Narade justifica el final. ¿Pensás terminarlo tal como me contaste? Sí, todavía no varió, y lo digo muy poco convencido ya que la historia se me va transformando a través de estas charlas de los viernes, de los nuevos elementos que se van o se incorporan. No me gusta, me ataca ella, esa simbiosis entre Narade y Lucía me parece acelerada, una trampa para librarte del compromiso de explicar todo ese ambiente caótico y siniestro que planteaste desde tu mente retorcida. Pero si justamente me propongo eso, Andrea, no explicar, y entonces caemos en otra de nuestras discusiones eternas sobre si es correcto o no decir que un relato debe ser totalmente comprensible, abierto. Y que si es así, el apuro, fijate como me mira ese coso y decime si acaso es lógico. En todo caso, se burla ella, me levanto y le pregunto. No, no entendés, no sería lo mismo, el caso es ahora, por supuesto que el miedo no es retroactivo. ¿Y por qué pensás que te vigila? Qué sé yo, si lo supiera probablemente no le temería, la razón siempre es determinante, pero un cuento nunca debe ser la explicación de un cuento. Sin embargo, jamás se agota su espíritu peleador y sobre todo al llevarme esta ventaja de tener tantos cuentos escritos mientras yo apenas recién comienzo, un relato no es sólo la locura del escritor, agrega. No, le digo, pero sí puede ser la locura o el sueño de la misma manera que su tranquilidad, su racionalidad o su indiferencia, uno siempre habla de sí mismo a pesar de su estado de ánimo. A veces ella transa, pero con un gesto de reserva, como si en el fondo dejara abierta una puerta para retomar el tema con argumentos nuevos o más frescos. Entonces seguimos envueltos en las canciones de Lucía, dejándonos llevar por los sonidos de la guitarra y las castañuelas, el batir de palmas de la concurrencia, la fuerza ancestral del flamenco y las bulerías que nos van revolviendo la sangre entre aplausos que no acaban y cigarrillos y una madrugada que se nos viene encima como todos los viernes, las últimas charlas o discusiones en la parada del 60 hasta que el mismo colectivo o un taxi nos separan hasta otro viernes con una nueva semana sobre nosotros.
      Igual que siempre, me alejo con la permanencia de la música burbujeándome dentro y los ojos del guitarrista que no se apartan. Por más que en la semana trato de filtrar sensaciones y analizar miedos, no puedo evitar volcarlos en Narade dándole la razón a Andrea en el sentido del flujo de mi paranoia. Pero en definitiva, qué son nuestras historias sino expresiones de nuestros delirios pasadas en limpio. En lo que sí me esfuerzo es en que Narade, salvo en aquellas similitudes inevitables que provocaron su nombre y la historia, no sea Andrea y mantenga vida propia a partir de la broma inicial, de ese desliz al elegir el mismo ambiente, aprovechar los mismos ojos. Aunque justamente el nombre fue Narade, que de por sí suena distinto, no Nardea ni Darnae, ni siquiera Ardena o Radena para evitar que ella se sienta tan involucrada, tan conejito de indias. En el fondo creo que reconoce que la ambivalencia de la realidad se complementa con las fantasías que desplegamos sobre ella. Andrea se identifica con Narade a partir del entorno común y en el reconocimiento inconsciente de similares terrenos inexplorados por miedos y prejuicios, por eso no aprueba la simbiosis con la cantante ya que sería un poco aceptar que también ella tiene puertas cerradas y que si se propone sería posible abrirlas. Sin embargo, sigo pensando que es el único final posible que cristalice el pánico de Narade al descubrir en fotos tan antiguas a la pareja de cantantes y esa atracción animal que se profesan, a la vez de dejar en suspenso la posibilidad de una fuga, de un cambio, de que Lucía se vaya en el cuerpo de Narade a medida que Narade se encuentra con su destino al transformarse en Lucía, por esa suerte de liturgia mágica, de liberación sin ruptura. Internamente me molesta la elección de este final por lo que tiene en común con el cuento de Andrea La musa del piano, pero sé que la relación es apenas estructural, en mi historia hay una simbiosis concreta entre dos mujeres, que a la vez es catártica y unidireccional. En La musa todo es más blando y los símbolos no contienen la angustia arañando porque la mujer no es una mujer de carne y hueso y entonces el cambio ya se encontraba implícito, como si nunca se hubieran desdoblado y el discurso se estuviera desarrollando al margen del relato. Narade busca en Lucía su propia identidad, esa historia que no posee y que se sugiere en las fotos desaparecidas. Y por el lado de Lucía, si bien apenas lo planteo, ella tiene la posibilidad de acceder al mundo real donde continuar viviendo. Por eso la atracción desmedida que las lleva a confundirse, a que Lucía desde el escenario escuche su propia voz como si no fuera ella la que canta, y que Narade se vaya todas las noches con la garganta ronca y ese cansancio, esas ganas locas de regresar cuanto antes. El miedo real de Andrea no es a causa de la ambigüedad en que me regodeo, el miedo pasa por su inevitable toma de partido ante ese final en el que ella debe decidir como lectora, actuar como protagonista y comprometerse sin reservas ya que no habrá salida para sí misma, por más determinismo que valga.
      Me había propuesto finalizar el cuento durante la semana, pero por más vueltas y relecturas me resultó imposible. A medida que avanzaba se volvía más difícil agregar cosas, como si la secuencia argumental se fuera conformando por injertos y correcciones, ideas reservadas que no podían integrarse. Cada vez que hacía levantarse a Narade para caminar hasta Lucía, en la escena se entrometía el guitarrista y el encuentro no se llevaba a cabo. Evidentemente, algo no cuajaba en todo esto, sentía cómo el relato se iba extendiendo, haciéndome perder el control inicial que tenía sobre él. Las narraciones de Andrea son más breves, a veces terminan abruptamente, como si quisiera sacárselas de encima. Por el contrario, yo encuentro un gozo bien definido en retardarlas, como si la concreción significara una pequeña muerte, un sendero que no volveré a transitar. Creo que uno de los hilos sueltos es el guitarrista, imagino que debe tener algo en contra mía, conocerme de algún lado.
      Durante la semana arreglamos con Andrea encontrarnos en el Rincón de las Brujas. Me pregunta por el cuento y como dejo la respuesta en el aire me insinúa que lo apure y acordate que me prometiste, y le digo que bueno, que voy a hacer todo lo posible. No, todo lo posible no, me agrega ella antes de colgar, sólamente terminalo, y pienso que tiene razón ya que con mis demoras le debo haber generado expectativas, sobre todo por su conocimiento del tema y Narade y esa simbiosis que a ella se le vuelve confusa, caprichosa.
      Cualquier día pasa como cualquier día, pero el paso del viernes me va saturando de angustia, de ansiedad. Cada vez que releo el manuscrito y alcanzo los últimos párrafos, reconozco en mis frases los adornos del bar, las mesas de madera gastada, la vitalidad de la música, Narade y Lucía, y por supuesto él, sin nombre, en el rincón de siempre. Es sencillo, me animo, ella se va a levantar, la vigilo desde una perspectiva semi elevada. Va a dirigirse hacia Lucía o Lucía irá hacia ella y entonces pasará todo, ese todo será apenas un recurso literario porque en realidad nada habrá pasado, una conmoción interna, dos muecas simultáneas, un cruce de miradas, tal vez ni siquiera eso pero cuando cada una de ellas retome lo suyo, todo será definitivamente distinto. ¿Por qué un recurso, objetaría Andrea, por qué no explicarlo, describir un poco qué pasa dentro de cada una? En casos así no le contestaría, ¿cómo hacerlo, acaso con esas mismas palabras que me exige para aclarar el final de la historia? Sé que sería factible, pero si logro explicar lo inexplicable se me habría ido el cuento que pretendo escribir. Afortunadamente no cuento con el oficio suficiente para desenvolverme en estas lides, y me reservo la excusa del desconcierto, de insistir sin saber por qué Narade y Lucía no, por qué el guitarrista.
      Llego al Rincón de las Brujas una hora antes del espectáculo, una hora y pico antes de lo arreglado con Andrea. Busco la mesa de siempre, casi no hay gente. Vuelvo a leer mis notas y quizás envuelto en el clima tan real que me rodea, siento que ahora voy a ser capaz de terminarlo. Una vez más, luego de las últimas tachaduras consigo levantar a Narade, Lucía canta y no entiendo por qué me tiento y copio de corrido la letra de la canción que cuenta del señor que va sobre el tiempo, flotando como un velero. En el ritmo hipotáxico ensambla como si no pudiera ser otra frase la que calce en ese hueco. Se miran, logro que se miren como quería que se miraran. A Narade le falta el aire, le cuesta respirar. Las voy imaginando a ambas superpuestas sobre el escenario real que tengo enfrente, entre las mesas, al fondo el rincón en sombras —igual que éste, la silla vacía, la guitarra—, la continuación de la canción con eso de que nadie puede abrir semillas en el corazón del sueño. Aquí me resulta demasiado fácil. Apenas es mirar un poco esta sala casi desierta y calcar fragmentos de la realidad. También siento que me falta el aire. Narade avanza, Lucía se acerca, los polos de atracción pasan por los ojos de las dos, sé que esto es una referencia concreta a los ojos de Andrea pero ya viene así armado desde el principio y no voy a cambiarlo, ella acotará que es algo que distrae, que sobra, pero a esta altura yo sé también que el relato se va conformando con mis apreciaciones sobre el relato, como si la historia en sí misma, independiente, careciera de sentido. Llego al peor momento, ellas ya están frente a frente, Lucía no deja de cantar, Narade le pasa la mano por la cara, escucho la guitarra subiendo de tono, casi no puedo respirar, las cuerdas suenan cada vez más alto y entonces dejo de oír a la gitana, dejo de verlas a ellas porque ahí a un costado del escenario, del escenario real, reaparece una silla y muchas sombras y ese mismo caos desbordado que me hacía fluir las imágenes y las palabras me lleva a recorrer los nueve o diez metros y sentarme, tomar la guitarra —nunca creí que fuera tan liviana— y acomodarla sobre mis piernas igual que si lo hubiera hecho siempre. Acaricio las cuerdas que parecen cortarme los dedos, están tensas, vibrantes, rasgueo con el pulgar por pura curiosidad, y no alcanzo a entender cómo el sonido es tan acorde, tan a tono y justo. Vuelvo a repetir el rasgueo, dos, tres, cuatro veces, pienso que la guitarra debe de ejecutar de memoria, no puedo ser yo que jamás tuve una entre las manos. Voy sintiendo un abandono, un alivio, un cierto placer morboso en los dedos que ensayan caricias duras y exactas. Justo cuando una sombra se acomoda a un costado, la veo entrar a Andrea, rubia, flaca, alta, con todo ese brillo interminable trenzado en los ojos. Se sienta, no me ve, estoy en ese rincón en sombras. Mezclado con los sonidos que van brotando de la guitarra, oigo el clap seco de las castañuelas y descubro a Lucía a un costado, balbuceando algo así como asa, gitano, muestra tu gracia. Me confundió, seguro que me confundió. Quiero levantarme y estoy pegado a la silla, traspiro, la guitarra me tiembla en las manos como un conejito moribundo y tibio. Bendita sea la madre que te ha parido, recita Lucía arrastrando las sílabas. Le voy a decir que se equivoca, que todos me confunden, todos. El local ya está lleno de gente. Andrea no, ella no puede confundirme, pero todavía no me mira, sigue distraída escribiendo en su agenda, pero va a levantar la vista, tiene que encontrarme. Asa asa, moreno, sigue la gitana batiendo palmas y siento que las cuerdas me van dirigiendo los dedos, tensándose y soltándose, la mano izquierda en un baile frenético de arriba abajo como si supiera, la derecha se pega y despega como loca en un corcoveo de uñas y yemas. Otra vez se me llena el pecho de burbujas, la música me hace cosquillas. A ve ese salero, gitano, sé que me lo dice a mí, así que me dispongo a levantarme. Entonces lo veo, al gitano guitarrista verdadero que acaba de aparecer por un costado y también me ve, no sé por qué descubro ahora tanta burla en su mirada, por qué suspira cuando comienza a caminar lentamente hacia la mesa de Andrea igual que Lucía. Cuando creo entender ya casi no domino a mis manos que van y vienen arrancando notas para acompañar el ay tarara sí ay tarara no de Lucía que zapatea mientras, al realizar un esfuerzo por levantarme, casi me resbalo de la silla y lo veo al gitano rodeando mesas y Andrea distraída, ay tarara niña de mi corazón, y el gitano sin nombre cada vez más cerca y este peso infinito, este grito que grito sin que brote hasta que —nunca supe cómo— algo se afloja debido a mis esfuerzos o a alguna falla en el conjuro, y puedo soltar la guitarra o ella huye de mis manos, de la silla volcándose y de mi salto, los ojos abiertos inmensos del gitano sorprendido que se detiene, que intenta una nueva corrida pero reconoce que ya es tarde y se queda petrificado —casi diría que con pena— mirándome correr, tomarla a Andrea del brazo al pasar y arrastrarla afuera y vamos rápido tomá tu agenda y tu cartera, pero qué te pasa, estás loco, apurate y seguir corriendo y corriendo por Rawson y después Medrano hacia Corrientes, oyendo sus protestas, esperando un par de cuadras para que se calme, deje de putear y recupere la respiración antes de preguntarme otra vez, porque va a insistir, lo sé, y entonces tal vez ya nos encontremos lo suficientemente lejos, lo suficientemente a salvo para mirarla y comenzar a hablarle de cosas que seguramente no va a entender.

3 comentarios:

  1. Norberto, se me escapó el sentido del cuento. Demasiado denso. Creo que está construido sobre las elucubraciones del narrador, no encontré ni un solo punto de realidad para apoyar lo que iba sacando del relato. Así cada línea pasaba a engrosar mi desorientación. Esto por supuesto que sólo aclara mi incapacidad para entenderlo, para ver la relación que hay entre "Andrea" y "Narade", que imagino que será algo más que el nombre de cada una sea un anagrama del de la otra. Se me escapó también la relación entre el narrador y el guitarrista, me pareció que podrían ser dos vertientes del mismo hombre, quizá encontradas, deduzco por el miedo que producen las miradas de uno, por la sorpresa que le produce al otro descubrirse produciendo música con sus dedos. No sé, me veo inútil para comentar nada, no lo entendí.

    Por otro lado, hablando no ya de la historia, si no de la forma, por un lado me gusta cómo nos cuentas las conversaciones. No es Andrea la que habla, es el narrador el que me dice lo que dijo Andrea y ni siquiera hace distinción entre las frases de ella y las suyas. Son todas la misma, (. No, me dice, no me hace acordar de nadie, y vuelve a la carga con lo del cuento, con que no puede ser que no te impongas un plan de trabajo, así nunca vas a ser un escritor y cuando se da cuenta de que está levantando la voz se achica en la silla y calla sin dejar de mirarme y leyendo en mis pensamientos lo que ya sabe,) Claro que al final, y ya no sé si es por mi desconcierto, por estar perdido o debido a qué, se me hace difícil leerlas. Hay algunas frases muy largas, repartiría algunas comas por ahí, (Sí claro, le contesto porque no me queda otra y sé que desde el borde opuesto de la mesa sus ojos claros de mar amaneciendo sacuden las pestañas festejando el uso exacto y justo de las palabras).

    Y para terminar, dado que soy andaluz, y me he criado escuchando los jipíos del flamenco, me hacen gracia esos jaleos que escribes, no se parecen mucho a los "tradicionales". Por supuesto que la forma de puntuarlos es casi imposible de unificar, pero sí hay palabras que no se utilizan y por supuesto que tampoco se oyen las terminaciones en "ido" o "ado", serían siempre "ío" y "ao", ( bendita sea la madre que te ha parido).

    La Tarara, es una canción que se encuadra dentro de lo que se denomina "Copla" o "Canción Española", no entra dentro del flamenco, aunque puede que haya alguna que otra versión que esté adaptada a este estilo. Es un poema musicado de Federico García Lorca, creo además recordar, esto no lo puedo asegurar, que la música también era suya. Y ya sí termino diciendo que a los "cantantes" de flamenco se les llama "cantaores" en plural y "cantaor" o "cantaora" en singular, pero nunca cantantes.

    Un abrazo

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  2. La narración alcanza un momento de místico lirismo cuando el personaje-narrador sube al escenario y toca la guitarra, o más exactamente cuando las cuerdas van dirigiéndole los dedos, tensándose y soltándose. El problema es que para llegar a apreciar esa escena (en la que un hechizo parece apoderarse del personaje), debemos leer, antes, varias páginas cargadas de frases largas, frases no carentes de cierta respiración poética pero fatalmente fatigosas, zonas donde abundan las ideas y se diluye lo tangible, todo aquello de lo que el lector podría asirse.

    Tanta densidad nos hace vacilar, flaquea nuestro interés por seguir leyendo. Me viene a la cabeza el caso de Kafka, escritor denso si los hay, pero misteriosamente el checo hace, acaso sin proponérselo, que no quedemos atrapados en sus tramas, perdidos y confundidos como sus personajes.

    Narade es el personaje que construye el narrador inspirándose en Andrea, en las cualidades de la personalidad de Andrea. Las discusiones literarias entre el narrador y Andrea aparecen cada tanto y se cuelan en la historia que leemos y también ayudan a delinear el cuento que está escribiendo el narrador, un cuento que tiene mucho de la “realidad” del Rincón de las Brujas, un cuento ambientado en ese lugar, y al final los personajes del cuento y de la “realidad” se confunden.

    La falta de diálogo y el aire onírico de la prosa no contribuyen al entendimiento, no aportan nitidez sino todo lo contrario. Las frases suenan bien, están escritas de un modo impecable, pero son etéreas, como si carecieran de sustancia. Le falta oxígeno a la escritura, y el lector no puede retener las ideas que las frases kilométricas encierran, por eso se queda como paladeando algo cuyo sabor le agrada pero hasta cierto punto, porque no sabe bien qué es lo que está comiendo.

    El estilo cortazariano, que acaso sea el más adecuado para esta trama de espejismos y simetrías, huele tanto a Cortázar, a imitación, que no creo que resulte favorable. El cuento se me hace demasiado largo. Y la belleza, que sí la tiene, se diluye entre tanto ir y venir, tanta cosa dilatada.

    “Sí, claro” y sus ojos “claros” están muy cerca uno del otro.

    Creo que el juego se llama Pacman y no Packman.

    Las citas y reflexiones sobre el arte de la escritura, si bien vienen al caso, aburren un poco. Si las eliminamos, la historia tal vez se libere de algunas ideas abstractas. Puede que el lector te lo agradezca.

    “Sos un hijo de puta, eso lo decís para quitarte un peso de encima, es a vos a quien ni le gusta la música, no a mí”.

    Raro que Andrea, escritora de ficciones, caiga en el error de creer que el personaje de Narade la refleja tal cual ella es y se sienta ofendida por eso. Narade ni la refleja como es ni se le parece tanto. ¿Un pueril ataque de celos?

    La simetría, un tema muy cortazariano, a mi modo de ver es el eje central de este cuento. Por un lado, Narade y Lucía. Por el otro, el narrador y el guitarrista. No sólo se lo imita a Cortázar en la forma, en la escritura, sino también con uno de los temas recurrentes en su literatura, el del doble. La realidad se complementa con la fantasía, hasta que ambas dimensiones se confunden.

    Lucía no es real, Lucía es una mujer atrapada en su propio mundo, en una fantasía, en una escena que se viene repitiendo quién sabe desde cuando. Hay un tema con las fotos que Narade descubre en las paredes. Narade, la mujer de la ficción, que tiene mucho de Andrea, se da cuenta de que Lucía, la mujer con la que se siente identificada, no cambia a través de los años, como si fuera un personaje atrapado en un círculo vicioso, presa de un encantamiento. Por carácter transitivo, ya que Narade se parece a Andrea, la misma Andrea está involucrada en el asunto.

    Es un cuento complejo, y resulta difícil captar el sentido total del mismo, el juego de espejos que el relato encierra, al menos en una primera lectura. El lector debe armarse de paciencia y releer, si quiere sacar provecho de la historia, si quiere disfrutarla.

    El narrador no puede terminar su cuento, porque un personaje se entromete y entorpece el encuentro entre Narade y Lucía: el guitarrista, ese cabo que al fin y al cabo no queda tan suelto.

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  3. Lo que más envidia me da de la prosa de Norberto es esa facilidad para dar oxígeno a las frases y diluir el texto en un todo, uniforme y suave, donde aparecen las perlas, las ideas, los hallazgos, los nudos y las soluciones mezcladas con la ganga en una armoniosa proporción. Por el contrario, cuando soy yo quien escribe, pierdo en seguida los nervios y trato de ir al grano; tiro la muleta y escribo eliminando clima y paisaje. Así que me sale una cosa atropellada y algo rasposa. Hasta cuando bromeo tengo prisa.

    Este cuento me gusta. Es verdad que algunos lectores se pierden o desaniman en esos meandros en los que yo sonrío y padezco un ataque de envidia. Es verdad que esto de las permutaciones de almas (¿se podría llamar así?) nos suena un poco a Cortázar y a más Norberto, pero, hostias, está tan bien escrito el cuento que es una delicia leerlo, y asomarse al vértigo final del narrador. Hasta cuando Norberto se engolfa en un juego digresivo parecería que lo hace con las palabras justas y, una vez aceptado su juego, resulta curioso pero uno tiene la impresión de que era imposible decirlo con otras o menos palabras. Se ve que le gusta, deja que nos lo explique su personaje-narrador: «yo encuentro un gozo bien definido en retardarlas» [las narraciones]

    Aquí tenemos dos planos.

    En uno se mueven dos amigos, el narrador y Andrea, ambos cuentistas. Les ha dado por acudir a un tablao flamenco los viernes, y allí el narrador ha encontrado un paisaje para el cuento que está escribiendo. En el tablao actúa una bailaora, de la que nunca sabremos el nombre pero que, para entendernos y como en los contratos, en adelante denominaremos Lucía; y también un guitarrista moreno, cejijunto e inquietante. Bien, ese es el plano que podríamos llamar real.

    Pero, además, existe un plano de ficción, aquel en el que habita Narade, la protagonista del cuento que escribe el protagonista del cuento. Así que una caja china. Bueno, lo de Narade está en pleno proceso de creación, de manera que no hay nada seguro; el personaje está lejanamente inspirado en Andrea, pero el narrador y el proyecto necesitan que, como personaje, levante el vuelo y se haga a sí mismo. El narrador de nuestro cuento y autor del cuento de Narade tiene algo pensado para esa chica. Como ella también es asidua del tablao, un día ve en las paredes unas fotos de Lucía y del guitarrista fechadas en 1937 (eso era nuestra guerra civil), y lo asombroso es que la pareja de flamencos estaba como ahora: igualitos de jóvenes, los jodíos.

    Hay algo en esos gitanos que atrae a Narae casi tanto como a su autor, aunque los gitanos de Narae pertenecen a un cuento y los gitanos de Andrea pertenecen a otro. Miren, puestos a ser literarios, aquí lo que se impone es un cambio de almas (o un cambio de cuerpos, para aquellos que no creemos en el alma), así que nuestro narrador ya ha pensado cómo va a ocurrir ese momento tan delicado dentro del plano ficticio.

    Pero ocurre algo imprevisto, el plano real bascula, capota sobre el plano maravilloso: la jodimos, Tía Pepa. De manera que el narrador toma del brazo a Andrea y pone pies en polvorosa. Huye como un conejo de una realidad que se estaba volviendo jodidísima. Aunque, miren, también podemos pensar que el narrador se volvió un poco loco y creyó ver lo que no estaba ocurriendo. Habrá que ver qué le cuenta a Andrea, y la cara que pone ella.

    Insisto en que me gusta el cuento. Citaré dos cosas buenas y algunas que me gustan menos. Las buenas: «vicioso sabor del delirio» y «se miran, logro que se miren como quería que se miraran».

    Algunas dudas:
    No entiendo lo que quiere decir «esta pierna es con espectadora, voz y guitarra».

    Se podría ahorrar una i griega si se cambia por una coma en: «y el guitarrista tiene una mirada asesina que no te cuento y [,] ya miró dos o tres veces a nuestra mesa con sus ojos enormes recuadrados [para crear un recuadro hacen falta cuatro lados] por tupidas cejas negras».

    Se podría evitar un poco de siseo cuando se dice «el rígido método de producción de Asimov, sus propios sistemas de fichas y notas».

    No me gusta la palabra «predestino», tal vez porque no existe; prefiero «predestinación».

    Como ya apuntó Pedro, una gitana nunca diría «bendita sea la madre que te ha parido», sino algo más sencillo: «viva la madre que te parió»

    Hablar de la “pollera” de una bailaora de flamenco suena algo raro. Mejor sería decir la bata de cola, o el vestido de faralaes.

    No sé lo que quiere decir “transa”.

    A lo mejor se podría ahorrar un “pero” en «ella no puede confundirme, pero todavía no me mira, sigue distraída escribiendo en su agenda, pero va a levantar la vista».

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