domingo, 15 de junio de 2008

El fin del mundo, según Carlos (ejercicio)

Carlos

      El veintitrés de noviembre del año dos mil sesenta y tres, Estados Unidos lanzó un masivo ataque sobre Europa con gas risín. Centenares de misiles de largo alcance fueron cargados con el mortífero gas y dirigidos contra el viejo continente. Era la culminación de más de treinta años de desencuentros y de una competencia feroz en los ámbitos económico y político. La vieja Europa, incapaz de reaccionar a tiempo, lastrada por una burocracia kafkiana, presenció su hecatombe en una indefensión total. El gas risín alcanzó las principales ciudades, y se expandió con la rapidez y el poder letal que lo caracteriza, hasta una altitud de mil quinientos metros. La población, inerme, apenas tuvo tiempo para comprender que llegaban entre risas sus últimos momentos de vida. El gas, como todo el mundo sabe, provoca un agudo efecto hilarante que en pocos minutos presenta dificultades respiratorias, espasmos, dolores abdominales, convulsiones y, finalmente, la muerte.
      Aquella mañana Pepín recibió la visita del médico y de una enfermera. El doctor le pidió con un movimiento de la mano que no se quitase la máscara de oxígeno, luego le olfateó unos segundos y sonrió a su ayudante.
      —Lucero —dijo el galeno— hágale un informe de alta. Este hombre se va a su casa hoy mismo. Ahora —aconsejó al enfermo— a cuidarse para que no se repita el infarto.
      La enfermera, tostadita como un turista del Inserso, estaba escribiendo con letra picuda el alta de Pepín cuando el mundo se vino abajo para disgusto de todos. Sonó un silbido prolongado, seguido de un tremendo zambombazo en la calle. Luego otros más lejanos. Las paredes temblaron, un puñetazo de viento rompió los cristales y se escucharon gritos de mujeres en todas las plantas. Luego, nada. Silencio. La Lucero se acercó a la ventana haciendo crujir mil cristalitos con los pies, echó un vistazo a la calle y se volvió hacia el médico con el rostro risueño.
      —Joder qué ruido, —dijo— casi me detiene el desarrollo.
      —No te asomes, muñeca —dijo el doctor— a ver si te van a caer cristales y te cortan el pescuezo. Los de la bata blanca se echaron a reír como dos niños. Era tanto el jolgorio que Pepín estuvo a punto de quitarse la máscara para unirse a ellos, aliviado porque lo del bombazo no hubiera sido nada. Pero se lo pensó mejor cuando vio entrar mansamente un humo amarillento por las ventanas rotas, que invadió rápidamente la habitación. Las risas del médico y su enfermera fueron haciéndose más escandalosas y más tontas, a medida que su imagen se diluía en aquel aire dorado. Las carcajadas llegaban de todas las partes. En las habitaciones contiguas, en la calle, en los pasillos, había una multitud de personas tronchándose de risa, sin que Pepín le encontrase la gracia al chiste.
      —¡Huy... empiezo a verlo todo en blanco y negro...! —dijo el médico, retorciéndose de risa. Y la enfermera se abrazaba a él y celebraba su gracia con grandes carcajadas.
      Pepín no salía de su asombro. Por precaución se apretó más la máscara contra la cara y tapó con las manos, como pudo, los resquicios por donde se podría haber colado aquel humo guarrindongo. A las risas siguieron las congestiones, las toses y las salivas yéndose por mal sitio. Pronto el cuarto pasó de la juerga al ahogo, y del chiste a la angustia. La cara de la Lucero parecía un tomate muerto de risa, mientras un golpe de tos le fue cambiando el semblante e impacientando los brazos. Cuando el doctor vio, entre carcajadas, que los golpes en la espalda eran inútiles y que con las manos la enfermera le decía que se ahogaba y le decía adiós al mismo tiempo, el galeno la tumbó en el suelo y trató de hacerle la respiración boca a boca. Pero fue imposible, porque las toses terribles que también a él le sacudían no le dejaron hacer el trabajo. La Lucero, entre convulsiones, movió los brazos todo lo que pudo hasta que los dejó quietitos.
      Fue en ese momento cuando el doctor —que no era del todo gilipollas, como parecía demostrar el hecho de que hubiera acabado una carrera— se volvió hacia el enfermo y comprendió por fin. Demasiado tarde porque Pepín estaba de pie, encima de la cama, y tenía en sus manos la gorda manivela de articularla. Cuando el médico saltó torpemente sobre él, para arrancarle de la cara la máscara de oxígeno, Pepín pudo ahorrarle unos minutos de tos desagradable, despachándolo con un certero hostión asestado en la cabeza. Luego empujó con un pie el cadáver, para tirarlo al suelo, y se volvió a meter en la cama, respirando aquel bendito oxígeno. Permaneció así un par de horas, tapadito para no resfriarse, hasta mucho después de que el aire volviese a ser incoloro, inodoro e insípido.
      A eso de las doce, Pepín se retiró un momento la máscara de la cara y respiró un par de veces. Ningún pensamiento gracioso vino hasta su mente, por lo que supuso que el efecto de aquel gas amarillo había desaparecido por completo. Se levantó de la cama, fue a su taquilla y se vistió de calle. Salió al pasillo y buscó la escalera. El espectáculo era increíble. A lo largo del pasillo y en todas las habitaciones había muertos con aspecto de haber pasado un mal rato antes de quedarse fritos. Objetos tirados por todos los sitios y, junto al mostrador del control de enfermería, se amontonaban los cuerpos de cinco o seis enfermos que se habían acercado al lugar en busca de auxilio, pero no habían encontrado más que dos enfermeras muertas de risa. El silencio era total. Caminó sobrecogido de espanto por el largo pasillo y bajó las escaleras. En el piso primero escuchó el ruido de una cisterna en el lavabo de señoras.
      —¿Hay alguien ahí? —su voz sonó espectral en el silencio del edificio. Nadie contestó.
      Por una vez en la vida iba a empujar la puerta de un lavabo del otro sexo cuando alguien abrió desde dentro. Retrocedió un par de pasos y vio que del cuarto de aseo salía una mujer. Tendría menos de treinta años, pelo castaño y largo, recogido en la espalda y los ojos grises y algo oblicuos, gatunos. Su cara reflejaba el miedo y la sorpresa de encontrar alguien con vida en el hospital. Se estaba despegando de la muñeca un esparadrapo y presentaba, en el dorso de la mano, un boquete que, hasta hacía un rato —dedujo Pepín— habría albergado una aguja con suero.
      —¿Has tenido puesto oxígeno? —preguntó Pepín. Ella dijo sí con la cabeza.
      —¿Hay alguien más vivo? —volvió a preguntar el joven. Ella movió la cabeza de un lado a otro. — ¿Sabes lo que ha pasado? —volvió a preguntar. Y recibió de la desconocida la misma respuesta.
      Aquella chica parecía trastornada por la impresión. Pepín entró en el cuarto para beber agua del lavabo y luego inspeccionó algunas habitaciones de la planta: la misma desolación en todas. Se asomó por una ventana y vio que en la calle el tiempo parecía haberse detenido. Había muertos en las aceras y en los coches parados en medio de la calzada. Algunos automóviles habían chocado con la confusión creada por la risa. Dos o tres tenían el motor en marcha.
      Sacó un móvil del bolsillo trasero de su pantalón y marcó un par de números de teléfono. Nadie respondió. Entonces se acercó la chica, miró su cara de estupefacción y pareció comprender. Luego ella le pidió el teléfono, marcó a su vez un número, esperó un rato, y se echó a llorar. Era un llanto primitivo, animal, un llanto gutural y profundo. Hay que joderse —pensó Pepín—, se acaba el mundo y me toca quedarme con una Eva que es muda.
—      Esto ha sido un ataque de Estados Unidos con gas hilarante —explicó a la muda en dos palabras— Pronto desembarcarán para apropiarse del territorio. Si esto ha pasado en Zaragoza, el resto de Europa ha debido de seguir la misma suerte.
      Pepín sabía del gas risín por la televisión y los diarios que, desde hacía algún tiempo, venían alertando de la existencia del peligroso gas, en manos de Estados Unidos, y de sus terribles propiedades. Después de todo, pensó mientras echaba una última ojeada a su alrededor, la industria, las casas, la maquinaria y hasta los víveres están intactos. Estos cabrones van a quedarse con miles de años de historia. Y con la Seo por el mismo precio. Un sentido primario de identidad se rebeló en su interior.
      —Me voy a las montañas. Tengo entendido que este gas sólo llega hasta determinada altitud. Pasada una hora se diluye sin dejar rastro. Por encima de esa cota tiene que haber gente viva. Habrá que organizar la resistencia. ¿Vienes?
      Dudó la mudita. Lo de la resistencia le parecía una solemne idiotez, pero tampoco había en su agenda nada más interesante que hacer, entre tanto muerto. Hizo un gesto a Pepín para que la esperase y corrió a su habitación. Volvió enseguida, con el bolso, los labios pintados y un libro en la mano. Bajaron juntos hasta la planta baja y salieron a la calle.
      La callecita del hospital estaba bloqueada por unos cuantos coches atravesados. Caminaron hasta la confluencia con una avenida de cinco carriles. Allí había cierta posibilidad de progresar. Pepín buscó un cortaúñas en su bolsillo y trató de abrir las puertas de tres o cuatro coches aparcados. Terminaron los intentos cuando la muda le tomó del brazo y le llevó hasta un BMW ocupado por un muerto más bien grueso. Entre ambos pudieron sacar el cuerpo y dejarlo en la calzada. Luego tomaron asiento; entonces Pepín dudó.
      —Yo no tengo carnet —dijo—. ¿Tú sabes conducir?
      La mudita asintió con la cabeza. Cambiaron sus puestos en el coche y, con grandes dificultades, avanzaron por la calle sorteando toda clase de obstáculos. A duras penas consiguieron llegar a la salida de la ciudad y tomar la autopista que va hacia Navarra Echaron gasolina en una estación de servicio, tomaron bastantes provisiones de la tienda y enfilaron el camino de la montaña. La marcha era muy lenta. Los pensamientos se agolpaban en la cabeza de Pepín mientras la muda conducía con prudencia por una autopista salpicada de accidentes. En la guantera había dejado la chica el libro que traía del hospital: el Aleph. Al ver que Pepín estaba hojeándolo le hizo un gesto que parecía una interrogación. Pepín pensó que le preguntaba si lo había leído.
      —No, no lo he leído. Esto de las novelas me parece cosa de maricas.
      La muda sonrió sin dejar de mirar al frente. A la salida de un cambio de rasante se encontraron de improviso un coche atravesado. La chica dio un volantazo a derecha y a izquierda que consiguió evitar el choque. La zozobra del automóvil coincidió con dos golpes en el maletero, que atrajo la mirada de los dos jóvenes hacia el espejo retrovisor. Pararon unos metros más adelante y bajaron a inspeccionar. Dentro del maletero había un hombre maniatado y con un tiro en la cabeza.
      —¡Hostias! —se sorprendió Pepín— este muerto es anterior al fin del mundo.
      La chica hizo un gesto con las manos que indicaba amplitud, a ambos lados de sus caderas.
      —¡El gordo! —tradujo Pepín— El gordo era un asesino, el muy cabrón.
      Sacaron el fiambre como pudieron y lo dejaron en la cuneta. Retomaron la marcha por la autopista. Qué sociedad la nuestra, pensó el muchacho, en la que cualquiera puede ir con un muerto en el maletero. ¿Habrá sido esto un castigo bíblico? Miró a la muchacha y vio la misma cara de preocupación y de desamparo que debía de tener él. Sumido en sus reflexiones, llegó a la conclusión de que, por un curioso azar, ella estaba pensando lo mismo. — ¿Piensas en qué coño nos habremos equivocado. verdad? —Y la mudita dijo sí con la cabeza.
      —A veces tiene que ocurrir una hecatombe para que la humanidad rectifique —añadió Pepín en tono apocalíptico.
      Pero la muda negó ahora con su cabeza castaña. Y con la mano derecha le pasó un mapa de carreteras que el gordo llevaba entre los dos asientos delanteros. Pepín comprendió inmediatamente. Rodaban en una dirección equivocada. Se habían pasado de largo la salida hacia Huesca.
      La salida hacia Huesca, qué contratiempo. Nada grave en realidad, ahora que el tiempo carecía de la importancia que tuviera antes. Volvieron atrás, tomaron la autopista correcta y viajaron durante horas hacia el Norte. A veces Pepín sorprendía a la conductora mirándole furtivamente, otras era él quien daba un rápido repaso a la silueta femenina que le acompañaba en esta nueva vida. El sentimiento de soledad que les embargaba era espantoso.
      —Me llamo Pepín —dijo él, pasado Sabiñánigo.
      La chica sonrió e hizo un gesto con la mano pidiendo un bolígrafo. Como Pepín no encontró ninguno, y la noche comenzaba a caer sobre una carretera llena de curvas, pidió a la muchacha que no se preocupase y mirase hacia delante. Ya tendría tiempo para las presentaciones.
      —Conduce con cuidado, no vayamos a estrellarnos contra esos robles.
      La carretera serpenteaba dentro del bosque. Era tremendo pensar que el pequeño mundo que iluminaban los faros era casi todo lo que existía. Y sin embargo había vacas pastando a un lado de la carretera. La mudita tocó el brazo de Pepín y se las mostró esperanzada.
      —Puede que estemos llegando a la cota esperada. También es verdad —puntualizó Pepín— que las vacas no se ríen. No pueden morirse de risa.
      Una serie de interminables curvas dio paso a una campa donde había más vacas. Era noche cerrada y las luces largas iluminaron la larga recta. Al final la carretera estaba cortada por un jeep del ejército.
      —Pon las luces de cruce y avanza despacio.
      El coche aminoró la marcha y fue acercándose al vehículo militar. Pepín pudo ver el inconfundible escudo rojo de la División Acorazada en un lateral. De la parte trasera surgieron dos soldados con los fusiles colgando del hombro. Hicieron señas para que el coche se detuviese. Cuando se paró, uno de ellos se acercó a la ventanilla de Pepín, mientras que el otro permanecía alerta.
      —Buenas noches —saludó el soldado— ¿De dónde vienen?
      —Somos supervivientes —dijo Pepín.
      —¿Testigos de Jehová?
      —No. Hemos sobrevivido a las bombas.
      El militar iluminó las caras de los dos ocupantes del BMW con una linterna y luego hizo una señal al otro soldado para que se acercase a la puerta del conductor.
      —Salgan del coche y muestren su documentación.
      Pepín salió del automóvil y, mientras buscaba su carnet de identidad, fue cacheado de un modo rutinario por el soldado.
      —¡Coño, Matute, mira quién está aquí! —oyó decir a su espalda. En seguida sonó una bofetada. Pepín miró hacia la otra puerta, donde estaban de pie la mudita y el segundo soldado. La chica se estaba acomodando la cazadora. Mientras tanto el llamado Matute revisaba su carnet con la ayuda de la linterna.
      —¿La conoce? —preguntó Pepín.
      —No —respondió el soldado— Así de repente había confundido a su mujer con una antigua amiga. Discúlpenme.
      —Stanley —dijo Matute— alcánzame la documentación de la señora.
      —Ignacia Flores —leyó en alto, maquinalmente— ¿Son ustedes de Zaragoza?
      —Sí —respondió Pepín, tomando de la cintura a la muchacha, que se había acercado a él, quizás intimidada por la presencia de los soldados.
      —¿Y a qué vienen aquí a estas horas? —volvió a preguntar Matute.
      —A unirnos a la resistencia —respondió Pepín.
L      os dos soldados se miraron atónitos. Matute se echó a reír con sus pequeños ladridos. Luego ofreció una botellita de coñac a Pepín.
      —¿Y se puede saber contra quién piensan resistir?
      —Contra los norteamericanos —comenzó a impacientarse Pepín— ¿Pero es que no saben Vds. que esta mañana han matado a toda la gente del llano?
      —¿Matado? ¿Cómo?
      —Con un ataque de gas risín —dijo Pepín.
      Stanley llegó hasta donde estaba Matute. Intercambió con él un par de frases en voz baja. Su semblante comenzaba a traducir preocupación.
      —¿A qué hora ha sido eso? —preguntó.
      —Al medio día —contestó Pepín.
      —Continúe, por favor —pidió Matute.
      —Todo el mundo ha muerto. Salvo en las montañas no queda nadie vivo. Hemos cogido este coche y algunos víveres y nos hemos venido con la esperanza de ayudar a preparar la defensa.
      —¿Hay más víveres en el llano?
      —Claro —indicó Pepín— Han muerto las personas, pero las cosas no han sufrido daño. Estos tipos lo han sabido hacer.
      Matute pasó una mano por el hombro a Stanley y se apartaron unos metros. Pepín no podía entender lo que estaban hablando, pero discutían probablemente acerca de lo que debían hacer. Sin duda —pensó— estos dos soldados están aquí de patrulla todo el día y no se han comunicado aún con nadie, ni siquiera con su unidad. La mudita permanecía abrazada a su cintura. Hacía frío y era noche cerrada. Los soldados volvieron, luego de un rato.
      —Bien, ocurre que nosotros estábamos aquí de maniobras —explicó Matute con rapidez— Habíamos notado, efectivamente, que a eso del medio día casi todas las emisoras comerciales de radio habían enmudecido. Y las que no lo hicieron, repetían hasta la saciedad los mismos anuncios publicitarios, como si no hubiera nadie para cambiar la cinta sin fin. Tenemos dos compañías de fusileros a tres cuartos de hora, monte arriba. No hay pérdida. Si ustedes continúan por esta carretera se toparán con ellos. Dado que nosotros no podemos abandonar el puesto hasta que nos releven, queremos rogarles que suban Vds. solos y expliquen al comandante lo que ha pasado. Pero tomen el jeep, que es más seguro.
      Lo de tomar el jeep no parecía muy ortodoxo. De todos los modos, ya nada era ortodoxo en la vida. Por otro lado, pensó Pepín, el comandante de aquella unidad tenía que conocer aquel desastre. Estaría en contacto por radio con su estado mayor. Claro que su estado mayor estaba en el llano. En cualquier caso, se despidieron de los soldados, se acomodaron en el jeep y la mudita tomó el volante. Arrancaron y comenzaron a subir la larga recta que acabaría internándose en otro bosque. Pepín se volvió para mirar una última vez a los militares. Se habían montado en el BMW y hacían maniobra para darle la vuelta y ponerlo mirando al valle. Antes de que llegase el jeep al final de la recta, pudo ver las luces rojas del coche alejarse carretera abajo a toda prisa.
      —¡Han desertado! —le dijo a la mudita.
      Ella, que estaba ya curada de espanto, con todo lo que había ocurrido durante el día, lógicamente no dijo nada, pero, mientras conducía con la mano izquierda, dejó posar la derecha sobre la rodilla del joven. Dos lágrimas furtivas escapaban de sus ojos, como un pago adelantado de la terrible incertidumbre a la que estaban abocados. Los faros del jeep iluminaban la carretera que escalaba por el bosque, en una subida lenta y tediosa. Entonces la mano de la mudita, huérfana hasta extremos indecibles, comenzó a abrir la cremallera de una nueva era, buscando un poco de humanidad.

4 comentarios:

  1. Comienza el cuento con un párrafo de política ficción, desde la primera frase nos ubica en un futuro a cincuenta y pico de años de hoy.
    ¿Cómo será el mundo en ese entonces?
    No muy distinto a lo que vivimos ahora, tal como plantea Carlos en el relato, salvo estas líneas para enviarnos a ese futuro, luego la historia transcurre como transcurriría en estos días, digamos que no hay cambio en las características de los humanos ni en sus vicios o sentimientos, ni en sus respuestas a l os hechos cotidianos. El hombre, inevitablemente, cargará con sus cuitas hasta el final de sus días. Final que, de acuerdo a esta trama, le llegará graciosamente, en un interminable ataque de risa.
    Una carcajada macabra, como castigo a que el hombre no haya aprendido a subsistir como especie.
    Y por ahí en el medio, Pepín, gracioso y querible personaje que se salva de los efectos tóxicos del gas risín, debido a que se encuentra en el hospital y aún tiene colocada una máscara de oxigeno.
    Entonces, Pepín, apretando la máscara contra el rostro, va siendo testigo de los estragos del gas, primero el efecto hilarante, luego las dificultades respiratorias, los espasmos, las convulsiones y la muerte. En el medio, Pep ín debe eliminar al médico que ha comprendido que él no sufre los efectos debido a la máscara, y quiere quitársela. Y luego espera a que el gas pierda sus poderes con el tiempo, y él pueda quitarse la mascarilla.
    Y llega la etapa post-cataclismo. Se reencuentran los sobrevivientes. Dentro de la hilaridad de la historia y del momento, Pepín se encuentra con una joven, que resulta ser muda. Todo un hallazgo. De Pepín y de Carlos. Hay que joderse —pensó Pepín—, se acaba el mundo y me toca quedarme con una Eva que es muda.
    Me hace acordar de ese chiste en el que una mujer acaba de tener un hijo, y el médico le va dando la mala noticia de que no tiene piernas, ni manos ni brazos, y ella dice que igual lo va a seguir queriendo y no va a dejar de hablarle, y entonces el médico le dice que no, que no le hable, porque su hijo sólo es esa oreja que le muestra en una bandeja, y nació sorda.
    Me parece que el cuento decae un poco en esta segunda parte. Se produce una especie de estiramiento, cambia el ritmo, y surge un desvío cuando los soldados desertan, ¿verdaderamente desertan?, ¿qué van a buscar a las ciudades?, ¿importa esto?
    Siento como que se abre un camino ajeno a la dirección que sostenía el relato, que es la dirección que llevan Pepín y la muda, el alto de las montañas, organizar la resistencia contra los yanquis, resurgir como seres humanos, tal como indica la avanzadora caricia final de la mudita. También me parece que sobran las lágrimas furtivas de la muda, ¿por qué, por qué ahora y no antes, se entristece y se vuelve mimosa, o es al revés?
    De todas formas, y como siempre, es un deleite viajar por los cuentos de Carlos, meternos en los vericuetos propuestos tan justamente por el autor, e ir deslizándonos por la historia.

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  2. El primer bloque es un resumen monocorde, una nota aclaratoria que le quita gracia y virginidad al relato (en realidad, quien deja de ser virgen es el lector). Sería más interesante si poco a poco uno fuera enterándose de lo que sucede. Opino que el relato empieza aquí: “Aquella mañana, Pepín recibió la visita del médico y de una enfermera”. (Agregué una coma después del circunstancial de tiempo). En caso de que conserves el parrafote, sugiero que le cambies el formato, que lo adaptes a una columna más estrecha y uses una letra más chica, para que se asemeje a un artículo periodístico o a un texto extraído de algún libro de historia. En fin, un preámbulo que se diferencie del resto no sólo en el tono neutro del narrador, sino también en la forma, en el aspecto en que se nos presenta. Igual insisto en que hay que sacarlo todo.

    Por lo demás, divertido, ingenioso, dinámico.



    Lugares comunes:



    “El humo invadió rápidamente la habitación”. No imagino una invasión lenta. Por otra parte, hay una contradicción en el accionar del humo, que entra mansamente por la ventana e invade rápidamente la habitación.

    “Pepín no salía de su asombro”.

    “El silencio era total”. Frase pobretona.

    “Sumido en sus reflexiones”.

    “El sentimiento de soledad que les embargaba era espantoso”. Otra frase pobretona.

    “Dos lágrimas furtivas escapaban de sus ojos”.





    “Las carcajadas llegaban de todas las partes”. ¿De todas las partes o de todas partes?

    “Objetos tirados por todos los sitios”. Es muy genérico. La palabra “objeto” me parece abstracta. ¿Por qué no mencionar dos o tres “objetos”, para poder visualizar la escena?

    ¿Qué es eso de “Vd.”? ¿Es correcto usar una V en lugar de una U?

    Había, habían. Una plaga que deberías que combatir. No seas tontaina, el abuso de este verbo, un verbo cómodo de usar, por cierto, te empobrece el cuento. A veces es irremplazable, claro, pero en muchos casos podemos acudir a verbos más específicos. Te ayudo con uno, vamos: había una multitud de personas tronchándose de risa. Lo reemplazamos por: una multitud de personas se tronchaba de risa.

    También te sugiero revisar la cantidad de “fue” que aparecen en el cuento.

    Tengo entendido que “mediodía” se escribe todo junto.

    Por más que hayan recorrido unos cuantos kilómetros, resulta extraño que los soldados no oyeran ninguna detonación, ningún temblor en la tierra, ninguna columna de humo crecer a lo lejos. Si al menos hubieran estado fumándose unos porros...



    Pd: Ah, El Aleph… qué novela, qué novela.

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  3. Me hizo reir este fin del mundo con retoño incluido.
    Sólo hay una frase que no me cuadra: "Permaneció así un par de horas, tapadito para no resfriarse, hasta mucho después de que el aire voviese a ser incoloro, inodoro e insípido".
    ¿Cómo sabe Pepín que el aire ya era inodoro e insípido sin quedar contaminado por este?

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  4. Poco puedo decir que no se haya dicho ya, ¡Coño! Esto me suena a Les Luthiers.

    Incluso el autor ya ha aclarado algunos puntos sobre su historia. Yo, al igual que hacen los que no tienen posibilidad de crecer hasta la altura de los grandes, me limitaré a hundirlos con críticas dañinas. Nooooo, es broma.

    El cuento se nota que no está muy trabajado, más que un ejercicio parece un pasatiempo. No reconozco a Carlos en él. Es que me tiene mal acostumbrado y suele atar todos los cabos muy bien. En éste está todo como cogido con alfileres. Me limitaré a decir que lo que encuentro menos creíble es el tema de los misiles cargados con gas. Los ataques con este tipo de armas se pueden hacer de muchas formas, pero justo la menos efectiva sería la descrita por Carlos. No se mete el gas en un proyectil que explota al estrellarse, ni que explote, se corre el peligro de quemar lo que mata. Y aunque así fuera, el gas no se expandiría de la forma adecuada para matar a toda una ciudad. Dependería del viento. Estos misiles sueltan su carga durante el vuelo sobre el objetivo, así hacen un reparto más equitativo de la muerte. Esto es ironía, aunque cierto. Sea de la forma que sea, el porcentaje de muertos nunca llega a ser tan elevado como para que sólo sobrevivan los que tienen las máscaras de oxígeno puestas. Aunque las bajas sean numerosísimas, los supervivientes también, sobre todo en los bordes, en el cinturón de la ciudad, en los pequeños núcleos de población que se arraciman en torno a ellas. Hoy en día te puedo decir que no hay una patrulla militar que esté incomunicada con el mando correspondiente. Dentro de algunos años, si hoy ya hablan de implantar móviles en la oreja, estaremos "superconectados" unos con otros; mucho más los militares, ya que ellos son los artífices de toda la tecnología desde que el primer hombre descubrió que lanzando una piedra podía matar a otro, y no contento con ello, empezó a pensar cómo lanzar más piedras a la vez y con más fuerza. Es que somos así.

    Nada más. Hasta el próximo cuento.

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