domingo, 15 de junio de 2008

El fin del mundo, según Pedro (ejercicio)

Pedro Conde

      La sala era fría, y gris, y tal vez lo uno por lo otro. El mobiliario escaso, una amplia mesa y dos sillas de metal con respaldo y asiento de tablero y formica. La habitación rectangular, de paredes desnudas. Detrás de él la puerta, delante un inmenso espejo que le devolvía su imagen asustada. Siempre presumió de entereza, pero ahora no podía ocultar su miedo; sus ojos, los mismos a los que rehuía en el cristal, lo delataban. Sabía que desde detrás del vidrio le estaban observando, por eso luchaba contra su deseo de comerse las uñas o de hurgar en su nariz en busca de algún moco, no obstante, bajo la mesa se rascaba las yemas de los dedos como si quisiera borrarse las huellas digitales. Hacía una eternidad que le dejaron allí; enseguida vendrá su abogado le habían dicho, pero él no tenía abogado, ni dinero para pagarlo, será uno de esos de oficio pensó, y para distraer el tiempo, buscó en la pared de su izquierda manchas o diferencias de tono en la pintura gris sobre las que entretener sus ojos. Al sonido del picaporte le siguió el de las bisagras mal engrasadas, y un pequeño sobresalto que congeló su respiración. Trató de disimularlo, y se obligó a permanecer quieto, siguió la entrada de aquel tipo en el reflejo, y no le miró directamente hasta que hubo rodeado la mesa y se plantó justo delante.
      —Señor Conde, me llamo David Granados —le tendió la mano— ¿cómo se encuentra?
      Era joven, muy joven. En su cara, una sombra difusa, dispareja, apuntaba una barba en proyecto, una carrera de hormigas apenas en su labio superior. Su mano tendida hacia él mostraba un ligero temblor, eco de la última sílaba que nerviosa se quebró; una erre sin ritmo seguida de una vocal desafinada de adolescente. Como buitre carroñero, encontró su fuerza en la debilidad del otro, así, con un aire de suficiencia recién adquirido, levantó las manos y le mostró el acero que las unía por las muñecas. Acompañó ese gesto con una medio sonrisa que expresaba su evidente condición de prisionero y el rechazo a estrechar su mano.
      —Eh…, bien— retiró la mano al asa del maletín—. Me veo en la obligación de informarle
      —¿De verdad es usted abogado?—incrédulo, le interrumpió la frase.
      El otro mantuvo la boca abierta, esperando las palabras que el cerebro no le mandaba. Titubeó, y bajando un poco el volumen respondió alargando las últimas vocales de cada palabra, como si fueran caracoles que dejaran un rastro de sonido.
      —Lo cierto es que aún no lo soy. Verá señor Conde…
      —Conde a secas por favor— y apoyó la frente en sus manos esposadas, como intentando aclarar las ideas.
      —Su abogado no va a venir, tiene mucho trabajo y su caso es bastante común. Yo soy su ayudante. A él lo veremos en media hora en la sala del tribunal.
      —¿Cómo? ¿Qué coño dice?— tartamudeaba— ¿En el tribunal? Pero no he sido avisado de nada, no hemos preparado nada— Se levantó rápido, y las manos que se querían separar para gesticular su sorpresa, al estar atadas se reunieron entrelazando los dedos, en un claro aunque involuntario gesto de súplica.
      — Verá, déjeme que le explique. El turno de oficio está saturado, las listas de casos son casi infinitas, y quieren agilizar esto. Por lo que sé, están estudiando la manera de juzgar juntos a los que son acusados de los mismos delitos. Los casos como el suyo, son relativamente fáciles, no duran mucho. Por eso quieren acabar cuanto antes, quitar papeleo de las mesas… ¡vamos!
      —Eso es bueno ¿verdad?— parecía un ruego más que una pregunta.
      —Le pido por favor que no me interrumpa, no me resulta fácil— a estas alturas toda inseguridad asociada a su inexperiencia, se disolvió en la desesperación del prisionero, ahora su voz sonaba firme—. Lo tenemos mal, francamente mal. El fiscal es conocido por su total falta de piedad. El Juez es el mismo que creó muchas de las leyes que usted ha roto. Y no se cómo, pero tienen pruebas que le inculpan de todos los cargos, de todos y cada uno de ellos— puntualizó cada palabra de la última frase con un golpe de su índice sobre la formica gris de la mesa.
      —Pero algo podremos hacer ¿no?, no sé— movía la cabeza de un lado a otro, como si estuviera buscando en los vacíos rincones de la habitación las soluciones— alegar locura temporal, que estaba borracho— y miró fijo al joven, aunque retiró enseguida los ojos para que no se diera cuenta del nacimiento de su llanto.
      — No mucho, sólo declararse culpable de todo, y esperar la magnanimidad del tribunal.
      Permaneció con la cabeza baja, casi descolgada de los hombros. Se hizo un silencio tenso que ninguno quiso romper.
      — Señor Conde—se levantó la manga de la chaqueta y miró su reloj—, debemos irnos ya. Si quiere puede ir pensándolo por el camino.
      Al leve gesto de asentimiento a su imagen en el espejo, correspondió en breve que entraran dos alguaciles a la sala, se colocaron a cada lado del prisionero y cogiéndolo de los brazos le ayudaron a levantarse. No opuso resistencia, pero mientras caminaban por los amplios pasillos, la vergüenza por haberse desmoronado ante un joven imberbe, unido a la situación sin salida en la que parecía encontrarse, le hicieron recuperar el orgullo, la entereza, y mirando al frente se sacudió del agarre de los guardias, indicando que podía perfectamente caminar solo; y lo hizo, con la barbilla alta.
      Nunca había estado en juicio, su conocimiento del tema provenía de las películas y las series de televisión. No quería parecer un paleto y demostrando naturalidad miraba todo con aparente indiferencia. Admiró las grandes puertas de madera oscura de la sala del tribunal, y se maravilló con el derroche de mármol blanco que se puso ante sus ojos al cruzarlas. Las lozas que cubrían las paredes hasta una altura aproximada de un metro, reflejaban sombras y luces en su pulida superficie. Las vetas del mármol, también grises, ayudaban a suavizar los filos rectos de las columnas y de los rincones, aparentando a primera vista un espacio nebuloso y amplio, sin límites definidos. Caminaron por el pasillo entre los asientos del público asistente, algunos se volvieron a mirarlo, pero la mayoría cuchicheaban entre ellos y no mostraban interés ninguno. Al acercarse a la mesa del lado de la defensa, salió a recibirle un tipo con aspecto desaseado, un traje gris arrugado, como si hubiera dormido con él puesto. Tenía barba de varios días; la corbata no pasaba de ser un trozo de tela deforme atada a su cuello, y en sus ojos las finas venas se veían como precisas líneas rojas que amenazaban con explotar los globos oculares.
      —Señor Conde, soy su abogado— musitó tan bajo que las palabras parecían caer al suelo nada más salir de su boca.
      A pesar de su decisión de no mostrar debilidad, su entereza recibió otro varapalo al conocer a quien debía defenderlo. No se puede confiar en alguien cuya mano al ser estrechada, permanece tan floja, casi gelatinosa. Y con ese aspecto parece más cercano al abismo del suicidio que a la batalla que supone un juicio. No sabía qué decir y le sacó de ese problema la fuerte voz del alguacil que anunciaba la entrada del juez.
      —En pie.
      ¿Las togas eran blancas? Se preguntó.
      El viejo, cuando se sentó, miró al alguacil y con un leve gesto de su mano le indicó que siguiera.
      —Caso dos billones trescientos dieciocho mil cuatrocientos veinticinco millones sesenta y nueve mil catorce— El murmullo del público había bajado hasta casi desaparecer.
      —El Paraíso contra Pedro Conde Luque. Actúa como fiscal Satanás.
      —¡Cago en Dios!— dejó escapar entre dientes.
      —Preside el honorable y todopoderoso Dios.
      —¡Cago en la hostia!— maldijo, mordiéndose el labio inferior, su manía de no mantener la boca cerrada.
      —Levántese el acusado— se volvió a oír aquella voz de tenor—. Levante la mano derecha ¿Jura ante Dios decir la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad?
      Ahora todo empezaba a tener sentido. Como si hubiera sido un jarro de agua fría en su cara, la situación tomaba consistencia, dejaba de ser un sueño. Y se preguntó si sería capaz de tener la suficiente humildad para aceptar su derrota.
      —Sí, lo juro— dijo cabizbajo, aunque nada más decirlo supo en su interior que no había cambiado. Ya que con ese mismo juramento mantenía la línea que siguió durante su vida. Mentía como un bellaco.

      ---o---o---o---

      ¿Ironía? ¿Sarcasmo? Ahora que ya no podía dar por buena su postura de ateo convencido, tenía que aceptar que la famosa Justicia Divina estaba formada por las dos a partes iguales. Él las conocía perfectamente, había sido un maestro en su uso, incluso ahora, que en su cabeza trataba de ordenar todo lo que estaba sucediendo, no estaba libre de ellas.
      —En el día del juicio final— pensaba—, el fiscal es el demonio. Está claro que es mi maldita mala suerte. Y el juez es el mismo Dios, para el que nunca tuve una palabra amable, ¿debo decir mi “bendita” suerte?
      —Muchas son las acusaciones —intervino el juez abriendo una carpeta—, no deberíamos perder tiempo leyéndolas todas. Usted mejor que nadie las conoce. ¿Cómo se declara?
      El acusado, que apenas acababa de sentarse, se levantó de nuevo lentamente, y valorando lo que dijo el ayudante de su abogado, decidió que éste tenía razón. Era culpable de todo lo que recordaba, y seguro que de un montón de cosas que olvidó. Sopesó sus posibilidades de defenderse ante el mismo demonio, y aceptó que la única defensa para sus pecados era la aceptación de ellos; claudicar, y esperar la benevolencia del tribunal. Y como muestra de la persona que fue en vida, hizo gala pública de uno de esos pecados.
      —Me declaro inocente Señoría— y en el murmullo creciente del público encontró alimento a su soberbia.
      —¿Puedo añadir algo?— preguntó levantando la mano, pidiendo a la vez permiso y silencio.—Pido un aplazamiento— prosiguió—. Acabo de conocer a mi abogado, no hemos tenido tiempo de preparar el caso. Creo que sería conveniente y justo…
      —Este tribunal— acalló Dios su frase y el ya molesto chismorreo de los presentes— le concede treinta minutos.
      El alguacil les acompañó a una habitación parecida a la de interrogatorios, pero en esta no había ningún espejo. Se accedía a ella por una puerta lateral, justo al lado contrario donde estaba aquella por la que desapareció el juez. Los asistentes al juicio aprovecharon para comentar sus impresiones, y el bisbiseo crecía en intensidad, como una ola gigante que se acerca a tierra, para autorregularse cuando alguno de ellos, asustado por la crecida de las voces, chistaba fuertemente y dejaba el ruido al nivel de un susurro, que empezaba a crecer poco a poco de nuevo.
      No había pasado la media hora cuando los tres hombres, el acusado, su abogado y el ayudante salieron y tomaron asiento en su mesa. En la otra, la del fiscal, el demonio los miraba con una sonrisa pícara, y mostraba a través de ella unos dientes blancos y afilados. Dios hizo su aparición a los treinta minutos exactos, se volvió a ver la misma coreografía en la que todos se levantaron a la voz del alguacil.
      —Señoría— dijo Conde cuando le dieron el uso de la palabra—, quiero recusar a mi abogado— el rumor se convirtió en griterío de sorpresa.
      —¡Silencio en la sala!— intervino el juez rápidamente— ¿está seguro de lo que dice?
      —Sí, lo estoy. Quiero defenderme yo.
      —¿Sabe el alcance de su decisión?
      —Sí, señoría.
      —¿Es consciente de que este tribunal no tendrá un trato deferente con usted por su manifiesta inexperiencia en el desempeño de la abogacía?
      —Sí, señoría.
      —¿Y puede explicar a este tribunal, los motivos que le han hecho tomar esta decisión?
      —Señoría— por un momento, se vio a sí mismo como Tom Cruise en Algunos Hombres Buenos—, con el debido respeto. Creo que este juicio es de lo más injusto, no sólo tengo en la acusación a la mente más ladina, perversa y despiadada— pensaba en ese momento que un poco de adulación a Mefistófeles no le vendría mal si cabía la posibilidad de llegar a pertenecerle—, si no que acabo de descubrir que mi abogado no es otro que el mismo San Judas— prosiguió desde el centro de la sala, a donde había llegado mientras disertaba, y acabó dando a sus última frase toda la rotundidad posible—. El patrón de las causas perdidas.
      —Orden en la sala— martilleaba Dios en el estrado, tratando de acabar con el cada vez más persistente vocerío.
      —Se le concede al acusado la petición. Se le dan tres días para preparar su defensa, y contará para su ayuda con el apoyo en material legal de San Judas. Se levanta la sesión— Y salió airado de la sala, seguido de cerca por el vuelo de su túnica blanca.
      Conde no pensaba aceptar lo que cada vez veía más nítido en su cabeza. Con la elección de fiscal y abogado le estaban enviando un mensaje implícito y claro. No tenía nada que hacer. El demonio y San Judas. Paseó su mirada de uno a otro, y cuando se detuvo en el tipo ojeroso y desaseado, entendió perfectamente aquella visión que tuvo de él cuando entró en la sala y lo imaginó, colgado de su corbata de unos de los ventiladores que removían el aire en el techo.

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      Mientras caminaban, él flanqueado por los dos guardianes del principio, no dejó de pensar en lo que le había pasado en las últimas horas, y no como explicación lógica, si no deseada, lo único que se le ocurría era pensar que soñaba despierto que soñaba. Ahora, preocupado por más cosas, olvidó mantener una postura orgullosa, y no le importaba mirar curioso en todas direcciones, fijando sus ojos en aquello que llamaba su atención.
      Avanzaron por pasillos que daban a otros pasillos que a su vez desembocaban en otros. Giraron ahora a la izquierda, ahora a la derecha, una vez y otra vez, hasta llegar a pensar que podrían estar volviendo a la sala del tribunal o que se habían perdido y que nadie lo aceptaba.
      —¿Dónde estamos?— se atrevió a preguntar a Judas.
      —Enseguida llegamos.
      —No, me refiero a que en qué lugar estamos. ¿Es esto el cielo?— preguntó sin convicción.
      —No, no, ¡qué va! Estamos en ningún sitio en especial y en todos a la vez.
      —Ya— aceptó resignado la respuesta.
      David, el jovencito que aún conservaba rastros de acné, trató de sacarle de dudas.
      —Estamos en un sitio intermedio entre el cielo y el infierno. Aunque no sería acertado decir “sitio”, en este plano no hay límites físicos como en la vida terrenal. Tampoco existe el tiempo, bueno sólo ahora y para que el cuerpo se vaya aclimatando del paso de una vida a otra. Bueno —quiso aclarar y salir del lío en el que se estaba metiendo— tampoco hay cuerpo como usted le conoce, si no una idea de cuerpo.
      —¡Ya!— aceptó y cortó la respuesta que no hacía más que aumentar su desorientación.
      Cuando llegaron a su destino entraron en una estancia parecida a la habitación de un hotel. Era amplia, al fondo estaba la cama y cerca de la puerta había una mesa redonda con varias sillas alrededor. Los tres tomaron asiento en ellas, los guardias se quedaron custodiando la puerta. No supo de dónde exactamente Judas sacó una gruesa carpeta y la dejó caer ruidosamente sobre la pulida superficie de formica.
      —Estos son los cargos— una mínima sonrisa evidenciaba la satisfacción que le producía el desconcierto de su excliente.
      Conde la arrastró hasta colocarla frente a él y la abrió. Leyó en las primeras páginas una serie de datos relacionados con su nacimiento y con la educación recibida. Allí estaban señalados minuciosamente detalles sobre su entorno, sus amistades, familiares, vecinos, incluso el nombre del sacerdote que lo bautizó y luego le dio la primera comunión. Pasó varias hojas hasta llegar a la lista de pecados. Los primeros no pasaban de ser travesuras infantiles. Aquellos asaltos al monedero de mamá, las mentiras para hacer novillos en el colegio, algunos excesos verbales, destrozos en el huerto de Frasquito, y nada más grave. Pero a medida que pasaba las páginas, cuando las fechas avanzaban, el cariz de las faltas fue cambiando, y en alguna de ellas, traídas frescas a su memoria por la lectura, encontró un poco de vergüenza, de pudor. Por lo que rodeó los papeles con sus brazos como queriendo apartarlos de la vista de los demás. El peso de la culpa le hacía daño y en un momento de cobardía cerró fuerte la carpeta. Se levantó y más por desviar la atención que por necesidad, pidió ir al baño. San Judas, esbozó otra sonrisa socarrona, no había duda de que estaba disfrutando con todo esto.
      —Aquí, en este mundo, no hay muerte, por lo tanto no es necesario comer— y la sonrisa ya le llegaba de oreja a oreja—, ni beber…
      Un puntito, primero fue una pequeña sospecha, como la sensación de estar a punto de recordar esa palabra esquiva que tenemos en la punta de la lengua. El puntito crece, cada vez más rápido, y como un remolino va cogiendo los datos necesarios y que encajan a la perfección para convertirse en tornado. Pasaron unos segundos tensos, en la que sus ojos permanecieron unidos y en la sonrisa de San Judas había tanta malicia como para no ser propia de un santo. Con miedo creciente y muy lento, Conde llevó la mano a su entrepierna y gritó al comprender que sin lugar a dudas había llegado el fin del mundo. Cayó de rodillas presa del pánico, pero su grito salió por debajo de las puertas, por los agujeros de las cerraduras, dobló esquinas, subió a los tejados, rodeó papeleras e incluso atravesó paredes de hormigón buscando por todos los rincones de ese otro mundo, sus genitales.

4 comentarios:

  1. De este cuento, me sale decir qué bien escribe Pedro. Y lo digo desde un lugar incómodo, porque este cuento no me gusta. Como generalmente no me agradan aquellas situaciones que resultan forzadas, con una escenografía no creíble, si no imposible.
    Tal es el caso de este posible fin del mundo, católico cristiano, con dios y diablo sentados a la misma mesa jugando un mismo juego, para juzgar a un pobre individuo que carga en su mochila las mismas circunstancias d e cualquiera de nosotros, no es ni bueno, ni malo, ni más o menos, y es todo ello a la vez. Y yo creo que está bien que así sea. Así somos, por qué vivirlo con culpa, sobre todo con una culpa impuesta. Tan mal me llevo con las religiones que acabo de comenzar los trámites para lograr mi apostasía.
    Pero bueno, el cuento, este particular fin del mundo viciado de connotaciones religiosas de las que, me imagino, pretende burlarse, o denunciarlas. No me produce este efecto, siento que se termina dando una transcendencia que no se planeaba.
    También reconozco que es muy difícil evitar y sostener las contradicciones que se plantean en esta situación. Desde la primera, ¿por qué razón un dios todopoderoso precisa de una escenografía tal para llevar a cabo su juicio final?, hasta la última, ¿cómo es posible que le desaparezcan los genitales, y no las rodillas, por ejemplo, sobre las que está apoyado en ese preciso momento?, pasando por el hecho de que los habitantes del cielo se comporten igual que los humanos, y hasta tengan sus mismas dudas, hay un espacio y no hay un espacio, lo mismo con el tiempo, con la burocracia.
    Al perderme en estas elucubraciones, no puedo gustar del texto, me distraigo. De todas formas, seguiré esperando otros textos de Pedro, no tan místicos o poco terrenales.

    &n bsp;
    Algunas cositas, más que nada en aspectos formales:

    algún moco, no obstante, bajo la mesa
    para mí, quedaría mejor un punto y coma
    algún moco; no obstante, bajo la mesa

    enseguida vendrá su abogado le habían dicho, pe
    enseguida vendrá su abogado, le habían dicho, pe

    esos de oficio pensó esos de oficio, pensó

    eco de la última sílaba que nerviosa se quebró; una erre sin ritmo seguida de una vocal desafinada de adolescente
    me suena muy confusa esta imagen.

    una medio sonrisa
    entiendo que se trata de una forma coloquial, igual me parece que queda mejor media sonrisa, y no altera el s entido

    retiró la mano al asa retiró la mano del asa

    cuya mano al ser estrechada, permanece
    cuya mano, al ser estrechada, permanece

    Me declaro inocente Señoría
    Me declaro inocente, Señoría
    Y con respecto a este párrafo y al siguiente, normalmente se alteran las voces de los personajes, no se acostumbra a hacer hablar dos veces seguidas a un mismo personaje. O se agrega texto entre ambos discursos, o se unifican las dos partes.

    —¡Silencio en la sala!— intervino el juez rápidamente— ¿está seguro de lo que dice?
    —¡Silencio en la sala!— intervino el juez rápidamente—, ¿está seguro de lo que dice?

    como Tom Cruise en Algunos Hombres Buenos
    como Tom Cruise en Algunos Ho mbres Buenos
    como Tom Cruise en “Algunos Hombres Buenos”

    sus última frase
    su última frase

    Era culpable de todo lo que recordaba, y seguro que de un montón de cosas que olvidó.
    Para mí sobra este que, pero pediría confirmación a alguien más experto en el dequeismo. O si no cambiar la frase por y seguramente también de un montón de cosas que olvidó.

    excliente. ex cliente

    —Estamos en un sitio intermedio entre el cielo y el infierno. Aunque no sería acertado decir “sitio”, en este plano no hay límites físicos como en la vida terrenal. Tampoco existe el tiempo, bueno sólo ahora y para que el cuerpo se vaya aclimatando del paso de una vida a otra. Bueno —quiso aclarar y salir del lío en el que se estaba metiendo— tampoco hay cuerpo como usted le conoce, si no una idea de cuerpo.
    —¡Ya!— aceptó y cortó la respuesta que no hacía más que aumentar su desorientación.

    Estas aclaraciones de David, uno de los guardianes que lo acompaña, se me hace que en realidad son aclaraciones que precisa introducir el autor, para aclarar que el mundo en el que están es distinto a nuestro mundo real, opuesto, contrario. Siempre resultarán explicaciones que no alcanzan. Para mí, habría que evitarlas. El universo planteado es indefinible. Cuanto más trate de aclararse sobre él, más contradicciones se irán presentando.

    Marco sobre el texto algunas reiteraciones que habría que revisar.







    El fin del mundo, seg ún Pedro (ejercicio)
    Pedro Conde

    La sala era fría, y gris, y tal vez lo uno por lo otro. El mobiliario escaso, una amplia mesa y dos sillas de metal con respaldo y asiento de tablero y formica. La habitación rectangular, de paredes desnudas. Detrás de él la puerta, delante un inmenso espejo que le devolvía su imagen asustada. Siempre presumió de entereza, pero ahora no podía ocultar su miedo; sus ojos, los mismos a los que rehuía en el cristal, lo delataban. Sabía que desde detrás del vidrio le estaban observando, por eso luchaba contra su deseo de comerse las uñas o de hurgar en su nariz en busca de algún moco, no obstante, bajo la mesa se rascaba las yemas de los dedos como si quisiera borrarse las huellas digitales. Hacía una eternidad que le dejaron allí; enseguida vendrá su abogado le habían dicho, pero él no tenía abogado, ni dinero para pagarlo, será uno de esos de oficio pensó, y para distraer el tiempo, buscó en la pared de su izquierda manchas o diferencias de tono en la pintura gris sobre las que entretener sus ojos. Al sonido del picaporte le siguió el de las bisagras mal engrasadas, y un pequeño sobresalto que congeló su respiración. Trató de disimularlo, y se obligó a permanecer quieto, siguió la entrada de aquel tipo en el reflejo, y no le miró directamente hasta que hubo rodeado la mesa y se plantó justo delante.
    —Señor Conde, me llamo David Granados —le tendió la mano— ¿cómo se encuentra?
    Era joven, muy joven. En su cara, una sombra difusa, dispareja, apuntaba una barba en proyecto, una carrera de hormigas apenas en su labio superior. Su mano tendida hacia él mostraba un ligero temblor, eco de la última sílaba que nerviosa se quebró; una erre sin ritmo seguida de una vocal desafinada de adolescente. Como buitre carroñero, encontró su fuerza en la debilidad del otro, así, con un aire de suficiencia recién adquirido, levantó las manos y le mostró el acero que las unía por las muñecas. Acompañó ese gesto con una medio sonri sa que expresaba su evidente condición de prisionero y el rechazo a estrechar su mano.
    —Eh…, bien— retiró la mano al asa del maletín—. Me veo en la obligación de informarle
    —¿De verdad es usted abogado?—incrédulo, le interrumpió la frase.
    El otro mantuvo la boca abierta, esperando las palabras que el cerebro no le mandaba. Titubeó, y bajando un poco el volumen respondió alargando las últimas vocales de cada palabra, como si fueran caracoles que dejaran un rastro de sonido.
    —Lo cierto es que aún no lo soy. Verá señor Conde…
    —Conde a secas por favor— y apoyó la frente en sus manos esposadas, como intentando aclarar las ideas.
    —Su abogado no va a venir, tiene mucho trabajo y su caso es bastante común. Yo soy su ayudante. A él lo veremos en media hora en la sala del tribunal.
    —¿Cómo? ¿Qué coño dice?— tartamudeaba— ¿En el tribunal? Pero no he sido avisado de nada, no hemos preparado nada— Se levantó rápido, y las manos que se querían separar para gesticular su sorpresa, al estar atadas se reunieron entrelazando los dedos, en un claro aunque involuntario gesto de súplica.
    — Verá, déjeme que le explique. El turno de oficio está saturado, las listas de casos son casi infinitas, y quieren agilizar esto. Por lo que sé, están estudiando la manera de juzgar juntos a los que son acusados de los mismos delitos. Los casos como el suyo, son relativamente fáciles, no duran mucho. Por eso quieren acabar cuanto antes, quitar papeleo de las mesas… ¡vamos!
    —Eso es bueno ¿verdad?— parecía un ruego más que una pregunta.
    —Le pido por favor que no me interrumpa, no me resulta fácil— a estas alturas toda inseguridad asociada a su inexperiencia, se disolvió en la desesperación del prisionero, ahora su voz sonaba firme—. Lo tenemos mal, francamente mal. El fiscal es conocido por su total falta de piedad. El Juez es el mismo que creó muchas de las leyes que usted ha roto. Y no se cómo, pero tienen pruebas que le inculpan de todos los cargos, de todos y cada uno de ellos— puntualizó cada palabra de la última frase con un golpe de su índice sobre la formica gris de la mesa.
    —Pero algo podremos hacer ¿no?, no sé— movía la cabeza de un lado a otro, como si estuviera buscando en los vacíos rincones de la habitación las soluciones— alegar locura temporal, que estaba borracho— y miró fijo al joven, aunque retiró enseguida los ojos para que no se diera cuenta del nacimiento de su llanto.
    — No mucho, sólo declararse culpable de todo, y esperar la magnanimidad del tribunal.
    Permaneció con la cabeza baja, casi descolgada de los hombros. Se hizo un silencio tenso que ninguno quiso romper.
    — Señor Conde—se levantó la manga de la chaqueta y miró su reloj—, debemos irnos ya. Si quiere puede ir pensándolo por el camino.
    Al leve gesto de asentimiento a su imagen en el espejo, correspondió en breve que entraran dos alguaciles a la sala, se colocaron a cada lado del prisionero y cogiéndolo de los brazos le ayudaron a levantarse. No opuso resistencia, pero mientras caminaban por los amplios pasillos, la vergüenza por haberse desmoronado ante un joven imberbe, unido a la situación sin salida en la que parecía encontrarse, le hicieron recuperar el orgullo, la entereza, y mirando al frente se sacudió del agarre de los guardias, indicando que podía perfectamente caminar solo; y lo hizo, con la barbilla alta.
    Nunca había estado en juicio, su conocimiento del tema provenía de las películas y las series de televisión. No quería parecer un paleto y demostrand o naturalidad miraba todo con aparente indiferencia. Admiró las grandes puertas de madera oscura de la sala del tribunal, y se maravilló con el derroche de mármol blanco que se puso ante sus ojos al cruzarlas. Las lozas que cubrían las paredes hasta una altura aproximada de un metro, reflejaban sombras y luces en su pulida superficie. Las vetas del mármol, también grises, ayudaban a suavizar los filos rectos de las columnas y de los rincones, aparentando a primera vista un espacio nebuloso y amplio, sin límites definidos. Caminaron por el pasillo entre los asientos del público asistente, algunos se volvieron a mirarlo, pero la mayoría cuchicheaban entre ellos y no mostraban interés ninguno. Al acercarse a la mesa del lado de la defensa, salió a recibirle un tipo con aspecto desaseado, un traje gris arrugado, como si hubiera dormido con él puesto. Tenía barba de varios días; la corbata no pasaba de ser un trozo de tela deforme atada a su cuello, y en sus ojos las finas venas se veían como precisas líneas rojas que amenazaban con explotar los globos oculares.
    —Señor Conde, soy su abogado— musitó tan bajo que las palabras parecían caer al suelo nada más salir de su boca.
    A pesar de su decisión de no mostrar debilidad, su entereza recibió otro varapalo al conocer a quien debía defenderlo. No se puede confiar en alguien cuya mano al ser estrechada, permanece tan floja, casi gelatinosa. Y con ese aspecto parece más cercano al abismo del suicidio que a la batalla que supone un juicio. No sabía qué decir y le sacó de ese problema la fuerte voz del alguacil que anunciaba la entrada del juez.
    —En pie.
    ¿Las togas eran blancas? Se preguntó.
    El viejo, cuando se sentó, miró al alguacil y con un leve gesto de su mano le indicó que siguiera.
    ; —Caso dos billones trescientos dieciocho mil cuatrocientos veinticinco millones sesenta y nueve mil catorce— El murmullo del público había bajado hasta casi desaparecer.
    —El Paraíso contra Pedro Conde Luque. Actúa como fiscal Satanás.
    —¡Cago en Dios!— dejó escapar entre dientes.
    —Preside el honorable y todopoderoso Dios.
    —¡Cago en la hostia!— maldijo, mordiéndose el labio inferior, su manía de no mantener la boca cerrada.
    —Levántese el acusado— se volvió a oír aquella voz de tenor—. Levante la mano derecha ¿Jura ante Dios decir la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad?
    Ahora todo empezaba a tener sentido. Como si hubiera sido un jarro de agua fría en su cara, la situación tomaba consistencia, dejaba de ser un sueño. Y se preguntó si sería capaz de tener la suficiente humildad para aceptar su derrota.
    —Sí, lo juro— dijo cabizbajo, aunque nada más decirlo supo en su interior que no había cambiado. Ya que con ese mismo juramento mantenía la línea que siguió durante su vida. Mentía como un bellaco.

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    ¿Ironía? ¿Sarcasmo? Ahora que ya no podía dar por buena su postura de at eo convencido, tenía que aceptar que la famosa Justicia Divina estaba formada por las dos a partes iguales. Él las conocía perfectamente, había sido un maestro en su uso, incluso ahora, que en su cabeza trataba de ordenar todo lo que estaba sucediendo, no estaba libre de ellas.
    —En el día del juicio final— pensaba—, el fiscal es el demonio. Está claro que es mi maldita mala suerte. Y el juez es el mismo Dios, para el que nunca tuve una palabra amable, ¿debo decir mi “bendita” suerte?
    —Muchas son las acusaciones —intervino el juez abriendo una carpeta—, no deberíamos perder tiempo leyéndolas todas. Usted mejor que nadie las conoce. ¿Cómo se declara?
    El acusado, que apenas acababa de sentarse, se levantó de nuevo lentamente, y valorando lo que dijo el ayudante de su abogado, decidió que éste tenía razón. Era culpable de todo lo que recordaba, y seguro que de un montón de cosas que olvidó. Sopesó sus posibilidades de defenderse ante el mismo demonio, y aceptó que la única defensa para sus pecados era la aceptación de ellos; claudicar, y esperar la benevolencia del tribunal. Y como muestra de la persona que fue en vida, hizo gala pública de uno de esos pecados.
    —Me declaro inocente Señoría— y en el murmullo creciente del público encontró alimento a su soberbia.
    —¿Puedo añadir algo?— preguntó levantando la mano, pidiendo a la vez permiso y silencio.—Pido un aplazamiento— prosiguió—. Acabo de conocer a mi abogado, no hemos tenido tiempo de preparar el caso. Creo que sería conveniente y justo…
    —Este tribunal— acalló Dios su frase y el ya molesto chismorreo de los presentes— le concede treinta minutos.
    El alguacil les acompañó a una habitación parecida a la de interrogatorios, pero en esta no había ningún espejo. Se accedía a ella por una puerta lateral, justo al lado contrario donde estaba aquella por la que desapareció el juez. Los asistentes al juicio aprovecharon para comentar sus impresiones, y el bisbiseo crecía en intensidad, como una ola gigante que se acerca a tierra, para autorregularse cuando alguno de ellos, asustado por la crecida de las voces, chistaba fuertemente y dejaba el ruido al nivel de un susurro, que empezaba a crecer poco a poco de nuevo.
    No había pasado la media hora cuando los tres hombres, el acusado, su abogado y el ayudante salieron y tomaron asiento en su mesa. En la otra, la del fiscal, el demonio los miraba con una sonrisa pícara, y mostraba a través de ella unos dientes blancos y afilados. Dios hizo su aparición a los treinta minutos exactos, se volvió a ver la misma coreografía en la que todos se levantaron a la voz del alguacil.
    —Señoría— dijo Conde cuando le dieron el uso de la palabra—, quiero recusar a mi abogado— el rumor se convirtió en griterío de sorpresa.
    —¡Silencio en la sala!— intervino el juez rápidamente— ¿está seguro de lo que dice?
    —Sí, lo estoy. Quiero defenderme yo.
    —¿Sabe el alcance de su decisión?
    —Sí, señoría.
    —¿Es consciente de que este tribunal no tendrá un trato deferente con usted por su manifiesta inexperiencia en el desempeño de la abogacía?
    —Sí, señoría.
    —¿Y puede explicar a este tribunal, los motivos que le han hecho tomar esta decisión?
    —Señoría— por un momento, se vio a sí mismo como Tom Cruise en Algunos Hombres Buenos—, con el debido respeto. Creo que este juicio es de lo más injusto, no sólo tengo en la acusación a la mente más ladina, perversa y despiadada— pensaba en ese momento que un poco de adulación a Mefistófeles no le vendría mal si cabía la posibilidad de llegar a pertenecerle—, si no que acabo de descubrir que mi abogado no es otro que el mismo San Judas— prosiguió desde el centro de la sala, a donde había llegado mientras disertaba, y acabó dando a sus última frase toda la rotundidad posible—. El patrón de las causas perdidas.
    —Orden en la sala— martilleaba Dios en el estrado, tratando de acabar con el cada vez más persistente vocerío.
    —Se le concede al acusado la petición. Se le dan tres días para preparar su defensa, y contará para su ayuda con el apoyo en material legal de San Judas. Se levanta la sesión— Y salió airado de la sala, seguido de cerca por el vuelo de su túnica blanca.
    Conde no pensaba aceptar lo que cada vez veía más nítido en su cabeza. Con la elección de fiscal y abogado le estaban enviando un mensaje implícito y claro. No tenía nada que hacer. El demonio y San Judas. Paseó su mirada de uno a otro, y cuando se detuvo en el tipo ojeroso y desaseado, entendió perfectamente aquella visión que tuvo de él cuando entró en la sala y lo imaginó, colgado de su corbata de unos de los ventiladores que removían el aire en el techo.

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    Mientras caminaban, él flanqueado por los dos guardianes del principio, no dejó de pensar en lo que le había pasado en las últimas horas, y no como explicación lógica, si no deseada, lo único que se le ocurría era pensar que soñaba despierto que soñaba. Ahora, preocupado por más cosas, olvidó mantener una postura orgullosa, y no le importaba mirar curioso en todas direcciones, fijando sus ojos en aquello que llamaba su atención.
    Avanzaron por pasillos que daban a otros pasillos que a su vez desembocaban en otros. Giraron ahora a la izquierda, ahora a la derecha, una vez y otra vez, hasta llegar a pensar que podrían estar volviendo a la sala del tribunal o que se habían perdido y que nadie lo aceptaba.
    —¿Dónde estamos?— se atrevió a preguntar a Judas.
    —Enseguida llegamos.
    —No, me refiero a que en qué lugar estamos. ¿Es esto el cielo?— preguntó sin convicción.
    —No, no, ¡qué va! Estamos en ningún sitio en especial y en todos a la vez.
    —Ya— aceptó resignado la respuesta.
    David, el jovencito que aún conservaba rastros de acné, trató de sacarle de dudas.
    —Estamos en un sitio intermedio entre el cielo y el infierno. Aunque no sería acertado decir “sitio”, en este plano no hay límites físicos como en la vida terrenal. Tampoco existe el tiempo, bueno sólo ahora y para que el cuerpo se vaya aclimatando del paso de una vida a otra. Bueno —quiso aclarar y salir del lío en el que se estaba metiendo— tampoco hay cuerpo como usted le conoce, si no una idea de cuerpo.
    Estas aclaraciones del David, uno de los guardianes que lo acompaña, se me hace que en realidad son aclaraciones que precisa introducir el autor, para aclarar que el mundo en el que están es distinto a nuestro mundo real, opuesto, contrario. Siempre resultarán explicaciones que no alcanzan. Para mí, habría que evitarlas. El universo planteado es indefinible. Cuanto más trate de aclararse sobre él, más contradicciones se presentarán.

    —¡Ya!— aceptó y cortó la respuesta que no hacía más que aumentar su desorientación.
    Cuando llegaron a su destino entraron en una estancia parecida a la habitación de un hotel. Era amplia, al fondo estaba la cama y cerca de la puerta había una mesa redonda con varias sillas alrededor. Los tres tomaron asiento en ellas, los guardias se quedaron custodiando la puerta. No supo de dónde exactamente Judas sacó una gruesa carpeta y la dejó caer ruidosamente sobre la pulida superficie de formica.
    —Estos son los cargos— una mínima sonrisa evidenciaba la satisfacción que le producía el desconcierto de su excliente.
    Conde la arrastró hasta colocarla frente a él y la abrió. Leyó en las primeras páginas una serie de datos relacionados con su nacimiento y con la educación recibida. Allí estaban señalados minuciosamente detalles sobre su entorno, sus amistades, familiares, vecinos, incluso el nombre del sacerdote que lo bautizó y luego le dio la primera comunión. Pasó varias hojas hasta llegar a la lista de pecados. Los primeros no pasaban de ser travesuras infantiles. Aquellos asaltos al monedero de mamá, las mentiras para hacer novillos en el colegio, algunos excesos verbales, destrozos en el huerto de Frasquito, y nada más grave. Pero a medida que pasaba las páginas, cuando las fechas avanzaban, el cariz de las faltas fue cambiando, y en alguna de ellas, traídas frescas a su memoria por la lectura, encontró un poco de vergüenza, de pudor. Por lo que rodeó los papeles con sus brazos como queriendo apartarlos de la vista de los demás. El peso de la culpa le hacía daño y en un momento de cobardía cerró fuerte la carpeta. Se levantó y más por desviar la atención que por necesidad, pidió ir al baño. San Judas, esbozó otra sonrisa socarrona, no había duda de que estaba disfrutando con todo esto.
    —Aquí, en este mundo, no hay muerte, por lo tanto no es necesario comer— y la sonrisa ya le llegaba de oreja a oreja—, ni beber…
    Un puntito, primero fue una pequeña sospecha, como la sensación de estar a punto de recordar esa palabra esquiva que tenemos en la punta de la lengua. El puntito crece, cada vez más rápido, y como un remolino va cogiendo los datos necesarios y que encajan a la perfección para convertirse en tornado. Pasaron unos segundos tensos, en la que sus ojos permanecieron unidos y en la sonrisa de San Judas había tanta malicia como para no ser propia de un santo. Con miedo creciente y muy lento, Conde llevó la mano a su entrepierna y gritó al comprender que sin lugar a dudas había llegado el fin del mundo. Cayó de rodillas presa del pánico, pero su grito salió por debajo de las puertas, por los agujeros de las cerraduras, dobló esquinas, subió a los tejados, rodeó papeleras e incluso atravesó paredes de hormigón buscando por todos los rincones de ese otro mundo, sus genitales.

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  2. Sobre el fin del mundo, perder ese referente en el cuerpo hace caer en un delirio más que femenino,feminizante y más que eso, un fin del mundo muy propio del humano pero más que pánico tiende a pasar por la angustia y el delirio..., y el tribunal está bien detallado, un Dios o madre y un padrecito que no es nada menos vivo que don Satanás... y qué causa perdida.Vale! Pero lo que no me va ahí es a un Judas lloricoso, no si es un ayudante de abogado.
    Voy a hacer anotaciones de forma:
    - hay demasiados "su"
    - en la primera parte dice:
    como si quisiera borrarse las huellas digitales - quitaría "se"
    la última sílaba que nerviosa se quebró - sugiero: que, nerviosa, se quebró
    - segunda parte:
    - maldita mala suerte - ¿no es redundante?
    - y lo imaginó, colgado de su corbata - quitaría la coma
    - tercera parte:
    - Mientras caminaban, él flanqueado por los dos - colocaría una coma después de él
    - dos "bueno" seguidos" - ¿hace parte del hablar del personaje o sobra alguno?

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  3. Pedro, leí tu cuento sobre el fin del mundo. Me pareció un poco largo. El eje, la almendra del asunto, es el juicio a que es sometido el personaje, el señor Conde, un personaje que duda, desconfía, lo cual le confiere un carácter muy humano. Pero resulta que ese conflicto kafkiano que lo tiene en vilo no se resuelve, y la cosa termina focalizada en una situación secundaria: Conde se da cuenta de que no tiene genitales. Y no los tiene porque no los necesita en el Purgatorio. Conde ya sabía que no estaba en la tierra, así que el descubrimiento de su carencia no es simultáneo con la certeza de que está muerto. Y claro, le causa cierta impresión ese vacío en la entrepierna. La fuerza de la costumbre, que le dicen. En fin, todo acaba con un relato menor dentro de otro más complejo y rico.

    A mí no me parece para nada mal que un cuento no se ajuste a una estructura rígida, no me interesa que sea contada con un mínimo de recursos aunque de un modo eficaz; al contrario, me gusta que la cosa se salga un poco de carril, que tome un camino lateral y luego vuelva a su cauce. Es decir, me gustan los cuentos que crecen como una planta, pero que secretamente (gracias a la destreza del escritor) nos llevan a un final que echa luz sobre el conjunto. Lo que no me convence, en cambio, es que un cuento avance en una dirección y luego de varias páginas se diluya en un pormenor humorístico.

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  4. Con el fin del mundo Dios juzgará a cada uno de nosotros. Aquí va a juzgar al señor Conde. Me pregunto quién es esa muchedumbre que atesta la sala de vistas; me pregunto dónde están los otros acusados, todos los que faltan. Norberto se pregunta para qué Dios necesita montar esa escenografía, la pregunta me parece pertinente.

    Imaginar cómo sería el Cielo, Dios, el Juicio Final, la vida eterna, y todos esos conceptos ligados a la religión es una tarea complicada. Pedro ha elegido un ambiente kafkiano, como apunta Dani (que de eso sabe mucho), y tal vez por eso clásico: hay mármol, columnas, maderas oscuras, alguaciles, corbatas y togas. También hay, por seguir con la influencia de Kafka, un proceso y una abrumadora indefensión para el acusado. La razón por la que Pedro imagina que en ese Juicio Final su personaje estaría indefenso me parece sensata: nuestra religión, puede que la mayoría de ellas, pone mucho empeño en mostrarnos que el poder de Dios es ilimitado, y todos estamos acostumbrados a ver lo arbitrarios que se vuelven los dirigentes cuando disponen de todo el poder. Sin embargo, no veo muy claro por qué Pedro imagina que el Juicio Final se llevará a cabo en una sala, digamos de finales del siglo XIX. ¿Por qué no en una gruta de trogloditas?, después de todo, ¿cómo será el concepto que Dios tiene de lo clásico y solemne?, ¿tendrá que ver con la arquitectura de los hombres?, ¿con la arquitectura de qué época?

    El cuento no me gusta, la verdad. Es farragoso porque el lenguaje, la acción y el escenario complican la sencillez de lo que sería ese último juicio. El actual atolladero de la justicia española es un juego de niños comparado con el embotellamiento que se produciría cuando acabase el mundo, si el juicio a cada uno de nosotros hiciera gala de esa burocracia. Pero no es sólo por eso, sino porque no hay ninguna escena, ningún detalle que me cautive, aunque fuera un poquito. El cuento está descuidado y carece del encanto y la frescura que suelen acompañar a los cuentos de nuestro amigo, por lo que es fácil imaginar que se trata de un escrito antiguo. Me resulta difícil imaginar cómo podría ser mejorado; tanto es así que yo animaría a Pedro a que lo demoliese y comenzase su reconstrucción partiendo de cero.

    Algunas cosas:

    «La sala era fría, y gris, y [esta i griega me parece que sobra] tal vez lo uno por lo otro»

    «su deseo de comerse las uñas o de hurgar en su nariz en busca de algún moco» [A la búsqueda del moco perdido. Un poco escatológico esto del moco; predispone a tomarse a broma el resto del cuento]

    «—Señor Conde, me llamo David Granados —le tendió la mano— [,] ¿cómo se encuentra?» [la puntuación de los diálogos debe seguir la lógica de siempre, para ello ayuda imaginar la frase sin la acotación del narrador. Uno escribiría: "Señor Conde, me llamo David Granados , ¿cómo se encuentra?". Pues entonces habrá que poner la coma, después de Granados; eso sí, lo correcto es ponerla después del guión que cierra la intervención del narrador, e inmediatamente antes de la continuación de las palabras del personaje.

    «—Eh…, bien [aquí un espacio]— retiró la mano al asa del maletín—».

    «—¿De verdad es usted abogado?[aquí debe ir un espacio]—incrédulo».

    «.Por eso quieren acabar cuanto antes, quitar papeleo de las mesas… ¡vamos!» [parece que le está ordenando ir a algún lado, mejor quedaría sin interjecciones y detrás de una coma]

    « El Juez es el mismo que creó muchas de las leyes que usted ha roto» [no me parece oportuna la palabra roto].

    «buscando en los vacíos rincones de la habitación las soluciones».

    «un tipo con aspecto desaseado, un traje gris arrugado»

    «Al leve gesto de asentimiento a su imagen en el espejo, correspondió en breve que entraran dos alguaciles a la sala» A esto me refería cuando decía antes que el autor complica lo sencillo. Y lo hace continuamente a lo largo de este cuento. Es seguro que a Pedro se le ocurren dos o tres maneras de decir esto mismo de una manera más atractiva. Otro ejemplo: «se maravilló con el derroche de mármol blanco que se puso ante sus ojos al cruzarlas».

    «a Mefistófeles no le vendría mal si cabía [cabía] la posibilidad de llegar a pertenecerle—, si no [sino] que acabo de descubrir que mi abogado no es otro que el mismo San Judas».

    «la satisfacción que le producía el desconcierto de su excliente».[ex cliente; "ex" no es un prefijo aquí, sino un adjetivo y se escribe separado, como todos los que han dejado de ser algo, excepto excautivo y excombatiente]

    « buscando por todos los rincones de ese otro mundo, sus genitales. [esa coma no procede, está separando el verbo y el complemento directo; es como si yo digo "yo como, pan].

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