domingo, 2 de noviembre de 2008

Los Hombres No Lloran

Pedro Conde

      Ha pasado mucho tiempo desde aquella tarde. El porqué de lo que hice se me ha olvidado, quizá, por cumplir con el tópico, puedo decir que fueron las malas compañías, o esa época tan difícil que es la adolescencia.
      —Tenéis suerte —nos dijo un policía barrigón de pie ante nosotros—, el dueño de la casa no va a presentar denuncia.
      —¿Nos podemos ir entonces? —preguntó Jorge.
      —No iréis a ningún lado —respondió rotundo—, hemos avisado a vuestros padres. Cuando vengan a por vosotros os marcharéis.
      Nos habían cogido a los tres robando en un chalet. En nuestros bolsillos encontraron, con un tintineo acusador, el botín: billetes, monedas y algunas joyas. En la comisaría nos sentaron en sillas de formica verde y nos intimidaron hablando de nosotros como si no estuviéramos allí.
      —Empiezan pronto, ¿no?
      —Si son unos críos. ¿Cuántos tienen? ¿Quince?
      Alguno aventuraba la posible existencia de más delitos.
      —¡…seguro que lo quieren para pagarse las drogas!
      —¿No es ese el hijo de Emilio? —me avergonzó otro.
      Nosotros mirábamos el suelo. Yo estaba sentado sobre el dorso de las manos y con la punta de la zapatilla hacía dibujos simples en una cruz del embaldosado. Gustavo quería llamar nuestra atención y chistaba insistente.
      —¡Qué? —acompañé el susurro con un gesto de desaprobación para no romper el silencio.
      —¿Que han llamado a nuestros padres? Tío, el mío me mata —susurró.
      —¿Y qué les decimos? —Jorge era como una veleta que se dejaba llevar a donde nosotros dijéramos. No tenía iniciativa—¿No se os ocurre nada? —ante nuestra muda respuesta, sólo atinó a resoplar mientras movía las piernas con un desaforado tic nervioso.
      —Mi padre me mata —repetía Gustavo, entrando así en un bucle sin salida.
      Yo nadaba en el absurdo pensamiento de que estaba viviendo un sueño. Ante lo rotundo de la situación, la idea de entrar en aquella casa parecía irreal de tan lejana. Soñaba con que no iba a pasar nada. Pero el estómago me dolía mucho y amenazaba con un cercano vómito, resultaba totalmente imposible digerir tanto miedo.
      Le vi de reojo, ya el sonido familiar de sus pasos lo anunciaron, y un escalofrío que erizó toda mi espalda lo confirmó. Mi padre entró en la comisaría e ignorándonos, saludó a los que estaban allí. Hubo apretones de manos, risas y luego pasó a un despacho con uno de ellos. El corazón no me cabía dentro del pecho, los latidos zumbaban redondos y enormes en la cabeza. Pasada una eternidad la puerta se abrió y vino hacia mí. Se paró delante, mudo. Nervioso y aterrado me puse de pie. Su silencio hizo que, aunque amedrentado por su presencia, levantara los ojos. Su mano abierta me golpeó. Primero fue el estallido y la pérdida del equilibrio. Tropecé con los pies de Gustavo y caí sobre él que seguía sentado a mi izquierda. El efecto de presión vino después, le siguió el hormigueo creciente y luego el calor. Me ardía la cara. Sumiso volví a ponerme de pie, en el mismo sitio y permanecí quieto, esperando y temiendo, con los dientes apretados, la siguiente bofetada, pero no llegó.
      —Vamos —dijo.
      Yo le seguí guiado por el sonido de sus pasos. Las lágrimas de humillación, de vergüenza, que luchaba por contener, borraban el camino.
      Subimos al coche y condujo mucho rato no sé por dónde, fuera de la ciudad. Yo no me atrevía a moverme, ni siquiera a carraspear. Tragaba nudos de saliva en silencio. Paró el coche en el arcén, salió y fumó un cigarrillo sentado sobre el capó. Yo me sentía culpable por observarlo a hurtadillas, él exhalaba el humo en potentes chorros y meneaba la cabeza. Cada tanto hacía gestos con las manos, encogía los hombros, parecía que charlara con el Sol que, de rojo escandalizado, iba a ocultarse en el horizonte. Tiró la colilla con fuerza al suelo, y la pateó. Cuando se sentó de nuevo al volante respiró fuerte, y por fin habló.
      —Me has humillado ante mis amigos y… me has decepcionado.
      Eso sí dolió mas que una bofetada y ya no pude contener las lágrimas.
      —¡No llores! —gritó—, ¿acaso lloraste cuando estabas robando?
      Del bolsillo del pantalón sacó un pañuelo de tela perfectamente doblado. Mi madre se ocupaba de plancharlos y de bordar sus iniciales con bonitas letras en una esquina.
      —Deja de llorar. Los hombres no lloran —me tendió el pañuelo.
      —Tu madre no debe de enterarse de esto. ¿Está claro?
      Moví la cabeza afirmativamente. Pero no le bastaba con un gesto, quería oír la respuesta
      —¿Te ha quedado claro? ¡Responde!
      —Sí, está claro —la voz sonó más a gargajeo que a palabras.
      —No debe enterarse nunca—sentenció mientras arrancaba el motor.
      Con esas palabras iniciamos un pacto de silencio. Y eso es lo que hubo entre nosotros desde aquella tarde. Silencio.
      Él no había sido nunca un hombre efusivo. Y menos a partir de entonces. A mí me podía la culpa y en su trato frío yo veía el desengaño. Jamás encontré el momento oportuno ni el valor para decirle que lo sentía.



      Han pasado otros dieciséis años. "Tu padre se muere" me dijeron por teléfono. No llegué a tiempo para verlo. Con la misma ropa del viaje le acompañé al cementerio, y en el trayecto, todas las ocasiones que había rechazado para pedirle perdón me parecieron idóneas.
      Cuando la casa se quedó vacía de gente, acompañé a mi madre a la cocina para hacernos un café. Decidí que había llegado el momento de romper aquel pacto.
      —Mamá —respiré hondo y jugué con la tapa del azucarero.
      —Maldita costumbre.
      —¿Qué dices? —dije extrañado.
      Ella no respondió, pero vi cómo retiraba una de las tres tazas que había preparado sobre la encimera de la cocina.
      —¿Sí? ¿Me querías decir algo?
      Empecé a hablar. Se lo conté todo a grandes rasgos y para mi sorpresa, cuando termino, estaba sonriendo:
      —Ya lo sabía
      —¿Cómo?
      —¿Crees que no me dí cuenta de que pasaba algo? Ni siquiera estando ciega se me habría pasado por alto. Le pregunté a tu padre una y otra vez, y como él decía que no pero yo sabia que sí, seguí en mis trece. Tanto le insistí que lo confesó todo.
      —Le decepcioné.
      —No seas tonto —rechazó la idea con un aspaviento de su mano derecha, con la otra guardó una de las tres cucharas que había sacado del cajón de los cubiertos—. Sí desconfió al principio. Pero luego eso se acabó. Te ponía como ejemplo ante todos. Te admiraba. Estaba orgulloso de su hijo.
      —Pero… ¡No entiendo! ¿Por qué no me lo dijo nunca?

      Ella acarició mi cara con su mano, acunándola allí donde él me golpeó. Miró más allá de mis pupilas y sacudió la cabeza como espantando una certeza negra.
      —¿Y tú? ¿Por qué no le pediste perdón?
      —No sé, ¿por miedo?, ¿por orgullo?
      Me paseó el pulgar por el pómulo.
      —¡Dios mío! ¡Te pareces tanto a él!
      Se volvió hacia la cocina, la cafetera gorgoteaba reclamando su atención. La mano resbaló por mi pecho apurando el contacto.
      —Lo siento —dije.
      El dolor por los momentos perdidos inició en mi garganta el esbozo de un llanto, pero me acordé de él cuando decía: "Los hombres no lloran", y lo contuve. Sobre el pollo de la cocina mi madre, que no era hombre, cuando advirtió que de forma insistente, estúpida y mecánica había servido tres cafés, sí lo hizo.

5 comentarios:

  1. Pedro nos trae un cuento acerca de un drama familiar: un muchacho que, sin necesidad y sin saber muy bien porqué, entra a robar con dos más en un chalet. En principio la historia está bien contada, aunque hay varios lugares comunes , de los que señalé dos. No me cuadra demasiado que hubiera tanto silencio entre el padre y el hijo, y durante tantos años, y que el hijo mientras no se hubiera dado cuenta de que el padre lo admiraba y estaba orgulloso de él; los hijos (normales) desean complacer a los padres y están muy atentos a sus juicios, positivos y negativos. En cuanto a la historia, añadiría algo acerca de los otros “compañeros de robo”, qué les pasó a ellos y si volvieron a verse. En el final, me gusta eso de las tres tazas, pero como se menciona dos veces, pierde el efecto de cierre del cuento.

    En azul una frase que me gustó particularmente.

    Ha pasado mucho tiempo desde aquella tarde. Lugar común.

    —Mi padre me mata —repetía Gustavo, entrando así en un bucle sin salida.
    Yo nadaba en el absurdo pensamiento de que estaba viviendo un sueño.


    vergüenza, que luchaba por contener, borraban el camino.

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  2. Pedro, con escasos y simples elementos logra un cuento perfecto, redondito, clásico en su planteo formal de exposición, nudo y desenlace, con un cierre muy fuerte y efectista, que no cae en el sentimentalismo o el melodrama. Y esto lo revaloriza.

    Por un lado la historia, incidente durante la adolescencia del narrador, postura del padre, serio, rígido, inexpugnable. Un episodio que ahora hasta lo avergüenza.

    Y por el otro, el sentimiento de ese niño revivido por el niño adulto que calló desde entonces y ahora ya es tarde, el padre ha muerto. La intervención de la madre cierra el círculo, el narrador recibe el mensaje del padre, quien está tan presente todavía que hasta le han servido una taza de café.

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  3. Me ha gustado. Mando adjunto para que hagas, si quieres, algunas correcciones ortográficas y gramaticales.
    No me parece, como dice Pilar, que pierda efecto la repetición de las tres tazas de café. Lo tomé como que la madre se equivoca dos veces y llora en la segunda, me extrañó que no llore la primera, pero así queda mejor. Es la reiteración de la acción que quiere evitar lo que la angustia.

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  4. El tema del cuento creo que es la educación de los hombres hasta fechas recientes (o hasta ahora mismo), pero no me extrañaría estar equivocado, suelo fallar cuando busco tres pies al gato, explicaciones para solapas, interpretaciones de textos, motivos últimos. A veces (al menos en lo que yo escribo es siempre así) un texto es sólo lo que parece, sin que remita a ningún punto en el horizonte, ni pretenda ser ejemplar ni transcendente, ni clave para entender otras cosas.

    Vamos a hacer como que el tema es ese, en efecto, más que nada porque siempre he tenido debilidad por él. Tradicionalmente a los hombres se les ha educado desde pequeños en el disimulo de las emociones, y en especial del afecto con respecto a otros hombres. La cuidada rudeza con que se tratan, o trataban, la aparente tibieza en la intimidad de los padres con los hijos, han servido a esa causa.

    ¿Y por qué se habrá hecho esto así? Pues imagino que por varias razones, como la mayoría de las cosas. Por hacer del niño un tipo duro, capaz de cumplir con sus funciones de adulto, defender la casa, la familia, la Patria, etc.; por evitar roces que pudieran inducir al niño a confundirse con respecto a la orientación de su sexualidad; por evitar malentendidos que pudieran llevar a alguien a pensar en la posibilidad de pedofilia, etc.

    El tema del cuento de Pedro me gusta. Hay un padre y un hijo. Hay un momento de sus vidas en que parece que se ha roto su relación. En realidad es un malentendido, nada que no pudiera solventar la sinceridad, la ternura, la humildad de la disculpa y la generosidad del perdón. Pero ninguno de los dos hombres ha sido educado para introducir un paréntesis en la reciedumbre de su trato. De manera que el padre muere sin haberse reconciliado con el hijo. Y el hijo sabe de la consideración que le tenía el padre sólo cuando éste ha muerto. Demasiado tarde.

    Así que me gusta el tema. Y me gusta cómo está escrito. Es un buen cuento. Sólo hay un par de cosas que se me ocurre citar. Bueno, qué coño, vamos a citarlas y así pasamos a otra cosa:

    Con el párrafo que copio a continuación tengo alguna reserva. ¿Se adivina por qué? «Nos habían cogido a los tres robando en un chalet. En nuestros bolsillos encontraron, con un tintineo acusador, el botín: billetes, monedas y algunas joyas. En la comisaría nos sentaron en sillas de formica verde»

    Aquí falta una coma: «—. Sí [,] desconfió al principio. Pero luego eso se acabó.»

    Bueno, que sean tres: si se pudiera cambiar por otra la expresión «El corazón no me cabía dentro del pecho» el resultado sería mejor. Esa es una frase demasiado repetida.

    Ahora quiero comentar lo que merecería la pena cambiar de la historia. Pero, claro, aquí sólo entran apreciaciones subjetivas, gustos personales. Por decirlo de un modo rápido: un robo a un chalet me parece demasiado. Yo, como lector, habría preferido una gamberrada juvenil, pero un robo a un chalet no es una chiquillada disculpable; es un delito y se persigue de oficio.

    Por otra parte, la frase de la madre «Sí desconfió al principio. Pero luego eso se acabó. Te ponía como ejemplo ante todos. Te admiraba. Estaba orgulloso de su hijo» es un poco equívoca. Están hablando del robo al chalet y la madre dice, sin cambiar de tercio, que estaba orgulloso del chico, y le ponía como ejemplo ante los demás. Parece como si una cosa fuera consecuencia de la otra, pero supongo que el autor no ha querido dar a entender eso. Debería la madre dejar claro que el padre olvidó pronto lo del robo; bastaría con que introdujese una frase que trazase una línea: atrás quedó la decepción de saber que el hijo se había comportado como un ladrón, su orgullo de padre responde al comportamiento posterior del hijo.

    Me gusta mucho la escena del padre, cuando fuma apoyado en el capó del coche. Y el de la madre preparando por la fuerza de la costumbre un café para el muerto. Esa escena del café, no obstante, podría hacerse menos previsible. El narrador es el hijo, se le está haciendo una revelación importante y, sin embargo, parece distraído con la retransmisión de lo que hace su madre, narrando que saca tres tazas, y tres cucharas, luego guarda una de las tazas, luego una de las tres cucharas, y acaba sirviendo, a pesar de todo, un café para el padre. ¿En qué taza? Creo que la cosa tendría más fuerza expresiva si sólo al final de la conversación, la madre y el hijo (o al menos el hijo/narrador) se dieran cuenta de que ella ha hecho café para tres.

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  5. Es el primer cuento que comento de Pedro Conde, aunque he leído sus anteriores trabajos.
    De una anécdota de adolescencia deviene un silencio vital, una incomunicación dolorosa que la muerte apenas si la pone al descubierto.
    Los diálogos tienen credibilidad, entre los muchachos en la comisaría, y luego con el padre y con la madre. No hay fallas en la puntuación, apenas algunas menores:
    —No iréis a ningún lado —respondió, rotundo—
    —Que han llamado a nuestros padres, tío, el mío me mata —susurró.
    Pasada una eternidad la puerta se abrió y (mi padre) vino hacia mí.
    Su silencio hizo que, (aunque amedrentado por su presencia), levantara los ojos.
    Sumiso, volví a ponerme de pie,…
    Las escenas se palpan: el miedo de los adolescentes, el pacto entre padre e hijo y la develación del secreto. Ese diálogo en la cocina está teñido de profunda humanidad.
    El final cierra con armonía.
    Me gustó:
    …resultaba totalmente imposible digerir tanto miedo.
    Los latidos zumbaban redondos y enormes en la cabeza.
    …parecía que charlara con el sol que, de rojo escandalizado, iba a ocultarse en el horizonte.
    Miró más allá de mis pupilas y sacudió la cabeza como espantando una certeza negra.
    La mano resbaló por mi pecho apurando el contacto.
    Lo que eliminaría es el párrafo inicial. El cuento empieza en: —Tenéis suerte —nos dijo…
    Por ahora, esto.

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