martes, 16 de diciembre de 2008

Permítame que insista. Ejercicio

Pedro Conde

      Como siempre que vuelo, llegué con tiempo de sobra al aeropuerto. Después de facturar mi maleta vagué con tranquilidad rodeando las filas que acababan en los mostradores. Algunas cortas, otras muy largas, tanto, que incluso tenían que doblarse al llegar a la otra parte del hall. En todas ellas mi parte de escritor, de ladrón de historias, encontró gente en la que posar los ojos e inventar la parte anterior del diálogo, y fabular con el recibimiento o la vida que les esperaba a todos en su destino.
      Aunque no tengo miedo a volar, la preparación de un viaje de esas características me provoca la ansiedad suficiente como para no poder estar quieto durante mucho rato. Me dirigí al quiosco y elegí una revista. Luego ojeé el expositor giratorio de libros que había a la entrada. Como chirriaba terminé girando yo alrededor de él. Comprobé que en todos los aeropuertos hay las mismas novelas, los mismos autores: Stephen King, Vázquez-Figueroa, Asimov… Reparé en una de Antonio Muñoz Molina, primero por no esperarla, luego, me atrapó el título prometedor "Sefarad" "Una novela de novelas". La compré y me dirigí de nuevo a un asiento. Abrí la revista, dejé la novela para las casi tres horas que duraba el vuelo. Entre párrafo y párrafo de un artículo sobre las excavaciones cercanas a la ciudad de Petra, miraba la pizarra y agudizaba el oído, temiendo concentrarme mucho en la lectura y que se me escapara el avión. Por fin, el aviso de embarque. Pasé por el control policial y, tras un expolio a mis bolsillos, tras exponer a la vista de los agentes mis pertenencias y desembarazarme de todo objeto metálico, pasé por un sin fin de sonrisas de dentífrico y busqué un asiento junto a una ventana, me gusta mirar cuando despegamos y al volver a tocar suelo. Aún me sigue pareciendo mágico sentir cómo la tierra se aleja de mí, del avión. Mi vértigo, el que me impide asomarme al balcón de un quinto piso, permanece dormido en estos momentos. Quizá porque al verlo tras el cristal de la ventana, lo convierte poco menos que en una película, le quita realidad.
      Acababa de sentarme, buscaba las dos mitades del cinturón de seguridad cuando le oí:
      —¿Arturo?
      No hice ningún caso, yo no me llamo Arturo. El resto de pasajeros bullían desordenados guardando las bolsas, pequeñas maletas, quitándose los abrigos.
      —¿Arturo? ¿De verdad eres tú? —insistió con fuerza, con una clara sorpresa, con alegría.
      Al mirar en su dirección me encontré con unos ojos redondos en una cara redonda. No era un tipo muy alto, pero como yo estaba sentado sí me lo pareció al principio. Tenía unas gafas de montura libre, y vestía una chaqueta que le estaba un poco estrecha en la cintura pero de mangas largas, le tapaban la mitad de las manos.
      —¡No me lo puedo creer!
      —Lo siento… —titubeé— creo que se confunde.
      Se detuvo indeciso, como si esperara que yo continuase diciendo "Es broma". Su momento de estatua se me antojó eterno y quise ayudarlo y ayudarme a mí también, acabando con ese instante tenso.
      —No me llamo Arturo.
      —¡Oh! Perdone… Pero créame que es usted cla-va-di-to —distanció las sílabas—, hubiera puesto la mano en el fuego. ¿Puedo sentarme? —señaló al asiento que estaba junto a mí.
      —Claro, está libre.
      Al acomodarse se rozaba conmigo, con mi brazo. Buscando un poco más de espacio optó por quitarse la chaqueta. Yo abrí la novela y empecé a leer.
      "Nos hemos hecho la vida lejos de nuestra pequeña ciudad, pero no nos acostumbramos a estar ausentes de ella, y nos gusta cultivar su nostalgia cuando llevamos ya algún tiempo sin volver, y exagerar a veces nuestro acento, cuando hablamos entre nosotros, y el uso de las palabras y expresiones vernáculas que hemos ido atesorando con los años, y que nuestros hijos…"
      —Pues ya le digo…, hubiera jurado que era usted Arturo. No sabe cómo se le parece, la misma frente, la misma nariz.
      Levanté los ojos y le hice una leve sonrisa, seguido y sin palabra alguna, volví a la lectura.
      —Se me ocurre —vuelve a la carga— que… ¿No será usted un hermano?
      —No, tampoco mis hermanos se llaman Arturo, ninguno de ellos —volví a la lectura. No quería mostrarme huraño pero tampoco me interesaba la conversación que podía salir de allí.
      "Nos hemos hecho la vida lejos de nuestra pequeña ciudad, pero no nos acostumbramos a estar ausentes de ella, y nos gusta cultivar su nostalgia cuando llevamos ya…"      
—Permítame que insista, es que se me ocurre también, ahora que lo pienso fríamente, que después de tantos años…podría ser que yo estuviera confundido —"Lo está", pensé—, y lo esté confundiendo con Arturo, pero en realidad lo recuerde de otra cosa, de otro sitio quiero decir.
      —Podría ser.
      —¿De Asturias? —preguntó con tonito de adivinanza.
      —No.
      —Sí, ya sé que no es de Asturias, su acento, está claro, no es de allí. Digo que si nos conocemos de Asturias.
      —No he estado nunca en Asturias. Y lo de conocernos…, es usted el que lo dice, yo no estoy tan seguro de eso —volví a bajar los ojos a la novela.
      Suspiré por que hubiera captado mi nulo interés por seguir la charla. Pasó una azafata ofreciendo la prensa. Mi vecino de asiento cogió un ejemplar y yo, negué apenas sin levantar la mirada.
      "Nos hemos hecho la vida lejos de nuestra pequeña ciudad, pero no nos acostumbramos a estar ausentes de ella, y nos gusta cultivar su nostalgia cuando llevamos ya algún tiempo sin volver, y exagerar a veces nuestro acento, cuando hablamos entre nosotros, y el uso de las…"
      —Pues no puede pasar sin conocerla. ¿Como dicen ellos? —se lleva un índice a los labios y mira arriba, como si quisiera encontrar las palabras escritas en el techo del avión— Asturias es España… y lo demás, tierra conquistada. Sí, así es. Muy gracioso. Son muy buena gente —insistía impasible por mi silencio.
      —Oh —dice un poco alarmado—, he sido terriblemente maleducado. Me llamo Antonio Luis —me tiende la mano con el brazo torcido, los asientos no nos dejan mucho espacio.
      —Pedro —le respondo.
      —¿Y Arturo de segundo nombre? —se ríe— es broma, es broma, es broma — aclara gesticulando con las manos, como si borrara lo dicho sobre una pizarra.
      "Nos hemos hecho la vida lejos de nuestra pequeña ciudad, pero no nos acostumbramos a estar ausentes de ella, y nos gusta cultivar su nostalgia cuando llevamos ya algún tiempo sin volver, y exagerar a veces..."
      —Pues era un gran tipo Arturo, y espero que lo siga siendo —aclara—. Muy sanote. Un poco inocente, ya me entiende…, corto de entendederas. No entendía la ironía, el sarcasmo, ni siquiera un buen juego de palabras —suspiró perdido en un momento de nostalgia—. Perdone que me repita, pero es usted igualito que él —se alarma de nuevo—. Entiéndame, me refiero al físico. Tiene usted la misma frente, la misma nariz. ¿Va usted a Barcelona? —quiere salir del pequeño aprieto en el que se ha metido— Sí, claro, ¡qué pregunta más estúpida! Todos vamos a Barcelona. Esto no es un autobús, no va haciendo paradas. Je je.
      Por los altavoces nos habla el comandante de la nave. Me suena raro que lo llamen así. Nos movemos lentamente, primero hacia atrás, maniobrando, luego nos dirigimos a la pista de despegue. Por la ventana veo la punta de las alas cimbrar, no dan aspecto de ser muy resistentes. Al llegar al extremo de la pista nos detenemos. Parece que nos estuvieran apuntando, y el sonido de los motores al acelerar, se me asemeja a que estiran las cuerdas de un enorme arco. Sueltan los frenos y salimos disparados. Con la aceleración, nuestros cuerpos se pegan al respaldo. Antonio, tiene los ojos cerrados y se agarra con fuerza a los apoyabrazos. Está rígido, y pálido. Mientras subimos sigue en esa posición. Cuando el avión se nivela, tras un buen rato de ascensión, parece que su piel vuelve a tomar un poco de color rosado. Alguna gota de sudor aparece en su frente. De nuevo respira con normalidad.
      —Ya está, ya estamos en el aire— sentencia nervioso— ¿Y de dónde es, si no es mucha molestia?
      —De Málaga.
      —Estupendos los boquerones, y los espetos de sardinas en la playa.
      —De un pueblo de Málaga, casi en la frontera de Córdoba —sigo siendo cortante—. No tenemos mar allí.
      —Ya, entiendo.
      Vuelvo a la lectura.
      "Nos hemos hecho la vida lejos de nuestra pequeña ciudad, pero no nos acostumbramos a estar ausentes de ella, y nos gusta cultivar su nostalgia cuando llevamos ya algún tiempo sin volver, y exagerar a veces nuestro acento, cuando hablamos entre nosotros…"
      —Yo he estado varias veces allí, en Málaga digo, no en su pueblo. Es una ciudad muy bonita. Claro que yo estuve trabajando…
      Antonio siguió en sus trece durante todo el vuelo. Encadenaba sus frases, sus pensamientos sin esfuerzo, y también sin ningún criterio. Al final abandoné el intento de leer al otro Antonio, al escritor. Durante casi tres horas me aburrió con sus aventuras por toda la geografía nacional y alguna del extranjero. Creo recordar que quiso situarme en todas ellas como confirmación a su idea de que me conocía. Me habló de su relación con Arturo. Fueron compañeros de la mili allí en Asturias. Luego, al licenciarse, estuvieron en contacto un tiempo pero acabaron por perderlo
      —La vida —decía— nos acaba llevando de un lado a otro sin permiso.
      El aterrizaje volvió a callarlo durante un rato, en el que el color de su piel, su rigidez y la respiración contenida, lo hacían parecer un cadáver. Desde que perdimos velocidad, y haciendo caso omiso de la voz anónima que nos decía que permaneciéramos sentados hasta estar parados en la terminal, el bullicio se apoderó del interior del avión. Todos se colocaban sus abrigos, bajaban sus bolsas de equipaje y cogían, presurosos, un buen sitio en la fila, que crecía por el pasillo, para salir cuanto antes. En la cinta, esperando recoger el equipaje, volví a encontrarme con Antonio. Estaba mucho más tranquilo, más callado.
      —Le ruego me perdone si he sido un poco pesado —me dijo, serio—. Son los nervios, en realidad, me da pánico volar.
      —Pruebe a dormir.
      —¡Qué va! —rechazó la idea— el miedo me lo impide, y si lo consiguiera, seguro que sólo tendría pesadillas —una sonrisa distinta, sincera, se dibujó en su cara redonda.
      Recogí mi maleta, que pasaba en esos momentos frente a nosotros. Al ponerla en el carro, casi se me cae la novela, que seguía en mis manos. Se la tendí.
      —Tenga, pruebe con esto.
      —No puedo aceptarlo, usted no la ha leído aún.
      —Oh, sí, sí la he leído, es vieja —mentí.
      —Gracias —aceptó el regalo y me tendió la mano— espero que nos volvamos a ver, quizá en otro viaje —le contesté con un gesto de asentimiento.
      —Adiós —le dije, pero mi cabeza de ateo, en una paradoja suplicaba: "Dios no lo quiera". Y me alejé en dirección a la salida. Allí, entre la gente que estiraba los cuellos para ver mejor, reconocí algunas cabezas familiares, me saludaron agitando las manos, le devolví el gesto y sonriendo, aceleré el paso.

3 comentarios:

  1. Un cuento divertido este de Pedro, que cada vez escribe mejor.

    Es perfecto el tono y la descripción de los dos personajes a través del diálogo. Los percibimos clarísimo a Arturo y al alter ego de nuestro Pedro.

    ¿A quién no le toco en algún viaje un Arturo de estos?

    A mí me sucedieron muy frecuentemente situaciones como la narrada. Y tampoco me servían las novelas, revistas o periódicos para desembarazarme de tales personajes, que probablemente también tenían miedo a volar. Al menos más que el que yo tenía, y su única salida consistía en obligar al compañero/a de asiento a que le esté prestando atención durante todo el vuelo. Así engañaban a sus propios temores, se distraían, a cualquier costo. Muchas veces tuve la oportunidad de cambiar de asiento, en muchas otras no. Recuerdo que el peor de estos casos fue regresando a Baires desde Corrientes, mi vecino de asiento no paraba de hablar a pesar de que yo trataba de ignorarlo. Lo peor de todo es que se trataba de alguien relacionado a mi laburo, no podía rechazarlo ni enojarme demasiado. Y también tomaba, se vaciaba las botellitas de whiskey de un sorbo, allá por la cuarta o quinta la azafata se negó a traerle más. En un momento fui al baño, y al regresar lo veo con otra botellita. Se reía, ya tenía un pedo insoportable, y para colmo no quedaban asientos libres en ese vuelo. Le había dicho a la azafata que ese whiskey era para mí, y ya me estaba pidiendo otro cuando le tuve que decir a la mina que no quería nada, y dejarlo entonces con toda la bronca y la catarata de reproches.

    Resultó un vuelo interminable. Cuando estábamos por bajar, él se había quedado dormido, y las azafatas querían a toda costa que yo me hiciera cargo del borracho y no me dejaban descender. Le tuve que explicar al comandante que ni conocía a ese tipo, y al final me permitieron descender. A este tipo no le pude dejar ninguna novela, tampoco se me hubiera ocurrido, nunca volví a verlo, pero cada vez que me tocaba regresar desde Corrientes, estaba atento por las dudas.



    Señalo una estupidez, sólo por indicar algo. En el primer párrafo se repite muy seguido parte, es fácil evitarlo, la segunda podría reemplazarse por el otro extremo.

    La situación está tan bien planteada y llevada, que me hubiera gustado que fuera más extensa, un poco más de la insistencia de Arturo y de la paciencia de Pedro.

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  2. Pedro nos muestra a un pelmazo que indudablemente tuvo que soportar en la realidad alguna vez. La narración está bien lograda, no hay fallas que yo pueda detectar, aunque muchas comas las quitaría, como cuando ya van a descender del avión, que hay una frase con al menos siete. Lo que le falta es emoción, el “nudo” diríamos. No hay conflicto suficiente, aunque sí hay un desenlace, cuando el pelmazo explica el porqué de su actitud insoportable.No entiendo porqué el protagonista regala el libro, en vez de darle una patada en la espinilla.

    Con lo que me he reído, y bastante, es con ese insistir en el primer párrafo de la novela, al retomar la lectura una y otra vez.El mayor mérito es haber logrado tantas páginas con los diversos ángulos de la pesadilla.

    Tengo una duda: ¿es EL Terminal, o LA Terminal?

    Recordé a mis pegostes aéreos: una gorda que desbordaba el asiento y que buscaba a cada rato la mitad del su cinturón, hasta escarbar bajo mi muslo, impidiéndome dormir.

    Un uruguayo que se dedicó a criticar mi país mientras salían las maletas; además, cuando salió la mía y le contesté cuatro para irme luego dejando el pañuelo, se rompió el asa retráctil y la maleta se quedó clavada. Es que la mitad iba llena de papel.

    Un árabe que se quedó a dormir (y a sudar) en mi hombro en un vuelo de seis horas, y al despertar, encima tuve que llenarle las planillas de inmigración y aduanas porque no hablaba español.

    Un asiático que estaba dos filas adelante y en diagonal, con lo cual yo podía ver y oír perfectamente cuando expectoraba flemas y las escupía en una bolsa transparente, que ya iba con bastante contenido.

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  3. Está muy bien escrito, es ameno, no le encontré fallas. Pensándolo bien, el hecho de que el narrador relea siempre el comienzo de la novela, un detalle que me pareció genial al principio, terminó resultándome poco convincente, monótono, como si el chiste se hubiese estirado demasiado. Es poco creíble que en casi tres horas de vuelo no haya podido avanzar en la lectura, seguramente hubo momentos de silencios, momentos en que el pelmazo de al lado lo dejó tranquilo. Tal vez si se agregara otro párrafo del libro… A propósito, si le dejas la itálica, quítale las comillas. Es que con la itálica alcanza para dar a entender que el tipo está leyendo, le da dinamismo a la cosa, en cambio las comillas se usan generalmente para citar.

    Me pareció un buen gesto el del final, que el personaje narrador le haya regalado el libro. Un exceso, es cierto, pero es como si se hubiera dado cuenta del miedo que sentía el hombre, de lo triste o terrible que sería estar en su lugar y joder a otro. Se lo regala por lástima. Uno se da cuenta cuando los libros son nuevos o no, y el narrador alega que el libro ya lo había leído, que es viejo, cuando salta a la vista lo nuevito que es, pero bueno, se le ocurrió decir eso.

    “Una sonrisa se le dibujó en su cara”, es un lugar (bastante) común.

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