domingo, 15 de marzo de 2009

Sobre vainilla y manzanas, ejercicio.

Rocío


      Mi verdadera historia comienza con el olor de la vainilla y la imagen de mi madre. Esto explica casi todo lo que sucedió después, hasta el punto de que mis biógrafos deberían reformar lo escrito sobre mí. Pero eso no les interesa. Así que yo les contaré mi historia y ustedes decidirán si su elección fue acertada o no.
      La vainilla posee un aroma dulce, penetrante, especial. Es un olor que, en mi recuerdo, va acompañado de todo un cortejo de emanaciones y esencias ligadas al arte culinario. Todo ello completa la imagen de mi madre y le otorga nitidez; su vida estaba profundamente vinculada a ese reducto del hogar donde se cuecen vivencias, se escabechan emociones y se empanan delicadezas.
      Su figura menuda, de apariencia frágil como un hada, recorría con decisión la cocina con enérgicos movimientos. Apenas medía lo suficiente para asomarse al caldero que colgaba del llar, calentándose morosamente en la chimenea de fogón bajo. Pero conocía a la perfección los tiempos de cocciones y había magia en sus manos, un don que transformaba en excelente cada guiso suyo.
      Ya existía una cocinera en el castillo, con varias muchachas a su cargo, que preparaba las colaciones que se servían a diario. Tenían sus dependencias en una de las alas de la fortaleza, con sus fogones, su chimenea y todo lo necesario para llevar a cabo su tarea. Pero mi madre, a pesar de la abrumadora carga de tareas como reina, no había querido renunciar a ese placer. Se había hecho habilitar una pequeña estancia donde poder seguir desarrollando su peculiar vocación, que había nacido como un acto de cariño hacia un padre enfermo que sólo aceptaba los platos si los preparaba ella, y que había ido creciendo cual pasión irrefrenable.
      Su reducto, aquella cocina particular, estaba salvaguardada por una pesada puerta de madera cuya cerradura sólo podía abrir mi madre con una llave de hierro guardada celosamente. Sólo a mí, su hija, se me franqueaba la entrada a su universo particular.
      Allí transcurrieron miles de horas de mi infancia, mis pies colgando de un taburete, las manos revoloteando por los bordes de la única mesa de la habitación. Perdía la mirada en los infinitos estantes que gravitaban a mi alrededor, y me lanzaba a juegos de memoria, a componer versos con aquellos nombres que retumbaban en mi cabeza como una extraña sinfonía. Cobre, alambre, espetón. Parrilla, brocheta y asador. Criba, espumadera, rallador. Almirez, mortero, salera. Olla, puchero y cazuela. Marmita, pote y budinera. Sarteneja, cazo y perol.
      Junto a la fascinación por los objetos, estaba el despertar del sentido olfativo: el ajo sofrito, la cebolla picada, el laurel, el tomillo y el pimiento, las curiosas láminas de champiñón, las verduras troceadas, los vinos que regaban los guisos con su precioso líquido, los caldos de carne y pescado que borbotaban en la olla.
      Los condimentos alentaban en particular mi imaginación, al saber que algunos procedían de lugares remotos, y me proponía desafíos para distinguir el aroma de cada uno. Especias como el clavo, el azafrán, la canela y el jengibre; hierbas aromáticas como el eneldo, el cilantro, la mejorana y el orégano.
      Nada, sin embargo, encendía tanto mi espíritu como las vainas largas y parduscas que mi madre colocaba en un canasto de manzanas sobre la mesa, dispuestas de modo que asomaban entre la fruta como ramitas de un árbol. Había adquirido la costumbre de tomar una de aquellas vainas y sostenerla entre los dedos mientras permanecía en la habitación, aspirando a intervalos su perfume con fruición: el olor de la vainilla.
      Sin embargo, un día todo aquello murió. El luto cubrió la casa, llenando de festones negros los largos pasillos, empapando de furtivas lágrimas las sábanas de los dormitorios. El fuego dejó de dar calor, el invierno se instaló como un huésped más. La reina había desaparecido y, con ella, la compañera fiel de mi padre, sus dulces abrazos maternos, y el mundo secreto tras la puerta de madera. O eso creía yo.
      Porque transcurridos dos años, una tarde que mis pies me condujeron de nuevo hacia aquel lugar, hallé la puerta de madera abierta y oí voces en el interior. Aventuré dos pasos y percibí inmediatamente la habitación aireada, un jarrón de flores frescas sobre la mesa y manzanas nuevas en la cesta. Habían preparado la cocina para ser visitada y, efectivamente, allí estaban mi padre y su nueva esposa –había contraído nuevas nupcias una semana atrás-, que observaban todo con atención. Ella parecía gratamente sorprendida de aquel lugar y por su expresión deduje que se proponía volver a hacer uso de él. Su mirada avizor percibió casi instantáneamente mi presencia. ¿Fue mi imaginación o frunció el ceño en un gesto imperceptible? Mi padre hizo ademán de invitarme a entrar.
      La costumbre de años me condujo hacia el querido taburete, mientras dirigía una mirada ansiosa hacia el canasto con manzanas nuevas. ¿Habría también dentro vainas de vainilla, como solía poner mi madre? ¿Quedaría alguna en el fondo, olvidada de todos? No pude resistir el impulso de alargar las manos hacia él, en un intento de búsqueda de las vainas y su recuerdo.
      — Veo, querida, que te gustan las manzanas —comentó ella, malinterpretando el objeto de mis deseos y frenando mi gesto con el único sonido de su voz.
      Bajé la mano, avergonzada, mientras ella retomaba la conversación con mi padre, convenciéndole de que le dejase el lugar para su uso personal. También se las arregló para prohibir la entrada a cualquier otra persona –eso me incluía a mí-, bajo pretexto de necesitar concentración.
      —Te aseguro que mi pequeña... —balbuceó mi padre tímidamente para defender mi causa—, quiero decir, que la princesa Blancanieves sabe guisar muy bien. Lo ha heredado de su madre, al igual que su belleza.
      —¿Ah, sí?
      Mi madrastra cruzó su mirada con la mía.
      No fue hasta varios años después cuando comprendí en toda su hondura el significado de aquella mirada, y entendí asombrada por qué mi madrastra creyó poder tentarme con un cesto de manzanas el día que se presentó disfrazada de humilde anciana a la puerta de la cabaña donde me habían acogido unas amables personitas.
      Afortunadamente, yo había mantenido vivo el recuerdo de mi madre asociándolo a aquellas vainillas olorosas, y no había día que no ingiriese alguna bebida de mi invención, cocinase algún plato o elaborase algún postre que no llevara aquel ingrediente evocador.
      Afortunadamente, repito, porque la vainilla también es el antídoto contra el veneno de ciertas plantas naturales, como el que mi madrastra empleó para emponzoñar aquellas manzanas y contra el que me había inmunizado tras años de asidua ingesta de vainilla. Siempre consideraré que el recuerdo de mi madre me salvó.
      Sin embargo, tuve que fingir desmayarme, permitir que me velaran y dejar que mi novio me “despertase” con un beso delante de todos. Sí, hube de representar toda aquella comedia porque si no, nunca hubiesen ejecutado a mi madrastra.
      Pero esto mis biógrafos nunca lo contarán. Porque entonces no sería un cuento de hadas con final aleccionador y feliz.

2 comentarios:

  1. Rocío cumple con el ejercicio "versión de un cuento popular" con la historia de Blancanieves. No recuerdo muy bien ese cuento, pero me da la impresión de que se trata de una versión muy libre.

    El cuento está bien escrito, se ve que la moza es cuidadosa. Me gusta y creo que vamos a leer cosas muy buenas suyas. Narra bien esta chica.

    A lo mejor el cuento precipita su final: nos había dado una prosa reflexiva, lenta, descriptiva, y termina todo en un par de párrafos pequeños como si le hubiera entrado prisa de repente, como si hubiera llegado la hora de cenar.

    También encuentro algunas frases que pierden fuerza por la forma en que están escritas. No sé explicarlo muy bien, podría ser por mimetismo con la forma de narrar de esos cuentos populares, pero es como si la autora se empeñase en mirarlas desde el punto de vista menos directo y contundente [«mis pies me condujeron» por "pasé"; «hizo ademán de invitarme» por "me invitó"; «en un intento de búsqueda» por "para buscar"; «No fue hasta varios años después cuando comprendí» por "Varios años después comprendí" (por cierto que esa construcción "no fue… que" parece traducida del francés, no suena a castellano]; «volver a hacer uso de él» por "volver a usarlo" [son construcciones fofas de las que conviene huir: "de él", "de ello", "de este", "hacia él", etc., expresiones que ponen artificio y gramática donde casi ni cabían y desde luego no eran oportunos.

    La frase «frenando mi gesto con el único sonido de su voz» es engañosa porque el adjetivo "único" está mal elegido. Pareciera que su voz sólo puede emitir un sonido, un único sonido. Lo que quería decir la autora, creo, es que la detuvo con su voz, sólo con su voz. De todos modos la frase precedente contiene dos gerundios que alejan; lo mismo podrían cambiarse por alguna fórmula distinta, inmediata.

    Finalmente diré que no entiendo eso de «ustedes decidirán si su elección fue acertada o no». ¿Nuestra elección?, ¿la elección de los biógrafos? Pero ¿los biógrafos eligieron algo?, ¿elegimos algo nosotros los lectores? Elegir es optar por una solución de entre varias; los biógrafos no podían elegir porque no sabían lo de la vainilla; nosotros tampoco podemos elegir porque no sabemos aún de qué va esta historia.

    Ah, y la palabra "especial" me resulta siempre poco esclarecedora; «dulce, penetrante, especial». Hum, dos adjetivos muy concretos para luego arruinar la descripción con "especial", que puede significar cualquier cosa.

    ResponderEliminar
  2. Coincido con Carlos en lo precipitado del final, se nota el cambio tan brusco de ritmo que contrasta con la primera parte más pausada. Más descriptiva. De hecho me parece estar aún en la introducción del cuento, cuando ya lo he terminado.
    La forma de narrarlo me gusta, ese aire de cuento infantil… es que me trae recuerdos.
    Hay una cosa que creo que está mal. Dices "Su mirada avizor".
    Avizor significa "hombre que acecha", la mirada entonces sería "avizora" o mejor dicho "avizadora".

    ResponderEliminar

Redacta o pega abajo tu comentario. Luego identifícate, si lo deseas: pulsa sobre "Nombre/URL" y se desplegará un campo para que escribas tu nombre. No es necesaria ninguna contraseña.