sábado, 2 de mayo de 2009

Los enanitos de Adna y de Tiziano

Norberto Zuretti

      Por eso, cuando después del diariero y de la monja fue lo del indio, no le llamó la atención y apenas si levantó el rostro de sus cabellos para retornar pronto a esa mecánica traviesa de gritos y risas, manos y besos. Adna tampoco se inmutó, pero cómo podría si ella era la causante de todo y lo más probable es que ni se planteara el asunto más allá de aquella somera charla para explicar que estaba tan alegre y feliz porque eso tenía que significar amor, felicidad, y la concreción de tantos sueños infantiles sobre que todo ello va acompañado de tambores y campanas y trompetas, angelitos blancos y flores de colores. Tiziano no la contradijo porque en lo de las campanas tenía razón ya que se conocieron luego de oír cada uno el sonido de la campanita que usaba el otro, una excusa original y dos sonrisas inevitables hasta que por fin y por supuesto un café y después de las trivialidades de siempre saber que ella es pintora y él está sin trabajo, que a ella le disgusta Van Goh, admira a Seurat y un poco menos a Degas, mientras él no está de acuerdo con sus apreciaciones sobre el autor de Granjas en Cordeville, le gusta Paco Ibáñez y Sui Generis, coinciden de pe a pa en la concepción del absurdo que teoriza Ionesco y que para todo es mejor el invierno, el calor los agobia a ambos, tal como reconocieron las primeras veces que durmieron juntos, ahogados en las propias transpiraciones y el aire espeso del hotel en San Miguel del Monte, pegado a la humedad de la laguna y los mosquitos. Ese fin de semana no sucedió nada, a excepción de profundizar el mutuo conocimiento, caminar bajo la llovizna y tratar en vano de conseguir un bote, prometiéndose otros mundos y otras citas. Tiziano terminó conociendo los principios básicos del Kama Sutra y del Tao, a los que jamás les había prestado atención. Por su parte, Adna vivía una experiencia totalmente distinta a cualquiera anterior, salvo aquella primera vez con Roberto, que le había quedado tan grabada por ser la primera y por ser Roberto ese novio muerto que aún la observaba desde un portarretrato de pino en su mesita de luz, y por sus entonces veintidós años tan tiernos, y recordados, y lejos.
      La rutina del lunes se extendió hasta el viernes, y esa noche, en un alojamiento sin pretensiones, hicieron el amor como ella quería, alcanzando extremos de placer que Tiziano nunca hubiera sospechado. Tal asombro le causó vencer sus propios límites que no captó el ligero movimiento de Adna de espaldas, escondiendo algo en su bolso una de las veces que se levantó a ducharse. Primer turno para la ducha, decía ella con una sonrisa cómplice que en rea-lidad llevaba implícita la orden de que después obviamente debería ba-ñarse Tiziano antes de reiniciar las caricias en sus pieles frescas y cabellos mojados.
      La vez siguiente fue en el departamento de ella un par de días más tarde, cuando él dijo oír unos ruidos que venían del placard, Adna le llenó la boca de besos y tonto, no puede ser, oíste mal, vení, besame, tri tri. Entonces le contó el chiste del loro y el sacerdote sordo y así fue para él la primera vez que lograba un orgasmo riendo y llorando de alegría, sintiéndose tan satisfecho y tan contento, tonto, tonto, ahí no hay nada, tonto. Pero esta vez ella no pudo ocultarlo y ni bien le tocó ducharse, Tiziano los descubrió en el fondo del armario, dentro de una caja de zapatos y haciendo mucha bulla porque querían salir, y evidentemente debía de faltarles el aire. Con una mano levantó al diariero y con la otra a la monja. Hablaban, le gritaban, pero en una escala auditiva tan reducida como sus tamaños, y él no alcanzaba a comprender las palabras, apenas le causaban mucha gracia, sobre todo ella que parecía terriblemente ofendida y se había puesto colorada mientras le taconeaba la palma de la mano. El otro personaje le ofrecía un diario diminuto gritándole algo que bien podría ser Larrazoooón o Shestaaaaadiarieee.
      Pero..., ¿cómo?, decía él más tarde. No sé, no sé, te juro, no sé. Bueno, pero estas cosas no pasan así como así, de golpe y sin que uno se de cuenta. No pero. ¿Sí? Pasó como vos decís, el otro día. ¿Cómo? Sin que me diera cuenta, de repente apareció, sentí un hormigueo, un chucho de frío, y ahí estaba, chiquitito, frotándome la cara con un diario, sentado a medias sobre mi pelo y la almohada, lo levanté y lo metí en la cartera. ¿Y después? No hubo después. No, ¿cómo que no? No, así de simple, en casa abrí la cartera y ya no estaba, había desaparecido. No entiendo ni jota. Y yo menos, agregó ella, ¿qué te pensás? ¿No te pasó anteriormente? ¿Por qué a mí, no puede ser a los dos, no puede ser culpa tuya? No, ni loco, a mí no me pasó nunca nada parecido. ¿Y por qué a mí, eh, por qué a mí?
      Tiziano no tuvo más remedio que encogerse de hombros mientras le acariciaba una oreja, pero claro, estaba ese cosquilleo y el chucho de frío y también esa especie de sensación de parto que le confesó Adna más tarde y eso tenía que significar lo único posible, sobre todo si a él nunca le había sucedido, así que insistió y entonces ella aceptó entonces que un par de veces con Roberto hubo algo parecido. ¿Ah, sí? Bueno, en realidad no tan parecido pero una vez fue una ratita blanca, otra un gato feo que llamaron Mac y finalmente un monito..., aunque no, pensándolo bien el último fue un loro que siempre parecía estar riendo a car-cajadas. Pero esos animalitos no desaparecían para regresar casi repentinamente como ahora, se quedaban con ellos, el monito abrazado a ambos saltando de uno a otro, la ratita se metía en sus bolsillos y carteras, el gato maullaba como cualquier gato y el loro reía, nada más reía. ¿Y Roberto, qué pensaba Roberto?, le preguntó Tiziano aunque le disgustaba hablar de Roberto por saber cómo lo había querido ella hasta su muerte en aquel accidente. Primero se asombró, mucho, más tarde nos fuimos acostumbrando ya que los bichitos tardaron casi un año en terminar de aparecer todos. ¿Y después? Después..., después cambiaron, no sé, ellos o nosotros, lo cierto es que cada vez se metían más en nuestras vidas, Mac me acompañaba a todos lados, Roberto descubrió en varias oportunidades al monito semioculto, siguiéndolo; así comenzamos a temerles, tratamos de apartarnos de ellos pero era inútil, no nos dejaban... ¿No probaron a encerrarlos?. Sí, pero de alguna manera que no conocíamos se fugaban y se nos aparecían en el baile o en el cine, siempre estaban con nosotros y cuando más deseábamos nuestra intimidad más nos la quitaban. ¿Y qué hicieron? Roberto lo hizo, no tuve nada que ver, te juro, en el fondo me resultaban simpáticos, eran tan cariñosos de no ser por esa persistencia... Sí, pero, ¿qué hizo él? Una noche los ahogó en la bañera, a todos juntos, le costó mucho, ¿sabés?, salió diciendo que todo había sido como desprenderse de algo de uno, muy de uno, muy de adentro, como la propia vida, salió retriste, nunca me voy a olvidar de su cara.
      Tiziano estaba desconcertado, sobre todo porque los enanitos surgían sin ninguna regla, pero siempre un par de horas antes de que hicieran el amor, y se quedaban cerca de ellos jugando sus juegos de miniatura. Tam-bién le resultaban agradables y tampoco era capaz de prever el nacimiento de uno nuevo. El cuarto fue una especie de atleta o acróbata y apareció sobre su espalda en una oportunidad que se amaban cantando. Al principio, oyeron como una tercera voz desacorde cuando ellos cesaban de cantar, y después lo vieron, en realidad él lo sintió descender sobre su columna dando vueltas al carnero y entonces sí lo vieron, tan ágil, tan incansable y saltarín.
      Durante tres meses no hubo nuevas visitas, tan sólo los cuatro de siempre. El indio les pinchaba la piel suavemente con su lanza, la monja les secaba el sudor de las frentes pasando de un rostro a otro, el diariero solía apantallarlos y el atleta rodaba por sus espaldas, hombros y cinturas realizándoles minúsculos masajes. Tiziano consiguió trabajo, ella pintaba y vivían en un departamento antiguo por Congreso. El había aceptado a los enanitos y al portarretrato con la vieja foto de Roberto sobre la mesita de luz. Las últimas semanas habían estado solos, casi llegaron a extrañarlos. Cuando esa tarde llegó Tiziano, la encontró a Adna divirtiéndose con los cuatro en el atelier, todos sucios de barnices y óleos. Hicieron el amor en el piso sin reparar en su presencia, y esta vez fue él quien contó un par de chistes y ella la que rió como una niña mientras lo despeinaba y abrazaba fuertemente con los brazos y las piernas.
      La descubrieron después del segundo orgasmo, dulcemente embriagados en sus propios olores y humedades. Parecía tímida acariciándole el hombro a Tiziano y observándola a Adna de reojo. Es una corista, dijo él contento por el descubrimiento, se llama Magdalena, la bautizó. Flor de puta, dijo Adna, no me gusta. ¿Por qué?, mirala, mirala, es muy chiquitita pero lo tiene todo tan bien puesto, fijate, está rejoya. No seas forro. Y vos no te pongas celosa que me hacés reír. ¿Celosa yo, de eso?, por favor... El amague de disputa terminó en un beso y en la ducha. Durante cuatro meses no volvieron a estar solos, pero de ahí en adelante la cosa se complicó porque los enanitos comenzaron a aparecer primero día por medio y al mes todos los días, siempre a eso de la hora de la cena. Se habían establecido en el dormitorio y cada uno repetía metódicamente sus tareas, a excepción de la corista, quien cada vez tomaba más con-fianza con el cuerpo de Tiziano y al parecer no tenía una labor fija y deambulaba por su piel como buscando quién sabe qué. No la trago, decía muy seguido Adna. No le hagas caso, contestaba él antes de descubrir que hasta la relación entre los enanitos se había fracturado porque el atleta competía con el indio a causa de la corista, la que no les hacía el menor caso, mientras el diariero los recriminaba apartándolos y pidiéndole ayuda a la monja que se negaba a intervenir.
      Para ellos, el desgaste y la sensación de asfixia no llegaron de golpe, algunos gestos comenzaron a hacerse repetidos, ciertos rincones parecian pequeñas cárceles, tumbas frías llenas de sombra, respuestas y preguntas que se dilataban o negaban. Una vez, al abrir el maletín en la oficina, Tiziano se encontró con Magdalena sonriéndole entre un montón de expedientes y formularios. Esa tarde, al regresar a su casa no pudo quitarla del bolsillo del pantalón y durante interminables quince minutos en el 56 sufrió sintiendo mientras ella le acariciaba el sexo y se aferraba a su pierna como una ventosa. De nada valieron los reproches esa noche porque volvió a aparecer una mañana en la fila de un banco, un sábado en el supermercado, dos veces en un cine y aquella tarde de vergüenzas y culpas durante la reunión con el gerente. También Adna tuvo lo suyo ya que el diariero y el indio se turnaban durante el día para no dejarla sola. En una oportunidad, creyó ver a la monja escondiéndose detrás de unas botellas en un anaquel de la cocina. Otra vez entre la ropa del placard. Una noche los encerraron en el lavadero, jamás supieron cómo hicieron para salir. La persecución se tornaba cada vez más rigurosa, más estrecha y persistente. De la misma forma la relación entre Adna y Tiziano se iba resintiendo a causa de los enanos, y ese amor sin porqués y sin límites que se profesaban ya desoía todos los consejos de la prudencia. Ella temía que él la considerara culpable y él, que si decía algo, ella se sintiera la causante de todo. No hubo algo en particular, nunca es así en estos asuntos, pero haciendo un ligero recuento podría deducirse que Magdalena fue la gota que rebalsó el vaso, decididamente era un notorio elemento de ruptura entre sus compañeros, coqueteaba y provocaba al atleta y al indio, hasta se atrevía con el diariero que era el más centrado del grupo, agredía permanentemente a la monjita que seguía callada, tal vez rezando. Adna y Tiziano estaban seguros de que era la corista quien planeaba y dirigía las persecuciones. Hubo un amanecer que les llegó sin sueño como tantos otros, una última excitación y el vicio de gozarse una vez más antes de dejarse vencer por el cansancio y la mañana del sábado. Nuevamente la monja secando sudores y el indio con su lanza, y el acróbata y el diariero. Cada uno de los pequeñitos en su tarea habitual pero Magdalena resbalando y mordiendo, forzando las nalgas de Tiziano y empujando y empujando con el mismo ritmo creciente del orgasmo, destrozando de una vez por todas la intimidad de la pareja en su afán casi enfermizo de penetrar y poseer y dividir, regresando a lo mismo cada vez que él la apartaba hasta que se sentaron en la cama y encendieron cigarrillos para mirarse sorprendidos y en silencio. Magdalena se había aferrado a un pie de él y se abrazaba girando sobre el mismo, aflojando y apretando. La monja se encontraba recostada sobre su pecho y le frotaba el pezón en una microscópica caricia. El diariero y el indio jugaban con el vello del sexo de Adna, mientras el acróbata se había enroscado en su cuello como un pequeño collar. Esto no va más, susurró Tiziano apagando el cigarrillo. Ella calló, muy seria, los ojos lejos como cuando se aferraba a un recuerdo, probablemente Roberto, penso él sin atreverse a interrrumpir ni a llamarle la atención para descubrir que ella lo mira a través de Roberto, y arruinar entonces esa hermosa sensación de compartir tan sólo sus propios presentes con ellos mismos, aunque todo fuera una dulce mentira. Habría que hacer algo, murmuró ella más tarde pero él ya se había dormido dejando apenas pegada en su rostro una arruga de preocupación, sobre todo por haberse abandonado al sueño pensando que ella seguía usando la varita de Roberto para compararlo, no la de Eduardo ni Alejandro ni Rudy, con quienes no habían aparecido animales ni enanitos ni nada, pero sí Roberto, ese primer novio y ese amor intenso y frustrado antes de tiempo, antes del tiempo natural para la plenitud o el desgaste.
      Se despertaron casi juntos, y ya era más del mediodía. Primero fue Adna quien abrió los ojos, estaba agitada y transpiraba, quitó al indio de su seno izquierdo y al diariero y al acróbata de su sexo, donde se encontraban durmiendo. Vio a la monjita acurrucada en el pecho de Tiziano y a Magdalena pegada como una sanguijuela a su pene, totalmente despierta, observándola con una mueca de odio, y se asustó mucho pensando que debió haber estado vigilándola durante toda la noche, elaborando quién sabe qué siniestros planes, con todo el tiempo a su disposición para desarrollar cualquier perversa fantasía. El se sentó en la cama y las apartó a ambas. Luego se miraron con ojos cansados y sus olores a dormidos, apenas atinaron a besarse y ya los cinco pequeñitos estaban otra vez sobre ellos. Fue inútil intentarlo, no pudieron hacer el amor. Después vino la ducha y un resto de sábado con tostadas y mate, una pizza a la noche y el sueño de compromiso igual que el domingo casi en silencio, encontrándose de vez en cuando sus miradas, rozándose apenas sus pieles mientras se dejaban usar cada vez más por los enanos que no les perdían pisada, que incluso los dirigían sin resistencia, como llegando de una vez por todas al límite de lo aceptable y ese límite resultara tan confuso y difícil, con Magdalena colgada del cinturón y con el indio o el diariero trepado a la pollera, con los cinco chiquititos persiguiéndolos por toda la casa, vigilándolos bien de cerca, cada vez más y más cerca, sin dejarlos a solas un solo instante. Ellos lo comprendieron en silencio, replanteándose las antiguas decisiones de aceptarlos. Se había acabado la libertad y la gracia del principio se transformó en asfixia, igual que la novedad en una angustia pesada, y hasta en miedo. Adna no podía olvidar que al despertarse halló a la corista espiándola, tejiendo odios y oscuras amenazas. Cada uno de ellos sentía la pérdida de su identidad, ese vacío espeso que se les iba instalando en los hombros y en las vísceras, como una peste inevitable y sin retorno.
      ¿Decías algo?, murmuró Tiziano ya muy de madrugada, semidormido. No, no, no, mintió ella, que evidentemente había estado pensando en voz alta mientras él dormía.
      Ese lunes fue un día distinto. Sin embargo, Tiziano no lo supo hasta regresar de la oficina e iniciar con el rito de desvestirse la serie de metódicos movimientos que lo llevarían a ducharse, y a la mentira cotidiana de dejar en el agua enjabonada el cansancio y los problemas. Pero antes estuvo Adna, tan cerca de la cama desabrochándose el sostén luego de quitarse la blusa muy despacio, mirándolo eternamente y reteniéndolo con un suspiro de esos que en su código íntimo de pareja significaba lo de siempre, por más que, en forma inexplicable, no estuviera lo de siempre. Esperá, esperá un poco todavía, un rato más, y entonces él acepta refugiarse en lo más hondo de su mirada y al captar de reojo la puerta cerrada del baño y la ausencia ya definitiva del portarretratos de pino en la mesa de luz, piensa que sí, que mejor aguardar a que todo allí dentro haya terminado y quede afortunadamente en reposo, más tarde habría tiempo de encargarse de la limpieza y del resto, por ahora bastaban este tan esperado silencio y esta soledad, esta mil veces bendita soledad para intentar cuanto antes borrar la reciente mueca de tristeza del rostro de ella.

1 comentario:

  1. Muy bueno, Norberto. Genial. No pude dejar de relacionarlo con Carta a una señorita en París, de Cortázar. Igual son muy diferentes los cuentos, me divirtió mucho el tuyo. Bien el final, me lo veía venir pero está presentado de una manera elegante, digamos, no explícita. También goza el lector cuando confirma lo que sospecha, lo que predice, ¿no es cierto? No encontré nada fuera de lugar, al menos en esta primera lectura. El comienzo me dejó un poco en bolas, hasta que fui comprendiendo. El problema es que uno debe volver atrás para captar el sentido de las primeras líneas. Tal vez sea un recurso, pero jode un poco cuando la cosa se extiende más de la cuenta. De todos modos, no me hagas mucho caso, las frases me fueron llevando como por una pendiente. Tu voz narrativa es agradable, aunque a veces no me permite demorarme en las palabras, ya que la forma misma, como en cascada, me impide detenerme. Yo soy de leer pausado, y me gustan los textos perezosos, pero vos me hacés trotar y la verdad es que a veces lo necesito.

    Saludos,
    Dani

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