martes, 1 de septiembre de 2009

Pesadilla

Sara

      —No, no, ¡No!
      Me levanté de un salto, asustada con mis propios gritos. Las gotas de sudor frío empapaban todo mi cuerpo, y resbalaban por mi frente y mis mejillas, para continuar su carrera por el resto de mis extremidades.
      Los rayos del Sol comenzaban a dar señales de su existencia, colándose disimuladamente entre los huecos de la persiana entrecerrada. Miré el reloj. Las nueve en punto. Ni un minuto más, ni uno menos.
      “Ya debería estar aquí”, pensé en mi fuero interno. Deseaba con ansia que estuviera de nuevo aquí. Volver a acariciar su piel, a oler el aroma de su cuerpo, a besar hasta el último rincón de su existencia de vida. Llevaba ya mucho tiempo esperando, mucho tiempo de búsqueda en el que poco me faltó para perder la cordura. Mucho tiempo de negociaciones, de llamadas inesperadas, de voces de ultratumba que no decían nada...
      El teléfono sonó, y el leve titileo de la melodía de llamada resonó en mi cabeza con más intensidad de lo que lo había hecho nunca antes. Ellos me habían enseñado a temer cualquier sonido, movimiento o cosa inesperada, cualquier señal que, una vez más, afirmara que mi vida no seguía un plan, no se movía en círculos concéntricos, sino que lo hacía por senderos sin asfaltar y repletos de baches en los cuales no había ningún puesto de socorro, ni un alma caritativa dispuesta a ayudarte.
      Caminé pesadamente hacia el salón y descolgué el viejo teléfono negro que temblaba casi imperceptiblemente sobre el soporte.
      —Diga —sonó mi voz, lejana, propia más de otra persona ajena a mí, que de mi propio cuerpo.
      Silencio.
      —¿Qué ha pasado? —espeté, afianzando mi voz a medida que pasaban los segundos.
      Silencio.
      Al fin sonó el timbre exacto de voz que yo estaba esperando. Pero el mensaje que transmitió no se parecía en nada a lo que estaba pensando oír.
      —Necesitamos más dinero. A las dos del mediodía, en el mismo lugar de siempre. Ya sabes lo que te hemos dicho sobre llamar a la policía.
      La voz ronca y fría me dejó paralizada. Como si se tratara de un veneno mortal, se extendió por mis brazos y mis piernas, que no pudieron sostenerme y se doblaron agotadas. Caí al suelo de rodillas y mi rostro, seco de las lágrimas del sueño, volvió a empaparse de nuevo.
      Alcancé a coger el teléfono, que se había separado de mi mano justo en el momento en que mis piernas se flexionaron. Pero ya no había nadie en el otro lado.
      En mi sueño, la banda criminal que hacía dos meses había secuestrado a mi marido, lo asesinaba impasiblemente delante de mí, sin que pudiera hacer nada al respecto.
      En la realidad, no sabía aún lo que ocurriría, pero deseaba con todas mis fuerzas que esta vez ni superara ni llegara a la altura de mi imaginación. Deseaba tener un final feliz, de los que están repletos los cuentos de hadas que nos leían de pequeños. Era tan sencilla la vida cuando no llegábamos al metro de altura...
      Mi marido era un hombre de negocios. Un gran hombre de negocios. Desde que creó la empresa, no había experimentado pérdida alguna de dinero, más bien al contrario. Nuestros ingresos se multiplicaban extraordinariamente cada año. Tanto era así, que en poco tiempo teníamos ya nuestro imperio. Dos casas en la playa, un dúplex en pleno centro de Madrid, cuatro áticos en varias ciudades emblemáticas de Europa, y nuestra última adquisición: una maravillosa finca en Miami, con toda clase de lujos a nuestra entera disposición. Había sido un regalo de un cliente de mi marido, por la profesionalidad con la que se tomaba éste su trabajo.
      Era tan bonito todo aquello que decidimos instalarnos a vivir allí.
      Si lo hubiera sabido... Si hubiera sido por un momento consciente de todo lo que nos esperaba... Nuestro camino era perfecto, envidiable. Tan envidiable que algunos matarían para conseguir lo que teníamos.
      Pensé por un momento en llamar a la policía. Pero el miedo se apoderaba de mí con tal intensidad que casi ni podía pensar por mi cuenta.
      De repente, una idea escalofriante cruzó por mi cabeza. En otro momento, habría sentido miedo de mí misma por pensar aquello. Pero entonces sentí valor.
      Me vestí a toda prisa, desayuné y cogí todo el dinero que pude adquirir en aquel momento. Salí de casa y conducí mi BMV rojo descapotable hacia el centro de la ciudad. En una esquina, un local viejo anunciaba tenuemente: “Venta de armas”.
      Paré el coche en doble fila y me aventuré a entrar en aquel local. El vendedor alzó la vista y su visión de sorpresa se extendió rápidamente por su rostro:
      —Buenos días, señorita. —dijo al fin— ¿Quería algo en especial?
      —Hola. Quiero el arma más potente del mercado. Le entregaré todo el dinero que haga falta, con dos condiciones: que sea rápido y sin una sola pregunta – pronuncié mis palabras con lentitud y con una voz tan fría que por un momento sentí que no era la mía.
      El vendedor pareció titubear ante mi solicitud. No estaba seguro de cumplir mis órdenes así como así. Un fajo de billetes apareció encima del mostrador. Como si se le hubiera aparecido la virgen, su rostro se iluminó y dijo:
      —Por supuesto. Ahora mismo le traigo lo que me pide.
      Se alejó y dos segundos más tarde tenía el arma entre las manos. Rápidamente, y haciendo caso a la primera condición que le había impuesto, me explicó cómo utilizarla y la guardó en la caja, ya cargada para su uso. Me la entregó en una bolsa que a mí me pareció la cara externa de una granada a punto de estallar.
      Cogí la bolsa y le miré.
      —Gracias –pronuncié, al tiempo que me alejaba hacia la puerta.
      El motor de mi coche pareció advertirme que aquello no iba a terminar bien. Que yo no era nadie enfrentada a una banda tan peligrosa como la que había secuestrado a mi marido. Pero mi razón funcionaba a base de impulsos, como si de repente hubiera dejado de ser humana para convertirme en un animal. Y mi corazón clamaba a gritos el mismo mensaje de hacía dos meses: “¡Te quiero, cariño!”.
      Ya casi había llegado al lugar de nuestro encuentro. Un enorme desierto se alzaba ante mis ojos. La pistola se escondía disimuladamente bajo el trasero de mis pantalones Levi Strauss, y mi camisa negra acariciaba suavemente el gatillo, preparándole para la acción.
      Recordé cuando, de pequeña, mi abuelo me explicaba cómo utilizar la escopeta de caza. Me situaba a varios metros de varias latas vacías de refresco y me instaba a “matarlas” a todas. Mi puntería era bastante buena, y mi abuelo decía constantemente que no había nada más peligroso que una mujer con puntería y un arma bajo el brazo. Era el momento de demostrar aquella frase con hechos.
      El Land Rover negro con cristales ahumados apareció en la lejanía. Mi mirada observó impasible el vehículo acercarse, mientras mi cuerpo se apoyaba tranquilo en el morro del reluciente coche rojo sangre.
      El motor del Land Rover dejó de oírse, y cuatro pies con zapatos de cuero negro brillantes bajaron a tierra. Llevaban los rostros al descubierto, y aquello me descentró por un momento. Ahora más que nunca, debía controlarme como fuera. Estaba claro que no pretendían dejarnos con vida.
      Y yo no pretendía dejarles con vida a ellos.
      —Tienes el dinero —dijo un hombre increíblemente atractivo. Reconocí su voz al instante. Era el mismo que había protagonizado todas las llamadas a casa.
      —¿Tienes a mi marido? —inquirí impasible.
      El hombre soltó una risa altiva:
      —Increíble. Esta mujer tiene agallas —dijo al fin.
      —Respóndeme —insistí, haciendo caso omiso a su intento de ponerme nerviosa.
      —Sí, sí, mujer. Sacádlo —ordenó.
      El otro hombre que le había acompañado caminó decidido hacia los asientos traseros del todo terreno, y la figura que tanto había deseado los últimos dos meses, apareció en unos segundos frente a mí. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al observarle. Presentaba señales de violencia en todas las zonas visibles de su cuerpo, sus párpados casi ni podían mantenerse abiertos, y si no fuera porque el hombre le mantenía sujeto de los hombros, estoy segura que habría caído al suelo.
      Nuestras miradas se encontraron unos segundos. Intenté transmitirle tranquilidad, confianza, seguridad. Pero su mirada pareció no leer entre lineas mi mensaje.
      Cogí el maletín con el dinero del asiento del copiloto de mi coche rojo sangre y avancé unos pasos hacia aquellos asesinos. Le extendí el botín al tipo atractivo, que parecía encantado con su increíble poder.
      Él abrió el maletín y comenzó a contar el dinero. Alzó la vista hacia su compañero y le hizo una señal para que se acercara. Éste soltó los hombros de mi marido, que cayó de bruces al suelo.
      Mientras ambos contaban el dinero, mi cerebro me dio la órden de actuar. Rápidamente, deslicé el arma y disparé a uno de los hombres. Un tiro perfecto en la frente terminó con su vida en un instante y puso a su compañero en guardia.
      Había transcurrido menos de un segundo y el otro hombre sostenía dos pistolas, una en cada mano, aferradas con fuerza, apuntando a sus dos objetivos. Mi marido aún no era consciente de que una pistola apuntaba su cabeza, pero yo podía ver nítidamente la figura de la otra pistola apuntando hacia mi pecho.
      Aquello se estaba complicando. A cámara lenta, observé cómo su dedo apretaba fuertemente el gatillo de la pistola que me apuntaba, y oí perfectamente el disparo. Un disparo que me pareció mucho más fuerte y ruidoso que el que había acabado con la vida del otro asesino.
      Pensé que había muerto. Dos segundos más tarde pude abrir de nuevo los ojos. La figura de mi asesino yacía doblada en el suelo, mientras mi marido sostenía con una fuerza increíble el mango de la pistola que había pertenecido en su momento al hombre atractivo.
      Todo había acabado. Corrí rápidamente hacia mi marido y le besé con la pasión de quien acaba de empezar una nueva vida.
      —Cariño, ¿qué ocurre? —la voz de mi marido, sorprendido, me condujo de nuevo a la realidad.
      Abrí los ojos y le vi, a menos de tres centímetros de distancia, con un gesto de sorpresa en el rostro. Las paredes de nuestra habitación parecían estar sorprendidas también. Sonreí. Todo había sido una pesadilla. Pero había sido tan real...
      Le besé de nuevo, de forma apasionada.
      Bajo la almohada, una pistola ya descargada, descansaba plácidamente.

3 comentarios:

  1. Con la de cuentos que he escrito en primera persona, con lo que he defendido este tipo de narrador, debe ser cosa de la justicia divina que ahora me toque criticar uno de esta forma.
    Tendemos a utilizar el posesivo «mi» en exceso. Ya sabemos que el narrador es el protagonista, entonces podemos utilizar un artículo determinado en muchas de esas ocasiones y acabamos, de ese modo, con la escala musical que se atasca en la tercera nota.
    Un ejemplo: (el primer párrafo)
    «No, no, ¡No!
    Me levanté de un salto, asustada con mis propios gritos. Las gotas de sudor frío empapaban todo mi cuerpo, y resbalaban por mi frente y mis mejillas, para continuar su carrera por el resto de mis extremidades. »
    Por decir algo, podría ser así:
    «No, no, ¡No!
    Me levanté de un salto, asustada con mis propios gritos. Las gotas de sudor frío me empapaban todo el cuerpo, y resbalaban por la frente y las mejillas, para continuar su carrera por el resto de las extremidades. »

    Tampoco es que esté perfecto, pero es para que te hagas una idea de cómo se hace. Ya sabemos que hablas de ti, entonces, suponemos que si son de tu cuerpo, las mejillas, la frente y todo lo demás es tuyo.
    Encuentro un montón de cosas que no son creíbles, denotan una falta total de documentación. Una escopeta de caza tiene un retroceso muy grande. En un hombre adulto que sepa disparar, apenas hace nada. Pero si no está bien sujeta la culata, puede romper una clavícula. En una niña de poco peso el golpe sería más grande y acabaría con ella en el suelo un par de metros más atrás.
    Por otro lado, la mujer va y pide el arma más potente del mercado. Es tan ambiguo que el dependiente, como es lógico que sepa sobre el tema, no tiene ni idea de lo que busca ¿Una pistola? ¿Un tanque? ¿Un misil tierra-aire? . Tal vez debería alargar el diálogo y hacerle ver qué es lo que va mejor para lo que ella quiere incluso hay algunas pensadas para la mujer.
    Toda arma de fuego para el que no está familiarizado con ellas, suele ser un objeto, pesado y que da miedo. No suena bien que la use con esa soltura.
    Claro que luego llego al final de cuento y tengo la explicación que puede servir de excusa: «Todo era una pesadilla» ¡No! ¡Demasiado fácil! Es una quedada. Está muy visto y lo poco que esperaba del cuento ya a esas alturas queda en menos todavía. Queda en nada.
    De hecho, en el texto habla de lo que sucede en su sueño, eso, teóricamente viste lo otro de realidad.
    El cuento necesita de una buena revisión, y por supuesto, para mi gusto, de otro final muy distinto.
    Un saludo.

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  2. Me ha gustado, en parte. Aprecio como error grave poner un título que anticipe todo. Lo arruinó con el título. Después diría que el primer párrafo suena . Para seguir con el plano de la expresión , hay gerundios que están de más.cacofónico.mmmmm. Hubiera sido una buena historia. De armas no sé. Acá sólo uso el facón.

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  3. Vamos a ver. Hay una cosa que me gusta en este cuento y es que su autora se haya atrevido a meterse de lleno en una historia de acción, de secuestros y tiros. No todo el mundo se atreve a tanto, y eso es algo que tenemos que reconocer como gran mérito.
    No obstante, dicho esto, el cuento está escrito con una prosa que ya no es de este mundo. Sara tiene que perdonarme si soy tan sincero, pero me parece que tiene que hacer un esfuerzo por desembarazarse de esta prosa cuajadita de sudores y pánicos que recorren las extremidades. No se puede, o no se debe, crear tensión con el aporte horripilante de las palabras, sino de los hechos; conviene no abusar de las parálisis, congelaciones y catatonías; no se puede mantener una tensión a base de términos que se suponen impactantes, sino de acciones que golpeen al lector.
    Mejor que decir es mostrar.
    Además, la autora alarga innecesariamente las frases y busca el efecto con un estilo literario tan gastado por el uso que consigue el resultado contrario al que persigue.
    Algún ejemplo de lo que digo:
    Las gotas de sudor frío empapaban todo mi cuerpo, y resbalaban por mi frente y mis mejillas, para continuar su carrera por el resto de mis extremidades. [la frente y las mejillas no son extremidades. Si ya empapaba el sudor todo el cuerpo de la narradora, francamente no merece la pena extenderse más en detalles]
    Miré el reloj. Las nueve en punto. Ni un minuto más, ni uno menos. [[aquí, lo que yo empiezo a pensar es que está en el ánimo de la autora alargar el texto a como dé lugar. Si son las nueve en punto es evidente que no son ni las nueve y un minuto ni las ocho cincuenta y nueve]
    Ya debería estar aquí”, pensé en mi fuero interno [siempre uno piensa en su fuero interno]
    «Pero el miedo se apoderaba de mí» [estas cosas tan… leídas]
    «La voz ronca y fría me dejó paralizada»
    «se extendió por mis brazos y mis piernas [estos viajes por las extremidades acaban por resultar repetidos], que no pudieron sostenerme y se doblaron agotadas».
    «Un escalofrío recorrió mi cuerpo»
    El cuento entero está lleno de ejemplos de lo que digo, renuncio a mostrarlos todos por no parecer puñetero. Más bien, nuestra Sara tiene que trabajar duro en este aspecto. Aumentar sus lecturas de buenos escritores no estaría mal. Pero también plantearse, simplemente, escribir de otra manera más visual y menos introspectiva.
    Yo le sugeriría un ejercicio: escribir de nuevo este mismo cuento, pero mostrando estrictamente lo que vería una cámara de cine (con micrófono incluido, claro), sin posibilidad de referir lo que siente el cuerpo de la narradora. Y, para ayudarle en esa tarea, contar el cuento en tercera persona. Es, por supuesto, un ejercicio extremo; no quiero decir que no se deba contar lo que pasa por la cabeza de los personajes, sólo digo que Sara ha abusado tanto de ese recurso en esta narración que le vendría muy bien intentar decir lo mismo sin ese aporte melodramático, para que compruebe que ella misma puede ser versátil, y que lo que escribe puede ser mejor.
    Me encantaría ver una versión del cuento en estos términos.

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