jueves, 15 de octubre de 2009

La carretera que te dije (ejercicio)

Pilar Dublé

      —¡Es que nunca me oye cuando le hablo! —chilló una histérica Cristina al teléfono— Siempre hace lo mismo, está funcionalmente incapacitado para hacerme caso porque ni oye. ¡Se le cierran los oídos no más me ve venir!
      —¿… no será que siempre le gritas? Espérame que voy para allá —contestó Reinaldo.
      Cristina depositó el teléfono suavemente y le dio la razón a su esposo en silencio. Se sentó en la cocina a pensar mientras se roía las uñas. Sin encontrar una solución, llenó de agua el depósito de la cafetera eléctrica y abrió la lata de café.
      En ese momento sonó la llave de Reinaldo en la cerradura. Ella terminó de montar el café y salió a recibirlo. Él la abrazó para que pudiera desahogar su rabia. Siempre daba resultado: un abrazo mutaba la furia de Cristina en llanto de criatura.
      —Se lo expliqué mil veces, pero, igual, sucedió lo que me temía. Se metieron por la autopista para regresar, en lugar de por la carretera vieja, la que les dije. Ahí no ponen alcabalas. Pero, es que a tu hijo, a Reinaldito, como le pusiste cuando te aprovechaste de que estaba medio tonta con la anestesia, lo que le gusta es ir a toda mecha por la autopista. Los agarraron en la rampa de acceso de Morón.
      —Déjame hablar con Nelson, a ver si puede hacer algo desde la Alcaldía.
      —¡Qué Alcaldía ni qué carrizo! Se lo llevaron, ¿entiendes? Los militares se lo llevaron y está en el cuartel. Me llamó desde su celular, pero se cortó la llamada; se quedó sin batería y ya no nos puede llamar ni nosotros a él, porque obviamente no llevaba el cargador cuando se fueron a la playa.
—      Y los demás muchachos, Jorge, Enrique, ¿también cayeron en la redada?
       —Sólo Enrique. Jorge fue más vivo, salió corriendo.
      —¡Está loco!, le hubieran podido disparar. Corrijo: es loco. ¿Y el carro?
      —Lo fue a buscar el padre de Enrique.
      Reinaldo se levantó y se fue al estudio, desde donde Cristina lo escuchó hacer varias llamadas. El casi inaudible murmullo no le facilitaba escuchar la conversación, pero el tono era desesperanzado. Después él se quedó en el estudio.
      No hacía falta decir nada.
      Así que Cristina resolvió ser realista. A ver, ¿qué necesita un muchacho a quien han reclutado a la fuerza? Ropa interior, desodorante, hojilla de afeitar y la espuma carísima esa, la de marca, en la que se había gastado una fortuna, también. Medias, unas mudas de civil, “porque el uniforme se lo dan los bestias, ¿no?”, pensó con furia y cerró de golpe la gaveta.
      “¿Y su libro, el que está leyendo ahora? ¿Tendrá tiempo de leer en el cuartel?”, siguió pensando Cristina. Y siguió pensando, y pensando, y se acordó de Monchi.
      Monchi, su chofer cuando estuvo enferma, ahora trabajaba para una empresa. Era de esas personas dispuesta a cualquier cosa para ayudar a los demás; fue un apoyo invaluable cuando estaba casi inválida. Además tenía un don esencial en este momento: el espíritu de aventura.


      Cristina esa tarde acudió a la casa de Monchi, ubicada en un barrio pobre pero bastante limpio, no como otros donde campeaba la basura. Por el calor, nadie cerraba las puertas en las tardes y lo encontró sentado en la sala, frente al televisor.
      —¿Señora Cristina? ¿Y esa sorpresota? ¿Cómo se ha sentido?
      —Muy bien, muchas gracias. ¡Curada por completo! Pero vengo a hablar de otra cosa… ¿usted sigue manejando ese camión de reparto de pollo congelado? —Monchi le señaló una silla, apagó el receptor, gritó a su esposa para que trajera unos juguitos y se dispuso a escuchar. Cristina estuvo hablando largo rato, mientras él asentía. La esposa de Monchi aportó un par de preguntas y sus soluciones. La conspiración tomó vida y cuerpo. Ya era de noche cuando Cristina salió del barrio.

      Al día siguiente Reinaldo temía entrar a su casa y ver la cama se su hijo vacía. Le aterraba el silencio que lo esperaba en la cena, la ausencia del tecleo en el computador, la bulla desvanecida. Se quedó un rato sentado en el carro hasta que el hambre lo obligó a entrar. Cristina lucía una sonrisa radiante.
      —¿Porqué tan contenta?
      —Anda a ver a tu hijo. Está durmiendo, agotado porque los pusieron a marchar, los desgraciado ésos. No te acerques mucho: va a oler a pollo varios días.



Pilar Dublé
Caracas, 12 Octubre 2009

3 comentarios:

  1. Hola, Pilar, llegas con uno de esos cuentos tuyos que viene adornado con sus sones caribeños y tonada centroamericana, y a mí se me hace como que ando vagando por callejuelas de tus pagos espiando estas cosas por ventanas entreabiertas; y también presente, claro, un apagado batir de tamboriles.
    Sobre todo porque un poco de eso se trata tu cuento, de tu cuento breve pero tan justo, de espiar la cotidianeidad de una pareja que sufre la situación de su hijo, detenido por ir a alta velocidad.
    Me gusta el punto de vista del narrador, inclinado hacia la mujer, ya que por ella transcurre esta historia, primero observadora, enseguida activa participante. Recatado estilo, sin intervenciones, nada más narrando en forma pareja, el ritmo viene dado en la propia sucesión de los pocos hechos, muy bien medidos, que hablan por sí mismos, tal como si estuviéramos espiando detrás de una cortina, viviendo en la historia.
    Así -¿será por el concepto de que el hombre es más fuerte, que deberá siempre actuar primero, ser el sostén de todo?-, vemos que primero intenta él, Reinaldo, hacer algo para rescatar al hijo del enredo, recurriendo por teléfono -por supuesto, a solas, encerrado en el estudio-, a sus amistades, pero sin resultado.
    Aquí -uno ya espera con gusto el paso siguiente, es cómplice del acontecimiento-, le toca ahora a ella actuar, que bien es la madre del susodicho que provocara la situación en la que están ahora, situación que uno va adivinando a medida que en lenguaje descubre giros propios del país, y acepta otros que aún no comprende.
    Y también me gusta esta parquedad en lo contado, me permite divagar, me da pistas para que aprenda a moverme en ese entorno y entender, descubrir la historia y sus aledaños.


    Me pasó algo. Al finalizar la primera lectura, no comprendí del todo lo leído. Como que faltaba algo, y no me cerraba. Lo primero que se me ocurrió fue algo así como que otra vez Pilar finaliza el cuento porque se fue corriendo a cortar una cocción o evitar que hierva otra. Pero al releerlo, todo estaba en su sitio.
    Entonces supe qué me había sucedido con el texto, no sé si por distracción en la lectura, o porque realmente resulte escasa la información que se da sobre el camión de Monchi. Me costó relacionar durante el ritmo de la lectura, el olor a pollo –primero creí que se trataría de un localismo, sobre la traspiración, por ejemplo-, con el camión de reparto, mi memoria había registrado el camión de Monchi, y no el camión de reparto de pollos congelados de Monchi.
    Y ahí, ¿darán tanto olor los pollos congelados?
    De alguna lectura próxima, te contaré si me sigue sucediendo lo mismo.

    Y lo último. Hacia el final:

    Al día siguiente Reinaldo temía entrar a su casa y ver la cama se su hijo vacía. Le aterraba el silencio que lo esperaba en la cena, la ausencia del tecleo en el computador, la bulla desvanecida. Se quedó un rato sentado en el carro hasta que el hambre lo obligó a entrar. Cristina lucía una sonrisa radiante.



    Siento un poco forzada la situación, sobre todo teniendo en cuenta el estilo y los tiempos en que se viene desarrollando el relato, con Reinaldo haciendo tiempo en el coche, frente a la casa. No me suena muy creíble, sobre todo porque no le agrega nada.

    Bien, Pilar, es un gusto compartir tus paisajes.

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  2. Con lo que me gustaron siempre las historias de aventuras… llega Pilar y me deja con la miel en los labios. Deja a la imaginación del lector todo el episodio del rescate. Ooooohhhhh, qué pena. Me hubiera gustado saber cómo se hizo.
    Me pasa contigo lo mismo que con Norberto y con casi todos los que andáis por esas Américas, aprendo un montón de palabras nuevas. Desconocía hasta tu ejercicio lo que era una ″alcabala″ y que ″campear″ era sinónimo de ″campar″ que era el que yo hubiera utilizado.
    Sé, porque lo leo en tus mensajes, que sientes verdadera devoción por vuestro… dirigente. La verdad es que viéndolo de lejos como lo hago yo, se entiende ese cariño. Creo imaginar que si estuviera ahí cerca tendría más motivos para quererlo.
    Ahora en serio, el episodio que narras, lo del alistamiento en el ejército a la fuerza, ¿se da hoy en día? Me gustaría pensar que esas épocas ya no existen que están muy atrás en el tiempo.
    Bueno, tengo que decir que a pesar de dejarme con ganas, el cuento me ha gustado.
    Te señalo un par de cosillas que veo mejorables.

    ″… a tu hijo, Reinaldito, como le pusiste cuando te aprovechaste de que estaba medio tonta con la anestesia″ (creo que esa explicación en un momento de stress como el que describes está fuera de lugar. No me resulta creíble. Por cierto que no creo que le pusiera el diminutivo.)

    ″A ver, ¿qué necesita un muchacho a quien han reclutado a la fuerza? Ropa interior, desodorante, hojilla de afeitar y la espuma carísima esa, la de marca, en la que se había gastado una fortuna…″ Empieza haciéndose una pregunta en general, ¿qué necesita un muchacho? Y hace luego un listado de las cosas que ella cree, pero hay una que es muy concreta, es una espuma muy cara que no la necesita ″un muchacho″, la necesita su hijo. ¿Hiciste aposta eso? Puede ser un recurso para exponer el ánimo de la mujer en ese momento, pero se me hace difícil de aceptar. Tal vez si el narrador dijera algo…lo corroborara…

    ″¿Porqué tan contenta?" (¿Por qué tan contenta?)

    Un saludo, Pilar. Déjate leer un poco más a menudo.

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  3. Pilar nos mete en la acción, nos crea un nudo y acaba diciéndonos que el nudo se deshizo. ¿Pero cómo?

    El ejército recluta a los jóvenes en controles callejeros. Nada que ver con aquel mecanismo tan preciso que había por estos lares, antes del ejército profesional: entrar en quintas, la talla en el ayuntamiento, el sorteo con los destinos, el campamento de instrucción, la jura de bandera… Nada de eso: un camión del ejército aparcado y arriba los peatones en edad militar. A Pedro le resulta extraña la circunstancia. Yo me la creo; de hecho a mi cuñado lo subieron a un camión así, cuando la Guerra del Cenepa. Bien es verdad que la cosa acabó bien: era universitario, qué feo detalle hacerle dejar los estudios, habiendo tanto serranito disponible.

    Una madre está desesperada porque a su hijo le han pillado en un control y se lo han llevado a hacer la mili. Se trata de una familia pudiente, de esas que saben cómo evitar circunstancia tan desagradable para sus hijos. Pero, en esta ocasión, parece que el padre no es capaz de dar con la tecla adecuada. Aunque sí la madre; una madre peleando por la prole no atiende a razones, como un jabalí herido. Así que se va a buscar a un antiguo conocimiento y consigue, parece, que ese hombre, el conductor de un camión de pollos congelados, camufle al soldado involuntario entre la mercancía y lo traiga a casa.

    El lector se queda sin saber cómo se hace eso, y cómo es que la operación resulta tan sencilla. Bien está que la maquinaria del ejército no tenga herramientas para hacer pasar por sus engranajes a todos los quintos del país, no importa a qué clase social pertenezcan, pero produce perplejidad que, una vez el mozo reclutado a la fuerza, no se le identifique y pase a constar en la plantilla, y que sea posible sacarlo del cuartel en un camión de pollos, sin mayor problema.

    En fin, que nos hemos quedado con las ganas de saber cómo es posible lo que nos están contando. Esperemos que Pilar nos acabe ese cuento algún día y nos lo deje leer, para calmar nuestra .

    Por lo demás bien, siempre es agradable leer a esta muchacha.

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