lunes, 15 de marzo de 2010

Pilar

Así lo puntea:

En los días luminosos y en la zona alta de la ciudad, desde esta calle que se encabrita en la colina como si quisiera mirarse en el Mediterráneo, la vista alcanza muy lejos mar adentro y el corazón se engaña. El barrio dormita al sol y es una atalaya sobre un sueño que no acaba de discurrir. A veces, sin embargo, más allá del puerto y su rompeolas, más allá de la blanca espuma de los balandros que festonea el litoral, en la popa de los buques de carga que parecen anclados en el horizonte y en el herrumbroso castillo de proa de los grandes petroleros que navegan hacia el sur, hemos visto centellear aros de plata en las orejas de los marineros acodados a la borda; sirenas tatuadas en sus pechos de bronce y corazones traspasados por la flecha bajo un nombre de mujer. Si te fijas mucho, claro, si de verdad quieres ver lo que miras y no te dejas deslumbrar por el sol. Pero en los días grises la mirada se enreda en el zarzal de neblinas y humos rasantes que atufan el laberinto de Horta y La Salud, y no consigue ir más allá. La ciudad se aplasta, remota y gris como una charca enfangada, un agua muerta.

Fue un día malo de estos, lloviznando y con ráfagas de viento helado, cuando nos juntamos en el automóvil para un trabajito especial. Por la ventanilla vimos una gaviota que planeaba extraviada en medio de la ventisca; a ratos el viento arreciaba y entonces la lluvia parecía suspendida en el aire, silenciosa y oblicua. Después la gaviota se dejo caer en picado sobre nosotros, rozó con su ala cenicienta el parabrisas astillado del Lincoln y antes de remontar el vuelo nos miró de soslayo con su ojo de plomo. Un día de mil demonios dijo Marés sentado al volante, y convidó a fumar.

—Abrid bien los ojos —habló con su voz de ventrílocuo sin mover los labios y como en sueños, a través del humo más azul y más transparente que jamás haya soltado un apestoso cigarrillo elaborado en estos años apestosos. Vimos cruzar el descampado viniendo hacia nosotros a una mujer con boina y gabardina clara, muy pálida y muy guapa y llorosa. Era un sábado por la tarde de un mes de abril que parecía noviembre. Juanito Marés escrutó a David y a Jaime en los asientos de atrás y después a mí. Al clavarme el codo en las costillas comprendí que me había elegido.

—Bonitas piernas —dijo, mirando a la mujer.

—Sí jefe.

—¿Te gustan?

—¡Ya lo creo jefe!

—Pues no la pierdas de vista.


Cuando no jugaban fulbito ni descendían al barranco ni disputaban la vuelta ciclista a la manzana, iban al cine los sábados. Solían ir en grupo a las matinés del Excélsior o del Ricardo Palma, generalmente a la galería. Se sentaban en la primera fila, hacían bulla, arrojaban fósforos prendidos a la platea y discutían a gritos los incidentes del film.

Los domingos eran distinto: en la mañana debían ir a misa del Colegio Champagnat de Miraflores. Sólo Emilio y Alberto estudiaban en Lima. Por lo general se reunían a las diez de la mañana en el parque Central vestidos todavía con sus uniformes y desde una banca pasaban revista a la gente que entraba a la iglesia, o entablaban pugilatos verbales con los muchachos de otros barrios. En las tardes iban al cine, esta vez a platea, bien vestidos y peinados, medio sofocados por las camisas de cuello duro y las corbatas que sus familias les obligaban a llevar. Algunos debían acompañar a sus hermanas; los otros los seguían por la avenida Larco llamándolos niñeras y maricas. Las muchachas del barrio, tan numerosas como los hombres, formaban también un grupo compacto, furiosamente enemistado con el de los varones. Entre ambos había una lucha perpetua: cuando ellos estaban reunidos y veían a una de las muchachas, se le acercaban corriendo y les jalaban los cabellos hasta hacerla llorar, y se burlaban del hermano que protestaba.

—Ahora le cuenta a mi papá y me va a castigar por no haberla defendido. Y a la inversa, cuando uno de ellos aparecía solo, las muchachas le sacaban la lengua y le ponían toda clase de apodos y él tenía que soportar esos ultrajes, la cara roja de vergüenza pero sin apurar el paso, para demostrar que no era un cobarde que teme a las mujeres.

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