jueves, 25 de marzo de 2010

Rubén

Así lo puntea:

En los días luminosos y en la zona alta de la ciudad, desde esta calle que se encabrita en la colina como si quisiera mirarse en el Mediterráneo, la vista alcanza muy lejos mar adentro y el corazón se engaña. El barrio dormita al sol y es una atalaya sobre un sueño que no acaba de discurrir. A veces, sin embargo, más allá del puerto y su rompeolas, más allá de la blanca espuma de los balandros que festonea el litoral, en la popa de los buques de carga que parecen anclados en el horizonte y en el herrumbroso castillo de proa de los grandes petroleros que navegan hacia el sur, hemos visto centellear aros de plata en las orejas de los marineros acodados a la borda; sirenas tatuadas en sus pechos de bronce y corazones traspasados por la flecha bajo un nombre de mujer. Si te fijas mucho, claro, si de verdad quieres ver lo que miras y no te dejas deslumbrar por el sol. Pero en los días grises, la mirada se enreda en el zarzal de neblinas y humos rasantes que atufan el laberinto de Horta y La Salud, y no consigue ir más allá. La ciudad se aplasta remota y gris como una charca enfangada, un agua muerta.

Fue un día malo de estos, lloviznando y con ráfagas de viento helado, cuando nos juntamos en el automóvil para un trabajito especial. Por la ventanilla vimos una gaviota que planeaba extraviada en medio de la ventisca; a ratos, el viento arreciaba y entonces la lluvia parecía suspendida en el aire, silenciosa y oblicua. Después, la gaviota se dejo caer en picado sobre nosotros, rozó con su ala cenicienta el parabrisas astillado del Lincoln y, antes de remontar el vuelo, nos miró de soslayo con su ojo de plomo.

—Un día de mil demonios —dijo Marés, sentado al volante y convidó a fumar.

—Abrid bien los ojos —habló con su voz de ventrílocuo sin mover los labios y como en sueños, a través del humo más azul y más transparente que jamás haya soltado un apestoso cigarrillo elaborado en estos años apestosos. Vimos cruzar el descampado, viniendo hacia nosotros, a una mujer con boina y gabardina clara, muy pálida y muy guapa y llorosa. Era un sábado por la tarde de un mes de abril que parecía noviembre. Juanito Marés escrutó a David y a Jaime en los asientos de atrás y después a mí. Al clavarme el codo en las costillas, comprendí que me había elegido.

—Bonitas piernas —dijo, mirando a la mujer.

—Sí, jefe.

—¿Te gustan?

—¡Ya lo creo, jefe!

—Pues no la pierdas de vista.


Cuando no jugaban fulbito ni descendían al barranco ni disputaban la vuelta ciclista a la manzana, iban al cine los sábados. Solían ir en grupo a las matinés del Excélsior o del Ricardo Palma, generalmente a la galería. Se sentaban en la primera fila, hacían bulla, arrojaban fósforos prendidos a la platea y discutían a gritos los incidentes del film.

Los domingos eran distintos. En la mañana debían ir a misa del Colegio Champagnat de Miraflores. Sólo Emilio y Alberto estudiaban en Lima. Por lo general, se reunían a las diez de la mañana en el parque Central, vestidos todavía con sus uniformes, y desde una banca pasaban revista a la gente que entraba a la iglesia o entablaban pugilatos verbales con los muchachos de otros barrios. En las tardes iban al cine, esta vez a platea, bien vestidos y peinados, medio sofocados por las camisas de cuello duro y las corbatas que sus familias les obligaban a llevar. Algunos debían acompañar a sus hermanas; los otros los seguían por la avenida Larco llamándolos niñeras y maricas. Las muchachas del barrio, tan numerosas como los hombres, formaban también un grupo compacto, furiosamente enemistado con el de los varones. Entre ambos había una lucha perpetua: cuando ellos estaban reunidos y veían a una de las muchachas, se le acercaban corriendo y les jalaban los cabellos hasta hacerla llorar, y se burlaban del hermano que protestaba.

—Ahora le cuenta a mi papá y me va a castigar por no haberla defendido.
Y a la inversa, cuando uno de ellos aparecía solo, las muchachas le sacaban la lengua y le ponían toda clase de apodos, y él tenía que soportar esos ultrajes, la cara roja de vergüenza, pero sin apurar el paso para demostrar que no era un cobarde que teme a las mujeres.

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