sábado, 10 de julio de 2010

Lo que se enciende

Daniel

      La Parca le anda cerca. El viejo puede olerla, presentirla. Sabe que una cuerda invisible va a romperse, la que lo ata al cuerpo, un cuerpo desgastado por los años. Dejar de ser. Tarde o temprano tenía que ocurrir, es la ley de la vida. Pero qué triste es estar solo en esta hora última, postrado en una cama de hospital, sin una mano fraternal a la cual aferrarse para pasar el trance sin angustias. Como un fruto que cae y se echa a perder y luego es asimilado por la tierra. Así le gustaría irse, sin sentir, entregado a un proceso natural.
      Desde hace un tiempo, fue perdiendo interés por lo que sucedía fuera de su casa. Decidió distanciarse de los ruidos. O a lo mejor los ruidos se apartaron de él, como si el mundo, atento a su deseo de encontrar cierta serenidad, lo hubiera abandonado al borde del camino. Como sea, no le queda más que aceptar la derrota que significa haber llegado a una edad avanzada, acosado por los achaques; en fin, haber vivido. Los únicos ruidos y voces que le importan están en su cabeza. El pasado. Los años le han ido poblando la memoria, poblándola y despojándola a la vez. Una sospecha: al final solo queda lo esencial.
      El viejo mira alrededor, las paredes blancas, la ropa doblada en el respaldo de la silla, el reloj de pulsera en la mesita junto a la cama.
      La puerta se abre y aparece la enfermera, impasible, masticando un chicle, el pelo recogido en un rodete. Bordea la cama y reemplaza el saché del suero, chato como una cáscara, por uno nuevo. El viejo la mira, intenta decirle algo pero las palabras no le salen, se le disuelven dentro de la boca como una pastilla efervescente. Le tiemblan las manos. Hay algo que no puede manejar, que escapa a su control. Es el miedo, que creía sepultado o liquidado a fuerza de pensar y repensar su propia muerte.
      ―Me… me voy ―alcanza a decir casi por milagro.
      Desde unos ojos burlones, ella pregunta:
      ―¿Adónde se va usted, abuelo?
      ―Por favor, quédese. Me voy.
      ―Déjese de pavadas, usted no se va a ninguna parte.
      La enfermera sale y deja la puerta entornada.
      El viejo cierra los ojos, convencido ―acaso de tanto desearlo así― de que su memoria, como un órgano soberano, activará en él una serie de recuerdos, o una yuxtaposición de imágenes del pasado, en una especie de resumen de lo vivido. Como esas bolas recubiertas de espejos diminutos que, golpeadas por un rayo de luz, estallan en infinidad de lunares que resbalan y giran, brillantes, por las paredes. Es cuestión de esperar. Esperar a que el resplandor interno venga a darle a su existencia, y al mundo entero, por qué no, el sentido que él no ha podido encontrarle a lo largo de los años.
      Cada vez le cuesta más respirar. Vuelve a abrir los ojos y se mantiene expectante en su desesperación, pero nada parece encenderse en su cabeza. Poco a poco va visualizando imágenes más o menos recientes, aunque algo borrosas, relacionadas sobre todo con la internación. Entre tantos nubarrones estancados en su memoria, surge, de pronto, nítido, un recuerdo de hace sesenta años. Se había quedado en la casa, solo, y aprovechó ese momento para probarse una bombacha de su hermana.
      El viejo sacude la cabeza y boquea como si quisiera desprenderse de una telaraña que lo envuelve. Pero esa imagen ―él contemplándose desnudo frente al espejo, con la bombacha roja― relampaguea en este otro espejo de su vida, la memoria, encaprichada en complicarlo todo justo ahora, justo ahora que ha llegado al umbral que debería estar atravesando con pasos solemnes, o al menos con dignidad.
      No debería ser así, no era esto lo que esperaba. Arquea la espalda intentando recuperar el aire que la muerte le ha arrebatado de la boca. Una reacción instintiva la de respirar, la de querer vivir todavía un poco, aunque sea unos segundos, hasta poder quitarse la impresión de este recuerdo ―una llaga en medio de la noche― que parece encerrar, como una síntesis, la clave de su vida.

6 comentarios:

  1. Sé que no te merecés un comentario de mierda, compatriota, pero yo no tengo tiempo y me meto cuando puedo en cualquier PC. Tu cuento es terrible, me gusta como todos los que hacés auqnue me ahogò. Creo que era tu propósito crear ese clima denso que se corta con tramontina. Podés estar satisfecho. El inicio es buenìsimo con esa cachetada de lugares comunes que se escuchan en los velorios.
    Me gusta que la llames Parca y con mayúsculas.
    La enfermera y lo que dice es calcada la que te aparece en cualquier hospital patrio, no sé cómo serán en otro lado pero esta mina seguro que a mì me atendió.
    El tiempo justo, como siempre, aún cuando se estire el discurso por la densidad de la historia. ¿Tiempo de la historia y del relato? Me dejo de análisis teóricos aburridos y te felicito.

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  2. Daniel,

    una prosa excelente, como siempre.

    ¿Quién no ha pensado alguna vez cómo debe ser ese momento en que llega la muerte? Las películas nos lo han mostrado y nos han hecho crear expectativas, como a tu protagonista, de ver un resumen de tu vida a modo de flasches en unos segundos. Es lógica pues su curiosidad ante esa cuestión ¿qué momentos de su vida, iba a rescatar la Parca, como resumen de su existencia?

    En cuanto al relato, pese al esperado desenlace sorprendes al lector (y al protagonista a la vez) con un recuerdo oculto, probablemente por autocensura, que nos hace interrogarnos por el motivo que le llevó a censurarlo ¿vergüenza? ¿inclinación sexual no aceptada? Por todo ello el cuento me sabe a poco (siempre y más siendo tan bueno, quisiera seguir leyendo más). Me faltan los motivos por los cuales se encuentra solo en el hospital. ¿Vivió solo? ¿se llevaba mal con todo el mundo? ¿fallecieron sus seres amados?

    Me quedo con el momento en que no le salen las palabras y se le disuelven en la boca. Para mí lo mejor. También me gustó cuando se sacude la cabeza para desprenderse de una telaraña.

    En cuanto a la puntuación, no soy nadie para aconsejarte y menos en este campo, además es algo muy subjetivo, pero, tal y como lo he leído, sobre todo la primera parte, la habría puntuado distinto. Más puntos y seguidos en vez de comas para dar mayor sensación de lentitud. Y más adelante, hacia el final, pondría entre interrogantes el ¿por qué no?

    Hay una expresión que me ha sonado rara aunque igual es que en tu tierra se expresa diferente, es "es la ley de la vida". Nosotros decimos: "es ley de vida".

    Para finalizar, aunque quizá debería haber empezado por ahí, el título, tal cual, no me encaja. Imagino que se debe tratar de una expresión abreviada, algo así como "lo que se enciende... se apaga". En ese caso, perfecto.

    Un abrazo Dani y un deleite leerte,
    Montse Villares

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  3. No se puede sino sucumbir ante la maestría con que se presenta el cuento.

    Una Parca mayúscula, amenazante, frente a la peor muerte: postración y soledad. Apenas en un suspiro nos envuelve en un clima angustiante. Respiramos un poco con la historia más reciente del personaje, el despojo de los ruidos mundanos y la atención concentrada en las voces de la memoria.

    Luego nos invita a la pulcritud del silencio hospitalario.

    La vida, esa mujer del rodete, no fuma; mastica su chicle, acomoda los hilos sostenedores del exiguo fluir de la sangre, como quien sacude el felpudo de la puerta. El contrapunto es el miedo último, efervescente. Ya nada hay del mundo exterior que lo salve. Ni una ventana por la que pueda avizorarse un trozo de cielo. Paredes blancas: un panteón confortable.

    Vendrá la buena muerte. Vendrá su espera. Los bellos recuerdos girarán en el carrusel de luces y será una tromba que nos arrope para el último viaje. Pero no. Algo no ha funcionado. Tras las tinieblas se enciende un rojo vergonzante en el umbral de la partida.

    Destaco, al azar, algunas delicias:”…pero las palabras no le salen, se le disuelven dentro de la boca como una pastilla efervescente.”

    “estallan en infinidad de lunares que resbalan y giran, brillantes, por las paredes.”

    ”Arquea la espalda intentando recuperar el aire que la muerte le ha arrebatado de la boca.”

    Seguramente habrá otras miradas que detectarán fallas o controversias.

    Por mi parte, sacaría ese “Dejar de ser.” del comienzo. La siento injertada.

    Tal vez hay muchas comparaciones (contabilicé ocho) que suavizan las metáforas. Probé de reducirlas y parecen ineludibles. Quizás la primera, reemplazada por dos puntos: “…para pasar el trance sin angustias: un fruto que cae…”

    El final me gusta más sin la acotación.

    Un placer ha sido volverte a leer.

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  4. Hola Daniel. De tu cuento, lo que más me ha gustado es ese final que rompe, de manera original, esa historia de últimos instantes. Has sido algo perverso, arrebatándole un final tranquilo al pobre abuelo.

    Me gustó especialmente la frase: Como esas bolas recubiertas de espejos diminutos que, golpeadas por un rayo de luz, estallan en infinidad de lunares que resbalan y giran, brillantes, por las paredes

    Hay una parte en la que noto cierta contradicción:
    Pero qué triste es estar solo en esta hora última, postrado en una cama de hospital, sin una mano fraternal a la cual aferrarse para pasar el trance sin angustias. Como un fruto que cae y se echa a perder y luego es asimilado por la tierra. Así le gustaría irse, sin sentir, entregado a un proceso natural.

    Dices que así le gustaría irse, es decir, que para él es algo positivo lo de "Como un fruto que cae y se echa a perder y luego es asimilado por la tierra"; sin embargo, al escribir "se echa a perder" le das, con esas palabras una connotación negativa a la frase, lleva a el concepto "pudrir". Quizás mejoraría con otras más positivas "consumido por el tiempo" o algo así.

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  5. Qué decir. No se me ocurre nada mejorable. Tal vez, tratándose de Dani, cabía esperar algo todavía mejor, más elaborado. Definitivo. Pero ni siquiera Dani (y eso que muchas veces lo parece) es sublime sin interrupción. De todos modos nos ha dejado eso, la impresión: el miedo, la muerte, la decepción, la soledad, la rutina de la enfermera, el ridículo de las bragas, ¿el deshonor del último momento?
    El deshonor, entendido sin burla. Pareciera el honor un valor felizmente enterrado hace un par de siglos, algo de lo que reírse hasta las lágrimas. Sin embargo, puede que nos hiciera a todos mejores, si lo vamos recuperando sin urgencia. «Cualidad moral que lleva al cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno mismo», así lo define el diccionario de la Real Academia. ¿Puede pasar eso de moda? ¿No lo han echado ustedes nunca de menos en esta sociedad pedorra que nos rodea?
    El cerebro nos gasta constantemente bromas con las imágenes que nos evoca, los planes inconfesables e impracticables que traza al oído en un par de segundos ¿Tampoco les ha pasado esto a ustedes? No quiero contarles las imágenes recurrentes que me presenta a mí desde que tengo recuerdos. Al principio me asustaba («me estoy volviendo loco», temía), luego he aprendido a esperarlas, a disculparlas, a reírme de las ocurrencias absurdas, inoportunas, irreverentes de este cabrón de cerebro. Al viejo le trae un recuerdo que era el que menos necesitaba en este momento en que se dispone a morir con dignidad, con honor. Le jode la muerte, por decirlo de una vez, justo cuando debería apretar los dientes, levantar el mentón, echarse mano a los huevos y pasar al otro lado.
    Claro que vemos al viejo y sonreímos, porque sabemos cómo se las gasta nuestro cerebro. Tiene vida propia pero lleva desde siempre con nosotros, así que es, como si dijéramos, de la familia. A lo mejor se le ha ocurrido rememorar el turbio asunto de las bragas para escamotear —entre la desazón de la vergüenza— el pánico al último sufrimiento; de la misma manera que no tiene mejor ocurrencia que el desmayo cuando el dolor es demasiado intenso. Sí, se nos hace humano este viejo que nos dice Dani, este viejo que se está muriendo de una manera diferente a la acordada; mecido, engañado, chinchado por su cerebro guasón, su cerebro que (también él, aunque no quiera confesarlo) ha llegado un momento en que tiene miedo.

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  6. Daniel, qué tema. Tiene una mezcla de tristeza y de jocosidad. Un hombre que llegado a la vejez, al borde mismo de la muerte, descubre con horror lo bien que le quedaba la bombacha roja de su hermana.
    Descubrí una pequeña falta de concordancia entre los tiempos verbales en los primeros tres renglones, pero descubrí algo mucho más importante: tu capacidad para narrar sentimientos, algo que no es tan común si consideramos que sos muy joven y te pones en la piel de un anciano conservador . Te felicito.

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