lunes, 2 de mayo de 2011

Contrapuntos

por Rubén

       Así, de arranque nomás, a puro grito. Traté de explicarle que era una confusión o a lo sumo una coincidencia. Pero el tipo no estaba para palabras. Logré esquivarle el primer sopapo y no alcancé a ver el segundo. Me tumbó. Desde el piso le pedía que habláramos. Eso lo enfureció. Vi venir la patada a la altura del estómago y en una reacción que aún hoy no me la explico, le sujeté la pierna aérea y tiré con tal suerte que quedó suspendido en el aire unos segundos y cayó con todo su peso: golpeó con la nuca en el cordón y ahí quedó inmóvil. Decí vos que el gomero vio todo.
  

       Tendría treinta, treinta y cinco años, por la ropa te dabas cuenta de que no era un indigente, no tenía aspecto de drogadicto ni de marica. Viste que a esa hora, en esa cuadra del boulevar se torna peligroso. Yo acababa de inflar la bicicleta en lo del Flaco. Me estaba declamando como un mormón y ya sabés como soy, le presté oído hasta que pude escapar con alguna excusa. Dejé apoyada la bicicleta en un árbol y prendí un cigarrillo. Y ahí se me vino encima: hijo de remilputa, te encontré, esta vez no te me escapás. Ver que el gomero estaba mirando todo fue un segundo de alivio. Pero el tipo estaba decidido. Me gritaba desaforado. Yo supongo que le sonreiría tratando de calmarlo.


       Después con el Flaco lo levantamos y casi arrastrándolo lo cruzamos hasta la clínica. No hubo nada que hacer. El Flaco se volvió para cerrar la gomería y después no se separó de mi lado. El policía que estaba de consigna ahí empezó con las preguntas y el gomero le relató en detalle cómo habían sido los hechos. El uniformado lo hizo callar y empezó a apurarme: que si lo conocía al muerto, que qué hacía ahí, que mejor dijera todo para sacarla más barata. Recién ahí tomé conciencia de la situación. A los cinco minutos cayó el patrullero y cuatro uniformados me rodearon. Estás complicado, pibe, me dijo el que parecía ser el jefe. Intervino otra vez el Flaco pero lo frenaron: Usted, callesé, ¿es pariente de él? El Flaco insistió: te guardo la bici y le aviso a tu hermano.


       Me empezó a doler el sopapo, entre la nariz y el ojo me lo había pegado. Bueno, esto habla a mi favor, me decía, y exageré un poco mientras iba en el patrullero hacia la Central.

Ya ahí, me sentaron en un banco en el segundo o tercer piso, me tomaron las huellas y después me llevaron a una sala de interrogatorio.
¡El ruido que hacía esa máquina de escribir! Parecía que cada tecla se me clavaba en las costillas, en el cráneo, en los dedos y yo contestaba como autómata, con monosílabos, no me salían las palabras, como si las palabras que podían salir hicieran un contrapunto de dolor con la máquina negra. Una, dos, tres hojas iba llenando es escribiente y yo contándole cuándo había comprado la bicicleta, cuánto hace que lo conozco al Flaco, que al muerto no lo había visto en mi vida, que la cubierta se me desinflaba cada tres días, que vivía solo con mi hermano, que le agarré la pierna en el aire desde el suelo y se desnucó.

       Fueron horas de declaración y a medida que se llenaban las hojas sentía que estaba complicando la situación.

Cuando me acostumbré a tolerar el golpeteo de las teclas me vi sorprendido por el timbre de mi voz. No era mi voz la que hablaba. Era una boca desenfrenada que no paraba de hablar. Decía cosas que desconocía, y te aseguro y les aseguro a los defensores de los derechos humanos que no hubo ninguna presión ni física ni psíquica. Creo que el primer escribiente se cansó o se le habría acabado el turno porque vino otro morochito que escribía con dos dedos solamente y me mandaba callar, a que le repitiera dos o tres veces la misma frase, pero yo, o mi voz estábamos desenfrenados y el pobre hombre tuvo que pedir auxilio.

       Y apareció ella. Pasó fugaz por un costado del escritorio. La firmeza de su andar golpeaba sobre el parquet de la habitación. De uniforme azul entallado, sus pechos eran faroles brillantes y sobre ese brillo el de una plaquita dorada con el nombre de Alicia y en sus hombros unas tiras que se movían ante mis ojos como un calidoscopio. Y más arriba, una tez blanquísima y una boca pintada de violeta que ocupaba gran parte de la cara. Los ojos eran pozos oscuros como estrellas negras: imperturbables, invitadores, desafiantes. La frente despejada dejaba entrever una cabellera estirada hacia atrás, sostenida con un gel, amontonada en la nuca en un rodete con un detalle rojo de bijouterie.


       Del resto de su cuerpo apenas si puedo hablar.


       Pero eran sus manos las que acechaban.


       Me dijo: a ver, continúe, y se me quedó mirando fijamente, con las manos sobre el teclado en posición de largada. Manos sin sol con uñas cuadradas pintadas de negro azabache. No sé si eran manos para acariciar espaldas. Los dedos empezaron a tamborilear sobre el techo de la máquina de escribir con un lenguaje de sonidos en clave: golpes secos de yemas, golpes agudos de uñas, más uñas, más yemas, un despertar de pájaros al amanecer, un tropel de tacos agujas sobre el asfalto, un ronroneo de pájaro carpintero sobre la madera.


       ―Continúe, señor ―me animó. Y el ritmo de su tamborileo se acomodó en mi lengua, se instaló en mi garganta y la voz extraña se apropió de la palabra. Los ojos de la mujer se iluminaron. Sus pechos se movían al compás de los dedos como si escribieran en el aire una invitación lujuriosa. Ya no eran diez, sino veinte, cien dedos los que golpeaban las teclas, las vocales con las yemas, las consonantes con las uñas. Los puntos y las comas eran golpes certeros de su meñique derecho y con el canto del pulgar un sonido impaciente separaba las palabras. Mientras esa voz hablaba por mí, me quedé mirando, en asombro creciente, el despliegue fantástico de esas manos sobre el teclado. Con movimientos precisos corría el carro tras los renglones; era una obstetra extrayendo cada hoja nacida, un relojero colocando la nueva pieza en el carro triunfal del tiempo. Los primeros folios quedaron ordenados en un ángulo del escritorio, en equilibrio inestable. Los siguientes, pan caliente, fueron cayendo en el parquet: un manto de nieve se fue formando hacia la madrugada.


       Poseído en el teclado, salía de mi hechizo cuando desde las carnosidades violetas brotaban palabras como preguntas que cerraban el grifo de la voz extraña, una voz por demás intolerable, una modulación soporífica con la persistencia de la noria.


       La mujer, si acaso alcanza ese nombre para definirla, tras dos, tres horas de acción, apenas si había modificado su postura. Algún carraspeo, un preciso movimiento para tomar un vaso con agua mineralizada, sin darle tregua al teclado con la otra mano, un llevarse el vaso a la boca con pasmosa morosidad y posarlo con suavidad en la madera. En las gotas de agua que se demoraban en el violeta estallaban reflejos de caireles, hasta que un hábil raspar de la palma los hacía desaparecer. Sí fue cambiando el uso de los instrumentos sonoros. Poco a poco las yemas se silenciaron y las uñas se adueñaron de todos los vocablos. Uñas que iban perdiendo sus cuadraturas: astillas frecuentes eran amordazadas en el interior del tajo violeta y expulsadas en brusca erupción. Mi oído, atento aprendiz de la sinfonía, captó frecuentes rupturas en el ritmo, de rápido olvido ante la consiguiente arremetida al teclado del carromato.


       Mis oídos sintieron un leve fastidio. La voz, más aflautada, casi histérica, desgranaba lugares, escenas, recuerdos en los que yo era un actor de reparto. Mis ojos, embelesados en la botonera de un bandoneón sin fuelle, consolaban a mis oídos.


       El violeta comenzó a moverse con mayor frecuencia. Sobre la frente de la mujer corrían gotitas espesas como miel que morían en la maraña tupida de las cejas: como estalactitas se iban acumulando en sus bordes y desde ahí despedían fugacidades lumínicas que me obnubilaban. Mientras el violeta preguntaba, los dedos uñas ya no tamborileaban sobre el techo. Entrelazados en el aire, crujían sus falanges, truenos sordos, entremés en la tormenta. Pude ver que los párpados eran nubes que menguaban las lunas negras y que en rápidos pestañeos buscaban encajarse en el cielo de los ojos.


       La voz, infatigable, continuó con su retahíla monocorde, ausente de mí y de ella.

Lentamente, el ritmo de las teclas fue sonido de ventilador de techo al apagarse.
Cuando la música de los dedos cesó, la mujer, en un gesto entre coqueto y felino, desprendió la bijouterie de su rodete, soltó su pelo larguísimo y sacudió la cabeza: fue un alboroto azabache en el aire. Reclinó su cuerpo, apoyó los brazos, manos en cruz, sobre el techo, y la cabeza cayó sobre ellas. Una cobija oscura cubrió la máquina y el folio inconcluso.

       Las palabras de mi voz siguieron en el aire, sin freno, a capella, hasta que, posiblemente, se desvanecieron en el aire.


       Miré alrededor. Dos policías dormían en un banco. La puerta estaba abierta. Salí a un amplio salón. Mis pasos resonaban en el damero del piso. Busqué la escalera. Peldaño a peldaño fui bajando. Al llegar a planta baja, un guardia adormilado, desde atrás de una ventanilla, me dijo buenas noches, y salí a la calle.


       En la vereda de enfrente, el Flaco me esperaba con la bicicleta. Me dijo algo sobre la telepatía, con su tono de sermón de adventista o fanático militante. Fuimos caminando hasta la plaza. Ausente la música de yemas y uñas, su voz me resultó fastidiosa.


       ―Estoy cansado, flaco ―le dije.


       Monté la bicicleta y me interné en la madrugada.

5 comentarios:

  1. Felicitaciones Rubén por Contrapuntos.
    Hay algunas cosas que me gustaría remarcar:
    Al terminar de leer tu relato, me quede con una sensación de algo inconcluso, al parecer está relacionado con la persona que causó accidentalmente la muerte del agresor y que al final sale libre sin ninguna dificultad.
    Además, hay algunas frases que deseo comentar:
    - pierna aérea, da la impresión que la pierna es de peso pluma
    - “la frente de la mujer corrían gotitas espesas como miel que morían en la maraña tupida de las cejas: como estalactitas se iban acumulando en sus bordes” La metáfora no llega a convencerme porque las estalactitas son elementos solidificados, además no se acumulan, lo que se acumula es el agua calcárea que luego se solidifica.
    - “Lentamente, el ritmo de las teclas fue sonido de ventilador de techo al apagarse”. No sé, si el ritmo de las teclas se transforman en sonido de ventilador (en la cabeza del prisionero) o si ese ritmo apaga el sonido del ventilador.
    - Yo quitaría “de techo” y dejaría solamente ventilador porque se trata del sonido y especificar que es de techo no agrega nada transcendente, por el contrario sobrecarga la frase.
    Saludos cordiales
    Emilio La Rosa

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  2. Muy bueno tu cuento, Rubén. Verosímil el inicio en oraciones breves(la 1° marca el clima y es sin verbo pero cargada de acción). Un narrador protagonista nos interpela constantemente y hace vivir el episodio; también en pocas pinceladas retrata al Flaco "declamando como un mormón" y a sí mismo.
    El cuento se centra luego en el interrogatorio policial, en las respuestas monosilábicas, en el contrapunto doloroso de las palabras con el teclado de la máquina de escribir y en la evolución de un otro yo que habla incesantemente al ritmo de las teclas. Otro escribiente más hasta que aparece la mujer policía quien, según me parece, está descripta en exceso. Creo que sólo con sus manos bastaría porque el retrato físico opera de modo distractorio. Es muy bueno, en cambio, el juego rítmico de yemas, uñas, astillas y el desdoblamiento que se produce en el narrador, incluso de sonidos pasa a colores: violeta, negro. Quizá forzada la actitud de la mujer al soltarse al pelo, casi un intento de seducción que no me cuadra en lo que es el personaje.
    Tras el interrogatorio, la salida y el encuentro con el Flaco que lo espera con la bicicleta.
    yo bueno del cuento es el clima creado, aunque creo que podrías PODAR UN POCO. Alguien señaló suprimir "de techo" en ventilador y acuerdo.
    Algunas cositas: "Viste que a esa hora en esa cuadra del boulevard se torna peligroso"; sugiero: a esa hora el boulevard se torna peligroso" o "esa cuadra del boulevard se torna peligrosa"; hay algo en la PREPOSICIÓN "EN " QUE NO FUNCIONA TAL COMO ESTÁ USADA.
    "en una reacción que aún hoy no me la explico". El pronombre resulta redundante sin necesidad.
    Buen final, sin sorpresas innecesarias.

    Hasta pronto
    Lila R. Daviña
    1ra Junta 2948 2do Piso
    Santa Fe - La Capital

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  3. Humildemente debo admitir que no he comprendido este cuento. Un tipo medio loco se le abalanza a otro que termina por matarlo accidentalmente. El asesino involuntario es conducido a la delegación de policía. A partir de ese momento el cuento sufre un cambio, no sólo en el tono realista, sino también en el ritmo. De ser un texto de acción, pasa a ser uno de descripción. De ser un texto realista, pasa a ser un relato con tintes fantásticos:


    «los primeros folios quedaron ordenados en un ángulo del escritorio, en equilibrio inestable. Los siguientes, pan caliente, fueron cayendo en el parquet: un manto de nieve se fue formando hacia la madrugada.»

    Doy algunas de mis imprsiones más en detalle:

    Al final del primer párrafo:


    «Decí vos que el gomero vio todo»

    Aquí ocurrió algo gracioso, pensé que se trataba del árbol y creí que era un cuento fantástico.




    «Tendría treinta, treinta y cinco años, por la ropa te dabas cuenta de que no era un indigente, no tenía aspecto de drogadicto ni de marica».

    ¿Qué tiene que ver si era marica?

    ¿Era homófobo el protagonista? No entiendo la alusión, ni el aporte a la historia




    Recién en el cuarto párrafo comprendí que la gomería era una taller de reparación de bicicletas.




    ¿Quién es el gomero, el flaco? Me imagino que sí puesto que fue él quien cerró la gomería. Deduzco que el dueño de la gomería ha de ser el gomero ¿no?




    Me gustan las descripciones que preceden a: ¡El ruido que hacía esa máquina de escribir!

    Gracias a la puntuación la descripción se transforma en tecleo. Muy bien logrado.




    A partir del sexto párrafo el cuento pierde la agilidad a la que los cinco primeros me habían habituado. Es decir más de la mitad del cuento tiene casi como única finalidad el describir.




    En resumen me parece que hay un desequilibrio en el cuento. Ya dije que el localismo gomería y gomero me desorientaron haciendo que tuviera que leer el comienzo varias veces (entiendo que fue una decisión del autor usar esas expresiones, pero me parece importante señalarle el efecto que pueden producir en algunos lectores). Me parece además que hay una cierta complacencia de la parte del escritor en lo que se refiere a comparaciones e imágenes. Probablemente se le dan fáciles, y esto hace que las acumule. Muchas de ellas son muy bellas y muy bien logradas, pero en un cuento se debe ser inflexible. En mi opinión a partir del sexto párrafo se imponen las tijeras.

    Eduarda

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  4. Hola, Rubén,he leído por primero tu relato y me ha gustado el movimiento que transmites, sobre todo al principio y que invita a seguir leyendo para saber qué ocurre luego, aunque después ralentizas en la comisaría, cosa que imagino que era tu propósito, porque logras transmitir la confusión y desasosiego que siente tu personaje y su posterior “despertar” cuando la mujer se presenta. Al terminar de leerlo, me quedé con la sensación de que se adentró en la madrugada y más nunca supe de él, lo perdí, un frenazo inesperado. Repito, el movimiento de tu relato me encantó y has dado en el clavo con el título.

    Una observación: “Una, dos, tres hojas iba llenando ese escribiente y yo contándole…” Un saludo, Susy


    __._,_.___

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  5. Rubén:

    Me gustó muchísimo tu cuento; un tema que puede sucedernos sin que lo busquemos, muy bien narrado. Marqué con verde algunas cosas que suprimiría y en algunos casos escribí cómo lo pondría.

    Se asoma el poeta en el cuento, pero ojo, tenelo a raya porque en un texto corto las metáforas abundantes hacen perder el ritmo. Felicitaciones.

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