jueves, 15 de noviembre de 2012

Bailar con la más fea (Ejercicio)


por Ignacio  
    
         Cuando llegaba la primavera, subíamos al Monte en bici, los domingos. Comprábamos gaseosas, cigarrillos de tabaco rubio el que podía. Las chicas  cocinaban bizcochos perfumados con canela o con vainilla. Cuando en las casas todas nuestras familias dormían la siesta, nos reuníamos pasado el Puente de Hierro, cerca de la dársena del Canal de Castilla. Subíamos los cuatro o cinco kilómetros despacio, animando a las chicas que se cansaban y querían echar pie a tierra en la primera curva. Siempre llegábamos a la cita con la esperanza de que a una de ellas le fallara la bici, o la tuviera rota. ¿Quién de nosotros no había soñado con llevar en la barra a la hija de Arguello, el profesor que daba Ciencias Naturales? El cuerpo echado hacia adelante, la boca rozándole los caracolillos de la nuca, la respiración jadeante en sus oídos, y las rodillas subiendo y bajando, subiendo y bajando, rozándole los muslos o las nalgas. El cielo nunca nos hizo ese regalo.
Araceli, la hija del alguacil de la Audiencia, no tenía bici, y sin embargo nadie le propuso nunca montarla en la barra, no nos gustaba a ninguno. Era flaca, con la cara manchada de pecas sin gracia, un flequillo que le tapaba la frente y casi los ojos. Ella trataba de quitárselo de delante avanzando el labio inferior y soplando hacia arriba, como si le molestara una mosca y no pudiera espantársela con las manos. No tenía tetas, o si las tenía se las arreglaba para que no se le notaran, andaba encogida, con los hombros echados para adelante y la cabeza gacha.  

Sin bici, Araceli subía al monte en el autobús de los tuberculosos. La gente lo llamaba así porque lo cogían los familiares que iban al sanatorio a visitar a sus enfermos. En aquellos tiempos de posguerra, todo el mundo tenía algún pariente tísico. Habían construido el sanatorio allá arriba para que los tuberculosos sanearan sus pulmones respirando aire puro con olor a jara y a tomillo; pero sabíamos que ninguno o casi ninguno regresaba, se consumían poco a poco y al final se morían escupiendo sangre. Una monjita sostenía la palangana de loza blanca mientras recitaba las últimas jaculatorias.
Araceli subía un tocadiscos a pilas, media docena de discos pequeños que duraban lo que dura una canción. Sin tocadiscos Araceli quizás nunca hubiera formado parte del grupo, y supongo que ella lo sabía. Lo que no sé si sabía es que nosotros echábamos a suertes para saber quién tenía que bailar con ella, la chica fea, dueña de la música.
Preferíamos los boleros. Era más fácil arrimarse a la chica, apretarla poquito a poquito como quien no quiera la cosa hasta sentir sus tetas bajo la ropa o atreverse avanzar una pierna entre las de ella. Las parejas —cinco o seis— nos íbamos alejando del tocadiscos que chirriaba a todo volumen en un claro entre los chaparros; a una corta distancia ya no se oía la música, pero eso nos no importaba, hacíamos como si la oyéramos y nos movíamos al ritmo de nuestro corazón acelerado pumba pumba pumba. Nunca he vuelto a sentir al lado de una mujer la turbación que sentía bailando en el Monte con una de nuestras compañeras de clase; ella echaba la cabeza hacia atrás y fingía que miraba el cielo azul mientras se dejaba llevar lejos, cada vez más lejos del claro donde sonaba el tocadiscos.

Un domingo de finales de junio, ya casi terminado el curso, me tocó bailar con Araceli, la chica fea, dueña de la música y guardiana del tocadiscos. Hacía calor. Se podía oír el chasquido de las ramas secas que se quebraban solas, la huida de un lagarto entre la maleza, las vibraciones de la línea de alta tensión que pasaba sobre nuestras cabezas, el motor del autobús que doblaba  la última curva. Araceli puso la música y todos los ruidos desaparecieron tragados por el altavoz. No sé por qué eligió un vals, el Danubio azul... o no, creo que fue el Vals de las flores, el del Cascanueces. Las parejas se alejaron bailando como siempre; Araceli y yo permanecimos de pie al lado del tocadiscos. Nunca me había fijado en sus ojos, medio ocultos por el flequillo lacio que le caía sobre la frente. Ojos almendrados, tristes. Es lo único bonito que tiene, pensé. Avancé una mano para atrapar la suya y empezar a bailar, pero Araceli se agarró a mí, para decirlo con un lugar común, como el náufrago que se agarra a una tabla de salvación: me echó los dos brazos al cuello y pegó al mío su cuerpo que yo imaginaba frío y seco, pero que me contagió una fiebre extraña, desconocida. Rodeé su cintura y permanecimos casi inmóviles, quizás sólo siguiendo el ritmo del vals con un leve balanceo. A medio vals apoyó su cabeza en mi hombro, la sentí temblar y me imaginé que trataba de disimular un sollozo, que lloraba por su horrible flequillo, por sus hombros canijos y su cuerpo enclenque, pero entonces la oí toser, una tos seca y convulsa que me estremeció y me causó pavor.
Ella notó mi repelús porque me soltó. Dio una patada al tocadiscos y salió corriendo hacia la carretera. Su silueta entre los chaparros parecía la de una marioneta, pobre espantapájaros que huía del ataque de unos pajarracos invisibles.
Al cabo de un rato fueron llegando los demás, acalorados. Al verme cerca del tocadiscos destripado no se atrevieron a preguntarme. La hija de Arguello, sin embargo, se me acercó y en voz baja me dijo señalándome el cuello con la mano:
—Tienes sangre en la camisa.

Araceli no volvió a clase. Al terminar las vacaciones nos enteramos de que estaba en el sanatorio de los tuberculosos. En casa no me dejaron ir a verla.

3 comentarios:

  1. Hola Ignacio,

    me ha gustado tu cuento. Me has trasladado a otra época y me has recordado la obra El Jarama.

    Abajo te indico alguna sugerencia:


    Era flaca, con la cara manchada de pecas sin gracia, (te sugiero cambiar el orden "Era flaca, sin gracia, con la... o bien, poner una coma que separe "pecas" de "sin gracia)

    Habían construido el sanatorio allá arriba para que los tuberculosos sanearan sus pulmones respirando aire puro con olor a jara y a tomillo; pero sabíamos que ninguno o casi ninguno regresaba, se consumían poco a poco y al final se morían escupiendo sangre. Una monjita sostenía la palangana de loza blanca mientras recitaba las últimas jaculatorias. (Si me permites, la última frase me gusta más unida a la anterior. Para que no quede tan larga cortaría tras "regresaba". Te muestro:" Habían construido el sanatorio allá arriba para que los tuberculosos sanearan sus pulmones respirando aire puro con olor a jara y a tomillo; pero sabíamos que ninguno o casi ninguno regresaba. Se consumían poco a poco y al final se morían escupiendo sangre junto a una monjita que les sostenía una palangana de loza blanca, mientras recitaba las últimas jaculatorias".)

    Un domingo de finales de junio, ya casi terminado el curso, me tocó bailar con Araceli, la chica fea, dueña de la música (no creo que sea necesario repetir lo de la chica fea, ya ha quedado claro anteriormente)

    para decirlo con un lugar común, (esto lo quitaría, sin esa acotación se entiende)

    parecía la de una marioneta, pobre espantapájaros ("parecía la de una marioneta, la de un pobre espantapájaros")

    El final... yo acabaría tras el diálogo eliminando el último párrafo. Tiene más fuerza.

    Un abrazo,
    Montse Villares

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  2. Relato muy bueno, y comentario igual de bueno. Yo sobre todo quitaría lo del lugar común,dejaría lo de la palangana y acabaría el cuento como dice Montse. Me ha gustado mucho.

    Un saludo.

    Cesar G.M.

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  3. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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