jueves, 15 de noviembre de 2012

Craso error (Ejercicio)


por Lidia



Eran gemelas. Dos gotas de agua. Sin embargo si algún distraído encontraba sólo semejanzas era porque no las conocía como nosotras.
Una permanecía siempre sobre los rieles de una búsqueda que consideraba de antemano interminable. Sus preguntas ansiosas tejían todo tiempo vacío. Recelosa, le ordenaban el espacio en que acostumbraba moverse. Había aprendido que las respuestas no eran importantes, que los signos de interrogación eran el único combustible vital, y observaba como águila cada detalle para atraparlo y hacerlo suyo. Pero no era lo que se dice una neurótica.  Era una mujer de preguntas y de señales. Preguntas que monótonas, dulcificaban los oídos como si los demás fuésemos Ulises amarrados al mástil.
La hermana tenía todas las respuestas y las seguridades. Se cuestionaba e ignoraba poco y nada. Su saber era inagotable y siempre asombroso. Casi no hablaba; creíamos que en insomnio constante, se alimentaba sólo de libros. Con el tiempo la descubrimos tímida, hasta vergonzosa. En su mundo parecía no existir el miedo. La confianza serena que sentía, tranquilizaba los ánimos revoltosos.
Ambas eran bellas, cada una a su manera. Las dos reían con soltura. Según después lo demostraron, eran dóciles ante el cariño y fuertes ante las contrariedades. Tantos años de amistad nos habían permitido saber, fácilmente, quién era quién.
Un día apareció él, mucho más joven que los demás, un sabihondo de dudas y para decirlo poéticamente, “interminable de penas y caricias refrenadas”. Las conoció al unísono como a un dueto de violín y cello. Aceleraron su respiración y su pensamiento. Nosotras fuimos testigos. Como fuertes tentáculos, sus brazos ajustaron dos cinturas hacía tiempo, vacías. Para qué decirlo, otros hubieran querido conquistarlas, pero ninguno era lo bastante para cualquiera de ellas. 

El nuevo no podía elegir una presa y soltar la otra. Además, creemos que nunca le importó distinguirlas. Las dejaba hablar, interrumpiéndose entre sí, entusiasmadas por el hecho de ser escuchadas sin apuro. No parecieron recordar las tantas ocasiones en que Juan y Raúl lo habían hecho. La ilusión del enamoramiento, pensamos. Respondía preguntas interminables de una y buscaba respuestas en la otra. El destino había preparado para él, nos confiaba, la plenitud ansiada por todo hombre. El cielo y la tierra. La serenidad y la inquietud. La pasión y la frialdad. Aunque no sabía cuál era cuál. No era importante, pensaba. Craso error.
De pescador se convirtió poco a poco en carne de anzuelo.
Observamos desconcertadas cómo ambas comenzaron a compartir el calor de su cuerpo, la expresividad intencionadamente silenciosa de su mirada, el tiempo que se les hacía corto a su lado, la escucha paciente y la palabra acertada. Nada parecía impedir el flujo suave en ese triángulo. Nosotras éramos tres comadronas comentando los laberintos de la nueva relación.
De a poco, los lugares de encuentro se convirtieron en propiedad conjunta. Los tres empezaron a habitar un lugar al que llamaron hogar.
Hasta que él hizo la primera pregunta a quien no tenía ni quería tener respuestas y, sin prudencia, despertó dudas en quien no las poseía. Mala decisión en un momento erróneo. Estábamos ahí. Nadie respiró: el tiempo se nos hizo interminable.
Por una semana dejamos que el ambiente se pacificara. Según los rumores que ‘corrieroncomoliebre’, las hermanas descubrieron casi sin buscarlo, que una caricia entre ellas les despertaba la misma sensación que las de él. No lo pensaron dos veces. Lo echaron sin piedad.
            Derrotado, el siguió su camino de hembras.


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