sábado, 15 de diciembre de 2012

Ejercicio diciembre 2012



por Mirta Leis

Los dedos regordetes de Andrey acarician el teclado deteniéndose cada tanto para apretar alguna tecla y sonreír. El sonido aleatorio se transforma casi en una melodía para su abuela que lo mira embelesada.
−¿Te gustaría aprender a tocarlo?−le dice mientras se acerca y hunde sus dedos en los rulos rubios y largos del pequeño.
−Sí, enséñame−ordena el niño mientras se estira un poco para poder descubrir ese mar blanco y negro lleno de sonidos.
Doña Ekaterina se sienta en la banqueta y con uno de sus brazos sube al crío a su regazo. Hábil aún con el instrumento interpreta una alegre melodía y luego, suavemente, conduce las manos del chiquitín a la aventura de la música.
Todos los días durante la siesta, cuando el sol pinta los verdes de brillo, frente al ventanal abierto a la luz, la paciencia de la abuela rinde frutos y Andrey dibuja sube y bajas en el piano mezclando los sonidos con el canto de los pájaros.
A Ekaterina le gusta pasar largas horas junto al río cercano a la ciudad. Desde allí divisa las altas masas cubiertas de ventanas que emergen entre la arboleda, las lejanas chimeneas de Chernóbil humeantes día y noche, la gigantesca rueda del parque que hace las delicias de chicos y grandes en Pripiat.
−Sin dudas han hecho un buen trabajo− piensa, aunque como de costumbre termina su caminata a orillas del río con las mejillas húmedas por el recuerdo…Nunca quiso dejar su humilde casa, pero su único hijo, recién recibido de ingeniero y de padre, quiso darle un nuevo hogar en Pripiat junto a su mujer y al recién nacido.
Era Andrey su vía de escape cuando los recuerdos parecían robarle fuerzas a sus días. Ese chiquitín necesitado de brazos cariñosos mientras mamá y papá trabajaban, ocupaba casi todos los momentos de sus días.
El niño, como su abuela, aprendió a amar la música,  la transparencia del río, las mariposas, las flores silvestres y hasta los rugidos de los animales salvajes que poblaban el bosque cercano. Su vida en aquella ciudad moderna y rodeada de tanta naturaleza era feliz y placentera. Cada mañana asistía a clases poco después de que sus padres se marchaban a trabajar a la planta. Allí llegaban día a día casi todos los adultos de la ciudad para cumplir sus tareas. Ella, imponente, dominaba el paisaje desde el horizonte: chimeneas altas, grandes, grises, como una cadena montañosa de volcanes vivos humeando etéreas e inocentes caracolas blancas.
Junto a su abuela, Andrey crece en estatura y en arte, tanto, que es número puesto en cada fiesta escolar, en cada acto, en cada velada que se hace en la ciudad. En pocos años, el teatro lo recibe con su gran piano de cola y su magia de luces, butacas y cortinados. Los aplausos y  los elogios se multiplican una y otra vez en cada recital. El rubio jovencito ya está listo para seguir creciendo junto a grandes maestros en Suiza.
Ekaterina lo acompaña con su incondicional cariño y su fortaleza sin pedirle permiso a los años. Otro tiempo, otro idioma, otro paisaje, otra cultura y el mismo amor por la música forman su nuevo nido lejos de casa.
Fue estando en Berna cuando sucedió todo. Una falla en el reactor y la melodía triste del adiós a sus padres instalada entre los dedos como único consuelo.
La radiación fue comiéndose mordisco a mordisco  el paraíso. El río se hizo espejo de una ciudad vacía que el tiempo fue pintando de grises y dolor. Los pinos viraron del verde al rojizo, la vida se hizo fantasma entre las paredes guardando ecos de tiempos felices.
Andrey intenta proteger a su abuela, pero el dolor fue minando sus huesos  de la misma manera que la radiación corroe a los seres vivientes. Su mirada fue haciéndose distante hasta que se perdió en algún recoveco de los recuerdos para no regresar nunca.
El piano ofreció el único refugio para sobrevivir y los dedos, ahora largos y finos, recorrían el teclado como una lluvia triste hasta que el tiempo supo darle una pizca de consuelo.
Los mejores teatros del mundo se transformaron en su casa, Su música, perfecta, armoniosa y pulida fue aplaudida en los cuatro puntos cardinales. Andrey, el pianista de Chernóbil, hizo las delicias de los entendidos de la música y llenó los bolsillos de sus hábiles promotores.
Con dinero la vida es a veces más fácil, y si bien no llena los huecos de los sentimientos, logra cubrir la mayoría de las necesidades y de las ocurrencias. Por eso, años más tarde, cuando todo parecía haberse olvidado decidió visitar su pueblo natal. No era una simple ocurrencia, pero a los ojos de ciertos agentes de viaje que organizan aquello que el cliente quiere, sin dudas lo era.
El 12 de Octubre de Dos mil diez, a bordo de una camioneta de doble tracción que le procuró Mykola, su ocasional guía, penetró los perímetros cercados de Pripiat.
           A lo lejos, un sarcófago encierra las otrora humeantes chimeneas. El sendero cubierto de piedras serpentea a orillas del río, ese, que tanto recorrió prendido de la mano de Ekaterina. A un lado, el Bosque rojo se mira en las aguas de aspecto inocente donde el cielo duerme la siesta.
           Las primeras casas lo miran llegar desde sus ventanas rotas. Se detiene en la plaza principal. Las losetas grises se han levantado en partes y dejan entrever rastros de pastos que intentan colonizar la vida. Camina despacio, todo es allí como una postal mal dibujada, la ciudad respira muerte y abandono.  No están las luces de colores adornando la gigantesca rueda, ni se escuchan los niños corriendo por la plaza.
           A un costado de la jefatura se alza el teatro, ese, que lo viera tantas veces sentado frente al piano de cola. Ya no hay puertas, seguramente a causa de los depredadores de costumbre, la luz del sol es el único reflector de la velada, la banqueta está caída en el escenario y un montón de butacas destruidas conforman el mudo auditorio.
         Andrey camina titubeante. Los recuerdos se agolpan en su mente. Las telas de alguna araña caprichosa forman un velo que cae desde la lámpara central, el verde de los tapizados de alguna butaca lo estremece y los recuerdos se agolpan llenándolo de alegrías pasadas.
El piano parece esperarlo. Sube despacio los tres escalones y se sitúa en el centro de la escena mirando  la platea.  En primera fila su abuela, temblando como siempre, a su lado Ivan, su padre, alto, corpulento y escondido tras los gruesos cristales de sus lentes. Junto a ellos Olena, su rubia madre de ojos verdes y mojados, envuelta en un chal blanco como su piel.
Andrey toma la butaca que está caída a un costado del instrumento y se sienta frente al piano. La tapa rechina el levantarse  y un insecto pequeño se dispara entre las cuerdas. Una partitura imaginaria se abre en la primera hoja y dispara pentagramas a las manos del pianista.
El teatro está lleno y palpita la música que sale de sus dedos. La ovación lo estremece. La sala entera aplaude el concierto. Sus ojos se cruzan con los de Ekaterina que se ha puesto de pie en el acorde final. A su lado, sus padres se abrazan y saludan con una mano en alto.
Con los ojos llenos de lágrimas  Andrey baja a la platea, pero ellos ya no están allí. Cabizbajo se dirige hacia la salida sin poder controlar esas dos pequeñas lagrimitas que terminan por humedecer su cuello.
Las ruinas del teatro vuelven a abrumarlo y camina ahora rápidamente hacia la puerta.
Su imaginación le ha permitido ver a los suyos y de algún modo, despedirse tocando para ellos ese adagio que tanto les gustaba.
−Hice bien en venir−se dijo, este cementerio gris me devolvió el verde de los ojos de mi madre.
Afuera lo espera Mykola fumando junto a la camioneta.
−¿Nos vamos?−pregunta aplastando la colilla con las botas. Andrey sube sin decir palabras y desliza una última mirada a la ciudad vacía.
Después de cruzar el bosque, un camino de tierra los lleva de retorno al hotel. Andrey, todavía en silencio, extiende dos billetes al guía y se dispone a entrar.
Mykola le agradece y haciendo un gesto de espera con las manos, saca el escaso equipaje del auto.
−Nuevamente olvidas tu cámara y el bolso−le dice sonriendo, menos mal que recordé buscarlos cuando los dejaste olvidados en el teatro.
Ya en la habitación, Andrey descubre que por un costado del bolso se asoman los flecos de un chal blanco.

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