sábado, 15 de diciembre de 2012

Realidad virtual (ejercicio)

por Ignacio (ejercicio diciembre 2012)



No imaginábamos que la realidad virtual pudiera gastarse y envejecer. Por eso ya casi nadie vivía en el mundo real, o apenas pasaba en él unos minutos. Hasta el Vaticano con sus curas y sus monjitas de la caridad habían creado un cielo virtual. Uno podía entrar al paraíso prometido con un clic de ratón y estarse allí toda una eternidad escuchando embobado los cánticos de los vejetes del Apocalipsis, que tañían sus instrumentos de piedra. Los aficionados a las películas de terror ingresaban a un infierno de llamas incandescentes hechas de píxeles fosforescentes y escuchaban cagándose de gusto los alaridos sintéticos de unos condenados virtuales.
Yo poseía una sala de conciertos virtual. En realidad era un galpón medio destartalado porque nunca aprendí diseño informático. Me lo monté con objetos de desecho, que flotaban en la red como restos de satélites en el espacio sideral, chatarra cibernética en estado de apesantez. Sillas olvidadas, sillones que se habían caído de un vídeo de youtube, ladrillos y tablones que yo encontraba en papeleras virtuales. Pinchaba y los arrastraba hasta mi galpón para ir creando y decorando mi sala de conciertos virtual. La paleta de colores era tan infinita (si lo infinito admite un más y un menos) que mi sala parecía un arcoiris no de siete sino de siete mil millones de colores. De las paredes colgué cuadros de chicas desnudas, de guapísimas modelos, que abundaban como las sardinas en el mar. No se necesitaban clavos, no más acercaba el cuadro, soltaba el botón del clic y la Marilyn Monroe se quedaba pegadita a la pared sonriéndome virtualmente.
Yo (es decir mi yo virtual) me sentaba al piano (lo había comprado en una subasta virtual, pero no tenía cuerdas ni martillos) y durante horas y horas tocaba piezas de Chopin ante un publico virtualmente embelesado. Bueno, en realidad yo no tocaba nada, me conectaba a una radio virtual que difundía un hilo musical sin principio ni fin con las obras del músico. Entre la multitud de anónimos virtuales que acudían de las cinco partes del mundo a admirar mi virtuosismo, yo coloqué una admiradora de mi propia invención, una muchacha suave y romántica de pelo castaño y ojos color de miel. Laura, pues ese era su nombre, se enamoró de mí, con un amor virtual que es mucho más sabroso que el amor romántico, un amor donde no hay sexo sino únicamente amor, no sé si ustedes me entienden.
La tragedia sucedió porque entre el público había un tipo celoso de ese amor nuestro tan inmaterial, tan inmortal, tan virtual. Él venía del hosco mundo real, se llamaba Félix y era feo como un escarabajo. Se encaprichó con Laura, su piel transparente, impalpable, su respiración divina: le entraron unos celos teatrales, de modo que decidió sabotear nuestra felicidad. Un tarde acudió al concierto con un segundo escondido en el bolsillo del pantalón, un segundo real –tic tac– robado de un reloj real –tic tac–, y sin que nadie lo viera lo sacó y lo depositó con cuidado en el suelo, a sus pies.
Y ahí sucedió el desastre. En el mundo virtual, el segundo tenía que haber muerto como muere un pez fuera del agua. Sin embargo aquel segundo  lastrado con los odiosos celos –tic tac– rodó por la suave pendiente del suelo, primero despacio, luego deprisa, cada vez más deprisa: el tiempo real, al colarse en el mundo virtual, multiplicó su velocidad de modo imparable... En pocos minutos, siglos de ruina y abandono asolaron mi sala virtual súbitamente envejecida y deshecha. Las chicas guapas se despegaron y el huracán del tiempo aventó las hojas; los vidrios opacados del ventanal estallaron, dejando entrar chorros de luz abrasadora que borró todos los colores; las paredes se desconcharon, llovía polvo sucio desde el techo. Los sillones se destriparon y sacaron sus resortes oxidados, como garras que buscaran un asidero; una viga que se desprendió del techo hizo picadillo a la pobre Laura. Los espectadores despavoridos huyeron a refugiarse en el mundo real donde el tiempo fluía con mansa placidez. Cerré los ojos. Cuando los volví a abrir, solo el piano seguía allí, en medio del escenario, como un dinosaurio cansado. Entonces saqué esa foto que ustedes ven. No sé si es una foto real o virtual. Yo mismo no estoy muy seguro de ser quien soy. Pero recorreré todos los millones de mundos posibles para encontrar a Félix y estrangularle con mis propias manos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Redacta o pega abajo tu comentario. Luego identifícate, si lo deseas: pulsa sobre "Nombre/URL" y se desplegará un campo para que escribas tu nombre. No es necesaria ninguna contraseña.