Antonio tomó como arma defensiva, ante la
incriminación, un candelero y con él golpeó a los policías y huyó presuroso en
loca carrera.
¿Qué haría ahora? Lo tenían acorralado y
el un simple oficinista, sin imaginación, no tenía ni la mas tímida idea. El siempre tan correcto estaba huyendo de la
ley de los hombres. ¿Acaso la justicia divina también lo condenaría?
Antonio deambuló y se quedó huérfano de
tiempo, nadando en su hoy, viviendo la exageración de un instante.
El río se expandía sin culpas desde vaya
uno a saber el sitio, hacia quién sabe dónde, y Antonio lo sentía suyo. Amaba su salvajismo vertiginoso. Se miro en él
y el río se apropio de su alma.
Se lanzó sin temor al abismo torrentoso de
agua. Fue uno solo con la corriente que lo incluyó,
desando la senda paralela a él. Empujado
por la incomprensión de un mundo que justificaba la traición, recorrió con
furia la montaña.
Él cielo se acercó a él. Creyó que las
nubes lo acunaban.
Las orillas se alejaron tanto que dejaron
de verse.
Antonio ya no era él sino parte de un todo
sin llegar a ser agua. Su corazón dejo
de latir. Tal vez ahora los dioses le
perdonarán su asesinato.
Pensó si es que se piensa después de la
muerte, que se había hecho justicia y feliz brindó por ello con Dios… Tal vez
con el demonio… Vaya uno a saber
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