lunes, 1 de octubre de 2007

Señora de ida y vuelta

Norberto Zuretti

      La primera vez sucedió en el ascensor mientras regresaba de la azotea con la bolsa repleta de ropa y un olor fuerte y cálido a sol seco apretujado entre los brazos. Fue apenas una distracción sin previo aviso, igual a esas idas que a menudo le dan mirando la tele cuando no atiende a las propagandas y de repente sabe que hubo un salto, pero ya está de nuevo la Benedetto y no le importa. El punto rojo corría por el 14, el 13, el 12. Su piso era el noveno y ella seguía el desplazamiento de la luz con esa digna apatía de los hipnotizados. Llegó el 9 y un dedo que resultó suyo ya apretaba el botón de la planta baja, donde el mismo dedo travieso no dudó en apretar el 19. La repetición de sí misma desde el otro lado del espejo se esforzaba en una mueca cercana a la sonrisa. ¿Tendría realmente un aire interesante de señora de casa, como le decía el cobrador del club? Ya había decidido arreglarse el pelo a fin de mes, no es posible que las nenas la traten siempre de desprolija y Emilio les dé la razón en silencio -porque el que calla otorga- detrás del diario o llenándose la boca de comida. Cuando el ascensor alcanzó el último piso, el mismo dedo juguetón volvió a encontrar el botón de la planta baja. El pelo, ¿le quedaría mejor corto con rulitos, o un poco largo y con flequillo? Le preguntaría a Paola, quien con sus diez y siete recién estrenados ya tiene una vocación especial a la coquetería. Luciana, en cambio, tan muda, tan odiosa..., pero apenas si cumplió los trece y ya tendrá oportunidad de avivarse como la hermana. La sexta o séptima vez que su dedo reincidió en los mismos botones, en el 19 subió el portero arrancándola de esa ensoñación lerda y de la bolsa con sábanas y camisas que le entibiaban el pecho.

      Uh, perdón, señora. ¿La traje para arriba?
      Y..., sí, don Manuel, mintió ella recuperándose, pero no importa, no se aflija, lindo día, ¿no?
      El portero le abrió la puerta en el noveno diciéndole que sí, que lindo día y algo de las expensas y de una reunión de consorcio, pero ella no lo escuchó mientras descendía tratando de asimilar esa reciente frustración confusa y tonta. Antes de entrar al departamento sintió la necesidad absurda de volver al ascensor, pero don Manuel podía regresar enseguida y cómo explicarle, qué explicarle si apenas eran unas ganas locas de subir y bajar y estarse ahí nomás quieta en esa paz solitaria de arriba abajo, planta baja y azotea, zumbido y freno. Dos o tres veces ese día se sorprendió con las mismas ganas y tuvo mucha vergüenza. De noche tarde fue en un par de oportunidades a la cocina a tomar leche tibia a ver si le venía el sueño. Emilio no cesaba de roncar, Luciana dormía con la radio encendida, Paola aún no había vuelto.
      Decir que hay varios sitios con escaleras mecánicas y ahí es más difícil que a una la reconozcan. Porque a la semana siguiente le pasó lo mismo una tarde en Fravega. Si hasta pensó que la cosa venía por el lado de los paquetes, de ir cargando algo en los brazos. Pero no, porque la vez que le dio en Paseo Alcorta no llevaba nada en las manos. La cosa surgía así de golpe, como un diapasón al revés que comienza desde la distracción total hasta que se instala y entonces ella ya está comprometida en el ciclo y no hay tu tía. Pensó en consultar a la uruguaya del décimo que anda en todas esas cosas de tirar las cartas y leer las manos, pero la descartó enseguida porque seguro volvería a insistir con lo de Emilio y su propia vida de es-lava atendiendo al marido y a las hijas. Con Emilio ya había comprobado que era inútil, si la otra noche apenas sin entender lo que ella le contaba le dijo que se hiciera ver urgente y que averiguara bien si no era contagioso. Contagioso, pero... ¿qué se habrá creído?, mejor si acaso fuera contagiosa esa paz mansa, ese alivio dulce. Paola tampoco iba a entenderla, sobre todo ahora que no hace más que hablar de Marcos, suspirar Marcos por todos los poros, soñar a Marcos, no comer por Marcos, querer solamente querer a Marcos. ¿Y Luciana, de qué otra cosa sería capaz de hablar Luciana en estos momentos, que de su reciente primera menstruación? La del 5to. B, esa que se separó el año pasado con tanto escombro, le recomendó un psicólogo, pero tampoco le prestó atención, meta hablar de Freud y de Lacan como si realmente supiera. Lástima Olga y Atilio viviendo tan lejos, apenas una visita a Buenos Aires cada tres o cuatro meses y después toda la ausencia, esa lejanía gratuita con sabor a espera y a poco.
      Donde el asunto se volvía complicado era en las escaleras del subte, sobre todo en aquellas estaciones en que tenía que volver a colocar fichas antes de cada paso, y más todavía si esa vez le había dado fuerte. A menudo pasaba y las ganas eran verdaderas ganas, entonces la ansiedad de ir y venir parecía no acabarse nunca a pesar de los tipos de la boletería que siempre terminaban sospechando algo. Pronto descubrió que un buen sustituto del ascensor y la escalera eran las colas, entonces por las mañanas buscaba los bancos o alguna sucursal de servicios donde siempre había que esperar más de treinta personas. Cuando le tocaba el turno se disculpaba con cualquier excusa y volvía al final de la fila o a retirar un nuevo número. De todas formas, durante el transcurso de su búsqueda de nuevos métodos, no pudo abandonar el ascensor y cada noche cerca de las dos de la madru-gada, cuando los ronquidos de Emilio retumbaban constantes, ella se levantaba en silencio y a oscuras y descalza para el rito solitario y nocturno del arriba abajo y ese agotamieanto suave que venciera al insomnio si acaso antes no se cruzaba con Paola despidiéndose de Marcos, apretujada a Marcos, a los besos con Marcos, descarados y sin aliento.
Pero, mamá, ¿qué hacés?
      Bajaba a buscarte, nena, ¿sabés qué hora es?
      Buenas noches, señora.
      Vamos, nena, a dormir.
      Ya va, señora.
      Ahora, dije.
      Chau, tri tri, hasta mañana.
      Besito, bichi.
      A dormir, te dije, que no son horas.
      Ufa, qué rompe forros.
      Dale, vamos.
      Pero señora.
      Y al final sucedió lo previsible, Paola quedó embarazada. Claro que a ella no se lo contaron y tuvo que enterarse atando cabos de conversaciones aisladas entre hermanas, silencios, lloriqueos y otros síntomas. Para ese entonces ella tenía un programa estricto sobre el pago de servicios públicos y otras yerbas y andaba de aquí para allá de fila en fila. Había descartado los taxis porque atentaban contra su modesta economía, pero le había tomado el gustito a los colectivos y después del cierre de los bancos se permitía un 86 hasta Laferrere y la vuelta al centro para repetir hasta ya entrada la noche y pasada la hora de la cena. Así fue que tuvo que asumir que su presencia en la casa era absolutamente prescindible, ni Emilio ni las nenas reclamaban algo. Seguramente se habían puesto de acuerdo y algún día le iban a venir con todos los reproches juntos, aunque el tiempo fue pasando y las críticas no llegaban. Ella, por supuesto, tampoco dijo nada sobre el embarazo y el raspaje, porque también se enteró de lo del raspaje de Paola, ya era mayorcita qué joder, con eso aprendería a cuidarse. Lástima Emilio, tantos años juntos, siempre creyó que él reaccionaría, algún grito, una cachetada, esas cosas de poner a tiempo los puntos sobre las íes..., pero tampoco, apenas esa ignorancia sin retorno, la dejadez definitivamente instalada. Incluso, a medida que su tiempo se llenaba más de filas, de colectivos y ascensores, empezó a verlo con camisas arrugadas y botones descosidos, a Paola y a Luciana nunca le habían gustado las labores de la casa, pero lo intentaban, vaya si lo intentaban. No tardó en comprobar el revuelo en la cocina, los platos rotos, la heladera vacía. Suerte que ella se conformaba con un par de zanahorias al volver muy tarde, o con un poco de       arroz blanco que costaba poco preparar.
Cuando la necesidad se le hizo más asidua y el hábito ya se le había convertido en adicción, ella o ellos cambiaron. Claro, tanto tiempo sin verse, sin cruzar un saludo, la libido dormida. Pero fue cosa de las nenas, Emilio que va, obtuso y cerrado como buen descendiente de vasco, ni un gesto, ni un reproche, siempre tragándoselo todo. Las chicas empezaron a turnarse para alcanzarle algo de comida al mediodía. A veces era Paola con su tarta de jamón y queso en medio de las palomas de Plaza de Mayo, entre las colas en el Banco Hipotecario y el inicio de los viajes en subte. Otras tardes era Luciana con su tortilla de acelga. No podía asimilar cómo estaba cambiando Luciana, poniéndose tan, tan. Ya no le quedaban granitos y era igual a la hermana en los modales, para colmo usaban la misma ropa, cosa de no creer el crecimiento acelerado de las nenas, si le parecía nomás ayer cuando las llevaba con Emilio al zoológico y querían saber el nombre de todos los bichos, y encima las dos con esa manía repulsiva de gustarle aquellos sucios monos con cara de boxeador, el culo rosado y tan descaradamente pajeros. Los almuerzos del mediodía eran una especie de recreo. Había abandonado los trayectos en colectivos, el subte era muy cómodo, viajaba más gente y se hacía fácil pasar desapercibida. Pronto reconoció que era mejor pasar desapercibida. El primer encuentro casual fue con la Negra Tota y se le vino el alma al piso tratando de convencerla mientras le soportaba la cara odiosa de superada, el apartarse repentinamente como si ella tuviera el Sida. Con su primo Marcelo en el 60 y con Maria Laura en un vencimiento de algo la cosa vino parecida. Entonces supo que no había caso, que era mil veces mejor el silencio, el anonimato de las horas pico y las elecciones azarosas. Lo extrañaba a Emilio, lo deseaba..., pero por las nenas sabía que no cambiaba, todavía se negaba a hablar de ella y estaba volcado de lleno al asunto de la jubilación. Pobre..., él sí que se desesperaría cuando lo alcanzase el ocio, nunca se había quedado quieto.
      Pocas veces dudó, aquello se le había pegado fuerte. Un domingo por la tarde llegó hasta su departamento y los olores de siempre casi casi la sacan de sus cabales. Las frituras del 3ro. C repitiéndose penetrantes igual que el asado invariable del patiecito en planta baja al fondo, el insoportable desodorante de ambientes de don Manuel. La cera, la pintura, las radios, los televisores. El ascensor. Las voces. El ascensor subiendo para huir de la música a todo volumen, los partidos, las carreras, la enceradora, los portazos. El ascensor otra vez hasta la azotea alejándola del noveno y de los gritos inconfundibles de Emilio, porque había reconocido a Emilio en medio de ese batifondo, ¿qué estarían haciendo las nenas? El ascensor deslizándose por un nuevo mundo mecánico de sonidos y aromas, olor a ascensor, a pasadizo oscuro, a caída controlada y vértigo liviano llegando abajo para una vez más arriba y nuevamente abajo y arriba con esa paz circular del subir y bajar en el estómago y en la sangre hasta encontrarse por fin ella en el espejo abriendo los ojos a un universo de calma, a esa necesidad repentina de ganar la calle y alejarse, sedada, con un goce insólito que no deja de desplazarse por sus poros como el abuso de cualquier picazón traviesa.
      En una oportunidad, las chicas tomaron confianza y trajeron a colación el asunto de que ya iba siendo tiempo de empezar a pensar en el regreso, que al fin y al cabo sería otra ida y vuelta y que todo en la vida era una ida y vuelta, que a ella qué le parecía. Emilio estaba cada vez más preocupado y sobre todo ahora jubilado y el día entero en casa. Ella, por supuesto, no iba a aflojar, justo que acababa de tomarle el gustito a los trenes y a las múltiples variantes que le permitían alejarse por rumbos desconocidos, parajes cautivantes como José C. Paz, Carlos Spe-gazzini, San Antonio de Areco. Y encima esa posibilidad infinita de no cambiar ramales y regresar a Constitución luego de haber viajado por el Sarmiento y una combinación de subtes y túneles. Era como si la cosa se completara definitivamente, todas las piezas ensambladas con armonía incaica, y esa vieja cuestión de salir a explorar con las espaldas cubiertas, el ancla segura y la ingenua satisfacción infantil de conocer el terreno, de no tener miedo a perderse.
Con el tiempo le pareció comenzar a encontrar rostros conocidos, enseguida pensó en otros como ella y al principio se sintió invadida, buscó nuevos circuitos y otros horarios. Luciana y Paola, cada vez con más firmes propósitos de rescatarla, traían sus mejores sonrisas y algún regalo cada tanto, la lechuza de cerámica, el libro de Herman Hesse que siempre había querido leer. Entonces le costaba mucho no capitular, mantener fría la firmeza con que elegía si subte o tren, si ascensor o escalera mecánica. Al fin y al cabo eran sus hijas, su familia. Luciana fue la que le dijo que iba a hablar con el padre. Esa vez estaban en Constitución y ella, totalmente embobada con los nuevos trenes eléctricos, no le dijo ni que sí ni que no, demasiado atractivo el tapizado rojo y la limpieza resplandeciente. El viernes se encontró con las dos hijas en Plaza Once y le avisaron que al próximo encuentro del domingo iban a acudir con el padre.
      Cómo que con Emilio, preguntó ella.
      Si, ma, pa quiere verte.
      Y no nos costó convencerlo.
      Pero..., pero...
      Si hasta debería estar esperando que se lo dijéramos.
      ¿A ustedes les parece?
      Claro. O vos qué te pensás, ¿joder con esto toda tu vida?
      Las nenas se fueron, dejándola con una angustia que crecía opri-miéndole el pecho. Por la tarde probó en los ascensores de la Torre Madero, en los del edifi-cio de Obras Públicas y del Patio Bullrich. En el Show Center in-tentó con la montaña rusa y el paracaidas. Algo se había roto, Paola preguntándole si iba a joder con eso toda la vida, Luciana mirándola así, Emilio por aparecer el domingo. Era como si una serie de movimientos no domeñables la fueran cercando. El sábado regresó al subte, Fravega y a C&A. La había invadido una sensación inmensa de que nada dura mucho nunca. Esa noche se perdió en viajes de Retiro a Tigre, de Once a Moreno. La mañana la sorprendió todavía despierta, pensando en el tiempo que hacía que no se lavaba los dientes en su propio baño.
      Bostezó.
      Llegaron a horario. En realidad no llegaron. Ella dio vuelta la vista y ya estaban ahí, a quince, veinte metros, como si también ellos hubieran estado espe-ando toda la noche. Luciana tirándole de la manga a Emilio que se había quedado duro. Emilio frotándose los ojos. Paola dando el primer paso. Ella casi sin fuerzas para ir a abrazarlos, para escapar. Al final, todo en la vida es una cuestión de ida y vuelta, le habían dicho sus hijas. Paola retrocedió para tomar de un brazo al padre, del otro ya se colgó Luciana. Emilio finalmente se atreve, los tres avanzaron. Ella no hablaba por miedo al tartamudeo, de reojo vio las boleterías y las filas como un pulpo inmenso que succiona y que succiona. Alguien pasó corriendo, un matrimonio de ancianos se cruza arrastrando una valija, persistía un olor penetrante a bizcochos de grasa, a aceite de máquina, polvo húmedo, estación en marcha.
      Emilio entonces y el abrazo.
      Era un encuentro tibio. Las nenas reían. Nada cambia. Ella había imaginado tantas cosas..., que sonarían campanas, que el abrazo dolería un poquito, alguna lágrima por lo menos. Pero no. Los ruidos continuarán siendo los de todas las estaciones, el abrazo no más que el círculo débil del abrazo, las lágrimas llorando por su ausencia. No le dijeron gran cosa, como si todo ya estuviera acordado de antemano. Creyó ver o imaginar un puchero en la boca de Emilio, un poco por esa necesidad interna de que las cosas se parezcan más a lo que ella esperaba de las cosas. Las nenas cuchicheaban entre ellas. Caminando hacia el colectivo se reconoció en el hueco del brazo de Emilio como durante tantos años y tantas veces. Le pareció cómodo y sano el identificarse tan pronto.
      Al entrar al departamento tuvo la primera sorpresa: no le pasó nada. La segunda fue al rato de estar preparando la salsa, las nenas habían ido a comprar los ravioles, Emilio continuaba con el diario..., era como si nunca se hubiera ido.
      Almorzando, se enteró de que Paola habia roto con Marcos y de que Leandro era más que un simple amiguito de Luciana, quien todavía se ponía colorada. De Emilio, nada.
      Levantaba el brazo llevándose el vaso con vino y soda a la boca cuando se dio cuenta de que sus hijas tenían razón, tanto que ni ellas mismas sospechaban el alcance de sus palabras, todo en la vida no iba a ser nunca más que una cuestión de ida y vuelta. Dejó el vaso. Emilio atendiendo de reojo el televisor. Subió el vaso hasta sus labios pero no bebió. Luciana decía que Leandro era el mejor hombre del mundo. Bajó el vaso. Paola insistía con que todos los tipos eran la misma mierda. Subió el vaso. Sonreía. Volvió a bajarlo. Volvió a subirlo. Sonrió más confiada, nadie se había dado cuenta.


Señora de ida y vuelta. documento word

2 comentarios:

  1. Estimado Norberto, aunque aún estoy confundido pues
    apenas si lo dejas entrever al final, siento que tu
    personaje dembula entre la enfermedad del alcoholismo
    y la bipolaridad. Como no está muy claro me inclino a
    pensar que es tu primera figura está inmersa enese
    mundo de los alcohólicos.
    Me ha gustado mucho como has retratado ese sentimiento
    de ir y ventro de una dimensión que no afronta la
    enfermedad como un problema perse del personaje. Ella
    sostiene sus verdades como fuentes para su
    inconformidad.La falta de atención del marido, el poco
    interés de las hijas por brindarle un poco de
    motivación. Todo, lo plasma como empùje al demabular y
    al subir una y otra vez el ascensor. Muy sutilmente no
    busca enfocar la posición del marido ni de las hijas.
    Nosotros, sin que lo diga el texto, asumimos una fría
    aceptación sobre una actitud que se nosocurre fuera de
    control.
    Los fogonazos de lucidez que vemos en la protagonista,
    han servido para que tú agilmente incertes el paso del
    tiempo frente a los ojos del lector.
    El desinteres por no recomenzar nada por el lado del
    esposo, ni el querer sumar al ser querido por parte de
    las hijas, nos brinda ese presentimiento de estar
    viendo a alguien que si llegó a nuestro hogar, se le
    brinda unpoco de atención, peroeso sí, no dejándole de
    observar como un ave viajera. Algo que llegópara
    volver a irse. Algo que alguna vez fue algo en
    nuestras vidas, pero queahora es una sombra.
    Si me equivoqué en mi apreciación perdóname pero esa
    es mi interpretación
    Saludos

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  2. Tu cuento me ha gustado, me ha gustado mucho. Al principio me olía a Cortázar, pero luego se me olvidó el sentido del olfato y me dejé llevar con una sonrisa por tanta escalera y tanto ascensor y tanto autobús y tanto metro. Tenía un miedo atroz al final, un miedo atroz desde la mitad del cuento a que lo fastidiases en la última línea con una muerte, o un despertar, o no sé qué cosa. Y no, no la fastidiaste. Norberto
    Esta mujer está adquiriendo unas manías del copón bendito, la familia debe de estar desolada, y sólo lo vemos al través de su propia óptica, a pesar de estar narrado en falsa tercera. O quizás por eso. Sube, baja, entra en mil autobuses, en edificios comerciales, en metros, en trenes, se pone a las colas. Je. Se aleja. Se aleja pero nunca lo suficiente. Las nenas le pasan comida, como si fueran el abastecimiento volante de una vuelta ciclista. Y le dicen que no puede estar siempre viajando, así que mejor el domingo vienen con el papá y charlan bonito.
    Algunos pronombres personales que no se ve claro a qué personaje aluden, me hicieron perder la brújula en algún momento. Pero la historia me había ganado, quería saber en qué coño desembocaba todo. Por otra parte los párrafos están muy bien introducidos por frases sencillas y eficaces. Hay mucho oficio en esa manera de escribir. Me gustan mucho frases como éstas: «qué explicarle si apenas eran unas ganas locas de subir y bajar y estarse ahí nomás quieta en esa paz solitaria de arriba abajo», «anda en todas esas cosas de tirar las cartas y leer las manos», «a los besos con Marcos, descarados y sin aliento», «Algo se había roto, Paola preguntándole si iba a joder con eso toda la vida, Luciana mirándola así, Emilio por aparecer el domingo», « Emilio la abraza. Es un encuentro tibio. Las nenas ríen. Nada cambia», «esa necesidad interna de que las cosas se parezcan mas [más]a lo que ella esperaba de las cosas».
    Al final, ay, ella sigue subiendo y bajando, ahora el vaso. Y ellos no se han dado cuenta. Me ha parecido oler por algún lado un mensaje de moralina (ella se evade porque ellos, en la vida cotidiana de la casa, van a lo suyo; ella se siente, por tanto, aislada). Pero me gusta pensar que es una simple excusa vaga aún, imprecisa, de la señora. Y que al lector no le incumbe, ni le interesa. Los personajes son majos, la historia bonita, la manera de escribirla convincente, hermosa. Sí, me alegro de tenerte entre nosotros, Norberto

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