lunes, 1 de octubre de 2007

El Zorzal

Daniel

(primera entrega)


      Después del último acorde sobrevino el silencio, y Miguel siguió cruzado de brazos frente a la ventana del estudio, contemplando las hojas resecas que rodaban por el patio y que en su girar acompañaban, de algún modo, el eco de ese tango del final que aún temblaba en sus oídos.
      Sacó el compacto del equipo, lo guardó en la caja transparente y volvió a repasar la lámina de la tapa, un fondo oscuro con una luz en el centro, esfumada en los bordes, que venía a significar —así lo entendía él— la reaparición. "El resurgir de las cenizas", se dijo, para luego advertir que la frase se le había deslizado entre los pensamientos como una irreverencia. Gardel se había matado en un accidente de aviación, devorado por el fuego, y él había imaginado cenizas, un ser elevándose de su propia nada. Pero el diseño representaba algo más etéreo y puro, una metáfora de la vida, de aquello que nace o renace. El mismo título del disco, en letras doradas debajo de la nube de luz, no dejaba margen para otra interpretación: El Zorzal regresa. Un título que podía ser tomado como una provocación. Porque no era Gardel quien cantaba esos temas clásicos de Gardel, no podía serlo. Al pie de la contratapa, debajo del listado de canciones y del sello discográfico, figuraban las siglas del ITAV, Instituto de Técnicas Audiovisuales, como realizador y responsable del proyecto. Del nombre del cantor, ni noticias.
      Dejó el disco sobre el sillón, levantó los libros apilados en el escritorio y los fue acomodando en la biblioteca. Se agachó para apoyar uno de los tomos en el estante más bajo. Al erguirse, el dolor en la cintura lo dejó sin aire. Ya no era un pibe (hacía rato que había dejado de serlo). Mientras descansaba, las palmas apoyadas sobre el escritorio, recordó que años atrás ya se había experimentado con ciertos cambios técnicos al sustituir las guitarras por orquestas ampulosas, injertos que no hacían más que acentuar la diferencia entre la voz de Gardel, que sonaba algo lejana, y la estridencia de los instrumentos encajados a la fuerza. Aquí el juego era otro. Pensó que no sólo se trataba de arreglos nuevos ejecutados nada menos que por el Sexteto Gotán, sino que la voz tenía un algo distinto a la del Zorzal auténtico.
      El teléfono repicó dos, tres veces. Cuando fue a atender, dejó de sonar. Más allá de la pureza del sonido —siguió pensando—, la diferencia se acentuaba en las pausas, en la respiración. Por lo demás, la voz era la misma, idéntica en la coloratura y en el tono. No había dudas de que el material había sido cuidadosamente preparado para que uno soñara con el milagro, con el regreso del Zorzal después de setenta y tantos años de ausencia física.
      Leonor abrió la puerta del estudio.
      —Es para vos —dijo, y le alcanzó el inalámbrico.
      Miguel reconoció la voz de Silvano.
      —¿Lo escuchaste? ¿Qué te pareció?
      —Acabo de escucharlo —Miguel se apoyó contra el marco de la puerta; deslizó la mirada por el respaldo del sillón hasta fijarla en el compacto que Silvano le había hecho llegar esa mañana—. Una buena imitación, para qué negarlo.
—Viste vos, son capaces de cualquier cosa. ¿Con qué autoridad? ¿Con qué propósito? —detrás de las palabras de Silvano se oían ladridos tenues, distantes—. Estos señores manosean el arte sin ningún empacho. Y Gardel que no puede defenderse.
      —Cómo que no, para qué están sus seguidores.
      —Es verdad, pero qué podemos hacer —Silvano hizo una pausa, volvieron a oírse los ladridos—. Estuve en el instituto ese del que salió la idea de esta grabación infame.
      —¿Ah, sí? Qué te dijeron.
      —Nada, no pueden adelantarnos nada.
      Miguel advirtió que su amigo lo hacía partícipe de su búsqueda de respuestas, de su indignación, aunque quizás no lo involucraba a él, sino a los miembros del Club Gardeliano que Silvano lideraba.
      —No te hagas mala sangre, le estás dando una importancia que no merece. En un mes nadie se va a acordar de este disco.
      —Tenés razón —en la voz de Silvano se filtraba cierto recelo—. Mientras la gente no confunda a uno con el otro. Porque eso es lo que pretenden con este producto de laboratorio. Y Gardel hay uno solo, eh. Decime una cosa —lo interpeló Silvano—. ¿Cuándo te vas a dar una vuelta por el Club? Hace mil años que no te aparecés.
      —Un día de estos. No sé, no te prometo nada.
      Silvano ya no intentaba convencerlo para que se integrara al Club, pero solía invitarlo a las reuniones. Miguel había asistido varias veces, aunque no se presentaba como un gardeliano incondicional, sino como mero aficionado al tango y la milonga. Por otra parte, qué podía compartir con aquellos otros señores, "muchachos" pintorescos que evocaban la época de oro del tango, que se contaban improbables anécdotas del Zorzal y coleccionaban ajados documentos. Gardel debía ser admirado sin estorbo ni sentimentalismo; en fin, sin realizar otra actividad más que demorarse en disfrutarlo. Así como Miguel necesitaba del silencio y la concentración para la lectura, escuchar a Gardel también lo consideraba un acto que debía llevarse a cabo, de ser posible, relajado y en soledad. Claro que no vivía en una burbuja. A veces, especialmente los sábados a la noche, salía con Leonor a ver algún espectáculo de tango, no de esos sofisticados y producidos más que nada para turistas, con bailarines impecables y veinte músicos en escena, sino funciones modestas que se daban en acogedores bodegones de San Telmo o de La Boca, con cantores que no siempre salían airosos en sus interpretaciones. El tango no debía perder su roña, su encanto arrabalero, y muchos cantores del montón no olvidaban esta cualidad.


            II

      Terminaron de cenar y Leonor preparó café. Miguel levantó los vasos y los platos y los colocó en la pileta de la cocina. Volvió a sentarse, encendió el televisor y buscó el programa especial que habían estado anunciando en las propagandas. Todavía no había empezado. Hacía semanas que no tenía noticias de Silvano. Se preguntó si su amigo seguiría afirmando, impotente y perplejo, que el disco se vendía nada más que por curiosidad, o si su rabia habría devenido en resignación. Como fuese, sin duda seguiría preocupado. A tres meses del lanzamiento, el disco había sido reeditado para abastecer el mercado internacional. Si bien el éxito se alimentaba en parte del misterio, la calidad musical era indiscutible. "Claro que toda imitación tiende a eclipsarse —razonó Miguel—, a desmoronarse, aunque en algunos casos lleve tiempo".
      En la pantalla aparecieron tres personas sentadas a una mesa redonda —una de ellas era el entrevistador—, y debajo, al pie, un titular: EL ZORZAL REGRESA. HABLAN LOS CREADORES DEL PROYECTO. Un hombre de pelo entrecano tomó la palabra. Se presentó como el ingeniero Pasik. Reveló que el proyecto había sido concebido para mostrar el avance de las investigaciones en materia de sonido y emulación, y que venía trabajándose en el mismo desde hacía cinco años. "Una explicación ambigua", pensó Miguel. El periodista hizo su primera interrupción: "¿Por qué Gardel?". El ingeniero dijo que el proyecto contemplaba también la emulación de otras voces históricas y que habían previsto lanzar un solo disco del Zorzal, pero que "debido a los excelentes resultados hemos decidido preparar otro".
      A Miguel le corrió frío al sospechar los acuerdos entre el Instituto y el sello discográfico. "¿Existe un cantor o no?", volvió a interrumpir el periodista. El ingeniero admitió que sí, aunque su nombre se mantendría en secreto. "Nosotros hacemos realidad los sueños de la gente".
      —Juegan con sus ilusiones, que es distinto —opinó Leonor, sosteniendo la taza frente a su boca.
      El periodista miró la pantalla, hizo un repaso de la biografía del Zorzal. Miguel detectó detalles equívocos. Era evidente que no iba a revelar mucho más en el programa, o al menos en ese tramo, y que su intención era mantener intrigado al espectador. El tipo anunció la tanda publicitaria y apareció de pronto una imagen borrosa de la que emergió primero la sonrisa inconfundible del Zorzal, luego los ojos y el sombrero. Completada la imagen, quedó congelada unos segundos, mientras se oía el tango Mano a mano en la en la nueva versión apócrifa.
      Miguel tomó un sorbo de café; ya estaba frío.
      —No lo muestran porque se les cae el negocio —abrió el paquete de Kent, sacó un cigarrillo, lo encendió—. Necesitan que la imagen del cantor sea la de Carlitos.
      —Es cierto —dijo Leonor—. Si tuviera la pinta y la sonrisa de Gardel, sería demasiado. Sería un milagro en serio.
      A la noche siguiente, el timbre sobresaltó a Miguel mientras hojeaba en la cocina unos apuntes.
      —Van a sacar otro disco —dijo Silvano no bien traspasó la puerta—. Me imagino que estás enterado.
      —Vi cuando lo anunciaban por televisión.
      Leonor saludó a Silvano y lo invitó a que se quedara a comer. Silvano se excusó explicando que a las diez en punto tenía que estar en un teatro del Abasto, donde oficiaría como presentador de un cuarteto. Colgó el sobretodo del respaldo de una silla y se mantuvo parado frente al espejo. Se ajustó la corbata, se rastrilló las canas con los dedos. Leonor los dejó solos en el living.
      Miguel le sirvió un whisky, luego volcó en su vaso lo que restaba de la botella. Silvano alzó el vaso y observó el líquido a trasluz contra la lámpara.
      —Están jugando con fuego —dijo—. No sé adónde quieren llegar, pero yo no me voy a quedar en el molde. Los discos de Gardel, los auténticos, ya no se venden. Una mala señal.
      —Nunca se vendieron mucho que digamos. Los compran los turistas.
      —Los compraban. Pero el otro, el nuevo, ese sí que se lo llevan. La gente es estúpida.
      —No es tan sencillo…
      —No entienden nada. Pero nosotros no comemos vidrio —Silvano pasaba el vaso de una mano a la otra, lo que le impedía soltarse en sus ademanes—. Encima, apareció el ministro de Cultura hablando de lo importante que es para Buenos Aires haber recuperado la voz del Zorzal, bla, bla, bla. Seguro que le entregaron buena plata a ese gil. Y a los que estamos en contra, nos llaman retrógrados.
      El fervor de sus palabras parecía nacerle del alcohol, pero la medida en el vaso no le alcanzaba siquiera para entonarse. Había venido con el entusiasmo a flor de piel, como si hubiera encontrado la aventura de su vida, aquello por lo que valía la pena luchar. Silvano era un tipo resuelto y por demás activo, pero había otra cosa, Miguel lo notaba en sus gestos, en la brillantez de sus pupilas. Parecía que el proyecto del Instituto había surgido para desafiarlo y que él aceptaba dichoso el desafío. No importaba si Gardel salía favorecido o no, Silvano no tenía intenciones de ceder o recapacitar.
      —Vamos a movilizarnos frente al Instituto —Silvano apuró el último sorbo y dejó el vaso sobre la mesa—. Me gustaría que nos acompañaras, aunque sé que sos una persona, cómo decirlo… moderada. Un escritor que compone sus crónicas desde la tranquilidad de su casa, apartado del carnaval del mundo, ¿no es así?
      —En cierto modo.
      —Yo sé cómo podés aportar tu grano de arena.
      Mientras Silvano mencionaba detalles de su plan, iba intercalando comentarios sobre los amigos que ya no estaban pero que, desde el cielo, le daban fuerzas; evocó el apoyo incondicional y fraterno que le brindó a Pascual, un amigo de ambos, en los amargos meses de su enfermedad. "Amargos meses", había dicho Silvano, y Miguel pensó que el adjetivo no era necesario, que el recuerdo adolecía de afectación, como si esas palabras hubieran sido extraídas de un tango mediocre, aunque —estaba seguro— su amigo las había pronunciado desde el corazón. Si parecía irse por la tangente, se debía a que Silvano estaba desarrollando una idea o recurriendo a un modo sutil de pedir o proponer algo. Silvano andaba necesitando que, con palabras de escritor, Miguel denunciara en el pequeño espacio donde colaboraba como redactor, lo que él consideraba una herejía hacia una figura de la talla de Gardel.
      —Mi columna es modesta —aclaró Miguel—. Reseño libros, lo sabés.
      —Podrías tomarte una licencia, ¿acaso no tenés libertad de acción?
Miguel se mandó un trago (el calor le recorrió el cuerpo) y dijo que sí, que lo haría.
      —Sabía que podía contar con vos —Silvano le palmeó el hombro.
      Antes de despedirse, le pidió ir al baño. Cuando volvió, recogió el sobretodo y se quejó de la vejez, de los problemas de la próstata.
      —La salud va y viene —suspiró Silvano, tocándose la panza, como si así pudiera sanar o aliviar, al menos, su gastritis.
      Ya en la puerta, encendió un cigarrillo y le insinuó a Miguel que sería fenómeno si lograba contactarse con revistas o programas de radio que también le dieran un espacio al asunto. Se abrazaron. Al separarse, Silvano juntó las manos del amigo y las envolvió entre las suyas.
      —Me alegró verte —dijo, observándolo como si mantuvieran algún secreto.

3 comentarios:

  1. Aunque no soy tan viejo como para decir que viví la
    época gardeliana, he sido desde mi niñez gran
    admirador de este artista. Con el correr de los años,
    he buscado la manera de ver sus películas y de
    apreciar su música y el contenido de sus letras.
    En una ocasión visité Buenos Aires y quise compartir
    esa misma pasión que sentía por una figura tan
    importante para mi. Quizás por el poco tiempo y lo
    apretado de mi agenda, no encontré eco a lo que
    pensaba estaba diseminado por toda la ciudad. Siento
    que de alguna manera, esto se refleja en el cuento de
    Daniel. La pérdida paulatina de alguien cuya imagen en
    el exterior es venerada y que posiblemente en su
    propia patria, es más importante en el plano turístico
    que en el emocional. Pido perdón a mis hermanos
    argentinos si estoy totalmente equivocado.
    Para los que nos gusta la música de Gardel, aquellos
    que todavía tratamos de saber todo lo que se esconde
    tras su mito,"El Zorzal regresa", nos refleja ese
    grado de impotencia ante el nacimiento de nuevas
    imágenes artísticas que de una manera u otra, colocan
    al Zorzal en una entidad de museo.
    Saludos y me disculpan los pibes si resulto
    irreverente.
    Marcos

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  2. Demás está decir que no me gusta el tango ni sus alrededores, así que accedo a este cuento con ese prejuicio a cuestas.
    Y por suerte me encuentro con algo distinto a lo que esperaba. El relato supera al tango y se arma a sí mismo en un planteo que, de lejos, bien lejos, me recuerda a Queremos tanto a Glenda, la asociación es puramente mía, ya que este es un relato distinto, a pesar de que también un grupo de amigos se propone hacer algo por un artista, en este caso particular, no tan detallado y planificado como en el relato de Cortázar.
    Y para mí, esto es lo que rescato del relato, esta situación en la que unos personajes sostienen que hay una diferencia muy importante entre la realidad y la ficción, entre lo que ellos llamarían arte real y arte producido por la industria. A mí me hubiera gustado que el cuento remarcara aún más estas cuestiones. Que las desarrollara. Que tratara de llegar al límite, investigar hasta dónde está bien y dónde comienza a estar mal. A reconocer, por ejemplo un oyente medio, que sin saber de qué técnica se trata no se pueden establecerse las diferencias. Los límites no dejan de ser pura dialéctica, no pueden ser claros. Entonces, desde dónde es posible juzgarlo. ¿Será posible juzgar algo así? ¿Tiene menor valor en el sentimiento provocado a un lector, que determinado poema haya sido escrito automáticamente por una computadora? ¿Qué es más importante, lo que siente el espectador, o la tecnología con que se llevó a cabo la obra de arte?
    Pero bueno, creo que todo ello está en el planteo.
    Un abrazo, Dani.

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  3. La verdad es que no sé qué conexión tiene este fragmento con aquel de la búsqueda de reliquias de Gardel. Imagino que ambos forman parte de una novela en construcción.
    La redacción me parece muy buena, como siempre pasa con Dani. Da la impresión de que él está saliendo de los cuentos y entrando en obras de mayor envergadura. La prosa es magnífica, todo transcurre con calma, sin ese prurito que tenía siempre de que cada tornillo de la carrocería fuera absolutamente necesario. Hay unos ladridos de perros, tenues, distantes dice Dani, cuando habla por teléfono Silvano; esos ladridos no son necesarios, pero contribuyen a crear un clima, a hacernos físicamente presente la escena. Es bueno el autor en las descripciones y ha mejorado muchísimo en los diálogos con respecto al primer Daniel.
    Esto, evidentemente, no es un cuento, y por lo tanto no puede comentarse como tal. No hay un final, no hay una acción cerrada. Creo que Dani nos ha hecho llegar un fragmento de algo en lo que está trabajando para ver la cara que ponemos. Y la cara me parece que es de total aprobación. Parece un planteamiento casi policiaco: Gardel ha muerto hace tiempo pero la industria discográfica lanza un disco cantado por un tipo que parece él. El lector puede pensar cualquier cosa, todo es posible, mientras que sus seguidores consideran que se está adulterando el recuerdo del cantor.
    Será interesante ver cómo se desarrolla este proyecto. El miedo que yo tengo es que el tema no sea todo lo universal que sería deseable para una primera novela en la que uno se juega el tipo. Una novela de suspense sobre Carlos Gardel. Hum.
    Algún detalle, por no estar callado.
    Me parece que habría que quitar (por abrupto) “Es verdad” de la frase “Es verdad, pero qué podemos hacer”. Quedaría, creo, más natural.
    Al comienzo del título II hay una serie de sonidos iguales que afean un poco: «buscó el programa especial que habían estado anunciando en las propagandas. Todavía no había empezado,. Hacía semanas que no tenía noticias».
    Me pregunto cuáles serían los detalles equívocos en la biografía de Gardel. Parece que el uso de esa palabra debería animar al autor a explicarlos un poco. Otra cosa sería si los detalles fueran equivocados. Equivocados y punto. Pero equívocos sugiere un matiz, una intención sobre la que habría que abundar.
    Hay un despiste en la frase: «Mano a mano, en la en la [repetición] nueva versión apócrifa».
    Me gusta la frase «el recuerdo adolecía de afectación».

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